Meditación del Evangelio Ciclo B

DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
             «Soy Rey. (...) Todo el que es de la verdad, escucha mi voz»

Jesucristo, Rey del Universo… El título le pertenece en cuanto Dios, Creador con el Padre del Universo; así o proclamamos en el primer artículo del Credo. La Fiesta de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI en 1925 en el contexto histórico y social de una Iglesia sola e inerme frente a una sociedad en gran medida anticristiana y, sobre todo, anticatólica. Desde luego que no se trataba de imponer a nadie ideas o regímenes teocráticos, sino sólo de recordar unos derechos humanos y religiosos de los creyentes que debían ser respetados. Quienes hicieron caso omiso de ello fueron responsables de las catástrofes sangrientas que tuvieron lugar a partir de los años treinta, que no es preciso recordar.
Pasaron los años. El Papa Pablo VI, hoy Santo, tras el Concilio Vaticano II, trasladó la fiesta de Cristo Rey del último domingo de octubre al último domingo del año litúrgico, acentuando más bien el sentido espiritual y escatológico de la fiesta dentro de las perspectivas litúrgicas del Viernes Santo. Puesto que el mundo posee autonomía propia no pertenece jurídicamente a la Iglesia y, sólo desde la fe, podemos afirmar que Jesucristo es Señor y Rey del mundo y de los hombres. Ciertamente que la Iglesia ha de ser libre e independiente de todo poder civil. Y desde esa libertad-sumisión incide también en las realidades temporales, aunque desde el ángulo de lo específicamente evangélico, ya que el ejercicio del profetismo es tarea esencial cristiana.
En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis del apóstol san Juan, se llama a Jesús con estos títulos: “testigo fiel”, “primogénito de entre los muertos”, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Él mismo se llama “el Alfa y la Omega”, es decir, “el principio y el fin” de toda la historia. Por eso añade que es “el que es, el que era y el que viene”. Además, esta última expresión va acompañada de otra muy característica del evangelio del mismo apóstol, el “yo soy”: “yo soy el Alfa y la Omega”. Todo ello nos habla claramente del supremo poder y dignidad de Cristo.
Ahora bien, la realeza de Cristo que viene contenida en esas expresiones no se hace visible en la Iglesia, como tampoco se hizo visible en Él, por sus poderes o su esplendor, sino por la justicia, el servicio y la caridad. Y es que Dios no impone sus dones a nadie, sencillamente los ofrece, y los hombres pueden aceptarlos o rechazar desde la libertad que tienen. Precisamente, el centro de la liturgia de la fiesta de Cristo Rey lo constituye muy especialmente hoy el pasaje evangélico.
Nos trasladamos, pues, a los inicios de la Pasión del Señor. Jesús está, humillado y humilde, ante el poder civil: la Autoridad romana. Contra Jesús presentan la acusación los representantes del poder religioso: los judíos. Ya había se habían llevado a cabo la flagelación y la coronación de espinas… Jesús está coronado de burla. Pilato pregunta: ¿Eres tú el rey de los judíos? A estas palabras Jesús pone una aclaración: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Y es que el concepto de rey es muy distinto en la mente de un romano y en la de un judío. Y dentro del judaísmo hubo mesianismos verdaderos y mesianismos falsos.
Hecha esta precisión, Jesús afirma sin ambigüedades su condición de rey y la naturaleza de su reino: Soy ReyYo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). Jesús es Rey ciertamente pero ahí está el matiz de su reinado: mi reino no es de este mundo. No, no es un reinado de poder y riqueza. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Mi reino no es de aquí (Jn 18, 36).
El sentido pleno de su afirmación lo había ido manifestando claramente en su predicación y, no muchas horas después del diálogo con Pilato, veremos que este Rey está clavado en la Cruz, salvando a los suyos mediante su sacrificio. Es un Rey que no ha venido a imponer su dominio, sino que ha venido a servir y a dar su vida por todo. Sus seguidores –cada uno de nosotros– tendremos que aprender esta lección. Nuestra actitud no debe ser de dominio, sino de servicio. No de prestigio político o económico, sino de diálogo humilde y comunicador de esperanza. Evangelizamos más a este mundo con nuestra entrega generosa que con nuestros discursos o en la ostentación de nuestras instituciones.
También en nosotros debe cumplirse lo de que “nuestro reino no es de este mundo”. No vaya a ser que, como comunidad o como personas particulares y siguiendo las tendencias de este mundo, persigamos casi exclusivamente los valores de aquí abajo y no los que Cristo no ha enseñado; sólo con los auténticos valores contribuiremos a la construcción del Reino. Nuestro compromiso ha de ir siempre ligado a la oración y hoy especialmente tenemos la oportunidad de subrayarlo: el Padrenuestro que rezamos momentos antes de acercarnos a la comunión, con su “venga a nosotros tu reino”, constituye la mejor de las oraciones y el más denso de los compromisos. Anticipemos para finalizar nuestros sentimientos:

“Señor, haz que venga tu reino al mundo de los hombres, y danos la fuerza de tu Espíritu para mantener irrevocable nuestra entrega personal a la construcción de tu reinado en nuestro mundo: tu reino de verdad y de vida, tu reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Así mereceremos alcanzar de ti el reino con Cristo. Así sea”.
TEÓFILO VIÑAS, O.S.A

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
                                                        «Él está cerca»


Nos encontramos en el penúltimo domingo del año litúrgico y la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el fin del mundo, es decir, sobre la meta hacia la que nos dirigimos y que da sentido al devenir del universo y al quehacer histórico del hombre, algo que sólo adquirirá su pleno significado cuando todo haya concluido. Parece natural suponer que el mundo tendrá un término, desde el momento en que admitimos que tuvo un principio por la creación, pues todo lo que tiene principio tiene fin, ya que lo que comienza a existir tiene el ser no como algo propio sino como algo recibido (lo que no existe no puede darse a sí mismo el ser), y por tanto no lo puede retener pues no es dueño de él.
Con el conocimiento que hoy tenemos del universo, sabemos que tiene una larga edad, de unos 13.700 millones de años, y que aún ha de durar mucho tiempo más. Nuestro Sol se formó hace unos 5.000 millones de años y se encuentra en la mitad de su curso vital. Por su parte, la Tierra existe desde hace unos 4.500 millones de años y dentro de otro tanto será engullida por el Sol, que, en la última fase de su existencia, aumentará enormemente de tamaño; aunque no tenemos garantía de que un meteorito no haga impacto sobre la Tierra (como ya ha ocurrido en el pasado) y devuelva la vida a sus inicios (si es que antes el hombre no la hace inhabitable).
Estas reflexiones tienen sentido, pero no constituyen el objeto de la escatología bíblica, que lo que se plantea es el fin del mundo, en su doble significado de término y de finalidad.
Admitir que el mundo tiene una finalidad es reconocerle un sentido: en su comienzo (por qué), en su desarrollo (cómo) y en su destino (para qué). Los creyentes en la Sagrada Escritura (judíos, cristianos y musulmanes) confesamos que el mundo fue creado por Dios para su salvación. Por eso sostenemos que, a pesar de todo el mal que pueda contener, el mundo no será aniquilado sino purificado y transformado. Por sus solas fuerzas, no se sostendrá, se derrumbará (como expresan las imágenes cósmicas apocalípticas), pero, por el poder de Dios, será transfigurado en una nueva creación, en la que el hombre habrá dejado su impronta como colaborador de Dios.
Los hombres somos seres del mundo: éste no sólo es nuestra casa, sino que conforma nuestro ser. Los elementos pesados que constituyen nuestro cuerpo, como el calcio o el hierro, se formaron en el interior de las estrellas, a lo largo de miles de millones de años (llevamos en nuestro cuerpo polvo de estrellas).
Lo más grande que nos ha sucedido (mucho más que haber venido a la existencia) es que Dios se ha hecho hombre; eso significa que se ha hecho parte del mundo y ha transferido al mundo la indestructibilidad de su ser eterno, por lo cual su proyecto de salvación es infalible, sin que ello ponga en peligro la libertad del hombre, pues Él mismo forma parte de la raza humana y, por tanto, del mundo, por lo que el obrar del Dios encarnado es un obrar libre del hombre y del mundo.
Además de una finalidad, el mundo tendrá también un final, pues sólo así el mundo en su totalidad adquirirá una unidad de sentido, ya que una existencia interminable lo mantendría inacabado y lo condenaría a una carencia de sentido.
Su sentido está en Cristo, que habiendo completado su trayectoria vital –reintegrándose en la vida trinitaria, siendo también hombre–, señala la meta de este mundo en Dios. Mas no sólo se ha integrado en Dios como individuo de la raza humana, sino como cabeza de la humanidad y foco atractivo del cosmos. Lo que sucederá en la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos será la culminación de la larga trayectoria del universo, el cierre de la historia y el comienzo de un mundo nuevo y una nueva humanidad integrada en la eternidad de Dios. Por eso, la venida del Hijo del hombre no puede sino ser esperada con gozo y deseada activamente poniendo nuestro granito de arena en la edificación del Reino de Dios.
Ahora bien, eso no significa que toda la humanidad esté a salvo, si no se da una adhesión libre al proyecto divino. De ahí la gravedad del momento que vivimos al presente y la urgencia de la decisión a la que se nos emplaza.

Cada uno de los hombres (Dios sabe cómo) debemos dar nuestra respuesta personal a la llamada divina, y no al margen del curso de la historia cotidiana (lo que no significa que sea intrascendente), sino comprometiéndonos en la construcción del Reino de Dios en nuestro vivir y quehacer diarios.
Modesto García, OSA

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba»


Comienza Jesús advirtiendo a sus oyentes que se cuiden de la hipocresía de los escribas –los especialistas e intérpretes oficiales de la religión– por su ansia de honores y de prestigio, por su ansia de ser reconocidos y saludados en los lugares públicos, por su ambición, por la ampulosidad en sus vestidos, por buscar los primeros puestos, por servirse de la religión para obtener beneficios económicos en favor propio, etc.
Pero si hay que evitar la conducta de los fariseos, sí se debe imitar la conducta de la viuda del evangelio. La razón estaba, como Jesús explicó, en que las ofrendas de estos ricos no representaban ningún sacrificio para ellos, daban de lo que les sobraba, de su abundancia. La viuda, en cambio, había echado en el cepillo del templo un cuadrante, el equivalente a la fracción más pequeña de cualquier moneda de la actualidad, su valor como tal era insignificante. Jesús, que observaba la escena, llama a sus discípulos y les explica lo que acaba de ver. Jesús contrapone el elogio de los pobres –representados por la viuda–, a los fariseos que hacen gala de sus donaciones aparentemente grandes.
Esta pobre viuda del evangelio es el símbolo de los pobres y oprimidos, que aun en medio de la fatiga y apuros quieren vivir sincera y generosamente. Jesús la alaba, porque confía totalmente en Dios, se abandona totalmente a él. Esta pobre mujer dio todo su sustento. Son los pobres los que agradan a Dios y pueden aceptar el evangelio: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Lc 6,20). No son los ritos externos lo que agrada a Dios, ni tampoco si damos mucho; el Señor no mira la cantidad del donativo, sino el corazón con que se da; diríamos que a Dios le interesa más bien lo que nos reservamos. Las dos monedillas, el cuadrante, era el verdadero culto, daba de lo que necesitaba para vivir.
En este sentido, este pasaje tiene mucho que enseñarnos. Nos enseña cómo debe ser nuestra entrega a Dios. El hecho de que la viuda diera lo poco que tenía, indica que confiaba enteramente en el Señor. No podemos olvidar que Dios ni necesita ni quiere nuestro dinero, sino a nosotros mismos. Lo que tuvo de especial la ofrenda de la viuda fue que se entregó ella misma dando lo poco que tenía. La viuda con su gesto manifestó que todo lo que tenía le pertenecía a Dios y por eso se lo devolvía en forma de amor. El modo cómo nos relacionamos con Dios y le ofrendamos manifiesta nuestra vida de creyentes y lo que pensamos de Dios. Acaso pensemos que solamente son los ricos los que deben dar, pero no podemos olvidar cómo Jesús se centra en la donación de esta pobre mujer, y lo mismo podríamos decir de la viuda de la que nos habla el profeta Isaías en la primera lectura, que es capaz de dar hasta lo  mínimo que tenía. Una vez más, Jesús destaca que lo que importa es lo que viene de dentro, la intención, el corazón, y no lo que viene de fuera, lo material, la ofrenda. Es interesante recordar al respecto cómo el papa Benedicto XVI resume magistralmente el mensaje del evangelio de hoy en una homilía predicada en la ciudad de Brescia el 8 de noviembre del 2019: “…supone la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la ofrenda de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma”. No entenderlo así, supone desactivar, domesticar el Evangelio, hacer decir  al Evangelio lo que a nosotros nos interesa. La palabra de Dios hoy es una bofetada para los que intentan comprar o negociar con la fe.

Podemos preguntarnos ante la actitud de las dos viudas, si nuestra ofrenda, culto o nuestra relación con Dios se parecen en algo a las actitudes de las dos viudas que hemos comentado. Celebrar la Eucaristía nos compromete a mirar sinceramente a Cristo que vivió pobremente y nos invita a preferirle a Él respecto a todo y a todos.
Vicente Martín, OSA

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)


Como hemos visto en la lectura inicial, desde las primeras páginas de la Biblia, se hace oír una voz imperiosa: amarás al Señor, tu Dios. El pasaje del Deuteronomio que hemos leído quiere que el pueblo sea fiel a los mandamientos de Dios. Y entre todos ellos un destaque especial para éste que es, precisamente el que citará luego Jesús en el evangelio: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6, 5). Si bien, la cita de Jesús se prolongará un poco más, cita que fue a buscar en otro de los libros primeros de la Biblia –el Levítico–, donde el escritor sagrado había dejado el segundo mandamiento: Amarás a tu prójimo, como a ti mismo (Lev 19, 18).
Realmente tendríamos que estar agradecidos a aquel buen escriba por haberle preguntado a Jesús: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?(Mc 12, 28). Éste le dirá, sí, cuál es el primero, pero estrechamente unido al primero colocará el segundo que lo tenían en el libro Levítico, además de reducir el prójimo a solos los de su raza; para lo que en otra ocasión Jesús puso como modelo al “buen samaritano”. Es decir, la consigna de Jesús es el amor en dos direcciones: Dios y el prójimo. El primer mandamiento es amar a Dios, haciéndole honor en nuestra vida, en nuestra mentalidad y en nuestra jerarquía de valores. Amar a Dios significa escucharle, adorarle, encontrarnos con Él en la oración y amar lo que él ama.
Por cierto que gran parte de nuestro mundo de hoy nos invita a elevar a los altares a otros dioses, más o menos atrayentes; y ahí los tenemos, concretamente, en el mundo de los bautizados: el abandono de la práctica religiosa, la entrega a los placeres más degradantes, entre los que están: el sexo, las drogas, el dinero, la búsqueda de una “felicidad” que lleva incluso a eliminar al ser humano que se considera obstáculo para conseguir tal objetivo… Hermanos, como el pueblo elegido oía la voz del profeta que le decía: Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo (Dt 6, 4), también todos los cristianos deberíamos oír: “escucha, cristiano, sigue en pie el primer mandamiento: no tendrás otros dioses más que a mí”.
El segundo mandamiento es amar al prójimo, y prójimo es toda persona, cercana o lejana, porque todos somos hijos de Dios y porque Cristo se ha entregado por todos. Y amarlos como a nosotros mismos, que es una medida muy concreta y generosa. Jesús une ambos mandamientos que, como ya sabemos, venían separados en los libros del Antiguo Testamento. A la hora de hablar de la prioridad entre ellos, dice San Agustín que en el orden del enunciado el primero es “el amor de Dios”, pero en el de la acción el primero es el “amor al prójimo”; es decir, tú no puedes decir que amas a Dios si no amas al prójimo. “Obras son amores, que no buenas razones”, dice el adagio popular. Pero tampoco vale decir “amo al prójimo” y “me olvido de Dios”; hay que afirmar que si este olvido es culpable, la buena acción no será recompensada por aquel a quien se olvida e incluso niega su existencia.
Es interesante que el escriba subraye una cosa que Jesús afirma en otros momentos en su predicación: que este doble amor a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios (Mc 12, 33); es decir, que la práctica de la verdadera caridad está por encima del culto litúrgico dirigido a Dios. De hecho Jesús, siguiendo a los profetas del Antiguo Testamento, seguramente que dijo más de una vez: misericordia quiero y no sacrificios. Por otra parte, la alabanza que hace Jesús al escriba –no estás lejos del reino de Dios (Mc 12, 34)– deberíamos aplicarla nosotros con respeto a tantas personas de otras razas y sinceras creencias que muestran su honradez y buena voluntad y sobre todo, en su buen corazón y en su preocupación por los demás, que es, sin duda, una forma de amar.
Al terminar cada día nuestra jornada, bien estaría un breve examen de conciencia, en el que podríamos preguntarnos: ¿he amado hoy? ¿o me he buscado a mí mismo? Y es que la respuesta podría anticipar la que el Señor nos hará en el atardecer de nuestras vidas. Efectivamente, aquel divino enamorado de Dios que se llamó Juan de la Cruz formuló de esta manera el tema de nuestro examen: “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”. Por cierto que nuestro examinador se define así: Dios es amor (1 Jn 4, 8). Y con ello está dicho todo.
Momentos antes de ir a comulgar se nos invita a darnos la paz con los más cercanos. Es éste un buen recordatorio para que unamos las dos grandes direcciones de nuestro amor –Dios y el prójimo–; luchemos, pues, contra la tendencia más innata que tenemos: el egoísmo.

Terminamos orando al Señor, haciendo nuestra esta plegaria de san Agustín: “¡Tarde te, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y por fuera te buscaba, y me iba tras las cosas hermosas creadas por ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Pero me llamaste y clamaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume y respiré y suspiro por ti. Gusté de ti y siento hambre y sed. Me tocaste y me abrasé en tu paz” (Confesiones, X,27,38).
Teófilo Viñas, O.S.A

DÍA DE TODOS LOS SANTOS.(Ciclo B)
«Alegraos y regocijaos»

Cuando decimos en el Credo, “creo en la comunión de los santos” estamos invocando a la Iglesia total en sus tres estados o fases:
  • en fase de Iglesia triunfante son los ya santos salvados, canonizados o no.
  • en fase de Iglesia llamada purgante son los santos en vías de salvación.
  • en fase de Iglesia militante, nosotros peregrinos, camino de salvación.
Y esto durante los 365 días del año litúrgico. Pero hoy y mañana nos fijamos especialmente, globalmente, en la Comunión de nosotros con la Iglesia triunfante de santos salvados y con la Iglesia del purgatorio de santos en vías de salvación. Unos y otros son nuestros antepasados, nuestros familiares difuntos. Estamos, pues, amados hermanos, ante el santo, que busca tu rostro, Señor como pide el salmo responsorial (23,6); estamos ante el desfile de los santos: patriarcas, profetas, evangelistas, apóstoles, mártires, pastores, varones y mujeres que, desde su fe, confesaron y adoraron a Dios y sirvieron a los hermanos, procedentes de todos los oficios, lenguas, razas, pueblos y naciones, que celebra la primera lectura del Apocalipsis. Apocalipsis, libro último de la Biblia, escrito  por un apóstol desterrado en la Isla de Patmos, con destino a cristianos perseguidos y en catacumbas. Por eso está escrito como en clave, que entendían los destinatarios: la primera mitad del texto (Ap 7,1-3) se refiere a la Iglesia militante y peregrina, perseguida en la tierra; y la segunda mitad (Ap 7,9-14) a la Iglesia triunfante y gloriosa en el cielo. (La referencia a 4 vientos [7,1], son los 4 puntos cardinales o universalidad del mensaje cristiano de salvación. Y los 144.000 sellados son el resultado de multiplicar las 12 tribus de Israel x 12.000 miembros; lo cual equivale a un número grande de salvados de todo pueblo, tribu y nación).
Queridos amigos, celebrar la fiesta de todos los santos es una oportunidad, que se nos ofrece, de invocar a tantos santos anónimos, sin biógrafo, sin milagros conocidos, sin altares, sin canonización, pero santos ante Dios porque vivieron y murieron sellados en la gracia de su fe cristiana o de su buena y recta conciencia, sirviendo en sus hermanos al Dios desconocido. Celebrar la fiesta de todos los santos, es resaltar la nota de santidad de la Iglesia triunfante; un homenaje a la santidad encarnada en unos hombres y mujeres, que supieron hacer las cosas ordinarias de un modo extraordinario. Celebrar la fiesta de todos los santos en la Iglesia peregrinante es celebrar la gracia divina, pues ya ahora somos hijos de Dios, como nos certifica en carta el  apóstol Juan (1Jn 3,2).
Santos celestes y terrestres pasaron o pasan  por esta vida cumpliendo las Bienaventuranzas evangélicas, esa llamada “carta magna del cristianismo”, que es el evangelio de hoy, centro del mensaje de Jesús para caminar por la vida. Y para que no nos parezcan estas bienaventuranzas o macarismos de felicidad bienaventurada tan teóricos, tan divinos, tan utópicos, Jesús, viviendo a lo humano, los hizo reales y prácticos en su vida pobre, humilde, sencilla y débil, que predica San Pablo (1Cor 1,26). Jesús, como los maestros judíos, solía transmitir sus enseñanzas mientras caminaba. Pero hoy lo hace sentado como para significar la solemnidad e importancia de este mensaje magisterial, que son las Bienaventuranzas, síntesis de todo el evangelio.  Bienaventuranzas, que cual divinas paradojas compaginan y armonizan lo aparentemente contradictorio: felices, dichosos, bienaventurados los pobres o desprendidos, los humildes, los sufridos o tolerantes, los justos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los  pacificadores, y los perseguidos por su fidelidad cristiana.
Queridos Hermanos, Jesús y sus imitadores  los santos nos invitan a seguir su biografía: nacer, crecer, vivir, amar, sufrir, morir y resucitar. Nacer, crecer, vivir y morir es ley biológica. Pero sufrir amando y amar sufriendo para resucitar a la vida bienaventurada  es obra de santos. Pues, que esta Eucaristía nos haga más escuchas y receptivos a los mensajes del Maestro. Y para conseguirlo, pidamos su intercesión a todos los santos, al santo de nuestro nombre o de nuestra devoción, ya en la Iglesia triunfante; y recemos por  los aún en la Iglesia llamada purgante para acelerar su salvación plena . ¡Santa María, reina de todos los santos, ruega por nosotros y nosotros a través de ellos!

José Rodríguez Díez, o.s.a.
DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’»
La palabra de Dios, que nos ha sido proclamada en este domingo, centra nuestra atención en la curación del ciego Bartimeo (el hijo de Timeo), un mendigo que se sentaba a las afueras de la ciudad, al borde del camino, para pedir limosna a los que entraban y salían.
Prepara la intervención sanadora de Jesús el texto del profeta Jeremías, que describe la refundación del pueblo de Judá como una intervención directa de Dios, conduciendo, alentando, favoreciendo el retorno de los desterrados, actuación que se antoja tanto más necesaria cuanto más desproporcionadas se presumen las fuerzas de los protagonistas de la restauración de la nación, los cojos y los ciegos, las preñadas y las paridas. Según el sentir común de la gente, una intervención igualmente maravillosa del poder de Dios sucedería con la llegada del Mesías, enviado de Dios para traer la salvación a su pueblo. El Mesías realizaría curaciones milagrosas, expulsaría demonios, resucitaría muertos, como signo de la verdadera salvación, que consistía en la perfecta comunión de Dios y el pueblo, a través de la conversión y el perdón de los pecados.
El ciego Bartimeo es pobre por carecer de medios de vida a consecuencia de su ceguera. Está acostumbrado a depender de la gente para vivir. De pronto, se le presenta una ocasión inesperada que lo llena de esperanza. Jesús se dirige a Jerusalén para sufrir su pasión, subiendo por el camino que pasaba por Jericó (ciudad situada a unos 30 kilómetros al norte de Jerusalén). Primero oye el rumor de una multitud. En seguida, averigua que aquella aglomeración se debe al paso de Jesús de Nazaret, del que tenía noticias de que realizaba curaciones. Aquellas curaciones encajaban en lo que había oído sobre el Mesías, que daría vista a los ciegos y haría caminar a los cojos. Estos pensamientos encienden su esperanza y se lanza a dar gritos reclamando la atención del taumaturgo (curandero) de Galilea: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! No duda en declararlo Mesías, como Pedro en Cesarea: Tú eres el Mesías(Mc 8,29). Y aun se adelanta a los que, pocos días después, aclamarán a Jesús como Mesías a su entrada triunfal en Jerusalén: Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David (Mc 11,10). Tanto elevaría sus gritos que hasta resultaban molestos, por lo que la misma gente le manda callar. Jesús se apercibe y lo manda llamar. Cuando se lo dicen: «Ánimo, levántate que te llama», soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús, se le encendió la esperanza. Arrojó instintivamente el manto, una prenda necesaria para su supervivencia. El hecho de que una persona ciega se pusiera de pie de un salto revela claramente cuánto deseaba poder ver y cuál era la confianza que tenía en que aquella era la oportunidad de su vida, que no iba a dejar escapar.
El personaje reunía las condiciones propicias para la intervención sanadora de Jesús: vivamente deseaba ser curado y creía firmemente en Jesús, enviado de Dios. Lo que favoreció la intervención de Jesús: «Anda, tu fe te ha salvado». Aquel hombre recobró la vista y seguía a Jesús por el camino hacia Jerusalén alabando a Dios.
¿Cómo es nuestra fe, hermanos: una fe viva y eficaz o una fe tibia y descomprometida? ¿De veras deseamos que Dios actúe en nuestras vidas? Sabemos que de una intervención de Dios sólo se puede esperar algo bueno, pero ¿estamos dispuestos a dejarle obrar en nosotros? Ahí radica la apuesta de la fe.
Para la Biblia, la fe es la fuente de toda vida religiosa, ya que el justo, por su fe, vivirá (Hab 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11). Pues el creyente deposita su confianza en Dios y le da carta blanca para obrar en él; además, al fiarse de Él se beneficia de la revelación que Dios nos hace de realidades misteriosas a las que no tiene acceso la inteligencia: la fe abre a la inteligencia los tesoros de la sabiduría y el conocimiento que hay en Cristo.
La fe es adhesión de la mente y el corazón al Dios personal que ha creado al hombre por amor y cuida de él para que alcance su meta. La fe de Israel fue cristalizando en un Dios único, creador, todopoderoso, señor fiel y misericordioso para con su pueblo, rey universal del futuro. Es fe del justo perseguido, en Dios, que lo salvará tarde o temprano; confianza del pecador en la misericordia de Dios; seguridad apacible en Dios, más fuerte que la muerte; fe inquebrantable de los mártires en un Dios fiel que no abandonará a los que dan su vida por Él. Por la fe, los discípulos de Jesús aprendieron del Maestro a confiar absolutamente en quien podía librarlo de la muerte, como sucedió en la resurrección; de ahí que la resurrección sea la piedra angular del edificio de la fe.
La fe es un don de Dios, que concede a los que se lo piden. Pues muchos contemporáneos de Jesús lo vieron y lo oyeron, pero sólo los discípulos creyeron en Él. La fe requiere una actitud sencilla de pobres y pequeños, necesitados y desvalidos, capaces de abrirse a la gracia de Dios. La fe no es un logro personal, como conclusión de una reflexión muy profunda; tampoco llama Dios al hombre aisladamente, sino como comunidad, como familia. La fe la recibimos como transmisión de un convencimiento colectivo, aunque debemos interiorizarlo cada uno sumergiéndonos en la experiencia comunitaria. Es un don de Dios al hombre por medio de la comunidad (algunas ideas están tomadas de X. León-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, «Fe»).

En este momento, sentimos que Cristo resucitado está presente en medio de la comunidad, con poder para salvarnos. Como Bartimeo, digámosle: Rabbuni –mi Señor–, que vea.
Modesto García, OSA

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor»


Jesús acaba de anunciar por tercera vez que subían a Jerusalén donde sería entregado y crucificado (Mc 10,32-34), pero los apóstoles emitían en otra onda. La primera escena evangélica nos habla de intereses humanos: apetencias, colocaciones, rivalidades. Juan y Santiago llevados de una gran confianza hacia el Maestro y preocupados por sus intereses, le piden un favor: que  les coloque junto a Él en su Reino, el uno a su derecha y el otro a su izquierda. 
Los dos hermanos tienen una visión errónea e incompatible con el seguimiento de Jesús. Jesús les advierte que el seguirle nos les concede ningún derecho honorífico. Ante la petición que le habían hecho los hermanos Zebedeos e imbuidos de la misma  mentalidad, los otros diez apóstoles reaccionan indignados contra los dos hermanos. El Maestro aprovecha esta circunstancia para enseñarles una vez más que ser su discípulo conlleva la humildad, el servicio y hasta dar la propia vida, si fuera necesario.
También les habla de beber cáliz, de beber la copa del dolor. Así orará en el huerto de Getsemaní. Y luego invita a todos a adoptar la actitud contraria a la que toman los jefes de las naciones. Jesús o les niega que quieran ser los primeros, pero les advierte para que no se confundan de camino. S quieren ser los primeros –afán que anida en todo corazón humano– deben ser los servidores y los esclavos de todos, al estilo de Jesús que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).
La grandeza del cristiano consiste en hacerse siervo, siguiendo el ejemplo de Jesús y éste será el modo de que la comunidad nos crea. Una queja frecuente es la queja sobre la falta de fe. No será que no ven en nosotros, los que nos llamamos cristianos, que somos auténticos, que no encarnamos el ideal, de Cristo de amor y servicio incondicional hacia los pobres, los necesitados…. Que no damos la vida por los demás.
Seguir a Jesús requiere renuncia a muchas cosas. Involucrados en corrupción, exploltación de los más pobres, –no basta con estar al frente, hay que ser líder– la fama, el lujo, la comodidad, el dinero, los primeros lugares… La comprensión de tal camino llegaría cuando quedaran llenos del Espíritu Santo.

Dentro de la Iglesia, el poder se ha dado sólo para servir. La forma política de ejercer el poder –aunque sea en la iglesia–. La Iglesia es profética cuando está a favor de los necesitados… Cómo nos gusta ser servidos. No es el mejor encargo el que mejor brilla, sino el que relizamos más identifcados con Jesucristo-siervo, con más amor a Dios y a los hermanos. Si de verdad creemos que es más grande quien da la vida por los demás, entones nos esforzaremos por un servicio de calidad humana y competencia profesional con nuestro trabajo, lleno de un profundo sentido cristiano de servicio.
Comunidad Agustiniana.

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Lo que Dios unió, no lo separe el hombre»


Si nos dejamos guiar por la intención de los fariseos de poner a prueba a Jesús con una pregunta sobre el divorcio –que era cuestión debatida entre las escuelas de Israel, una más estricta (que permitía al varón divorciarse de su mujer sólo en caso de adulterio) y otra más laxa (que concedía al varón un derecho ilimitado de divorcio)–, seguramente centraríamos nuestra homilía en el tema del divorcio; pero, Jesús se eleva, por encima de la casuística, a la consideración de la naturaleza del matrimonio tal y como fue concebido por el mismo Creador, trayendo a primer plano el relato del Génesis. 
Apoyados en este relato, enfocaremos nuestro comentario en el tema del matrimonio, tal y como Jesús lo presenta y como lo propone la Iglesia católica.
Sin duda que los fariseos conocían que Jesús era contrario al divorcio, que, por otra parte, había sido permitido por Moisés, el legislador de Israel, como mediador del mismo Dios. La pretensión de los fariseos era, pues, la de ponerlo a prueba, a ver si entraba en contradicción con Moisés.
Efectivamente, Jesús se desmarca de la disposición mosaica de permitir el divorcio, sin por ello desautorizar al legislador, sino achacando tal disposición al endurecimiento de los corazones de los israelitas, por lo que Moisés se limitó a regular una costumbre fuertemente arraigada. Lo que Jesús propone supera la legislación de Moisés e interpreta la voluntad original de Dios sobre el hombre y la mujer.
Jesús se atiene a la enseñanza bíblica sobre el matrimonio. Según ella, Dios creó al hombre diferenciado en dos sexos, como varón y mujer, siendo la mujer del mismo ser del hombre, lo que propone bellamente el relato del Génesis, al señalar que fue formada de una costilla de Adán; es, por tanto, de la misma naturaleza y dignidad que el hombre. Dios –que había caído en la cuenta de la soledad de Adán en medio de un mundo paradisiaco– aparece ensayando la creación de diversos seres que pudieran sacarlo de su soledad; pero ninguno representaba una ayuda adecuada para el hombre. Hasta que Dios tuvo la feliz idea de hacer a la mujer. Cuando se la presentó al hombre, a éste se le iluminó la cara y exclamó: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será “mujer” [varona] porque ha salido del varón». Pues era como persona, más que como procreadora, como realmente necesitaba el varón a la mujer, para que fuera una ayuda adecuada para él, que lo sacara de su soledad y satisficiera su necesidad afectiva. Aunque también tenía necesidad de su cooperación en orden a la propagación de la especie, que asegurara la supervivencia de la misma, y para que se corresponsabilizará en el cuidado y perfeccionamiento del mundo.
Nótese que, antes de la creación de la mujer, ni la naturaleza en general, ni los animales, ni siquiera la propia relación del hombre con Dios bastaba para contentar el corazón del hombre, pues Dios se sitúa en un plano superior al de la naturaleza humana. Satisfecha la necesidad de Adán de una compañera semejante a él, no se debía, sin embargo, conformar con satisfacer sus necesidades naturales dejando al margen a Dios (como pretendió, tratando de suplantar a Dios), sino integrar la comunidad humana dentro del plan de Dios.
En realidad, al mencionar al varón o a la mujer no hacemos sino nombrar a un solo y único hombre en la doble forma de varón o de mujer, lo que da por supuesto el texto del Génesis cuando dice que Dios dio al hombre (se entiende del varón y la mujer) el mandato de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2,16); así como cuando refiere que Dios expulsó del jardín de Edén al hombre (3,24), cosa que atañe al varón y a la mujer.
Es tal la fuerza de la unión entre el varón y la mujer que añade el texto sagrado: Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne (Gén 2,23-24). Y Jesús comenta, por su parte: De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10,8-9). Con lo que descarta el divorcio dentro del plan divino sobre el matrimonio.
La unión matrimonial ha sido la realidad humana que mejor ha expresado la comunión de vida a que Dios invita al hombre. El apóstol Pablo (Ef 5,21-33) considera al matrimonio como un gran misterio que él refiere a la unión de Cristo con la Iglesia (es decir, con la humanidad santificada por la entrega de Cristo). 

En la relación de Cristo con la Iglesia, la iniciativa la toma el amor redentor de Cristo, que debe ser correspondido por el amor obediente de la esposa, debido a la preeminencia de Dios, como luz, vida y felicidad del hombre. Sólo así tiene sentido la obediencia de su esposa, la Iglesia, que no se ha de extrapolar a las relaciones sociales, deduciendo que, en consecuencia, la esposa debe obedecer al marido.

Sirva la palabra de Dios proclamada este domingo para orientar a los matrimonios cristianos, en su vida conyugal y familiar, a ser algo más que la garantía de las pensiones de jubilación. Como célula de la sociedad, estáis llamados a ser el semillero de los valores humanos de generosidad, de acogida, de comprensión, de perdón y de amor. Que así sea.
Modesto García, OSA

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«No hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí»

La clave de las lecturas de hoy puede estar en que no se debe excluir a nadie que sirve en nombre de Dios. En la teoría todos estamos de acuerdo, en la práctica solemos estar bastante lejos de lo que afirmamos, y muchos son los problemas que surgen en la Iglesia por un exceso de celo mal digerido. Moisés corrige a Josué, quien se sentía celoso porque Eldad y Medad habían recibido el espíritu y se pusieron a profetizar sin haber acudido a la tienda como lo hicieron los setenta ancianos (v. 11,26). 
Moisés le contesta: ¡ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta! (v. 29). Moisés mira el bien del pueblo – no busca la exclusividad-, se alegra de la manifestación del espíritu, e incluso hubiera deseado que todos los israelitas tuvieran el espíritu. Moisés comprende que el poder de los otros no merma su poder sino que uno y otro participan comunitariamente en la misma misión.
La misma actitud que Moisés tiene Jesús cuando los discípulos habían visto a un hombre expulsando demonios en su nombre, es decir, exorcizaba en el nombre Jesús; ellos se lo prohibieron porque consideraban que no pertenecía al grupo de los doce, al grupo de los elegidos. En cambio, Jesús les contesta: no se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre, no puede luego hablar mal de mí (Mc 9,39). En esta respuesta Jesús previene a sus discípulos y a todos los cristianos contra el exclusivismo, contra el hecho de creer que sólo los de mi grupo hacen el bien; el bien es bien, lo haga quien lo haga. Dios reparte sus dones entre todas las personas y grupos, y no siempre comunica su espíritu por los canales oficiales. El Espíritu está por encima de las instituciones o personas, es soberano. Y si estamos atentos, podemos comprobar esta realidad diariamente. También entre nosotros hay gente que “mora fuera del campamento”, fuera de la Iglesia, y sin embargo sobre sobre ellos también sopla el viento del espíritu, espíritu que con frecuencia intentamos retener los que nos consideramos que estamos dentro; tarea totalmente inútil, ya que se nos escapa de las manos: El que no está contra nosotros está a favor nuestro (v.9, 40). Quisiéramos tener la exclusiva del poder, de hacer el bien y creernos los buenos, como Josué, y por otro lado nos quejamos de la dura labor que el Señor nos impone. Quiere decir que no hemos entendido que lo que somos y tenemos es un puro regalo del Señor.  Jesús no es favorable a los “capillismos”, ni de los partidismos interesados.
Si contemplamos la historia de la Iglesia vemos cómo desde arriba se ha intentado monopolizar el espíritu, pero el Espíritu se comunica a quien quiere y como quiere. En realidad ha sido más una lucha por salvaguardar los privilegios que por salvar o cumplir el proyecto de Dios. Nadie en la Iglesia debiera sentirse celoso de que el pueblo, los que creemos que no forman parte de la Iglesia o de nuestro grupo o comunidad, profetice, haga el bien. El deseo de Moisés se cumple con el tiempo como vemos en el capítulo segundo  de los Hechos.
Y si echamos una mirada a las diócesis, parroquias… cuántas “barridas” suelen hacerse con motivo de los cambios de obispos, párrocos, etc., porque no coinciden con la manera de ver o de hacer las cosas de unos o de otros, porque “no son de los nuestros” y se desperdician dones y dones, experiencias… ¡Cuánto nos cuesta aceptar que no somos propietarios de reino de Dios! Creemos tener más el monopolio del Reino de Dios que aceptar que somos simples servidores del Reino y que Dios cuenta con todos y reparte sus donde según voluntad. Debemos aprender a  respetar, a aceptar a los demás, a amar al que no piensa como  yo, a ser comprensivos y acogedores como lo era Jesús con todo el que se acercaba a Él.

No estaría de más que ante las lecturas de hoy nos dejáramos interpelar seriamente y preguntarnos si valoramos o no los dones que poseen otras personas o grupos y si nos alegramos cuando desde otros frentes al nuestro también el Reino de Dios se hace presente.
Vicente Martín, OSA

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«El Hijo del hombre será entregado (...); le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará»


Creo que hoy valdría la pena releer en casa la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría (2, 12.18-20), ya que es un preludio de lo que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico. Éste es un breve resumen de lo que nos dice el autor sobre lo que decían y pensaban llevar a cabo contra el justo los impíos: el justo nos resulta fastidioso…, se opone a nuestra conducta…, nos reprocha, nos reprende…, su sola presencia nos resulta insoportable…
 Por eso lo someteremos a ultrajes y torturas… Lo condenaremos a muerte ignominiosa. Veremos si aguanta, pues según dice, Dios lo salvará (Sab 2, 12-20). La Iglesia siempre vio en este pasaje la imagen del Cristo perseguido por quienes veían en sus palabras una condena de su conducta.
Pero no quedó ahí la acción de “los impíos”, sino que, a lo largo de la historia, se han repetido frecuentemente los mismos hechos, entendiendo también que “los justos”, quienes quiera que lo hayan sido por su ejemplaridad, haciendo suyas las palabras de Cristo, siempre constituyeron un estorbo para los planes perversos de “los impíos”. En efecto, el citado pasaje del libro de la Sabiduría y los hechos vividos por el propio Jesús de Nazaret han cobrado viva actualidad en múltiples ocasiones. Y es que siempre habrá justos que con su palabra y su vida dirán a “los impíos” no os es lícito; y, por tanto, serán llevados a los tribunales y serán condenados injustamente. ¡La historia “del justo” de Antiguo Testamento y de Cristo se ha repetido tantas veces hasta nuestros días!
Jesús ya ha había hecho por primera vez el anuncio de su pasión, muerte y resurrección a los apóstoles días antes de lo hará ahora. Dicho anuncio había tenido lugar, precisamente, a continuación de la proclamación por parte de Pedro: Tú eres el Mesías (Mc 8, 29).  Y, por lo mismo, Pedro no podía aceptar en modo alguno lo que les había dicho Jesús, actitud que le valió al apóstol una dura reprimenda por parte de Jesús y una llamada a todos sus seguidores: El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mc 8, 44). A continuación viene la escena de la Transfiguración, en la que tres de sus apóstoles fueron testigos privilegiados de quién era realmente Jesús. Pareciera que Jesús querría fortalecer no tanto la fe cuanto la confianza en Él ante el nuevo anuncio.
Dice el evangelista: Atravesaron la Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decíaEl Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará (Mc 9, 31). Al parecer, no hubo reacción alguna por parte de los apóstoles; sí se nos dice que, al llegar a Cafarnaún es Jesús el que les pregunta de qué discutían por el camino. Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era en más importante (Mc 9 33). Claro que Jesús se había dado cuenta de ello; de ahí sus palabras: Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos (Mc 9, 35). En pequeño o en grande algo parecido puede pasar entre nosotros: deseamos triunfar, que nos aplaudan y admiren y acaso sea muy legítima esta aspiración; pero cuando ello pasa por pisar a los demás y hacer caso omiso del “servicio a todos”, nuestra aspiración no es cristiana.
Concretamente, la exigencia de la servicialidad gratuita sólo podía reclamarla quien la hizo centro de su propia vida al afirmar: El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). Actitud esta que quedará bien patente cuando en la última Cena Jesús se levantó de la mesa y se puso a lavarles los pies a sus apóstoles, acción que era exclusiva de los esclavos. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis (Jn 13, 15). El cristiano ha de ser siempre servidor de Cristo y de la comunidad; ésa es su gran vocación, y su gran dignidad está en servir a los hermanos.
Y es que servir al hermano, quien quiera que él sea, es servir al mismo Jesús; y cuanto  más necesitado, más indefenso, más pequeño…, tanto más necesitará nuestros servicios, que el Señor recibirá como hechos a Él mismo. Un ejemplo gráfico nos lo pone el Jesús en el niño que tenía a su lado y colocándolo en medio les dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí (Mc 9, 37). Muy significativamente se identifica Jesús en este pasaje con los niños, para recordar los deberes para con ellos y, en primerísimo lugar, a sus padres y maestros. Aviso este particularmente oportuno en estos días en que ha dado comienzo el nuevo curso escolar. Un recuerdo especial para los numerosos hijos de padres separados que sufren el trauma de la separación.

Oremos para terminar: Señor, enséñanos a servir siempre con amor. Enséñanos a pensar en los otros y a amar, sobre todo, a aquellos a los que nadie ama. Concédenos la gracia de comprender que, mientras nosotros podemos estar llevando una vida suficientemente feliz, hay millones de seres humanos, que viven hundidos en la desesperación, y no hay nadie que les eche una mano. Haznos, Señor, sentir la angustia de la miseria universal y líbranos de nuestro egoísmo. Amén.
Teófilo Viñas, O.S.A

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame»

Al término de la primera parte de su evangelio, Marcos hace balance de lo conseguido por Jesús a lo largo de su misión, por medio de sus enseñanzas y los prodigios realizados. Esta revisión la provoca el mismo Jesús inquiriendo de sus discípulos cuál es la opinión que la gente se ha formado de su persona: unos piensan –le dicen– que es Juan Bautista vuelto a la vida; otros que es Elías, que se esperaba como precursor de los tiempos mesiánicos, otros que es uno de los profetas. Pero no lo ven como el Mesías, ya que conocían su origen, mientras que del Mesías no se sabría de dónde venía.
No obstante, a Jesús le interesa sobre todo la opinión de sus discípulos: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Pedro, como portavoz del grupo, le declara que ellos sí creen que Él es el Mesías. Pero nadie en Israel (ni siquiera los discípulos) relacionaba al Mesías con un personaje destinado a padecer vicariamente por la salvación del pueblo, antes bien tenían la noción de un Mesías triunfal, plenipotenciario de Dios.
Y eso a pesar de que, en el libro del profeta Isaías (el Segundo Isaías, de la época de la deportación a Babilonia), se presenta a un personaje misterioso llamado el Siervo de Yavé, que se caracteriza por su fidelidad a Dios, a quien está enteramente abierto y cuya causa asume, lo que le lleva a enfrentamientos con el pueblo pecador, que le ocasionan sufrimientos y ponen en riesgo su vida. Pero aun su misma muerte la interpreta el Siervo como una acción redentora en favor del pueblo. El Siervo de Yavé pone su confianza enteramente en Dios, que lo sostiene y que le hará triunfar. Pues el Señor, benigno, justo y compasivo, atiende a la súplica de sus fieles, los rescata del peligro y sostiene su vida (Sal 114/115).
En la época de Jesús, la espera del Mesías había alcanzado un máximo de tensión a causa de la opresión del dominio romano. Pululaban varias concepciones del Mesías: como profeta o doctor de la ley, como portador de poderes angélicos, como sacerdote, como rey político nacionalista. “Había, no obstante, un punto en el que estaban de acuerdo sectores bastante amplios, la masa del pueblo y los fariseos: el Mesías libertador político de Israel del yugo del dominio extranjero y el glorioso renovador del reino de David. También los discípulos de Jesús participaban de esta opinión” (Schmid, Herder 226). Ciertamente Jesús había venido a liberar al pueblo, pero no del dominio romano, sino de la esclavitud del poder de Satán y del pecado (Schmid, 227).
A partir de este punto del evangelio de Marcos, Jesús desistirá de hacer comprender al pueblo su verdadero mesianismo y se dedicará a instruir más intensamente al grupo de los discípulos. Pero, aun en ellos encuentra resistencia a aceptar un Mesías sufriente.
Jesús admite la confesión de Pedro y de los discípulos y les ordena silencio para no favorecer el error de la gente. Y aun a ellos mismos tiene que corregirles su pensamiento, pues los pensamientos de Pedro y de los discípulos sobre el Mesías están todavía en el límite de lo humano. “En el fondo, es esta posición judía terrenal la actitud de la que surgen todas las objeciones en contra del cristianismo” (Schmid, 232), como religión de débiles o de esclavos, o como actitud negadora del gozo de vivir y oscurantista.
Mirándolo con los ojos del mundo, no le falta razón, pues, a raíz de la confesión de Pedro, lo nuevo que Jesús manifiesta a sus discípulos “es la necesaria vinculación del padecer, del morir y resucitar, a su función de Mesías” (Schmid, 231); y ello es debido a una inexorable decisión divina. Esto les resulta incomprensible a los discípulos.
En la segunda parte del evangelio de Marcos (8,34), Jesús manifiesta a sus discípulos que su mesianismo pasa por la cruz, estando preparado para una vida de sacrificio, de servicio y de padecimiento hasta la muerte (Schmid, 223). Ésta es la sabiduría de la cruz, necedad para los sabios de este mundo (1Cor 1,23), pues «al fin de la jornada, aquel que se salva sabe y el que no, no sabe nada», según reza el cantar popular.
El discípulo de Jesús ha de negarse a sí mismo, es decir, renunciar a las exigencias de su yo y su voluntad propias; llevar hasta las últimas consecuencias la obediencia a la voluntad de Dios, cargando con su cruz, o sea, renunciando a vivir para sí mismo, que no a la vida, como paradójicamente dice Jesús: Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (241).
Será todo lo incomprensible y misterioso que se quiera que es entregando la vida a Dios como verdaderamente tendremos vida. Jesús lo explica con la comparación de la semilla, que da fruto cuando muere (Jn 12,24); y lo ilustra con su vida, que resucita cuando la encomienda en las manos del Padre. Pero además se deduce de la premisa de que Dios es Vida, que no existe fuera de Él. Esta convicción requiere un acto de fe sobrenatural.
A cada uno de nosotros nos pregunta Jesús: «¿Quién soy para ti?» Estando en el uso de la palabra al frente de la asamblea, permitidme hablar en nombre de todos, no con palabras mías, sino de san Agustín: «¿Qué eres Tú para mí? Ten misericordia de mí para que me salgan las palabras. ¿Qué soy yo para ti, que llegas a ordenarme que te ame, y si no lo hago te disgustas conmigo y me amenazas con grandes desgracias? ¿Es que no es suficiente desgracia la de no amarte? ¡Ay de mí! Por tu ternura te pido me digas qué eres Tú para mí. Dile a mi alma: Yo soy tu salvación. Y dilo de tal modo que yo lo oiga. Señor, ahí tienes en tu presencia los oídos de mi corazón. Ábrelos y dile a mi alma: Yo soy tu salvación. Yo saldré disparado tras esa voz y te alcanzaré. ¡No me escondas tu rostro! Que yo muera para no morir, a fin de que vea tu rostro» (Confesiones I 5,5).

Que el Señor nos conceda la fe capaz de arriesgar nuestra vida para obtener la vida eterna. Que así sea.
Modesto García, OSA

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él»

Los relatos de milagros relativos a los oídos, ojos y lengua suelen tener en S. Marcos un valor simbólico. El sordomudo es una persona que al no poder escuchar le resulta imposible hablar y ponerse en comunicación con los otros, pero leyendo detenidamente el evangelio de S. Marcos, observamos que el sordo apenas podía hablar (v. 32), es decir, más que sordo, tenía algún impedimento para hablar, era alguien que hablaba con dificultad. 
Con los conocimientos médicos que se tienen hoy se podría decir más bien, que el enfermo que presentan ante Jesús sería un autista. El autista ignora a las otras personas: no escucha a los demás, evita el contacto visual, no interactúa con los otros y no responde a los signos de afecto, tiene dificultades para relacionarse. Como consecuencia de su situación, el sordo que nos presenta el evangelista es un hombre excluido y marginado de la sociedad, además es un pagano. Sus limitaciones físicas lo marginan de toda convivencia en la sociedad y como pagano sería sordo a la Palabra de Dios (Ley y Profetas). Los judíos “excluían” a estas personas hasta tal punto que ni siquiera se les podía tocar por considerarlos impuros y malditos.
Este sordo no es consciente de su situación y no es capaz, por tanto, de tomar la iniciativa para salir al encuentro de Jesús; son sus amigos quienes están dispuestos a ayudarle y lo presentan a Jesús para que le imponga la mano (v.32). Jesús transgrede el entramado socio-religioso de los judíos, que generaba verdadera exclusión social, y apartándolo de la gentea solas, le metió el dedo en los oídos y con la saliva le tocó la lengua (v.33). Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effetá! (esto es, ábrete) (v.34). Y al enfermo se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías para la llegada del Mesías: los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que acogen la Palabra de Dios. Jesús lo abre a la comunicación con los demás, con el mundo, podrá llevar una vida nueva y digna a partir de este momento. La curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin podrá relacionarse de modo nuevo. Con gestos corporales y sensibles Jesús libera a este hombre, pero su mirar al cielo indica que no es un acto mágico, que Dios está presente.
Aunque el milagro afecta a la espera física, sin embargo, ilustra también los efectos del pecado en la esfera espiritual del hombre. Los hombres no logran escuchar la voz de Dios a causa de su incredulidad, y apenas pueden hablar (v.32) cuando intentan hablar de las cosas de Dios. Sin embargo, cuando Dios actúa mediante la acción del Espíritu Santo abre las mentes de los hombres, y estos responden adecuadamente a su Palabra, las ligaduras de la lengua son desatadas y cambia radicalmente su modo de hablar y de expresarse, anunciando el misterio de Dios. En nuestro tiempo muchos creyentes tienen un impedimento para hablar de su experiencia personal con Jesucristo, o pueden hablar del Evangelio en ciertos ambientes, pero no son capaces de hacerlo con todas las personas. Serían los autistas del evangelio. El encuentro con Jesucristo nos lleva necesariamente a que se nos desate la lengua y a que proclamemos sin ambages que Jesucristo hace cosas nuevas, que todo lo hace bien en nosotros.
Ante la queja general de la pérdida de fe, debiéramos preguntarnos los cristianos si no nos hemos quedado mudos. ¿Qué pasaría si habláramos con valentía y diéramos testimonio como lo hicieron los amigos del sordo que lo presentaron a Jesús?
Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus sentidos. Existe una cerrazón interior, que afecta a  lo profundo de la persona, al que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Podríamos decir que la palabra Effetá  (ábrete) puede resumir toda la obra de Cristo quiere hacer en nosotros.
Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca. Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que creen.
Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo, que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos para oír lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que debemos hablar en cada circunstancia.

Desde el Evangelio podemos hoy preguntarnos: ¿Tengo mis oídos abiertos a la escucha de su Palabra o al diálogo con los demás?  Me comunico sin “trabas” con Dios o con mis hermanos? ¿Llevo a la gente que no escucha al Señor ante Jesús en mi oración? ¿Soy apostólico o misionero o me encierro en mi propia comodidad?
Vicente Martín, O.S.A

DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres»

Durante los cinco domingos pasados la liturgia dominical que ha tenido como centro el discurso de Jesús sobre el Pan de vida, hoy nos invita a adentrarnos en otros puntos de capital importancia en la práctica de la vida cristiana, sirviéndonos de guía las tres lecturas,  especialmente la Carta de Santiago y el evangelio. En ellas escucharemos consignas de gran actualidad en relación con muestra praxis religiosa, la relatividad de las riquezas, la fortaleza ante las pruebas o la no acepción de personas. Hoy se nos dirá que no basta con oír la palabra de Dios, sino que hay que llevarla a la práctica en la vida.
Nos acercamos inicialmente al antiguo pueblo de Israel cuya personalidad se definió por su ser religioso y su fe en el Dios único. La alianza entre Dios y el pueblo, que libremente aceptó las condiciones, debía marcar toda su existencia. Moisés se la recuerda en la primera lectura de hoy, al exhortar al pueblo: Escucha los mandatos y decretos que os enseño, para que viváis… Observadlos y cumplidlos, pues ése es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos (Dt 4,1.8). Son palabras cargadas de sano orgullo ya que la superioridad de Israel en relación a los otros pueblos reside en la incomparable grandeza de la ley de Dios. En ella los mandatos no se limitan a grandes ideales, sino que se concretan en el acontecer de cada día, que viene destacado en el salmo responsorial: El que procede horadamente… el que no calumnia… el que no hace mal a su prójimo (Sal 14, 2, 3).
Hemos escuchado, a continuación al apóstol Santiago, el cual, que en su carta nos exhorta a acoger la Palabra de Dios en nuestra vida, porque es la única capaz de salvarnos: Poned en práctica –nos dice– la palabra y os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos (Sant 1, 22), para darnos, acto seguido, dos consignas con el fin de que acertemos con la verdadera sabiduría y la religiosidad que agrada a Dios. Son éstas: atender a los huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo (Sant 1, 27); prohibido, pues, vivir con los brazos cruzados. El conocido adagio lo decía de esta manera: “obras son amores, que no buenas razones”.
En el pasaje evangélico de hoy vemos que la vivencia de la ley, en concreto la relativa al culto, quedó corrompida por un formalismo externo, siendo sustituida por una serie de ritos vacíos. Contemplando tal ambiente religioso-moral, Cristo tiene que llamar a una autenticidad de vida, denunciando el incumplimiento de la ley con las mismas palabras que había utilizado el profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí… El culto que me dan está vacío (Mc 7, 6, 7). Por otra parte, Jesús sitúa la causa de la maldad del hombre en el lugar donde reside la maldad, en el corazón: Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, robos, homicidios, adulterios, fraudes, desenfreno… Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro (Mc  4, 20-23). Por supuesto que la denuncia hecha por Jesús tendremos que aplicárnosla siempre quienes nos decimos y queremos ser sus seguidores.
La verdad es que con frecuencia tenemos miedo a comprometernos del todo con Dios; nos amedrentan sus posibles exigencias, a veces un tanto radicales. Queremos nadar y guardar la ropa, servir al Señor conservando la parcela mayor posible de nuestra vida para nuestro uso privado, pagar la factura con la mayor rebaja a nuestro alcance para poder seguir, al menos en parte, la corriente del momento presente, lo que se lleva en nuestro entorno. De esta coartada ilusoria a la actitud farisaica del cumplo-y-miento no hay más que un peldaño. Tal cristianismo de ciencia-ficción es una indigna caricatura de la religión, con el consiguiente descrédito de la misma y el pábulo para el ateísmo y la increencia.
Con frecuencia sucede que, sin ser conscientemente tramposos, tendemos a hacer trampas, incluso con Dios. Por eso, hemos de estar alerta sobre el autoengaño de una religión de pacotilla, refugio de soñadores que dicen y no hacen. La práctica religiosa ayuda a purificar y convertir el corazón, pero no lo hace por arte de magia y encantamiento. A Dios no se le honra sólo con los labios, si está ausente el corazón. Lo que se pide hoy día es una revisión constante de nuestras prácticas religiosas para verificar su validez y autenticidad.

Concluyamos orando: Hoy te bendecimos, Padre, por Jesucristo, tu Hijo, que nos liberó del formulismo esclavo de la letra de la ley, y estableció un nuevo orden religioso que une el amor a ti y al hermano, primando la persona sobre la fría norma, el amor sobre la ley, el corazón y lo interior sobre lo de fuera. Danos, Señor, un corazón nuevo, limpio y recto, incapaz de endurecerse en la falsa seguridad de un culto vacío. Así recuperaremos la pureza original de nuestra imagen primera, tal como salió de tus manos creadoras. Y haz que la libertad interior que Cristo no ganó estimule en nosotros una respuesta más fiel a tu amor. Amén.
DOMINGO XXI TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»


La palabra de Dios nos convoca este domingo a tomar una decisión trascendental: ¿somos de Cristo o nos desligamos de Él? Lógicamente, los que hemos acudido a celebrar la Eucaristía es porque nos consideramos discípulos suyos y queremos seguirlo.
Previamente nos presenta la opción del pueblo de Israel por el Dios que los había sacado de la esclavitud de Egipto y constituido como pueblo; y la decisión de los discípulos de Jesús, de los cuales unos libremente dejaron de seguirlo mientras que otros reafirmaron voluntariamente su fe en Él y su discipulado.
La determinación del pueblo de Israel es provocada por Josué, el caudillo que sucedió a Moisés y condujo al pueblo de Dios a la conquista de la tierra prometida. Terminado el asentamiento de las tribus en el territorio que se les adjudicó, Josué las convoca en Siquem, en el centro del país, para que libremente opten por dar culto al Señor su Dios o a los dioses de sus antepasados o de los habitantes de la tierra de la que han tomado posesión. El pueblo resueltamente se decide por el Señor, al igual que Josué y su familia.
Jesús expuso claramente a los judíos, en el discurso del capítulo 6 del evangelio de san Juan, que Él había venido con el encargo del Padre de comunicar la vida eterna a los hombres a condición de que éstos creyeran en Él. Y culminó su discurso proponiéndose a sí mismo como el pan de vida, que da la vida eterna a quienes se alimentan de él, en un anuncio inequívoco de la institución de la Eucaristía.
Una y otra propuesta resultaron inaceptables incluso a muchos de los que lo habían seguido. Jesús se hace cargo de la situación, pero no suaviza su discurso, que contiene palabras de vida, sino que, elevando el tono de su discurso, los emplaza al momento en que presencien la gloria del Hijo del hombre, que comparte con el Padre desde su preexistencia eterna: entonces las palabras de Jesús resultarán evidentes.
Pero no hay tiempo para una espera tan dilatada, sino que hay que tomar la decisión ya. Para esto, es determinante la intervención del Padre, pues nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede (Jn 6,65). Así se lo ha otorgado a Pedro, que lo confiesa como el Santo de Dios y le atribuye palabras de vida eterna, a quien no se lo reveló ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Con el apelativo de Santo de Dios, Pedro da a entender que “Jesús no pertenece a la esfera terrestre, sino a la ultra terrena, al mundo de lo divino, y se encuentra con Dios en una relación que ningún otro ser tiene, porque Dios lo consagró y envió al mundo (Jn 10,36)” (Wikenhauser, Herder, 203).
Planteadas las decisiones del pueblo de Israel por Dios, y de los discípulos de Jesús, unos reafirmados en su fe y otros desencantados y en desbandada, la palabra de Dios nos confronta con nuestro propio discipulado: ¿qué representa para nosotros ser cristianos?, ¿cómo afecta a nuestra vida personal, familiar, social, laboral, política?, ¿los que nos conocen pueden decir que se nos distingue de los que no se consideran cristianos?, ¿somos personas agradecidas a Dios por el don de la vida, la nuestra y la de los demás?, ¿apreciamos la dignidad de todos los hombres?, ¿usamos de las cosas con gratitud y respeto, cuidando de nuestra casa común?, ¿confiamos en Dios en todas las circunstancias, incluso las adversas?, ¿nos sentimos queridos por un Dios que es Padre entrañable?, ¿nos consideramos distinguidos por un Dios que se ha hecho hombre como nosotros?, ¿nos alimentamos frecuentemente con el pan de vida para fortalecer nuestra vida de hijos de Dios?, ¿nos sentimos concernidos a vivir en el amor por poseer el Espíritu de un Dios que es Amor?, ¿vivimos con la esperanza de que toda nuestra existencia, hasta en los detalles cotidianos, tiene sentido y será reasumida en el cielo nuevo y la tierra nueva?

Y echando mano del pasaje de la carta a los efesios que hoy se nos ha leído, sobre la relación entre los esposos, que el Apóstol refiere a Cristo y a su Iglesia, os pregunto a los esposos: ¿sois conscientes de la gran dignidad de vuestra condición de casados? Seguramente el apóstol Pablo –que vivió en una sociedad patriarcal–, hoy habría enfocado la relación de los esposos de una manera más igualitaria, para transmitir el mensaje cristiano imperecedero sobre el matrimonio, que, en el Antiguo Testamento, era considerado como la representación de la relación amorosa de Dios con su pueblo, y, en el Nuevo Testamento, como la expresión del amor de Cristo a su Iglesia, por la que entregó su vida para hacerla partícipe de lo mejor de sí, su condición divina. Así es como debéis amaros mutuamente, entregándoos lo mejor de cada uno, ofreciendo a vuestros hijos un ejemplo de respeto y consideración, de delicadeza y generosidad, de paciencia y madurez. Que así sea.
Modesto García, OSA

DOMINGO XX TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre»


La Sabiduría aparece personificada en la primera lectura de los Proverbios como una señora, que sabe manejar su casa. Ella se dirige a los habitantes de la ciudad e invita a los que lo deseen a comer su pan y a beber su vino.
 El pan y vino son la base de la alimentación humana y de la alegría, son signo también de las apetencias del corazón humano. La Sabiduría invita especialmente a los más necesitados, sugiriéndoles que sigan el camino recto, donde se encuentran la instrucción y el aliento vital. El banquete, tanto en el mundo antiguo como en el nuestro, es signo de esplendidez y de gratuidad, de comunicación y participación. Quien participaba en un banquete se identificaba con quien se lo ofrece, comparte no sólo la mesa, sino también la conversación, el pensamiento, la alegría.
El contexto eucarístico de estos domingos invita a fijarnos en el banquete de la Sabiduría como prototipo del banquete cristiano: el pan y el vino que nos presenta Cristo contienen la Vida y la Sabiduría de Dios, siempre que nos comprometamos en nuestro proyecto de vida. Cristo es en realidad aquella Sabiduría (o Palabra) que vino al mundo para que tengamos vida y la temos abundante (Jn 10,10) e invita a todos los hombres a sentarse a su mesa: la mesa de la Palabra, las palabras que os he dicho son espíritu y vida (Jn 6, 63)  y a la mesa del pan bajado del cielo (Jn 6, 41). El mensaje central de todo este capítulo sexto de S. Juan se centra en esto: Jesús entrega su propio cuerpo, como Pan para la vida del mundo. Si queremos tener la vida eterna y aspirar a la resurrección tenemos que alimentarnos con el pan eucarístico de una manera constante. Alimentarnos con este pan que Cristo nos da,  nos une de una manera permanente a Él. No se trata de ser cristianos cuando nos conviene, sino de una manera permanente. Decía Benedicto XVI: La Eucaristía «nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu del Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en ese misterio de comunión que es la Iglesia» (cf. 1 Cor 10,17). Por tanto una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado está fragmentada en sí misma (Deus caritas est, 14).
Yo soy el pan bajado del cielo (Jn 6,41), yo soy el pan de la vida (Jn 6, 48), yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el     que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6,51). Sin fe es imposible entender este gran misterio, sin fe es imposible captar el sentido que encierran estas palabras y su alcance para la vida, aunque lo explique el mismo Jesús. Partiendo de la fe, podemos afirmar que Jesús, Pan de Vida, es aquel que ha venido de Dios para saciar definitivamente el hambre de lo infinito: las profundas insatisfacciones, el cansancio de la vida, el sin sentido. Sólo Dios puede llenar nuestros vacíos, iluminar nuestras oscuridades y darnos la plenitud. Al comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo el creyente no solo lo recibe, sino que se identifica con Él, es capacitado para entregar su vida al estilo de Cristo, hasta en la cruz. No podemos comulgar y regresar a la casa con nuestros egoístas. No puede ser. Cuando comulgamos hacemos alianza con Cristo, nos hacemos uno con Él.

¿Qué valor doy al el hecho de ir a misa y comer la carne y beber la sangre de Cristo?  ¿Vivo la vida con entrega total, siguiendo la misma manera en que Jesús actuó, y todo lo que él nos pide que hagamos? ¿Si como su carne y bebo su sangre, pero no le doy el significado que verdaderamente merece y no cumplo con él, entonces, ¿quién soy?, ¿qué estoy haciendo?, ¿dónde muestro realmente que estoy comiendo la carne y bebiendo la sangre de Jesús?
Vicente Martín, O.S.A

LA ASUNCIÓN DE MARÍA.(15 de agosto)

En este día nos agrada volver a consultar los sermones de San Juan de Ávila. Según él, la fiesta de la Asunción de María marcaba “el término tan deseado y tan pedido por la sacratísima Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra”. Ante aquella evocación, invitaba a los fieles a alegrarse por el triunfo de María.

 No le faltaba fantasía para imaginar la admiración a los ángeles:
“Espantados de que en este miserable desierto hubiese tan preciosa reliquia y que con tanta honra y pompa fuese subida a la alteza del cielo y constituida por Señora de los que están allá y de los de acá, preguntan diciendo: ¿Quién es esta que sube del desierto, abundante en regalos, arrimada sobre su Amado?” (Cant 8,5).
Para aquel fogoso predicador, el día de la Asunción de María se convertía en la fiesta de la libertad, de la gloria cumplida y de las esperanza realizadas:
“Gócense, pues, los buenos hijos de la libertad de su bendita Madre, y esperen ellos que, a semejanza de ella, les vendrá el día de su libertad, en que, libres de la corrupción de esta vida, gocen con ella en el cielo del don de incorrupción perpetua, de cumplida gloria y de la alegre vista de Dios. Y entiendan que esta Virgen bendita no sólo nos es dada para ejemplo de nuestra vida, a la cual sigamos e imitemos en sus virtudes, mas también tenemos en ella ejemplo y motivo para esperar que, si fuéremos acá por el camino que ella fue, aunque no tan aprisa ni con tanta santidad, iremos donde ella fue, aunque menores en gloria”.
Pero sabía Juan de Ávila que poco presta la contemplación sin la acción y el regusto sin el esfuerzo. La celebración de la Asunción de María a los cielos le sugería, pues, una sencilla exhortación adornada de una pizca de dramática poesía:
“Estemos, pues, muy atentos, y no perdamos de vista a esta Señora, tan acertada en sus caminos y tan verdadera estrella y guía de los que en este peligroso mar navegamos”[1].
También Santa Teresa cuenta que en esta fiesta de la Asunción de María, se le representó en un arrobamiento “su subida al cielo, y la alegría y solemnidad con que fue recibida y el lugar adonde está” . Y añade que esta visión le aprovechó “para desear más pasar grandes trabajos” y le quedó un “gran deseo de servir a esta Señora, pues tranto mereció”[2].
LA OBRA DE DIOS
El relato evangélico que hoy se proclama recoge el canto gozoso y agradecido de María (Lc 1, 39-56). Sus estrofas no miran tanto a la obra del hombre cuanto a la obra de Dios. El canto del “Magnificat”, en efecto, revela, proclama, canta y agradece el estilo de Dios.
- “Ha mirado la humillación de su esclava”. Más que una confesión personal es un resumen de la historia entera de la salvación. Frente a la altanería de los poderosos, con frecuencia injusta y despiadada, se alza la misericordia del Dios que apuesta por los débiles y oprimidos.
- “Me felicitarán todas las generaciones”. En otros tiempos le había sido prometido a Abraham que por él se bendecirían todos los linajes de la tierra (Gén 12,3). La antigua profecía se ha cumplido en María. Gracias a Jesús, fruto bendito de su vientre, la bendición de Dios se convierte en bienaventuranza para todos los que lo siguen.
- “Ha hecho obras grandes por mí”. Lo mismo pudieron decir Sara, madre de Isaac, y Ana, la madre de Samuel. Para María, las grandes obras de Dios incluyen la maternidad física de Jesús. Pero comprenden las riquezas del Reino que por Jesús se revelan y se otorgan a los pequeños y a los humildes

UN SIGNO CELESTIAL
La visión del Apocalipsis coloca a la Iglesia en el centro de la bóveda celeste (Ap 12,1). La liturgia ve esa profecía a la luz de los misterios que transforman la vida de María:
• “Una mujer vestida del sol”. La luz de Dios revelada en el Cristo inunda a María y a la Iglesia. Purificadas e iluminadas por Él se convierten en faro para la peregrinación de las gentes. Su esencia determina su misión imprescindible.
• “Una mujer con la luna por pedestal”. La luz de María y de la Iglesia no brota de sus méritos. Como el pálido claror de la luna, su brillo es reflejo de una luz que las trasciende y las lleva a vivir en humilde transparencia.
• “Una mujer coronada con doce estrellas”. El signo cósmico del zodíaco se asocia a las tribus de Israel y al número apostólico para desvelar el papel de María y de la Iglesia. La naturaleza y la historia coronan al icono de la fe, al ejercicio de la fe, a la obediencia de la fe.


- “Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a los cielos a la inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo; concédenos que aspirando siempre a la realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo”. Amén.
José Ramón Flecha

DOMINGO XIX TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae»


Durante los domingos de este mes de agosto la liturgia de la Palabra nos ofrece el capítulo 6 del Evangelio de san Juan, en el que brilla engastada, cual joya preciosa, la promesa de la Eucaristía. Todo se había iniciado tras el milagro de la multiplicación de los panes que debía garantizar la veracidad de sus palabras, ya que quien había sido capaz de multiplicar el pan para dar de comer a cinco mil personas, podía también hacerse alimento Él mismo para saciar el hambre del espíritu. Ésta era, efectivamente, la afirmación que escuchábamos en el pasaje evangélico del pasado domingo: Yo soy el pan de vida (Jn 6, 35).
Afirmación inaudita, a la que se añade hoy esta otra: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 55-56). Tales palabras dieron lugar al escándalo entre sus oyentes; muchos de sus discípulos lo abandonaron; incluso entre sus Apóstoles surgió la duda. Tendremos que esperar otros dos domingos para asistir a la respuesta de san Pedro: Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos (Jn 6, 68). Anticipadamente nosotros, hoy, hacemos nuestra la respuesta de Pedro, pues ya sabemos que la promesa de Jesús se hizo realidad la víspera de su Pasión, cuando en la Cena Pascual repartió entre sus Apóstoles un poco de pan y vino, diciéndoles: Esto es mi cuerpo… Ésta es mi sangre (Mt 26, 26. 28), ordenándoles que repitiesen ellos esta acción en memoria suya. Y, por eso, estamos aquí. (Alusión a la fe de los conjuntos orantes a ambos lados del retablo).
Sin embargo, la historia de la aceptación y el rechazo se ha ido repitiendo a lo largo de los siglos. Los que hemos dicho que sí, como lo dijeron los Apóstoles y la primera comunidad cristiana de Jerusalén, formamos parte de una sociedad privilegiada que se nutre del pan que da vida eterna. Subrayamos ya que el Pan de la Eucaristía no sólo nos alimenta sino que es también vínculo de unidad entre todos nosotros. Dimensión esta que siempre estuvo presente en la celebración eucarística. San Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía lo subrayaba así: “El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo” (Ecclesia de Eucaristia, 21).
Es ésta una de las dimensiones que quiero subrayar especialmente. Por cierto, que Juan Pablo II tenía en quién inspirarse, a este respecto: san Agustín. El santo obispo de Hipona, en su meditación sobre la Eucaristía nos regaló un pasaje, en el que su fe y su amor nos dicen lo que significaba y era para él Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Éstas son sus palabras:  “¡Oh misterio de amor! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida, sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, que crea y que se incorpore a este Cuerpo para que participe de su vida… No se aparte de la unión con los miembros… Esté unido al Cuerpo para que viva de Dios y para Dios” (In Io. 26, 13).
“Que crea” –dice el Santo–; sí, la fe  es  condición absolutamente necesaria para aceptar el misterio; una fe, que todos los bautizados recibimos como regalo el día de nuestro bautismo, pero que no pocos han decidido abandonar toda praxis cristiana, cuyo centro es precisamente la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium). No podemos sino lamentar su abandono y pedir por ellos. En cuanto a nosotros, acaso estemos necesitando tomar plena conciencia de las riquezas que se nos ofrecen en la Eucaristía. Y va a ser san Agustín quien nos desvele una importante dimensión teológica que él mostraba con inmenso gozo a sus oyentes y que nosotros hemos de tener muy  presente.
Reparad en las expresiones que empleaba el santo Obispo para concienciar a sus oyentes sobre las consecuencias comunitarias que debía tener la recepción de la Eucaristía: “Sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros y recibís el misterio que sois” (Sermón 272). Y ¿qué misterio es ese que somos nosotros? Nada menos que el Cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12, 27) –dirá el apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto–.
Ahora bien, las palabras de san Pablo le servirán a san Agustín para explicar a sus fieles que cuando comulgamos recibimos sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo; pero por ser Cristo Cabeza del Cuerpo místico del que formamos parte, mutuamente nos recibimos. Nos lo dice al recordar que al distribuir la comunión el sacerdote utilizaba las mismas palabras que usamos también hoy: “Se te dice: el Cuerpo de Cristo y respondes: “Amén”. Sé miembro del Cuerpo de Cristo para que sea verdadero el Amén”… (Y subrayando aún más la unidad de los fieles, añade): “Escuchemos otra vez al Apóstol, quien, hablando del mismo sacramento, dice: Siendo muchos, somos un solo pan, un único cuerpo. Comprendedlo y llenaos de gozo: unidad, verdad, piedad, caridad” (Ibid.). Así ha de vivirse la Eucaristía.
Recojamos, finalmente, en lo más hondo de nuestro corazón estas tres afirmaciones con que termina el pasaje evangélico que hemos leído: Yo soy el pan de la vida… El que coma de este pan vivirá para siempre… El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo(Jn 6, 48 y 51). Ahora bien, como el profeta Elías, del que nos hablaba la primera lectura, también nosotros caminamos por el desierto de la vida, donde no hay camino hecho; y habrá que hacerlo al andar, como decía el poeta. Una cosa es cierta: no lograremos descubrirlo, ni podremos caminar por él y menos aún alcanzar la meta si nos falta el alimento. Mi carne -nos dice Jesús- es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 55).
Teófilo Viñas, O.S.A

DOMINGO XVIII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Señor, danos siempre de ese pan (…) Yo soy el pan de la vida»


La primera lectura, del libro del Éxodo, es una preparación para el discurso eucarístico por la evidente alusión que se hace en el evangelio al maná con que Dios alimentó a su pueblo durante la larga travesía por el desierto desde Egipto a la tierra prometida: Es el pan que el Señor os da de comer (Éx 16,15).
Los israelitas que habían experimentado las maravillas con que Dios los había sacado de la esclavitud de Egipto, destrozando al poderoso ejército de los egipcios en el mar Rojo, cuando empezaron a sentir la escasez de medios de vida, se atrevieron a echar en cara a Moisés y Aarón (por no osar contra Dios) que los estaban matando de hambre. En sus críticas, dejaban bien claro que preferían comida en esclavitud que libertad con penuria. Sin pararse a pensar que el Dios que había hecho por ellos lo más difícil también podría hacer lo más fácil. A pesar de la desconfianza del pueblo, Dios se aviene a saciar su necesidad, esperando que así lo reconocieran como su Señor y su Dios.
Jesús también realiza un milagro material alimentando a una multitud con cinco panes y dos peces, llenando doce canastos con las sobras. La gente lo ve como un signo de que Jesús era el Profeta que estaban esperando, pero entienden su misión como un mesianismo terreno, por lo que opta por ponerse lejos de su alcance para evitar que lo proclamaran rey.
La alusión al maná en el relato evangélico surge cuando los coterráneos de Jesús lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún, al otro lado de la orilla del lago de Genesaret, donde había tenido lugar el milagro. Le piden una señal para creer en Él como el enviado de Dios que estaban esperando. Y ello, a pesar de que se habían beneficiado de la multiplicación de los panes y los peces. Esperaban que el Mesías realizaría un prodigio semejante al de Moisés, que alimentó al pueblo con pan bajado del cielo durante la larga travesía del desierto.
Jesús rectifica que hubiera sido Moisés el que realizó tal prodigio, que fue obra de Dios; y aprovecha la ocasión para anunciar un verdadero pan del cielo, no para sostener la vida temporal, sino capaz de proporcionar la vida eterna inmortal, que es prerrogativa de Dios.
Como manifestaron su deseo de ser alimentados con este pan, Jesús les habla abiertamente de una vida sobrenatural, que ellos no pueden conseguir, sino tan sólo aceptar, creyendo en el enviado de Dios. Y se propone como el pan de vida, que quien lo coma no tendrá hambre.
¿A qué vida alude Jesús? A la vida divina de hijos de Dios de la que le decía a Nicodemo que el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5). Es la vida que nos ha sido infundida en el Bautismo por la comunicación del Espíritu Santo por medio del agua; la vida que el Hijo ha recibido del Padre y que es la luz de los hombres (Jn 1,4). Es como un tesoro que llevamos en el vaso frágil de nuestra naturaleza de criaturas y que hemos de cuidar y alimentar, y precisamente el alimento adecuado es el pan de vida, el mismo Hijo, que se nos da en la Eucaristía.
Así es, hermanos, verdaderamente somos hijos de Dios, aunque, al presente, permanezca velada nuestra más valiosa condición. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
Como hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, hemos de vivir una vida en justicia y santidad verdaderas, que se corresponde con la bondad con que Dios dotó al hombre al crearlo y hacerlo hijo suyo. Una buena persona cristiana no se comporta de distinta manera que una buena persona no cristiana, lo que las diferencia radica en la motivación de su conducta y el modelo que le sirve de inspiración, conforme a la verdad que hay en Jesús, es decir su persona y su vida ejemplar.
Modesto García, OSA

DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Mucha gente le seguía»
Durante cinco domingos la liturgia interrumpe la lectura del evangelio de S. Marcos. Escucharemos en estos domingos el largo capítulo sexto de S. Juan, es una catequesis de Jesús sobre la Eucaristía, que empieza con la multiplicación de los panes y de los peces (signo), que se  lee en este domingo XVII. La semejanza de este texto evangélico con la primera lectura es evidente. El autor del relato nos dice que la palabra divina, a través del profeta, hace que la insuficiencia se transforme en superabundancia.
Prescindiendo de la fuerza simbólica del hecho milagroso del texto evangélico, vemos que hay varias personas involucradas en el hecho: la multitud hambrienta, los apóstoles, el joven que tiene cinco panes de cebada y unos peces y el mismo Jesús. Cada uno tiene su misión. Jesús se da cuenta de que tiene delante una multitud hambrienta, pregunta a los apóstoles, para probar su fe, qué se puede hacer para saciar el hambre de tantas bocas, –alrededor de cinco mil personas según S. Lucas (Lc 9,17)–. Los apóstoles se han olvidado de los muchos milagros que ha hecho Jesús y ante su pregunta, no encuentran salida. Allí está también un muchacho que tiene cinco panes y dos pescados, pero, ¿qué es esto para tanta gente? (v.10). Jesús pide a los discípulos que les manden sentar. A continuación tomó los panesdio gracias, y los distribuyó a los que estaban sentados (v.11). Y lo mismo hizo con los pescados (v.11). Este versículo nos recuerda las mismas palabras de la institución de la Eucaristía. Luego los dio a los discípulos para que ellos a su vez los repartieran entre la multitud, Jesús no permite que los discípulos se queden de mirones, sino que los hace participes. Esto les exigía obediencia en medio de una situación aparentemente absurda. ¿Qué podían repartir, si ni siquiera había un pez y un poco de pan para cada uno de ellos? A pesar de todo, los discípulos obedecieron nuevamente al Señor y comenzaron a repartir los panes y los peces entre la multitud. Fue entonces cuando vieron que aquellos pocos panes y peces se multiplicaban milagrosamente, hasta que comió toda la multitud y aún sobraron doce canastas. Todos quedaron saciados y con lo que sobró recogieron doce canastas (v.13). La obediencia de los apóstoles, fruto de su fe, fue lo que permitió que el Señor obrara el milagro. Fe y obediencia trabajan juntas, unidas en nosotros nos permitirán ver grandes cosas del Señor.
Es curioso que la gente, después de la multiplicación de los panes y los peces, quiere hacer rey a Jesús, pero éste se opone. El pan, que Dios reparte es mucho más profundo y duradero que lo que pude ofrecer cualquier rey o programa político. Solamente los verdaderamente hambrientos pueden beneficiarse de este milagro; la Palabra de Dios la reciben y entienden los que la ansían.
La lección fue clara: tenían que aprender, tenemos que aprender que la manera de aumentar los pocos recursos que tenemos, es ponerlos en las manos del Señor; incluso los infinitos recursos que el Señor pone en nuestras manos, tenemos que administrarlos y cuidarlos: El Señor mandó que los panes sobrantes se recogieran para que no se perdiera nada. Si leemos detenidamente la Biblia vemos cómo este es el patrón que usa el Señor, se sirve de las cosas pequeñas y de poca importancia para hacer cosas grandes. Y este debiera ser nuestro patrón. Baste recordar ejemplos y ejemplos de las muchas personas que ponen lo poco que tienen en manos de Dios para atender a tantos necesitados, como la M. Teresa de Jesús y tantos religiosos y religiosas que se dedican al cuidado de los enfermos y personas necesitadas. Estas comunidades son un testimonio vivo de que este milagro se hace realidad diariamente en sus vidas.
También hoy el pueblo tiene hambre, hambre de pan material, pero hambre también de la verdad. Ante tantas ofertas o movimientos filosóficos, orientales, espirituales de distintas tendencias, ¿quién o qué podrá calmar esta hambre? ¿Qué es lo que les ofrecemos? Cristo es el nuevo pan que se ofrece a los hombres (Jn. 6). Solamente su mensaje auténtico, y no nuestras opiniones, podrá calmar el hambre de estos hermanos que anhelan el milagro de la superabundancia. La fe ve cómo Dios interviene en la historia de su pueblo en socorro de sus auténticas necesidades. La obra de Dios, decía Jesús, es creer en aquel que ha enviado, el único que puede dar la vida eterna. Por eso cuando Jesús, imitando hasta en algunos detalles este milagro de Eliseo, hizo repartir cinco panes de cebada entre cinco mil hombres e hizo recoger las sobras, venía a decir que él realizaba de verdad aquello que ya significaba el milagro de Eliseo: el Padre nos da en Jesús el único pan que puede dar la vida al mundo.
Acerquémonos a la Eucaristía, verdadero pan del cielo, con hambre, conscientes que de que solamente el Señor podrá saciarnos las necesidades profundas que cada uno de nosotros tenemos.
Vicente Martín, OSA

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco»

Entre los varios puntos de reflexión que nos ofrecen las lecturas que acabamos de escuchar, quiero  comentar los que vienen recogidos en estos dos breves pasajes: Les pondré pastores que apacienten mis ovejas (Jer 23, 4) y Venid a un lugar desierto a descansar (Mc  6, 31).
Sabemos que tanto los reyes del pueblo de Israel como sus guías religiosos y políticos eran representados con frecuencia bajo la imagen del pastor que guarda y apacienta su rebaño. El profeta Jeremías ve en el rebaño disperso el fracaso de los pastores que han descuidado sus deberes para con el pueblo que les estaba encomendado. Y con la imagen de otro pastor que lo sea de verdad despierta la esperanza de que él congregará a sus ovejas y las guiará a  la vida. En él estará Dios como sabiduría, paz, justicia y seguridad para su pueblo.
También hoy puede aplicarse esta imagen a quienes nos gobiernan en lo religioso y en lo civil, y con ello acaso nos olvidemos  de que nosotros, además de ovejas, somos también pastores y, por tanto, también a nosotros nos incumbe el deber de cuidar y educar cívica, moral y religiosamente con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.  Y lo primero que se me ofrece, en este sentido, es que hacer dejación de la autoridad en la familia o  en la escuela ha dado lugar a lo que hoy estamos lamentando con numerosos jóvenes e incluso con no pocos adultos.
Recuerdo, a este propósito, la carta que una señora escribía a aquel gran sacerdote que se llamó José Luis Martín Descalzo y que él reproducía en una de sus obras: “¿Por qué –le preguntaba ella– a los jóvenes ahora ya nadie les habla de obediencia? El cuarto mandamiento –‘honrar padre y madre’– está completamente en desuso. Nadie habla de él: ni los profesores, ni los sacerdotes, nadie. Los mismos padres no se atreven a nombrarlo. Y lo peor es que si a un niño, por pequeño que sea, se le dice que obedezca, nunca falta alguien que te diga  que obligarle es coartarle la libertad, que el niño tiene que nacer y crecer libre. El resultado es que los hijos no nos obedecen nunca… Y hasta presumen de que obedecer es algo antediluviano y pintan su desobediencia como signo de autenticidad, como un mérito”.
Me temo –comenta Martín Descalzo– que esta señora tiene muchísima razón. Pero me parece que el problema es más hondo de lo que ella piensa. Porque la verdad no es que sus hijos no obedezcan, sino que han dejado de obedecer a sus padres y obedecen a muchísimas otras cosas. Porque esos jóvenes que tanto presumen de libertad, de autenticidad, resulta que están obedeciendo a las modas, a las costumbres, a los “slogans”, a la televisión, al sexo, a las drogas tal vez, o en todo caso, al peor de los tiranos, su propio capricho.
Hay que volver, queridos oyentes, a hablar de la obediencia. Hay que decirles a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes que al cambiar de obediencia, menospreciando a sus padres e idolatrando lo que lo que impone la moda, están cambiando una obediencia que, en definitiva, es esclavitud. Queridos padres y madres, queridos cuantos habéis venido a participar del pan de la Palabra y de la Eucaristía, se hace necesario vivir lo que desempeñamos y somos en ese rebaño del Señor del que formamos parte, como pastores y como ovejas.
El segundo punto a tratar viene inspirado por la invitación hecha por Jesús a los apóstoles que acaban de llegar de la misión que les había encomendado: Venid a un lugar desierto a descansar un poco (Mc 6, 31). Habían regresado eufóricos con el éxito de la misión, aunque también cansados; Jesús también sabe de cansancio y ahí está su invitación. Ciertamente el trabajo agobia y por eso todos necesitamos un tiempo de reposo para recuperarnos del desgaste y volver con nuevas energías. La playa, el sol, la montaña, un sosegado relax pueden hacer recuperar ese equilibrio necesario, en el que encontraremos esa paz de la que nos habla san Pablo en la segunda lectura, una paz que sólo con Cristo Jesús puede ser completa.
Y por eso, las vacaciones o los fines de semana no pueden convertirse en un simple tiempo de evasión o libertad incontrolada que hacen de la persona un autómata, degradándole en vez de ennoblecerle. Algunos psicólogos atribuyen la tristeza característica de no pocos de los que regresan de sus vacaciones o de su fin de semana a algo que les está afeando su propia conciencia. Y es que el autocontrol y no dejarse arrastrar por lo que otros hacen supone sacrificio y renuncia, pero satisface infinitamente más que la anarquía.
Por cierto que, en medio de nuestro descanso vacacional nos puede sorprender lo que le pasó a Jesús y a sus apóstoles al desembarcar en el lugar escogido para descansar. Dice san Marcos: Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen  pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas (Mc 6, 34). Por su parte los apóstoles vivirán la angustia de cómo dar de comer a aquella multitud que ha venido de lejos. El contratiempo que podamos encontrar hemos de encajarlo con tranquilidad.
Sería bueno que nuestro descanso veraniego o de fin de semana conllevase siempre: un sentido humano y cristiano, un enriquecimiento cultural, una buena recuperación física y espiritual, una fraterna y amigable relación con otras personas y acaso con gentes de otros pueblos alejados por prejuicios…, y todo ello en armoniosa sintonía con la obra de la creación que es gloria y servicio de Dios.
Les invito a orar: Te bendecimos, Padre, por Jesucristo, que recorrió infatigable los duros caminos de Palestina, anunciando el reino de Dios con sus apóstoles, compadeciéndose de las gentes sin pastor. Tú nos convocaste en Cristo para constituir un pueblo que te confiese en la verdad y te sirva fielmente en la vida diaria. Nuestra vocación no es ser islas perdidas en el océano, ni masa anónima, sino personas y miembros activos de una comunidad, a la que Jesús confió su misión. Cuando nos cansemos, acompáñanos, Señor, en el descanso.
Teófilo Viñas, O.S.A

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos»

Separadas por ocho siglos de distancia las misiones de Amós y de Jesús, hay en ellas unas constantes que se repiten en nuestros días con relación a la misión de la Iglesia, veinte siglos después de Jesús: y consisten en la determinación de Dios para llevar a cabo la salvación del mundo y la resistencia de éste a dejarse salvar por Dios.
La fe judeo-cristiana, consignada en la Biblia, confiesa que Dios es el Señor del mundo, al que ha creado con un proyecto de salvación, que ha llevado al mismo Dios a implicarse de lleno en él, hasta el punto de sumergirse en el mundo como una criatura de este mundo.
En el Antiguo Testamento, Dios se eligió un pueblo que viniera a ser luz de las naciones para señalar a todas las gentes el camino hacia Dios.
A pesar de que su pueblo, regido por las leyes de la historia (que son las de la libertad) se había dividido en dos reinos (Judá e Israel), ello no impedía que Dios siguiera considerando como propiedad suya también el reino del norte (Israel), por eso elige a Amós (del reino del sur) para profetizar en Israel, advirtiéndole de su proceder infiel, por el que caminaba hacia la ruina. No encomienda su mensaje a un profeta profesional, sino a un simple pastor y agricultor, para resaltar que la misión no era cosa de hombres sino de Dios. No lo entiende así Amasías, profeta de Israel, que intenta impedir la predicación de Amós, basado en cálculos humanos: económicos o políticos, temiendo que se cumplieran los malos presagios de Amós.
Finalmente se cumplieron los malos augurios del profeta de Dios. El pueblo del norte fue desbaratado por la invasión de los asirios y el destierro de su población en el siglo VIII; pero eso no impidió que el Señor prosiguiera con su plan de salvación de los hombres por medio del pueblo de Israel. Es todo un indicio el que el Mesías tuviera un origen galileo, la región más septentrional de Palestina, que por el poso pagano que había ido acumulando a lo largo de su historia era llamada Galilea de los gentiles.
Aunque nacido en Belén de Judá, el Hijo de Dios tocó tierra y se formó en Galilea. Trajo un mensaje de salvación, cifrado en el Reino de Dios. Recorrió las ciudades de Galilea anunciando la Buena Noticia de la salvación de Dios, explicando el proyecto divino sobre el mundo, que Jesús proponía con parábolas y san Pablo vertió en lenguaje teológico: los designios secretos de Dios consisten en llevar a la historia a su punto culminante en Cristo, en quien se unen el cielo y la tierra, lo humano y lo divino.
En Cristo, Dios Padre se convierte en Padre del hombre, conforme a su plan eterno, en el cual fuimos destinados a ser hijos suyos.
Debido a la desobediencia del hombre, el plan de Dios adquirió tintes dramáticos, debiendo pasar por la muerte del Hijo para el perdón de los pecados y la liberación de los hijos de la servidumbre del pecado, lo que propició el restablecimiento de la unidad del cielo y de la tierra, la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo (Sal 84/85,11-12).
La salvación que anuncia Jesús es tanto para los judíos, que tenían puesta su esperanza en el Mesías, como para los no judíos que creyeron el mensaje de la salvación y fueron sellados con el Espíritu Santo prometido, garantía, para los hijos adoptivos, de la herencia del Hijo, que consiste en la gloria del Padre, pues «la gloria de Dios es la vida del hombre», según san Ireneo.
Jesús no hizo más que iniciar la misión de difundir el mensaje de la salvación a los hombres. Al igual que Dios se sirvió de medios humanos en el pasado, y el mismo Dios se implicó en favor de la causa del hombre como un hombre más, también Jesús cuenta con hombres sencillos, y éstos, desprovistos de apoyos materiales, pues los envía a realizar la obra de Dios. Los encamina a proponer un mensaje nítido de conversión de vida, y con poder para curar enfermedades y expulsar a los demonios.
Veinte siglos después de la predicación de Jesús y de los Apóstoles, y ocho más desde el profeta Amós, parecen repetirse en nuestros días las mismas pautas: y es que el Señor y sus fieles siguen proponiendo al hombre su proyecto de salvación, que continúa encontrando adeptos y contradictores.
¿A qué se debe la tozudez de los hombres? ¿La disyuntiva que se abre ante ellos consiste en dar un sí a Dios o un sí a la tierra? ¿O tal vez, en un sí al hombre frente a Dios? En realidad, el sí más rotundo al hombre lo da el mismo Dios haciéndose hombre. Lo cierto es que el hombre, al margen de Dios, tiene corto recorrido. Concedamos que un día pueda llegar por la ciencia y la técnica a actuar de forma determinante en el universo configurándolo como un hábitat confortable. Sin embargo, personalmente se agota en el individuo.
Parece una paradoja, pero es la misma realidad: el hombre está llamado a la vida eterna, pero sólo la puede obtener como don de Dios. El camino para conseguir la vida eterna es Cristo, un Dios con pies puestos sobre la tierra y con manos de hombre para transformarla: es en la fidelidad a la tierra como afianzamos nuestra fidelidad a Dios, pues nadie ama tanto a su creación como su autor.
Modesto García, OSA

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Y se extrañó de su falta de fe»

Un domingo más nos reunimos para celebrar la eucaristía, la cual supone la fe en todos nosotros, aunque nos puede acechar la incredulidad, y prueba de ello es la facilidad con la que muchos cristianos prescinden de ella, porque la ven más como un precepto que como una necesidad, desconocen que no se puede vivir cristianamente sin la Eucaristía.
La Palabra de Dios insiste hoy en la dificultad de creer y las dificultades por las que tiene que pasar el mensajero del Evangelio. En la primera lectura hemos encontrado al profeta Ezequiel, enviado por Dios al pueblo de Israel, un pueblo tozudo y rebelde, que no hace caso a Dios. S. Pablo en la segunda lectura nos habla de los insultos, las dificultades y las persecuciones sufridas por Cristo (v.12) por predicar el Evangelio. Si leemos de corrida el evangelio de Marcos, vemos cómo la familia de Jesús piensa que estaba fuera de sí (3,21), los gerasanos le piden que se marche de su tierra (5,17), los fariseos creen que Jesús expulsaba los demonios con el poder del jefe de los demonios (Mc 3,23); cuando anuncia la pasión, los mismos apóstoles reaccionan en contra. Pedro trata de disuadirlo (Mc 8,32); en los anuncios posteriores, su única preocupación era averiguar quién era el más importante entre ellos (Cfr. Mc 9, 34), o que les colocara a su derecha y a su izquierda en la gloria, como le pedían los hermanos Zebedeos (Cfr. Mc 10, 37). No es de extrañar, pues, que los vecinos de Nazaret, que han vivido con Jesús unos treinta años, cuando vuelve a Nazaret tras ser bautizado por Juan, se sorprendan y se admiran de sus enseñanzas, pero no aciertan a encajar sus recuerdos sobre Jesús con lo que están viendo y oyendo. La imagen que se han formado de él, les impide abrirse a la vida que Jesús les ofrece. No aceptan el misterio de Dios presente en Jesús, un ser humano como ellos; pudieron más los prejuicios que la verdad. El evangelista nos descubre la tristeza de Jesús, al ver cómo la gente de su pueblo ha perdido la capacidad de acoger la verdad y se ha acomodado a una realidad tergiversada. No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe (v.5).
En el trasfondo del evangelio de Marcos subyace una pregunta fundamental: ¿y vosotros cristianos, creéis, creemos que tenemos más fe que todos los que van desfilando por su evangelio, en concreto más fe que los paisanos de Jesús?… Son muchos los cristianos que tienen una idea fija, infantil, sobre Dios, sobre Jesús, poco o nada acorde con el Evangelio. Si reducimos a Jesús a los límites de nuestra comprensión, no podrá, –como no pudo en Nazaret–, hacer ningún milagro en nuestra vida. Si no aceptamos la novedad transformadora del Evangelio, si nos aferramos a lo de siempre, pensando en nuestra seguridad, sin asumir los cambios a los que el Señor nos llama, no tendremos fe. Dios siempre supera nuestra comprensión, nos desborda por completo. Tener fe supone vivir en un encuentro progresivo y transformante con Jesús, supone aceptar que el Señor nos desinstale. Como dicen los místicos, Dios nos lleva por la oscuridad, el vacío y el desprendimiento total  para que vivamos y actuemos al estilo de Jesús. Creer en Jesús supone desmontar el ídolo que sobre él nos hemos podido fabricar, y aceptarle y verle no donde nosotros queremos, sino donde él nos ha dicho que realmente está: en el hermano, en los pobres, en los enfermos, en los que sufren, en los perseguidos, etc. (Mt 25,35-36), solamente así podrá hacer milagros en nuestra vida.

Sigamos la eucaristía y pidamos con fe y con fuerza al Señor que no ofrezcamos resistencias para aceptarle, que le amemos y seamos sus testigos, como lo fueron el profeta Ezequiel y el apóstol Pablo, porque no podemos llamaros cristianos y quedarnos pasmados sin hacer nada. Todos tenemos que responder, respuesta que es parte de nuestra profesión de fe comunitaria, que se alimenta y se fortalece en la Eucaristía.
Vicente Martín, O.S.A

DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«Solamente ten fe»

La enfermedad y la muerte, he ahí dos problemas de fondo en la experiencia humana. Hay que afirmar, sin embargo, el hombre es un ser para la vida y la felicidad, y que Dios no hizo la muerte, como nos dice el libro de la Sabiduría. En todo caso, estamos ante el gran interrogante de todos los tiempos: el “¿por qué la muerte?” Ciertamente que  las lecturas que acabamos de hacer no nos proporcionan la “solución”, como nosotros querríamos, por mucha fe que tengamos en Cristo Jesús, pero sí nos iluminan para que sepamos aceptarla desde la fe en Dios. Veamos, pues.
El libro de la Sabiduría responde a la pregunta formulada, inspirándose en el libro del Génesis, afirmando que Dios no ha querido la muerte sino la vida. No dijo “hágase la enfermedad” o “hágase la muerte”, sino hágase la vida”(Cf. Gén 1, 11-27). Dios es el Dios de la vida. Según su plan, el destino del hombre es vivir para siempre: lo hizo a imagen de su propio ser (Cf. Gén 27), que es todo vida eterna. Ahora bien, el autor del libro de la Sabiduría, fiel a la mentalidad del pueblo de Israel, atribuye la existencia de la muerte al pecado, que trastornó el plan de Dios e introdujo el mal en el mundo. Más concretamente lo atribuye al Maligno: Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas, por la  envidia  del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 2, 23-24).
Importa subrayar la verdadera perspectiva cristiana que, inspirada en estos pasajes bíblicos, nos permite afirmar que: el dolor, la enfermedad, la muerte son no son criaturas de Dios. El mundo iba saliendo de la nada y Dios veía que cada cosa era buena, como también  lo era el hombre, corona de la creación. Lo que Dios no dijo fue: “hágase el dolor”, “exista la  enfermedad”, “la muerte o el pecado”. Ésas tienen que ser criaturas del hombre, al que Dios había dotado de un precioso don que lo hacía ser tal: la libertad. En el plan de Dios, el hombre no era un “ser para la muerte”; él era un “ser para la vida”. En el mal uso del don que lo hacía ser tal está la causa.
Así las cosas, es en el evangelio donde vamos a encontrar una perspectiva más esperanzadora. Cristo vino a dar vida: Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante (Jn 10, 10). Muestra Él su poder sobre la enfermedad humana, curando a la mujer, y su poder sobre la muerte resucitando a la hija de Jairo. Desde la perspectiva de Cristo, la muerte no es definitiva: La niña no está muerta; está dormida (Mc 5, 30). Es una muerte transitoria. En el plan de Dios la muerte no es la última palabra, sino el paso a la existencia definitiva. Él mismo, Jesús, resucitará del sepulcro a una nueva vida.
El Cristo que curó a la mujer y que devolvió la vida a la niña es el mismo que triunfó de la muerte, experimentándola en su misma carne. Es el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que, tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte, sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a Él en su dolor y en su destino de victoria y de vida. Otro momento bien diferente será el que pueda vivir quien ha renunciado a esta esperanza.
También la Iglesia debe ser “dadora de vida” y transmisora de esperanza, cuidando  a los enfermos como ha hecho a lo largo de dos mil años, poniendo remedio a la incultura y defendiendo la vida contra todos los ataques del hambre, de las guerras, de las escandalosas injusticias de este mundo, del terrorismo, así como de todo atentado contra la vida en sus comienzos (aborto) o en sus finales con la eutanasia. El hombre que no es ni siquiera dueño de su propia vida mucho menos lo será de las vidas de los demás y esto no porque lo diga la Iglesia sino porque así lo dicta la propia ley natural.
Por otra parte, también en este domingo estamos asistiendo a dos milagros realizados por Jesús con los que revela progresivamente su condición divina. Si antes era la tempestad del lago la que calmaba, hoy aparece como señor de la enfermedad y de la muerte. ¿Qué más se puede pedir, cuando los testigos de los milagros reconocen admirados que Dios está presente en las actuaciones de Jesús?
Efectivamente, el reino de Dios está presente y va actuando en nuestro mundo. El proyecto de Dios es proyecto de vida, no de enfermedad ni de muerte. Eso se ve en el poder liberador que muestra Jesús, su Hijo predilecto. Si en los domingos anteriores aparecía como “el más fuerte”(Mc 3, 27) que lucha contra las fuerzas del mal y como dominador de las fuerzas de la naturaleza, hoy quiere comunicarnos, también a los cristianos del siglo XXI, su poder liberador sobre la enfermedad y la muerte. Por todo ello queremos decirle:

Dios amigo de la vida, te bendecimos porque vemos a Cristo resucitando a aquella niña y devolviendo la salud a aquella mujer enferma. Con ello anunciaba la presencia del reino de Dios entre los hombres y anticipaba el triunfo definitivo de su propia resurrección. Ayúdanos, Señor, a entender que el único camino válido para tener y dar vida en plenitud fecunda es el estilo que tú nos enseñaste con tu palabra y ejemplo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere en el surco, queda infecundo (Jn 12, 24). Con tu Espíritu transfórmanos, Señor, en testigos de tu amor que crea vida, difunde tu reino y rejuvenece nuestros corazones.
Teófilo Viñas, O.S.A
DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«El niño crecía y su espíritu se fortalecía»

Este domingo la Iglesia celebra el nacimiento de Juan el Bautista, una de las tres natividades que son festejadas, junto con la del Señor y la de la Virgen María; tal vez el motivo sean las palabras del ángel a su padre Zacarías, a quien dice que muchos se alegrarían de su nacimiento y que estaría lleno del Espíritu Santo desde el vientre materno (Lc 1,14-15). 
De Juan dijo el Señor que es el mayor de los nacidos de mujer, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él (Mt 11,11), para indicar el comienzo de un orden nuevo superior, el Reino de Dios, iniciado por Jesús, orden del que Juan es heraldo, pero al que no pertenece.
Juan es un don de Dios a sus padres –el sacerdote Zacarías e Isabel–, a quienes se lo había negado la naturaleza. Y es que, en el origen del ser humano, nada es fortuito ni ocurre de forma autónoma, sino que cada uno somos seres únicos, personas llamadas a la existencia por nuestro propio nombre, antes de que nuestros padres conozcan nuestro rostro y nos pongan nombre (Is 49,1). Como dice el salmo 138, nada en el ser humano se sustenta por sí mismo, sino que es Dios quien lo conoce de antemano, lo forma y le da consistencia.
Durante un servicio en el templo, le fue anunciado a su padre el nacimiento de Juan por mediación del ángel Gabriel (Lc 1,19), que le indicó que habría de poner al niño el nombre de Juan, que significa «Yavé se ha compadecido». Se compadeció, en primer lugar, de sus padres, a quienes vinieron a felicitar los vecinos y parientes; pero también de Israel, a muchos de cuyos hijos Juan convertiría al Señor para preparar la llegada del Mesías. Los habitantes de la comarca estaban asombrados y temerosos al percibir la intervención de Dios en el nacimiento del Bautista, primero por la mudez de Zacarías a causa de su vacilación en creer en el anuncio del ángel; luego por la forma inexplicable en que se había producido su concepción, y finalmente por la recuperación del habla de Zacarías al preguntarle por el nombre que quería imponer al niño; la gente se preguntaba qué llegaría a ser aquel niño (Lc 1,65-66).
La misión de Juan de ser el precursor del Mesías ha propiciado que se colocara la lectura del pasaje de Isaías sobre el siervo de Yavé en la Misa de su natividad. Dios llama al profeta desde el vientre materno –pues Dios es el Señor del mundo, aunque no un señor despótico y avasallador–, para pedirle que colabore en la refundación de un pueblo fiel al Señor, que no se reduce a Israel, sino como luz de las naciones para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra (Is 49,6). Aunque pueda parecer que la obra del siervo fracasa y él mismo se pueda sentir frustrado, sin embargo no es así, pues el Señor defiende su causa.
Su misión fue la de ser el precursor del Mesías, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto (Lc 1,17). Para ello, fue creciendo en el espíritu y vivió en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel (Lc 1,80). Cuando Dios lo impulsó a predicar, apareció vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura (Mc 1,6), anunciando la inminente llegada del Mesías: predicaba la conversión del corazón y el cambio de vida: a los publicanos, a los soldados, a los fariseos, a los sacerdotes y a la gente (Mt 3,7-12; Lc 3,7-20). Administraba un bautismo de agua como símbolo de conversión, pues el verdadero bautismo en el Espíritu, para el perdón de los pecados, estaba reservado al enviado de Dios.
Juan declara que él no es el Mesías, sino la voz que exhorta a preparar el camino del Señor; Jesús es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). El mismo Jesús refrenda la actividad del Bautista, acudiendo a ser bautizado por él con su bautismo de agua para la conversión, pues cargó con nuestros pecados; e inauguró el bautismo en el Espíritu Santo, que descendió sobre Él en forma de paloma. De ello da testimonio Juan, que lo vio y que asegura que Jesús es el Hijo de Dios, según el Padre mismo lo proclamó (Mt 3,17).
Juan confiesa humildemente la superioridad del que viene detrás de él, al que no se considera digno de desatar la correa de su sandalia (Jn 1,27). Sin embargo, el propio Jesús acude a realzar su figura ante la gente, después de despachar a los discípulos de Juan enviados por su maestro para preguntarle si era Él el que había de venir. Jesús preguntó a la gente qué es lo que habían salido a contemplar en el desierto: ¿una caña sacudida por el viento?, ¿un hombre vestido con lujo?, ¿o un profeta? Asegurándoles que Juan era más que un profeta. En realidad, era aquel de quien había escrito Malaquías, poniendo sus palabras en boca de Dios: Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare tu camino ante ti (Mt 11,10; cf. 11,7-13).
Juan se ganó el respeto y admiración de la gente por su valentía en proclamar la verdad ante sacerdotes, sabios, hombres de negocios, soldados y el mismísimo rey Herodes; por su integridad de vida, por su compromiso con Dios, y muchos lo creyeron y acudían a él para ser bautizados, y prepararse así a acoger al Mesías.

Cumplida su misión, remite a sus discípulos a Jesús (Jn 1,35-39; Mt 11,2-6), diciéndoles: Él tiene que crecer y yo tengo que menguar(Jn 3,30), como el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte 
(Lc 1,78-79).
Modesto García, OSA

DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
«El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra»

La Palabra de Dios hoy nos previene contra las tentaciones que solemos sentir al no percibir el crecimiento inmediato del Reino de Dios, como son el desánimo, la impaciencia, la tristeza, etc. El profeta Ezequiel nos enseña a ver el mundo de otra manera. Dice que Dios se sirve de lo humilde, de lo que no cuenta para llevar a cabo su obra. Dios humilla al árbol elevado y exalta al humilde (v.24). Con una breve parábola, nos dice que arrancará una rama de la cima del cedro, que lo plantará en lo alto de la montaña de Israel, que echará brotes y dará fruto. Son palabras de esperanza y aliento para el pueblo de Israel que vive en el destierro babilónico.
En el evangelio leemos dos parábolas de Jesús, son parábolas tomadas del mundo agrícola y que los oyentes podían comprender fácilmente. La primera parábola, la de la semilla, nos dice que: El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra (v. 26). El sembrador lo único que hace es sembrar. El crecimiento de la semilla es independiente del sembrador. Germen y crecimiento de la semilla no son obra humana. Duerma o descanse el labrador, haga frío o calor, sin que él sepa cómo, la semilla crece y da su fruto. El sembrador tiene la responsabilidad de sembrar; no obstante, no entiende cómo es que la semilla crece hasta producir su fruto. El énfasis de la parábola está en que el labrador no puede hacer nada para que la semilla crezca, poniendo así en evidencia la impotencia humana en el crecimiento.
La responsabilidad de los seguidores de Jesús en el crecimiento del Reino es la misma del sembrador: ser sembradores del Reino. Dios necesita las manos de hombres y mujeres creyentes para sembrar su semilla, pues de  la misma manera que el trigo no nace donde no se siembra, tampoco Palabra de Dios puede germinar ni crecer allí donde no cae la semilla. La parábola enfatizaba la responsabilidad humana frente a la predicación del Reino. En esta parábola se destaca el crecimiento de la semilla por el poder de Dios. El crecimiento del Reino es obra del poder de Dios, no del poder humano. Es un misterio el crecimiento de la semilla, pero Dios siempre actúa y no nos corresponde juzgar o saber el cómo, pues crece sin que él sepa cómo (v. 27). No entendemos cómo pasan las cosas, pero pasan y Dios sí sabe el porqué, y lo hace o permite todo con un propósito. Con el Reino de Dios puede ocurrir lo que pasa con el mundo agrícola, el crecimiento del Reino puede ser lento, pero no se puede forzar; plantada la palabra de Dios, tiene consigo una fuerza  y eficacia irresistible. Es alentador que el evangelio habla de que mientras el sembrador duerme, la semilla germina y crece. La ley fundamental no es nuestro trabajo sino que, pese a los impedimentos que podamos percibir, la cosecha de nuestro esfuerzo y trabajo está asegurada. Tampoco podemos forzar el tiempo de Dios. Cada persona tiene su ritmo, su proceso, su camino, que debemos respetar. Hace años conocí a una joven educada un ambiente profundamente cristiano, pero como tantos jóvenes, vivó una crisis fuerte de fe; mis dos predecesores en el cargo trataron insistentemente de “forzar” su conversión y la joven se mantuvo en sus trece. Al quedar como responsable de esa parroquia, respetando su libertad por mi parte, al poco tiempo cambió y hoy es una buena cristiana y una buena catequista de sus hijos, juntamente con su marido.
La segunda parábola nos habla de la semilla más insignificante que se conocía, la parábola de la mostaza, y que llega a convertirse en un arbusto donde anidan las aves. El grano de mostaza presenta una desproporción entre su pequeñez y su fuerza generativa, que llega a convertirse en un gran arbusto. Así crece el reino de Dios en aquellos que con sencillez acogen la Palabra de Dios. Muchos contemporáneos de Jesús pensaban que el Reino se haría presente de un modo espectacular y grandioso. El modo de actuar de Dios es a través de los hechos aparentemente sencillos e irrelevantes. La parábola de la mostaza nos deja claro que las acciones más sencillas o pequeñas pueden convertirse en grandes acontecimientos o transformaciones. Como el grano de mostaza, el reino tiene la mayor potencia germinativa. Las personas, los acontecimientos, el trabajo, las relaciones interpersonales pueden ser el humusdonde Dios se manifieste y haga presente.
Esta parábola tiene como objetivo consolar y edificar en momentos de crisis. La aparente pequeñez es un signo del Reino de Dios, que mostrará su grandeza al final de los tiempos. A los ojos de la sociedad, el Reino de Dios se presenta como un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, pero con una fuerza transformadora de la persona y de la sociedad. Durante siglos, nadie ha podido ahogar la fuerza germinativa del Evangelio, aunque ha habido muchos intentos para ello. Ni las persecuciones antiguas, ni las modernas, ni las divisiones internas; nada ha impedido que el crecimiento de la semilla del Reino siga creciendo y dando frutos hasta el último día.
Ante las parábolas tenemos que decidirnos. Todos debemos sentirnos aludidos, abrirnos a la Palabra de Dios al escucharla, de manera que tengan cabida en nosotros la conversión y el cambio. Son historias incompletas en espera de nuestra respuesta. Como cristianos, ¿nos sentimos responsables de sembrar la semilla del Reino de Dios?

Todos los domingos nos reunimos para celebrar la Eucaristía, que la Eucaristía sea el alimento para el camino, la fuerza  para la acción pastoral y misionera, el alimento para que crezcamos como la palmera (Sal 91,13).
Vicente Martín, O.S.A

DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
        «El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca»
La primera lectura tomada del libro del Génesis nos cuenta, en clave religiosa y no científica, el origen del mundo y de la humanidad y nos puede hacer comprender la existencia del mal y del pecado. 
El origen radical del mal no está en la creación de Dios ya que todas las cosas eran buenas (cf. Gén 1, 1-31), sino en el hombre mismo que pecó, rompiendo el orden de bondad querido por Dios.  Una vez marginado Dios, el hombre asume el riesgo y se hace responsable de su propia destrucción; y, por tanto, deberá cargar con las consecuencias de su aspiración a ser igual a Dios.
Junto al ideal de la creación aparece, pues, el drama humano, la tragedia de una ruptura. Esta tragedia marcará toda la vida del hombre, si bien no será éste su horizonte definitivo. El punto final de la historia no es el pecado, el dolor y la muerte, sino que es la salvación y la vida. Y, por eso, en aquel mismo momento apareció la promesa y la esperanza. Éstas darán origen  una apasionante aventura, en la que Cristo ocupará el lugar central, y en la que el hombre deberá empeñarse con todas sus fuerzas para romper el poder del mal y unirse a la victoria de Cristo.
En la segunda lectura hemos visto que continúa presente en gran medida la misma temática. La verdad es que la vida humana está tejida de males y fracasos. Incluso quien cree en la esperanza no tiene por qué ser el más afortunado, ni está inmune ante las tragedias humanas, ni tampoco está  dispensado de luchar. Ésta es, en efecto, la profunda convicción de de san Pablo en el pasaje de su Segunda Carta a los corintios. El apóstol no se defiende ante los que le acusan de ser un “débil” o un “fracasado” en su ministerio. Reconoce simplemente que la debilidad, el sufrimiento, incluso el fracaso humano, son una condición inevitable de la fragilidad de la naturaleza, de nuestra condición física, de nuestro ser carnal y corruptible.
Sin embargo, esto no es todo, ni es lo definitivo; y es que  hombre no está llamado a la muerte, sino a la vida, a la resurrección, como Cristo. A las tribulaciones y dificultades que nos salen al paso podrá seguir con la ayuda Dios una fecunda cosecha. Bien claramente nos lo acaba de decir san Pablo: Una leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria (2 Cor 4, 17). También él vivía la fragilidad humana y la amenaza continuada de la muerte, pero éstas eran sus certezas: Sabemos que si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos (2 Cor 5, 1).
San Marcos, a su vez, en el pasaje evangélico de hoy nos ha presentado a los familiares de Jesús que se muestran preocupados pensando que él se está  excediendo en su entrega a la misión hasta el punto de que no tiene tiempo para comer y querrían llevárselo; son testigos, además de la furiosa oposición de los fariseos que llegan a acusarlo de estar endemoniado y de que actúa en virtud de un pacto con el jefe de los demonios. Jesús, que no solía entrar en discusión con sus enemigos, esta vez lo hace, y le cuesta bien poco dejar en evidencia la falta de lógica en sus acusaciones; Satanás no puede estar en lucha contra Satanás (cf. Mc 3, 22).
Por otra parte, la presencia los familiares de Jesús y, con ellos, su madre María le va a ofrecer oportunidad para afirmar quiénes son los que, de allí en adelante, van a formar su verdadera familia: los que cumplen la voluntad de Dios (cf. Mc 3, 35). Jesús quiere dejar claro que no es la cercanía de la sangre la que decide el auténtico parentesco con Él. Como tampoco es lo principal ser descendientes de Abrán según la carne, sino los imitadores de su fe, para pertenecer en verdad al pueblo elegido de Dios.
Por tanto, la nueva comunidad que se está formando en torno a Él no va a tener como valores determinantes ni los lazos de la sangre ni lo de la raza, sino los que vienen expresados en estas palabras: El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3, 35). Era ésta la mejor alabanza tributada por Jesús a su madre, allí presente; ella en la anunciación había dicho al mensajero enviado por Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). María, en efecto, es la mujer creyente, la totalmente abierta a la voluntad de Dios. Incluso antes que su maternidad física, tuvo ella ese otro parentesco que aquí anuncia Jesús: el parentesco de la fe.
Los que seguimos a Jesús y somos sus discípulos, pertenecemos a su familia y hemos entrado en la comunidad nueva del Reino. Esto nos hace decir con confianza la oración que Él nos enseñó: “Padre nuestro”. María es para nosotros la mejor maestra, porque fue la mejor discípula en la escucha de Jesús y nos señala el camino de la vida cristiana: escuchar la Palabra, meditarla en el corazón y llevarla a la práctica en la vida.

La celebración de la Eucaristía la empezamos siempre con un “acto penitencial”, acto de humildad en el que reconocemos nuestra debilidad y pedimos la clemencia de Dios. En las lecturas, especialmente en las de hoy, la Palabra de Dios nos ayuda a discernir dónde está el camino del bien y dónde el del mal. En el Padrenuestro le pedimos que nos “libre del mal” y cuando se nos invita a comulgar se nos dice que vamos a recibir “al que quita el pecado del mundo”. Vamos por buen camino para ser dignos miembros de la familia de Jesús.
Teófilo Viñas, O.S.A

DOMINGO CORPUS CHRISTI.(Ciclo B)
«Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre»
La Eucaristía ocupó un puesto destacado la tarde del Jueves Santo, en que el pan consagrado fue reservado en el monumento: allí concentró la atención de los fieles durante la tarde-noche de ese jueves. 
Pero el tono de la celebración sonaba entonces a despedida del Maestro, que dejaba tristes a los discípulos. Terminadas las celebraciones pascuales, una vez subido Jesús al cielo, la Iglesia repara en que el Señor ha cumplido su promesa de quedarse con ella todos los días hasta el fin de los siglos. No sólo nos ha enviado otro defensor, en lugar suyo, el Espíritu de la verdad, que da testimonio a nuestro espíritu, para confesar que Jesús es Señor e Hijo de Dios y para reconocernos hijos del Padre, sino que el mismo Jesús permanece con nosotros por la acción del Espíritu, siendo la suya una presencia espiritual. Y una de las formas más notables de su presencia es su estancia real en la Eucaristía. Motivo por el cual, la Iglesia celebra hoy, jubilosa, la compañía amorosa de su Esposo en la fiesta del Corpus con gozo y gratitud, con admiración y amor.
La palabra de Dios que se nos ha proclamado resalta el aspecto sacrificial de la Eucaristía: en la lectura del libro del Éxodo, destaca la aspersión del altar y del pueblo con la sangre de los sacrificios; en la Carta a los hebreos, pondera la excelencia del sacrificio de la Nueva Alianza, y en el evangelio, relata la institución de la Eucaristía como anticipo del sacrificio redentor de Cristo en la cruz.
El sacrificio es una forma de culto a Dios en todas las religiones: se le ofrecen los frutos de la tierra en acción de gracias, o la vida de las víctimas mediante el derramamiento de su sangre (que representa la vida), en reconocimiento de su soberanía (el AT rechaza el sacrificio de víctimas humanas –sacrificio de Isaac). En el Antiguo Testamento, había variedad de sacrificios, de los que destacamos el holocausto (en el que la víctima era quemada en su totalidad), como forma de adoración; la expiación por los pecados, y el sacrificio de comunión con Dios y con los otros comensales. Lo esencial del culto agradable a Dios no son los ritos, sino la actitud del corazón creyente. Un salto cualitativo en la concepción del sacrificio de expiación lo representa el siervo de Dios (de Isaías), pues se trata de una persona que se ofrece como víctima propiciatoria por los pecadores. De todas estas modalidades de sacrificio participa la Eucaristía, que es actualización del sacrificio redentor de Cristo en la cruz.
¿Acaso fue inevitable el sacrificio de Cristo? En varias ocasiones durante su vida pública Él anunció su pasión y muerte; y después de la resurrección les hizo comprender a los discípulos de Emaús que era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria (Lc 24,26). Conste que Jesús no buscó a propósito el ser sacrificado; pero, cuando el mal (el pecado del mundo) lo atacó con toda la fuerza destructora del odio, Jesús le hizo frente con todo el poder sanador, constructor y vivificante del Amor, fuerza invencible de Dios, que nadie puede igualar. Tampoco el Padre quiso objetivamente la muerte del Hijo, pero “no tuvo otra elección”, pues era preciso un gesto supremo de amor, por parte del Hijo humano, que pasaba por la ofrenda de su vida en la cruz, libremente aceptada como obediencia al Padre. Era la única forma adecuada de rectificación radical de la actitud del hombre autosuficiente que, desobedeciendo a Dios, se creyó dueño de su vida y perdió la vida. El Hijo, entregando la vida en manos del Padre: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46), por amor, la puso a buen recaudo, así como también la de los que le imitan en su entrega confiada a Dios: canceló la culpa, venció a la muerte e hizo triunfar a la vida.
La Eucaristía es un verdadero sacrificio pues es la actualización de la oblación de Cristo en la cruz. Es incruento, pero el derramamiento de la sangre está simbolizado en la consagración separada de las especies de pan y de vino, convertidos en el cuerpo y la sangre del Señor.
Entre los dos testamentos (la antigua y la nueva Alianza), hay continuidad y superación. Hay continuidad porque Jesús viene a dar su vida en rescate por muchos; como cordero pascual (por cuya sangre, fueron librados de la muerte los israelitas en Egipto); en su sangre, es sellada una alianza nueva. Y hay superación, por la dignidad del Hijo (sacerdote y víctima), la perfección de la ofrenda, y su eficacia universal (en favor de todos los hombres de todos los tiempos).
En la plegaria eucarística, que sigue al prefacio, el sacerdote invoca al Espíritu Santo para que descienda sobre el altar y transforme las ofrendas de pan y vino en el cuerpo y la sangre del Señor, tal y como Jesús había hecho en la Última Cena y había ordenado que hicieran sus discípulos: Jesús tomó pan y les dio su cuerpo; tomó la copa de vino y les dio a beber su sangre de la alianza, derramada por muchos. Cuando el sacerdote realiza esta acción en la Misa, ocurre que el poder del Espíritu de Dios, Amor que une en comunión al Padre y al Hijo; el Espíritu que engendró a Jesús en el seno de la Virgen María; el Espíritu que lo ungió como Mesías de Dios en el Jordán; el Espíritu que Jesús envió desde el cielo y santifica a los hombres por medio de los sacramentos; el Espíritu del Padre y del Hijo cambia el pan en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre. Se produce así la presencia real de Cristo en la Eucaristía, en su divinidad y en su humanidad gloriosa, como se encuentra a la derecha del Padre en el cielo.
Lo que celebramos en la Misa no es un simple recuerdo, sino la actualización del sacrificio de la Nueva Alianza. La antigua consistía en el compromiso de Dios y el pueblo de Israel, por el que el pueblo se obligaba a seguir fielmente las instrucciones de Dios, viviendo santamente. Era sellada con la sangre (la vida) de las víctimas ofrecidas a Dios para el perdón de los pecados y como comunión de Dios y el pueblo. Esta alianza había quedado ampliamente superada por la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo ofrecida al Padre por nuestra salvación. Cristo, como sumo sacerdote de los bienes definitivos, con el sacrificio de su vida rasgó el velo de los cielos de este mundo para penetrar en el santuario del cielo de Dios, consiguiendo nuestra liberación eterna.
¡No se puede comparar el poder santificador de la sangre de los animales o las cenizas de una becerra con el poder santificador de la sangre (vida) de Cristo! El sacrificio de Cristo tiene el poder del Espíritu eterno e inmortal de Dios, y la fuerza para purificar la conciencia de las obras muertas, para así poder dar culto al Dios vivo.
Las palabras: «No volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios» (Mc 14,25) son como un vaticinio de su muerte; suenan como una despedida hasta encontrarse de nuevo en el Reino de Dios, comparado con un banquete. La Eucaristía sustituye a la Pascua del Antiguo Testamento. Como la Antigua Alianza fue invalidada por la nueva, en la sangre de Cristo, así ésta será superada por su plenitud en el Reino de los cielos, donde todos los redimidos nos sentaremos a la mesa preparada por el Padre celestial, en una celebración gozosa sin fin, de las bodas del Cordero con su Esposa, la Iglesia. Por eso decimos que la celebración eucarística es prenda de la gloria futura. Esta convicción la expresamos en la Misa cuando, a la propuesta del sacerdote: «Éste es el sacramento de nuestra fe», contestamos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!»

Cuando comemos el cuerpo del Señor en la Eucaristía, participamos de su sacrificio: de su muerte –libremente aceptada– y de su vida resucitada, y nos hacemos un cuerpo con Él y con los hermanos. O mejor, Él asimila nuestra vida a la suya de forma que seamos capaces de dar frutos de vida eterna.
Modesto García, OSA

DOMINGO SANTÍSIMA TRINIDAD.(Ciclo B)
"Dios es solo uno..."

Terminado el ciclo pascual, celebramos en este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad, culmen de todos los misterios. Cuando hablamos de la Santísima Trinidad, solemos reducirlo a algo totalmente incomprensible a la mente humana y sin trascendencia para nuestra vida cristiana. 
La Sagrada Escritura, y en concreto los textos litúrgicos del día, en cambio, nos dicen cosas muy distintas. En la primera lectura, libro del Deuteronomio, el mismo Dios en persona nos dice que no abandonó al pueblo de Israel, como no nos abandona a nosotros, aunque unos y otros le abandonemos a Él, que sólo Él es el Dios verdadero, el creador del hombre; que habla cara a cara con su pueblo; que le protege y libera de sus enemigos. ¿Qué pide Dios a cambio? Dios quiere que no tengamos el corazón dividido; que le reconozcamos como único Dios; que sólo a él le sirvamos y le amemos; y que cumplamos sus mandamientos. Es importante resaltar también el último versículo: que cumplamos los mandamientos para que ser felices (v.40).
En la carta a los romanos nos dice también algo muy reconfortante y de manera muy insistente: que el Espíritu Santo mora en el verdadero cristiano, que el Espíritu Santo nos guía de una manera constante y continua y que somos hijos de Dios, que  no nos podemos situar ante Dios temerosos como el esclavo ante su dueño, sino como lo que somos hijos, hijos ante el padre, ante el papá, Abba (v.15). Y como hijos de Dios podemos mantener con Él una relación íntima como la que mantuvo el mismo Cristo. Y no somos sólo hijos de Dios, también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo (v.17). Tenemos una espléndida herencia.
Y porque somos tan importantes para Dios, Cristo nos asocia a su obra: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (v.19-20), nos hace responsables, ante los demás y ante el mundo entero. Somos –en cierto sentido– los portavoces de Dios que llama al encuentro e invita a la comunicación con Él. Jesús nos envía a anunciar al Dios cercano siendo nosotros cercanos, anunciando con palabras y obras la cercanía de Dios. ¿Y si nuestra voz calla, quién predicará la Buena noticia? ¿Quién hará discípulos de Jesús? Según Mateo dice que estamos llamados a hacer discípulos, que aprendan a vivir como él nos ha enseñado.
Este mando nos urge a salir de nuestra seguridad, de nuestros esquemas, de nuestras ideas, de nuestras iglesias. Los apóstoles no se quedaron en sus casas, se pusieron en camino y fueron a donde el Espíritu los empujó. Nos suele sobrar miedo, necesitamos creer de verdad que el Evangelio es fuerza regeneradora, que el Evangelio atrae, si nos dejamos llevar por él. Sólo creyendo el Evangelio recuperaremos nuestra verdadera identidad de seguidores de Jesús. Estamos llamados  a enseñar no sólo con las palabras, sino con el ejemplo, con la coherencia, con la vida. Sólo siendo fieles a la forma de vida que Jesús nos propone, podemos provocar preguntas profundas que muevan a un cambio de vida. Ante tanta crisis de fe, están surgiendo brotes de una vuelta al evangelio. Es  el momento para entender y estructurar nuestra vida y nuestra comunidad Es el momento de entender y configurar el Evangelio de Jesús en nuestra vida. Solamente se podrá regenerar el tejido de nuestras comunidades y de la misma sociedad civil con la fuerza del Evangelio.
Y las  últimas palabras que Jesús nos dirige en el evangelio de S. Mateo, es una promesa dirigida a todos los cristianos: sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (v.20). Nunca nos dejará solos y no  lo debemos  olvidar. Jesús está con nosotros, está aquí y ahora, contigo, mientras lees estas palabras. Está cuando las cosas nos van bien, cuando reímos, cuando sufrimos y lloramos, está cuando le seguimos y nos olvidamos de él. Él siempre está con nosotros. Fin del evangelio de S. Mateo tremendamente consolador. Jesús siempre está con nosotros.

La vida de la comunidad cristiana debiera ser un reflejo de la Santísima Trinidad. ¿Damos testimonio de Dios y se le reconoce en nuestra vida, en nuestras comunidades por la unidad de mente y corazón? Quienes se acercan hoy a nosotros, ¿qué encuentran?
Vicente Martín, OSA

DOMINGO DE PENTECOSTÉS.(Ciclo B)
 "Ven Espíritu Santo"
Hoy es el domingo de Pentecostés, en que celebramos la venida del Espíritu Santo a la Iglesia, enviado por Jesús desde su gloria junto al Padre. Por eso la Iglesia hace fiesta saludando gozosa la llegada del Paráclito, que es auxilio y protector, consolador e intercesor de los discípulos de Cristo.
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que, junto con el Padre y el Hijo, constituyen el ser de Dios, uno en esencia y trino en personas, que confesamos los cristianos. En el seno de la Trinidad, el Espíritu es originado por el Padre y el Hijo, que, al amarse, inspiran el Amor divino, como persona distinta de ambos y nexo de comunión en Dios: Dios es Amor y el Amor es Vida, y así el Espíritu viene a convertirse en la quintaesencia de Dios.
Las figuras del Padre y del Hijo nos resultan familiares y fáciles de imaginar, no tanto la del Espíritu Santo. Y sin embargo, no sólo tenemos experiencia de ser hijos, engendrados por nuestros padres, sino que también tenemos conciencia de ser espíritu, además de cuerpo, pues somos capaces de realizar acciones espirituales como el pensamiento o el amor, que no son obras del cuerpo, sino del espíritu. (Una canción, por ejemplo, se compone de elementos materiales como son los tonos, los tiempos, los ritmos, pero lo que verdaderamente confiere a la canción una vida propia que resuena en nuestro interior como una melodía inaprensible es la inspiración de la que brota, la idea que la define, el mensaje que transmite o el sentimiento que pulsa). Y gracias a nuestra inteligencia y voluntad estamos capacitados para tomar decisiones libres; ciertamente condicionadas, pero no determinadas por nuestros impulsos biológicos o psicológicos, sino por nuestro libre albedrío. Al contrario que el resto de los animales, que obedecen ciegamente a las leyes de la naturaleza, los seres humanos podemos actuar en contra de nuestra naturaleza (entregando la vida contra el instinto de conservación) e incluso inversamente a lo que nos dicta la razón (prefiriendo el mal al bien). En el lenguaje coloquial, empleamos expresiones como tener espíritu o carecer de espíritu para indicar que una persona posee o carece de vida, de energía, de expresividad, de coraje, de inspiración, de ilusión, de entusiasmo, de atractivo, de chispa…
El relato de Lucas cuenta cómo el Espíritu de Dios irrumpió en la casa en que los creyentes en Jesús estaban reunidos con María, su Madre, con un estruendo sonoro como de viento impetuoso, en forma de lenguas de fuego que se posaban sobre cada uno de los presentes. Mucha gente percibió el fenómeno y acudió al lugar. Aprovechando la concurrencia, los discípulos de Jesús explicaban a los concentrados las grandezas de Dios de forma que cada uno podía entenderlos en su propia lengua.
Enviando el Espíritu Santo al grupo de los creyentes, Jesús cumplió la promesa, hecha a los Apóstoles en la Última Cena, de no dejarlos solos, sino de mandarles otro Paráclito (abogado defensor), el Espíritu de la verdad. Mientras había estado con ellos, Él los instruía, los guiaba y los mantenía en la verdad. Pero Él ya había cumplido su cometido de revelarles al Padre y su plan de salvación. Sin embargo, la comprensión plena de la verdad era algo que les había de facilitar el Espíritu, por eso les dice que les conviene que se vaya para enviarles el Espíritu, que daría testimonio de Jesús, poniendo en claro el pecado de incredulidad del mundo, que había rechazado al enviado de Dios; manifestando el derecho que tenía Jesús a llamarse Hijo de Dios, y revelando su victoria sobre el Príncipe de este mundo, que Jesús le había arrebatado pagando el precio de su sangre. El Espíritu también los asistiría en su testimonio de Jesús ante el mundo (Juan 14-17; 1Jn 2,1).
Si, en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor y la Vida divinos, comunicado a los hombres, nos hace partícipes de la vida de Dios, la misma que el Hijo recibe del Padre. Como no puede ser de otra manera, la vida de los hijos de Dios ha de ser una vida santa, divina, caracterizada por el amor, que es el distintivo de Dios. Por eso, nada impuro ni contrario al amor ha de tener cabida en ellos.
De ahí que san Pablo requiera a los que son de Cristo que destierren las conductas según la carne, expresión que no sólo se refiere al libertinaje y desenfreno de las pasiones carnales, como son la fornicación, la lujuria, las orgías, comilonas o borracheras; sino también a conductas impías con respecto a Dios como la idolatría, la hechicería, la enemistad con Dios; o a conductas abusivas con los semejantes como las injusticias, homicidios, crueldad, difamación, calumnia, altanería, deslealtad; las enemistades, las riñas, la discordia, la envidia, la cólera, las divisiones, las rivalidades; o comportamientos viciados con respecto a los bienes terrenos como las ambiciones, la codicia, la estafa, los fraudes, el robo…
Los que así viven, aunque crean que son libres porque hacen lo que les apetece, son esclavos de sus pasiones; en cambio los que son de Cristo han de dejarse guiar por el Espíritu conforme a una vida espiritual en libertad, caracterizada por el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la lealtad, la modestia, el dominio de sí…

¿Alguno de los presentes no ha recibido el sacramento de la Confirmación? Pues le falta aún uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el sacramento que confiere el don del Espíritu Santo en plenitud. Abramos, todos, nuestro corazón al Espíritu de Dios.
Modesto García, OSA

VII DOMINGO DE PASCUA.(Ciclo B)
"La Ascensión del Señor"


La Solemnidad de la Ascensión del Señor que estamos celebrando es como el desarrollo y prolongación del acontecimiento de la Pascua que todavía se completará con el envío del Espíritu Santo. Pascua, Ascensión y Pentecostés no son unos hechos aislados, sucesivos que conmemoramos con su fiesta anual correspondiente, sino que forman un único y dinámico movimiento de salvación que ha sucedido en Cristo, que es nuestra cabeza y que se nos va comunicando en la celebración pascual de cada año.
Hoy escuchamos dos veces el relato de la Ascensión: primero es san Lucas quien nos lo ha contado al inicio de los Hechos de los Apóstoles, después ha sido san Marcos el que muy brevemente nos lo ha dicho en el Evangelio,  pasaje en recoge, además, las consignas de despedida de Jesús. Bien podríamos decir que la Asunción es, por una parte,” el punto de llegada” de la misión de Jesús y, por otra, “el punto de partida” de la misión de la Iglesia, en la que cada uno de nosotros, por ser sus miembros, estamos implicados.
Tres expresiones podrían compendiar un mucho sino todo lo que celebramos en esta Solemnidad de la Ascensión: el fin de etapa y comienzo de otrael mandato de Jesús y su gran promesa. Acaba, sí, la vida de Jesús en su etapa terrestre y empieza otra. Jesús, ciertamente, es el mismo, lo que cambia es su manera de ser  y su manera de estar. Ya no puede sufrir ni se deja ver sensiblemente; pero sigue entre los suyos, presente y activo. Cristo se fue, pero no abandona su obra. Serán sus continuadores los que deberán llevarla adelante, asistidos por Él. En las últimas palabras que les ha dicho hay, precisamente, un mandato y una promesa.
El mandato consistió en continuar su obra. A los suyos les está reservada la misión de continuarla y hacerle presente a Él de manera elocuente entre los hombres. Difundir su mensaje es lógica consecuencia de la fe. No hacerlo significaría no creer o no saber valorar la riqueza del mensaje. A todos nos lo dice: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15). Y si nos cruzamos de brazos, se dejará oír una pregunta que deberá exigir respuesta inmediata: Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? (Hch 1, 11). Mirad que también hay una tarea muy oportuna y sencilla que marcaba el Apóstol en la segunda lectura: Hermanos, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor (Ef. 4, 2).
Pero hay más: en un mundo en que no abunda la esperanza, se nos pide que seamos personas  ilusionadas. En medio de un mundo egoísta, que mostremos un amor desinteresado. En un mundo centrado en lo inmediato y lo material, que seamos testigos de los valores que no acaban. Y esto lo debemos llevar a cabo, no sólo los sacerdotes, los religiosos y los misioneros, sino todos: los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos y los escritores cristianos, los maestros y los escritores.
En cuanto a la promesa de Jesús, ya sabemos que se refiere a  la continuidad de su presencia,  promesa que viene expresada en el Evangelio y garantizada por los signos que acompañarán al creyente, puesto que el milagro es signo de que Dios anda por medio. En todo caso, en el pasaje paralelo del evangelio de san Mateo viene muy claramente afirmada en estas palabras: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt  28, 20). La presencia activa del Señor es garantía del buen resultado final. Pero esta fe en el resultado final no dispensará nunca, al enviado, de la persecución, del trabajo e, incluso, del fracaso temporal.
Pues bien, el cristiano, como los Apóstoles, debe hacerse a esta nueva manera  de presencia. Su esfuerzo diario debe centrarse en el descubrimiento de Jesús en todo, especialmente en los hermanos; en el peregrino que camina, en el hortelano, en el desconocido a orillas de la playa o en el que vive muy cerca de cada uno  y acaso no nos damos cuenta… Dios continúa presente. Los sacramentos, de manera especial, son momentos  privilegiados de esa presencia activa, que Jesús prometió, pero hay muchos otros momentos en que Él pasa por nuestra vida y andamos distraídos. Lo tenía muy claro san Agustín cuando expresaba el temor que le producía saber que el Señor pasase frecuentemente junto a nuestro lado sin hacerle caso. “Timeo Deum transeuntem”.
La comunidad cristiana, que camina entre la Ascensión de Jesús y su encuentro definitivo con Él,  ha de concentrar su fe en la certeza  el Yo estoy con vosotros todos los días (Mt 28, 20). Momento privilegiado en este sentido es la Celebración de la Eucaristía y en ella cuando se te dice: el Cuerpo de Cristo y tú respondes con fe: Amén, (es decir, Sí). Fue Él quien lo afirmó con rotundidad: Esto es mi Cuerpo… Ésta es mi sangre (Mt 26, 27-28), añadiendo a continuación: Haced esto en memoria mía (Lc 22, 9). En la Eucaristía se renueva la Pascua primera de Cristo, la que sucedió en Jerusalén hace dos mil años; y en ella anticipamos ya la Pascua definitiva, al final de la historia; y, mientras tanto, nos alimentamos con su Cuerpo y Sangre, que es memorial y presencia de las dos Pascuas, la pasada y la futura.
Teófilo Viñas Román, O.S.A

V DOMINGO DE PASCUA.(Ciclo B)
«La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto»

En este tiempo de Pascua, especialmente en la liturgia dominical, intentamo penetrar en la médula del misterio cristiano. La conversión, el seguimiento de Cristo, no es sólo aceptar la Palabra, ni sólo seguirle con admiración o a distancia; seguir a Cristo es asimilarse a Él, permanecer en Él, vivir su propia vida. Este intento doctrinal queda hoy iluminado en la alegoría de la vid que es complementaria de la parábola del Buen Pastor que leíamos el pasado domingo.
Pastor-ovejas, Cabeza-miembros, Vid-sarmientos: son expresiones distintas de una misma realidad, que se traducen en la transmisión y posesión de una misma vida. Una vida en común, una íntima unión, una esencial dependencia; esto debe ser la vida del creyente cristiano respecto de Cristo. Ésta su aspiración suprema: vivir su misma vida. Nos lo acaba de decir el Papa Francisco: todos, absolutamente todos, sea cual sea nuestro estado u ocupación, estamos llamados a ser santos. Si es que esto ya lo había dicho el Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).
Es de admirar en este sentido aquella primitiva comunidad de Jerusalén, tal como nos la describe san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles. En la escena de hoy vemos al recién convertido Saulo (Pablo) que de la mano de Bernabé es presentado ante aquella comunidad que ya había oído hablar de él, como perseguidor de los cristianos; no, –les dice Bernabé–, Jesús se le ha aparecido y lo ha transformado en apóstol, y deja que él mismo se lo cuente. Conocemos ya el relato: Pablo iba camino de Damasco a buscar cristianos para prenderlos. De pronto dos preguntas: Saulo, ¿por qué me persigues? y ¿quién eres tú, Señor? Y una respuesta: Yo soy Jesús a quien tú persigues. Y Saulo: Señor, ¿Qué quieres que yo haga? (Hch 9, 3-9). Hoy, más que nunca, necesitamos Saulos que le pregunten lo mismo al Señor; necesitamos Bernabés que ayuden en esa tarea y también comunidades acogedoras.
Hay otra imagen que seguramente se nos ha quedado muy impresa en la lectura del evangelio de hoy. Se trata de una comparación sencilla pero llena de sentido, tomada de la vida del campo. Así como el pasado domingo nos decía Jesús que Él era el Buen Pastor, hoy se compara a la vid, una cepa de la que nosotros somos los sarmientos. Todos entendemos lo que nos quiere decir: se trata de permanecer unidos a Él, porque así tendremos vida y daremos fruto; en cambio, si nos separamos de Él, quedaremos estériles, ya que sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Celebrar la Pascua es no sólo cantar aleluyas y alegrarnos de que Cristo haya resucitado, sino dejarnos conquistar por su vida, unirnos a Él, permanecer en Él. Él nos prometió: Yo estoy todos los días con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Si bien, hoy, concretamente, nos dice que somos nosotros quienes debemos estar con Él; es lo que expresa en esta afirmación: Permaneced en mí (Jn 15, 4).
Bien sabemos que el sarmiento que se separa de la cepa no puede dar fruto alguno, se muere; no puede extrañarnos, efectivamente, que nos debilitemos, que estemos enfermos espiritualmente y terminemos perdiendo del todo la vida de la gracia, al separarnos de quien  es la fuente de esa vida que es el propio Cristo Jesús. Desde luego que siempre habrá una voz que gritará en el interior de cada uno: tú que duermes, despierta, resucita.
Alguien, acaso, preguntará qué significan las expresiones “vivir unidos a Cristo” o “permanecer en Él”. Ante una espiritualización desencarnada de ellas, el apóstol san Juan en su Primera Carta nos brinda su respuesta, que no es otra sino ésta: No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras (1 Jn 1, 18). Se trata, pues, de vivir amando en su doble dimensión: a Dios y al prójimo; a Dios por sí mismo, al prójimo “en Dios o por Dios”. Decía san Agustín que amamos al prójimo “en Dios” cuando él es amigo o familiar nuestro y amamos al prójimo “por Dios” cuando él se muestra enemigo nuestro. Sólo podremos decir que somos seguidores de Jesús si, “guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Y sólo “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en Él”.
Hay que subrayar, además, que esta nuestra vida con Dios necesita ser alimentada y fortalecida. Y esto lo llevamos a cabo por la oración, la Eucaristía y los otros sacramentos. En la Eucaristía, concretamente, se cumple lo que nos dijo el propio Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él (Jn 6, 56). Comunión eucarística que ha de llevarnos, una vez más, al amor fraterno. Y es que todo amor verdadero lleva a un compromiso serio, estable. El amor es activo y, por tanto, empujará a actividades concretas. La alegoría de la vid es la expresión del amor, unidad, actividad vital. Lo que caiga fuera del área de esta expresión, pertenece al campo de la esterilidad o de la muerte: como el sarmiento separado de la cepa, que no sirve más que para el fuego.

Amar a los que tenemos en torno nuestro es la primera lección que nos dio Jesús. Si en la vida no buscamos nuestro propio interés, sino el bien de los demás, entonces sí que  “permanecemos en Cristo”. Él nos dijo que las preguntas finales versarán todas ellas sobre una asignatura que se llama CARIDAD (amor a Dios y al prójimo). ¡Qué bien sabía esto san Juan de la Cruz cuando escribió esta lapidaria sentencia!: “En el atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”. Las lecturas de hoy nos invitan a mantenernos estrechamente unidos a Cristo y, desde esa unión, a colaborar activamente en la construcción de la comunidad. Si lo hacemos así, vale la pena la Pascua que estamos celebrando.
Teófilo Viñas, O.S.A.

IV DOMINGO DE PASCUA.(Ciclo B)
«Yo soy el buen pastor»


En este domingo IV de Pascua, la Iglesia nos propone reflexionar sobre la redención del mundo llevada a cabo por Cristo por medio de su pasión, muerte y resurrección a la luz de la figura del Buen Pastor, con la que se identifica Jesús en esta parábola.
La imagen del pastor significa bien el papel desempeñado por Cristo en beneficio de los hombres. El pastor es la persona que está al frente del rebaño de ovejas para cuidarlas: las saca del aprisco para conducirlas a pastos nutritivos, las defiende de los peligros de alimañas y de ladrones y las devuelve a salvo al redil.
En el antiguo oriente, era frecuente comparar al soberano con un pastor, y a su pueblo con un rebaño. En el Antiguo Testamento, Moisés es considerado como el pastor de Israel, encargado de guiarlo por el desierto hasta la tierra prometida; David es tomado del rebaño de ovejas para apacentar al pueblo de Dios, y el mismo Dios recibe el nombre de pastor de Israel, que promete cuidar personalmente a su pueblo, en lugar de los malos pastores, que, en vez de cuidar del rebaño, se aprovechan de las ovejas. También el rey mesiánico vigilará fielmente el rebaño del Señor, cuidando de sus ovejas. En el Nuevo Testamento, Jesús es considerado el gran pastor de las ovejas (Heb 13,20), que son sus discípulos (Wikenhauser, Herder, 303).
El buen pastor conoce a sus ovejas, e incluso, en los rebaños no muy grandes, hasta las llama por su nombre. Así también Jesús conoce a cada uno de sus discípulos personalmente con un conocimiento amoroso que quiere y procura la salvación de cada uno. ¿Acaso dudamos de que el Señor nos conoce personalmente y nos ama? ¿Nos parece pretencioso el pensar que Jesús nos conoce por nuestro propio nombre, es decir, en nuestra singularidad y en nuestra situación particular, y quiere ayudarnos a que perseveremos en el camino de la vida cualesquiera que sean las circunstancias por las que atravesemos? Jesús compara su conocimiento de cada discípulo con el conocimiento mutuo que tienen Él y el Padre, lo que les lleva a permanecer el uno en el otro, hasta venir a ser una sola cosa (Jn 17,11.21-26). Las ovejas conocen también al pastor, saben que es de fiar y se confían a Él.
Reconocen a Jesucristo como el único nombre en el que pueden ser salvados, entendiendo la salvación como el logro de la vida eterna, vida que es prerrogativa de Dios, de la cual hace partícipes a los hombres. Jesús, como Dios verdadero, es el único capaz de salvar la distancia infinita que separa al hombre de Dios: haciéndose hombre, ha situado al hombre en la proximidad de Dios.
Dios nos ha amado hasta el punto de hacernos hijos suyos. Naturalmente, el mundo no entiende esto ni lo valora: pero ¿lo estimamos nosotros? Ya hemos recibido el don de la filiación divina (que llevamos, como un tesoro, en vasijas de barro -2Cor 4,7), aunque esto permanece oculto y sólo se hará evidente el día en que se manifieste el Señor Jesús.
Este regalo de Dios ha tenido lugar gracias a que el buen Pastor ha dado la vida por sus ovejas. Si ve venir al lobo no huye, como hace el mercenario, sino que le hace frente y las defiende. Ha dado la vida por todos y cada uno de los hombres: el apóstol san Pablo ha experimentado que el Señor lo amó y se entregó por él (Gál 2,20). Por eso lo ama el Padre, que le ha dado este mandato, que Él ha cumplido (Jn 17,4). También el Padre desea y procura la salvación de cada uno de sus pequeños; en este propósito está tan comprometido como lo está el Hijo, con cuya sangre hemos sido rescatados (1Cor 6,20; 1Pe 1,18-19). Jesús da la vida para que sus ovejas tengan vida abundante.
Hubo de padecer su pasión y muerte para entrar en su gloria (Lc 24,26); sufrió el rechazo por parte de los hombres (¡qué misterio el de la libertad humana!), pero Dios estaba con Él, resucitándolo de entre los muertos, y lo ha colocado como piedra angular del edificio de su Iglesia, como hermano mayor de su familia.
Jesús ha venido a salvar a todos los hombres y reunirlos en una sola Iglesia, de modo que formen un solo rebaño bajo un solo pastor, la familia de los hijos de Dios, encabezada por Cristo.
Pero éste no entrega su vida a la fuerza y resistiéndose, sino voluntariamente, libremente, pues tiene poder para entregarla y para recuperarla de nuevo, como de hecho sucedió por su resurrección de entre los muertos.

La curación física del cojo de nacimiento muestra el poder salvífico de Jesús en el orden sobrenatural. Esta acción reafirma la fe de los discípulos y atrae nuevos fieles a la Iglesia. Nosotros hemos de basar nuestra fe en el testimonio de los Apóstoles, como base para realizar nuestra propia experiencia de comunión con Dios, de forma que, como los conciudadanos de la mujer samaritana, podamos exclamar: Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo (Jn 4,42).
Modesto García, OSA

III DOMINGO DE PASCUA.(Ciclo B)
«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo»


La resurrección de Jesucristo es el fundamento de la fe de los Apóstoles. La experiencia personal del encuentro con Jesucristo es igualmente el fundamento de la fe de todo creyente. 
El evangelio de hoy centra la primera parte en la incredulidad de los apóstoles ante la resurrección de Jesucristo. Estando reunidos y escuchando la experiencia que contaban los discípulos de Emaús, Jesús se presentó en medio de ellos les dice: “Paz a vosotros” (v.36).  Aterrorizados y llenos de miedo, los apóstoles creen ver un fantasma. “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?” (v.38), les pregunta Jesús. Con delicadeza les pregunta, disipa sus dudas y les da pruebas de su resurrección: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (v.39). Jesús muestra las manos y los pies, porque en ellos están las marcas de los clavos (cf. Jn 20,25-27). Cristo resucitado es el mismo Jesús de Nazaret que había muerto en la Cruz, no es un fantasma como imaginaban los discípulos. Y, como la alegría era tan grande que no acababan de creer, Jesús les pregunta si tienen algo de comer. Los invita a buscar el alimento y le ofrecen un trozo de pescado asado. Tiene cuerpo físico vivo y palpable; es un ser real no imaginario, que ha pasado de la muerte a la vida. S. Lucas insiste en el “realismo” de la resurrección, nos habla de la resurrección, nos habla de mirar, de tocar, de comer con Jesús.
Jesucristo siempre es el mismo, pero con distintas manifestaciones. El Jesús de Nazaret es el mismo resucitado que se presenta en medio de los discípulos reunidos en el cenáculo, el mismo que se apareció a los discípulos de Emaús, el mismo que se apareció a la Magdalena. Y a todos les resulta difícil aceptar que Jesús hubiera resucitado y lo confunden con un fantasma, con un caminante o con el jardinero. Jesús resucitado también se manifiesta en nuestra vida de muchas formas y podemos caer en la tentación de pensar que Jesucristo es una idea, un pensamiento, un fantasma, que nada tiene que ver con nuestra vida. Como los apóstoles también tenemos que reconocer sus llagas de crucificado, compartir con Él nuestra comida, escuchar sus preguntas, llenarnos de su alegría y paz, escuchar su Palabra, ser sus testigos. Creer en el Jesucristo resucitado es reconocerle en tantos crucificados como nos encontramos diariamente en nuestra vida, es compartir con ellos recursos, tiempo, posibilidades o cualidades que tenemos, dedicarles nuestra oración, hacerles sentir nuestra acogida. Escuchar a Cristo resucitado es hacer nuestras sus palabas, sus actitudes y gestos rompiendo nuestro aislamiento y egoísmo. Creer en Jesucristo resucitado es permitirle que entre en nuestra vida, que nos quite los miedos que nos enervan y paralizan, y que nos lance al mundo para ser sus testigos. Este Cristo resucitado nos da la autenticidad de nuestra fe, no el cristo que seguimos en las procesiones, al que llevamos flores o velas y rezamos, si es que para nosotros se ha quedado en el sepulcro.
Lucas centra la segunda parte del evangelio, -que hemos leído- en el poder salvífico de la Pascua de resurrección a la luz de la Sagrada Escritura. Jesús al tiempo que come delante de los discípulos, les hace comprender las Escrituras: Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí (v. 44). Jesús les mostró que esto ya estaba escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Jesús resucitado, vivo en medio de ellos y en medio de nuestras asambleas comunitarias, es la clave para entender el sentido de la Sagrada Escritura. Instruidos en esta verdad y convencidos de la realidad objetiva de la resurrección, los discípulos de Jesús se convertirán en garantes y anunciadores de cuanto han visto y comprendido. Jesucristo gradualmente abre la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras. La Escritura había anunciado ya “que el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día (v. 46).
Jesús les dice a los apóstoles, que vivieron y comieron con él: Vosotros sois testigos de esto (v.48). Nosotros no somos testigos presenciales de la resurrección de Jesús, pero por el testimonio de la Iglesia y por la lectura de la Escritura creemos que Jesús vive, que sigue haciéndose presente en nuestras vidas, especialmente en las asambleas eucarísticas. Por ello, creemos que también nosotros estamos llamados a ser testigos de su resurrección y a proclamar el evangelio en todas partes. Su resurrección disipa nuestros miedos, y como a los discípulos nos llena de fuerza por medio del Espíritu. Él está en medio de su Iglesia y nos acompaña siempre. La prueba de la resurrección es “sentirnos responsables” y no ajenos de la vida de los demás. Nuestra seguridad viene atestiguada por la palabra de Jesús: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
En los momentos difíciles debemos recordar que Cristo está siempre con nosotros. El fundamento último de la misión de la Iglesia es el encuentro con el Resucitado y la comprensión creyente de las Escrituras (v. 45). Si falta la presencia del resucitado, la comunidad cristiana se apaga, se encierra en sí misma, se adormece, y como los discípulos se queda paralizada, le falta vida, y sobra miedo, sobran desfiles y falta evangelio auténtico.

Si alguien nos preguntara por nuestra fe, ¿podríamos decirle que somos creyentes no porque nos lo han dicho, sino porque “hemos visto a Jesús”, porque nos hemos “encontrado” con Él, podremos decirle que este encuentro ha cambiado mi vida.
Vicente Martín, O. S. A.

II DOMINGO DE PASCUA.(Ciclo B)
«Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».


Jesús resucitado se nos presenta en este Segundo Domingo de Pascua como Señor de la vida, vencedor de la muerte y portador de una vida nueva. Ello tendrá que significar para nosotros, sus seguidores, que, a su ejemplo, hemos de buscar los bienes de arriba, no los de la tierra (Col 3, 1), como ya nos lo recordaba el apóstol san Pablo en la celebración de la Pascua el pasado Domingo.
Y ahí tenemos la Comunidad apostólica de Jerusalén como un ejemplo de vida según Cristo resucitado: un grupo de hombres y mujeres que han aceptado su palabra y que la han tomado en serio; Cristo ha trastornado sus vidas por completo. Aquellos hombres y mujeres elegían, ante todo, a Cristo y esta elección les llevó a aceptar aquel modo de vida, que consistía, ante todo, en la unidad de almas y sentimientos que era una consecuencia del amor a Aquel en quien creían apasionadamente.
Unidad de “almas y corazones”, alimentada por aquella forma de vida de la que nos habla san Lucas en el capítulo dos de los Hechos, cuando nos dice que aquella comunidad cristiana  perseveraba en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones(Hch 2, 42). Efectivamente, ésos eran los cuatro pilares en que se asentaba la vida de aquellos fervorosos cristianos. Permitidme que subraye el principal de estos fundamentos –la fracción del pan–, es decir, la celebración de la Eucaristía. Lo había prometido el Señor: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21). Y entre otros modos de presencia entre nosotros, la presencia eucarística es la primera y principal.
La ininterrumpida praxis de la Iglesia, a los largo de estos veinte siglos, nos basta como argumento definitivo. Pero, porque, a veces, en nuestros días pueden darse los casos en que “las cosas más sagradas se trivializan por la rutina”, como denunciaba san Agustín, hay que recordar algunas llamadas apremiantes: “No puede edificarse una comunidad cristiana sin enraizarla en la Eucaristía”, según el Concilio Vaticano II. “La fracción del pan –dijo Pablo VI– convierte en hermanos a todos los que en ella participan, dándoles vigorosa cohesión o invitándoles a unas relaciones sociales en que se respeten la justicia y la caridad”. Benedicto XVI, por su parte, escribió en su Exhortación Apostólica de 2007: “La Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia, lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Sacramentum caritatis, 84).
“Éste es el misterio de la fe”, proclama el sacerdote en la Misa, tras haber mostrado el Cuerpo y la Sangre del Señor, y seguro que cada uno de los fieles, al tiempo que lo adoran, han hecho un acto de fe, diciéndole interiormente: creo en ti, Señor. ¡La Fe! En el Evangelio nos encontramos, precisamente, con el acto de fe hecho por un apóstol que se había declarado incrédulo ocho días antes. Quizás alguien diga que necesitó un milagro para creer; pues bien es san Agustín quien sale al paso para afirmar que el apóstol confesó mucho más que lo que estaba viendo –un hombre resucitado–, puesto que él lo confiesa su Señor y su Dios (Jn 20, 28).
Tomás es ciertamente un modelo paradójico de fe. Pues si en un principio es paradigma de la incredulidad, de la duda y de la crisis racionalista, hoy tan frecuente, posteriormente es modelo de fe absoluta. Al aparecer por segunda vez, Jesús, después de saludarlos de nuevo con la paz, invita a Tomás a realizar sus comprobaciones empíricas. Y es entonces cuando de labios del apóstol, antes incrédulo y ahora creyente, brota la más alta confesión de fe en Cristo que encontramos en todo el Nuevo Testamento: Tú eres mi Señor y mi Dios (Jn 20, 28). Su fe va más lejos y afirma mucho más de lo que está viendo, porque no es fruto  de la razón ni la evidencia, sino de un corazón rendido al amor.
Y después de tan espléndida confesión de fe por su discípulo, Jesús concluye: ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto (Jn 20, 29). Con esto está diciendo Jesús que la fe no es la conclusión de una demostración o de un raciocinio. Hemos de añadir esta nueva bienaventuranza, la de la fe, a las ocho del discurso del monte. Estas palabras están dichas para nosotros que no hemos visto a Cristo y lo amamos, no lo hemos conocido personalmente y creemos en Él, como fundamento de nuestra esperanza. Es lo que viene a decir el apóstol Pedro en la lectura de hoy, tomada de su primera carta, como un eco de esta bienaventuranza; ella nos lleva a una esperanza viva, que, a su vez, está fundamentada en la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro (1Pe 1, 3, 7).
Para terminar podríamos preguntarnos: ¿Por qué nos cuesta tanto creer de verdad? He aquí algunas de las posibles repuestas: por hipercrítica racionalista, por miedo al riesgo, por falta de compromiso y generosidad, en definitiva, por falta de amor. Y es que en la medida en que tomemos contacto con el dolor y el sufrimiento de los hermanos enfermos, pobres, humillados, oprimidos, podremos descubrir al Señor presente en sus miembros. Sin verlo físicamente, lo veremos por la fe y creeremos en Él. ¡Dichosos los que crean sin haber visto!
Teófilo Viñas, O.S.A.

SÁBADO SANTO Y DOMINGO DE PASCUA.
«Entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó»

Ayer celebrábamos la muerte de nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Tras la crucifixión de Jesús en la tarde del viernes, los anhelos y esperanzas de los discípulos y de las personas que vivían con Jesús, se vinieron abajo. El horizontes de sus vidas no podía ser más negro: El Señor había muerto, y aunque les había anunciado varias veces que resucitaría al tercer día, la realidad de la muerte les hizo olvidar sus palabras. La tumba fue la realidad brutal que eclipsó todas sus esperanzas y ahogó todas sus posibilidades de futuro con el Maestro, según ellos pensaban.
Las mujeres que habían sido testigos oculares de la crucifixión y entierro de Jesús: María la Magdalena, María la madre y Salomé (Mc 15, 40; 16,1), quieren terminar los ritos funerarios y ungir el cuerpo de Jesús rindiéndole así su último homenaje de amor. Cansadas y abatidas, muy de mañana y el primer día de la semana, se dirigen hacia el sepulcro donde había sido enterrado el cadáver de Jesús. Les preocupa la piedra muy grande que cubre la puerta de la tumba: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? (Mc 16,3), y al llegar, la piedra estaba removida, y la tumba, en la que había quedado el cuerpo de Jesús en la tarde del viernes, estaba vacía en la mañana del domingo. Dentro de la tumba encuentran un joven vestido de blanco (16, 5), que las recibió con la noticia de que Jesús no estaba allí, y quedaron aterradas (Mc 16,6). El joven les dijo: No tengáis miedo: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? HA RESUCITADO. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron (Mc 16, 6).
Ha resucitado, no está aquí. Jesús Nazareno ya no se encuentra en la tumba, porque ha resucitado. No debían buscar a Jesús en el sepulcro. La muerte había sido vencida, el ángel estaba allí para comunicar la gran noticia de la resurrección a todos los que llegasen interesándose por el Señor. Él ha resucitado, de manera que sus discípulos y amigos tienen que volver a Galilea para encontrarle y retomar su camino. Es preciso volver a Galilea, como dirá el joven del evangelio, para ver allí a Jesús. A Galilea. El lugar donde todo empezó, donde Jesús y sus discípulos habían sanado a los enfermos, habían echado fuera a los demonios, y se habían enfrentado a las autoridades. La misión va a empezar de nuevo. Y allí vamos a encontrarlo. Únicamente en la atención a los desamparados podemos encontrar a Jesús. No en la tumba del pasado, de las costumbres o tradiciones, como lo pretendían las mujeres que fueron a buscar al Jesús de la historia. Jesús no está ahí. Él va delante de nosotros. Debemos alcanzarlo y participar de su misión.
La resurrección es no velar por las preocupaciones del templo sino salir al encuentro de Jesús y hacerlo Señor de nuestra vida. Nuestro destino está en las manos de Dios; nuestra vida tiene esperanza, porque él entró en esta historia para darnos salvación. Por eso, no debemos de asustarnos ante tantas noticias destructivas, porque descansamos en las manos de Dios. Todos tenemos que empezar de nuevo. El mensaje del evangelio era la noticia de que en Cristo crucificado había salvación.
La piedra excepcionalmente grande fue movida después de la resurrección. No fue quitada para dejar salir a Jesús, sino que fue movida para que los testigos vieran que la tumba estaba vacía. Jesús ya había salido de la tumba cuando resucitó de entre los muertos, antes de que la piedra se moviera. Jesús no estaba allí, había resucitado como había dicho. Las mujeres estaban preocupadas por algo que no podían resolver, pero la resurrección dirá que esas preocupaciones ya fueron removidas, hay verdaderas preocupaciones que no han sido removidas. En la resurrección, el Padre nos dice que no vivamos esclavizados de la materialidad, que Él sabe de qué cosas tenemos necesidades. No podemos olvidar la llamada de Dios, y en la resurrección, recordamos que no debemos de preocuparnos por las piedras sino por Jesucristo, que ha sido resucitado por el Padre. Más allá de nuestras necesidades materiales, debemos estar atentos a resolver las necesidades espirituales. Los intereses de Dios son mayores que nuestros intereses materiales. Con frecuencia nos preocupamos de cosas que Dios ya ha resuelto en nuestra vida. En las indicaciones del joven se nos indica aquello por lo que realmente debemos preocuparnos los cristianos: ser testigos de la resurrección del Señor. Después de la tristeza del viernes y del sábado, aparece el primer día de la semana, el día del Señor resucitado, y tenemos que gritar: ¡ALELUIA!, porque si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos, porque estamos unidos a Él en un mismo cuerpo. ¡ALELUYA! ¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!

Vicente Martin, O.S.A.
VIERNES SANTO.(Ciclo B)
«Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu»
La Cruz, Cristo en la Cruz, es el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y esa imagen ¿no continúa siendo un escándalo o, al menos, algo incomprensible para muchos en nuestros días? –Sí, Jesús murió en una cruz, pero también sabemos que por la pasión llegó a la gloria de la resurrección. Y desde entonces nadie puede separar a Cristo de la cruz: 
Él es el Salvador del mundo y lo es por su cruz y su resurrección. Y por ello, podemos afirmar: la cruz, suplicio infamante, ha cambiado de signo.
Claro que los judíos, sobre todo, no podían admitir que su Mesías obrara la definitiva exaltación de Israel por el fracaso y la humillación de la cruz, y que la redención se realizara por medio de un maldito de Dios colgado de un madero; como tampoco lo podría aceptar el mundo pagano.
Bien lo sabía san Pablo y, sin embargo, ahí está lo que afirma cuando escribe a los corintios: Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Cor 1,23). Ciertamente que la reacción lógica de todo hombre que mira a Cristo, muerto en la cruz, no podría ser más que ésta: ¿es posible que la salvación venga de ese hombre ejecutado en el patíbulo? Los mismos discípulos de Jesús, a pesar de que lo habían reconocido como Mesías y Salvador, respondieron horrorizados ante la Pasión de Jesús. Todos ellos, decepcionados, lo abandonaron y huyeron (Cf. Mt 26,56). Felizmente la resurrección de Jesús iba a confirmar lo que también le había dicho.
Los no creyentes de ayer y hoy, al mirar al Crucificado sólo verán en Él un absurdo y una auténtica locura si se les dice que la liberación universal depende y venir de aquel hombre muerto en un suplicio de esclavos. Y tacharán de locos a todos los que crean en un Dios muerto; y por locos, muchos de los creyentes en Él, a lo largo de veinte siglos, fueron llevados al mismo suplicio. Lo que los enemigos de la Cruz no sabían ni saben que en ellos crucifican una vez más al Cristo.
Ahora bien, para el misterio de la Cruz, como para el misterio de todas las cruces y dolores humanos, no existe otra explicación válida más que ésta: fue un hecho real en el que ciertamente tiene esconderse un misterio profundo, que no es otro que el gran misterio del amor de Dios al hombre: Nos amó y se entregó a la muerte por nosotros. En efecto, si queremos acabar con la duda de que Dios nos ama de verdad hay que ponerse ante un crucifijo y en silencio, hoy más que nunca, podrás convencerte de que la capacidad de sacrificio da autenticidad en el amor. Se pueden poner en duda las palabras; no los hechos. Dios no nos ha amado en broma; nos ha amado perfectamente en serio. En la seriedad de la cruz debe desembocar la fidelidad, hecha amor.
Pero la cruz de Cristo no es el final de su existencia ni de su obra redentora: Era necesario que el Mesías padeciese esto y entrara así en su gloria (Lc 24,26), dijo a los desanimados discípulos de Emaús. Por eso Pedro, en su primer discurso de Pentecostés, dice: “A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual nosotros somos testigos… Por lo tanto, con toda seguridad conozca la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías(Hch 2, 32.36). Es decir, por la humillación de la cruz obtuvo Cristo  el Señorío universal sobre la creación. La cruz de Cristo es ya su gloria anticipada.
Y la señal distintiva del discípulo de Jesús ha de ser la misma que la de su Maestro: la cruz, en lo que tiene de vaciamiento, de obediencia, de abnegación de sí mismo y de renuncia total al egoísmo, hasta identificarse enteramente con Él. Éste es el significado más auténtico de las palabras de Cristo: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga (Lc 9, 23). El seguimiento de Cristo supone siempre una vida crucificada. Pero también hay que añadir que ese seguimiento de Cristo ha de ir siempre acompañado por el amor.
 Todavía más: para el discípulo de Cristo la cruz es camino para la luz –“per crucem ad lucem” (por la cruz a la luz)–; y por lo tanto, la humillación de la cruz será un día exaltación; la abnegación será la suprema afirmación; la ignominia de la Cruz será su máxima gloria. Todo ello nos permite proclamar con san Pablo desde lo más profundo del alma: En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Gal 6, 14). Ponte delante de Cristo crucificado y dile con todas tus fuerzas el conocido soneto des agustino fray Miguel de Guevara:
No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido; / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte / clavado en esa cruz y escarnecido; / muéveme el ver tu cuerpo tan herido; / muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor y en tal manera / que, aunque no hubiera cielo yo te amara, / y, aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, / pues, aunque lo que espero no esperara, /lo mismo que te quiero te quisiera”.

Teófilo Viñas, O.S.A.
JUEVES SANTO.(Ciclo B)
«Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» 

El evangelio de San Juan, que leemos en la misa de la tarde del Jueves Santo, –no narra la institución de la Eucaristía como hacen los sinópticos; la eucaristía ya estaba muy arraigada en la comunidad cuando S. Juan escribe su evangelio–, se centra en describir el amor de Cristo, en describir los sentimientos del Señor: habiendo amado a los suyoslos amó hasta el extremo (13,1). Meditar los acontecimientos del Jueves Santo es introducirse en el amor de Cristo a todos los hombres.
Juan pone como gesto central de Jesús en la noche de la Última Cena el lavatorio de los pies, un gesto profético, lleno de sentido. Jesús deja su puesto, se levanta de la mesa y, como si fuera un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Este gesto del lavatorio concentra en sí mismo el significado de la entrega y muerte en cruz a manos de los pecadores; la cruz era un castigo reservado a los esclavos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida: Dios haciéndose esclavo en Jesús. El amor de Jesús es el mismo amor con que Dios ama a los hombres, hasta lavarles los pies. El Dios que nos muestra Jesús es un Dios servidor de los hombres, que acepta estar por debajo de estos para, desde abajo, poder levantarlos, elevarlos.
Con el lavatorio de los pies quiere dejar grabado en nosotros cómo debemos ser, si queremos ser sus seguidores. El texto evangélico de hoy es un buen termómetro, que nos permite saber hasta qué punto hemos asimilado el mensaje de Cristo en nuestra vida personal. Lo ha repetido muchas veces: El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos (Mc 10,44-45). Jesús quiere demostrar que el amor se manifiesta en el servicio, en dar la vida por los otros, como lo hace él mismo. Así aprendemos que la esclavitud no depende de las estructuras sino del corazón, y que el servicio no esclaviza sino que libera. Ser de Dios es ser servidor de los demás. Jesús destruye toda pretensión de poder humano, que no es un valor; si el poder se pone por encima del hombre, se pone por encima de Dios. Ser verdadero creyente es poner la vida entera a los pies del hermano, al servicio de los demás, como él lo hizo. La medida de nuestro amor a los demás es la medida en que Jesús nos ha amado, y esto que parece imposible, se puede hacer realidad, si nos identificamos con Él.
Pero no bastaba saberlo, hace falta ponerlo en práctica cada día. Por eso, al acabar, les pregunta si comprenden lo que acaba de hacer: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (13, 13). La pregunta se refiere, sin duda, a la acción de ceñirse la toalla, y ponerse de rodillas ante los apóstoles para lavarles los pies. Pero la pregunta tiene mucho más calado. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros y por vosotros? ¿Comprendéis hasta dónde ha llegado el amor de Dios a los hombres, que ha enviado a su Hijo al mundo para que perdone sus pecados? ¿Comprendéis que el Padre me ha envidado para que vosotros tengáis vida? Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros (13,14). Tanto como personas como comunidad cristiana, no nos definimos por nuestros logros o importancia, sino por nuestra capacidad de servicio, que nunca es humillación, sino una verdadera grandeza. El servicio convierte al cristiano en otro Jesús. Todos tenemos en la retina la imagen menuda, pero llena de fuerza de la M. Teresa de Calcuta, ya en los altares. Ella es grande porque se hizo la última, la servidora de todos y Dios la hace ahora primera.
Si el evangelio nos dice que el amor de Cristo llega hasta hacerse esclavo por todos nosotros, lavando los pies a sus discípulos, S. Pablo expresa lo mismo con otro gesto inimaginable para el hombre. Nos ha tejado el testimonio más antiguo de la institución de la Eucaristía, nos ofrece otra peculiaridad del amor de Cristo. El Señor nos entrega su cuerpo como comida y su sangre como bebida para que tengamos su misma vida. Y nos dice: haced esto en memoria mía (1ª Cor 11, 22). No se trata de repetir, sino de hacer lo mismo que él hizo, haciendo entrega de nuestra vida a los demás.
Si tenemos en cuenta el contexto en que S. Pablo escribió la carta, debemos preguntarnos: ¿Cómo es posible que comulguemos y al mismo tiempo vivamos divididos? ¿Podemos decir que adoramos al Santísimo y pasar de lejos ante el hermano que nos necesita o creernos superiores a los demás?

Vicente Martín, O.S.A.
 DOMINGO DE RAMOS .(Ciclo B)
                   «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios»

Hemos acompañado a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén, con la que quiso representar la verdadera finalidad para la que vino a este mundo enviado por el Padre, para ser rey de la creación; aparentemente desmentida por el relato de la pasión, que da cuenta del fin de Jesús, rechazado por su pueblo, condenado por la autoridad romana, sometido a una muerte ignominiosa, en la que humanamente todo habría terminado. Pero la pasión de Jesús rematada en el árbol de la cruz, no es el desenlace final de la historia, sino sólo el camino necesario para la glorificación final de Jesucristo y de toda la creación.
El profeta Isaías presenta al Siervo de Yavé haciéndose cargo de la misión que le encomienda el mismo Dios: aceptar y llevar con paciencia los azotes, las bofetadas, los insultos, los salivazos…, para servir de aliento al abatido; con la seguridad de que, en su entrega generosa en favor de los hombres, cuenta con la ayuda de Dios, que no lo defraudará.
Lo que, en Isaías, era profecía, en Filipenses es anuncio del amor desmedido de Dios por los hombres, por quienes el Hijo de Dios se despojó de su condición divina haciéndose un hombre más, e incluso menos que un hombre (el más miserable de todos), condenado a morir en la cruz (muerte de esclavos). Mas, por su obediencia, fue exaltado a lo más alto de los cielos, de forma que todo le está sometido constituido en Señor de todo para gloria de Dios Padre.
Hoy la liturgia de la palabra nos centra en la contemplación de la pasión del Señor, según san Marcos. Pero nos fijaremos tan sólo en alguno de los aspectos del relato (los distintos personajes que intervienen en la pasión: Judas, Pedro…; una alusión a la Eucaristía como sacrificio de la nueva alianza; la oración en el huerto de Getsemaní; el doble juicio religioso y político; el cambio experimentado por el pueblo desde Ramos al Calvario; los tormentos de Jesús, físicos, psicológicos, sociales, religiosos.
He aquí el relato de la pasión glosado brevemente: El jueves anterior al sábado de Pascua, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley urdían una trampa para prender a Jesús y matarlo. Judas Iscariote, uno de los Doce, se sumó a la trama, ofreciéndose a entregarles a Jesús sigilosamente, lo cual les alegró, pues temían que la gente que creía en Jesús se alborotara; a cambio, le prometieron recompensarlo con dinero.
El mismo día, cuando se sacrificaba el cordero pascual, los discípulos se ofrecieron a preparar la cena de Pascua. Jesús les indicó una casa concreta de la ciudad, en cuyo piso superior había una sala arreglada: allí habían de disponerlo todo.
Jesús llegó con los Doce al atardecer y se reclinaron en torno a la mesa para celebrar la cena pascual. Dos son los principales sucesos que tienen lugar durante la cena: el primero es el anuncio de la traición de Judas, que cayó como una bomba en medio del grupo, hasta el punto de hacerles dudar de sí mismos: ¿Seré yo? Jesús interpreta su entrega y todo lo que la seguirá como voluntad del Padre, pero ello no exime al traidor de su culpa, al cual –dice– ¡más le valdría… no haber nacido!
El segundo suceso es un hecho sorprendente. Antes de la comida principal, tomó un pan ácimo, lo bendijo y lo distribuyó a sus discípulos diciéndoles: «Tomad, esto es mi cuerpo». En la acción de gracias que había hacia el final de la comida, tomó el cáliz de vino y se lo dio para que bebieran, y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos». Las palabras de Jesús tienen un valor real y no meramente simbólico. Jesús no se limita a dar instrucciones a sus discípulos acerca de cómo deben conmemorar en el futuro los acontecimientos de su pasión, sino que lo que les entrega es una actualización de su sacrificio redentor. Al igual que la antigua alianza del Sinaí fue sellada por la aspersión de la sangre de los sacrificios, así, en su sangre derramada por todo el género humano, queda pactada una nueva alianza entre Dios y el género humano, un nuevo orden de salvación.
Concluida la cena, salieron para el monte de los Olivos. De camino, Jesús, sabiendo que aquella noche sus discípulos lo abandonarían y que se verían al borde del descreimiento, los previene para ayudarles a recuperarse después de su resurrección, aunque por el momento no pueden entender lo que les quiere decir. Pedro, en primer lugar, pero también todos los demás, se muestran dispuestos a dar su vida por el Maestro. No tardarían en saborear la amargura de su cobardía.
Recorriendo el torrente Cedrón, llegaron al huerto de Getsemaní (prensa de aceite). Jesús deja a un grupo de ocho discípulos y se retira unos pasos con Pedro, Santiago y Juan para orar; son los tres que lo habían acompañado en su transfiguración. Al apartarse del grupo, empezó a sentir espanto y angustia y confiesa a los tres: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad». En ninguna ocasión, aparece Jesús más humano que en Getsemaní. La compañía de los tres le proporciona cierto consuelo. Se retira un poco de los tres discípulos y cae al suelo, orando en soledad al Padre: «¡Abba!, Padre; Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como Tú quieres». “Su queja revela la autenticidad y la profundidad de su dolor; su oración, el sometimiento a la voluntad del Padre” (Schmid, 394). “Jesús sabe que no es en realidad la voluntad humana, sino su Padre celestial quien le ofrece a beber el cáliz del dolor y, a pesar de ello, le ruega que se lo retire” (Schmid, 395). Después de una hora de oración, busca consuelo en los tres -lo mismo hizo otras dos veces más-, pero no lo encuentra, por lo que hace un leve reproche a Simón (llamándolo por su nombre civil), que poco antes le había jurado fidelidad inquebrantable. Tras su encuentro con el Padre, Jesús está dispuesto a consumar su misión como Hijo del hombre.
La tercera vez que Jesús vuelve adonde estaban sus discípulos, al encontrarlos dormidos, se le escapa una queja por no haberlo acompañado en la oración en aquel trance, pues ya es inminente su entrega: «Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta!… ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega».
En aquel momento, llega Judas, el traidor, al frente de un grupo de gente armada. Según la señal convenida con los captores, saludó con un beso a Jesús, conforme solían saludarse los discípulos y el Maestro. Entonces lo sujetaron bien, como les había dicho Judas. Jesús les reprocha que hayan venido a prenderlo con espadas y palos, como a un bandido, cuando los días previos lo habían tenido a su alcance mientras enseñaba en el templo. Pero no opone resistencia, pues han de cumplirse las Escrituras. En ese momento, todos lo abandonaron y huyeron, como les había advertido camino del huerto. Tan sólo sigue al grupo un muchacho envuelto en una sábana, que, al pretender sujetarlo, huye desnudo. El joven de la sábana podría ser Marcos, lo cual “explicaría bien la mención del episodio sin significación alguna, por lo demás, para los fines del evangelio” (Schmid, 399). Pedro también lo siguió de lejos hasta entrar en el patio del sumo sacerdote, sentándose con los criados del sumo sacerdote alrededor de la lumbre.
Mientras el grupo de gente se dirigía a Getsemaní para prender a Jesús, el sumo sacerdote (Caifás) y los otros sumos sacerdotes (Anás y sus cinco hijos), los escribas y los ancianos se quedaron esperando acontecimientos, por lo que, a la llegada de la tropa, se reunieron en seguida. Lo imprevisto de la intervención de Judas, así como la inminencia de la fiesta de la Pascua, urgían a actuar con rapidez. Necesitaban encontrar cargos contra Jesús para condenarlo a muerte, pero, a pesar de los falsos testimonios contra Jesús, los testigos no se ponían de acuerdo, por lo que el sumo sacerdote se vio obligado a intervenir, invitando a Jesús a desmentir las acusaciones que le hacían, pero Jesús guardó silencio. Tan sólo contestó cuando el sumo sacerdote le preguntó si se declaraba el Mesías, a lo que Jesús respondió con la misma solemnidad, que sí, emplazando la comprobación inequívoca de su mesianidad al momento de su venida en gloria entre las nubes del cielo, según la profecía de Daniel (7,13). Esto les pareció a sus jueces una usurpación de Jesús de un respaldo divino, que no tenía, y, por tanto, una violación de la Majestad divina. De ahí que lo declararon blasfemo y, como tal, reo de muerte.
Mientras esto sucedía en el interior de la casa del sumo sacerdote, en el patío, Pedro fue descubierto por una criada como uno de los que acompañaban al Nazareno. Pedro lo negó y se retiró hacia el zaguán de la casa, donde la misma criada volvió a denunciarlo como compañero de Jesús, pero Pedro persistía en su negación. Cuando, poco después se sintió acorralado por el testimonio de varios que observaron su acento galileo, lo negó rotundamente profiriendo maldiciones y juramentos: «No conozco a ese hombre del que me habláis». En seguida, por segunda vez, cantó el gallo y, acordándose de la predicción de Jesús, rompió a llorar.
La reunión del Sanedrín debió de durar hasta el amanecer, en que decidieron llevarlo atado a Pilato, que ostentaba la autoridad civil que podía ejecutar la sentencia de muerte. Dado que las convicciones religiosas de los judíos (que fueron el argumento del juicio ante el Sanedrín) le eran indiferentes a Pilato, tuvieron que presentarlo ante él como un reo político. Esto explica que, sin más preámbulos, Pilato le preguntara si se declaraba el rey de los judíos. Jesús le respondió: «Tú lo dices», lo que suponía admitir que era rey de los judíos, pero no en el sentido político que él pensaba. Fue todo lo que Jesús dijo ante Pilato, pues no abrió la boca para defenderse de todas las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes, lo que le resultó sorprendente a Pilato.
Considerando a Jesús inocente de lo que se le acusaba, y viendo, Pilato, que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia, quiso aprovechar la costumbre de soltar el preso que le pidiera el pueblo con motivo de la fiesta de Pascua, para burlar la pretensión de los dirigentes israelitas y poner en libertad a Jesús: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (por cinco veces, –esta es la segunda– en el proceso ante Pilato, es designado Jesús como rey de los judíos). De esta forma lo sustrae de la justicia ordinaria y lo expone a las pasiones del populacho. Pero los sumos sacerdotes actuaron con rapidez y astucia agitando a la muchedumbre para que pidiera la libertad de Barrabás, acusado de asesinato político y tenido por héroe político.
La pregunta que Pilato dirigió a la congregación del pueblo: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» (tercera mención) no sirvió más que para encrespar más a la masa, que abiertamente pidió la crucifixión. Al inquirirles por los delitos que había cometido, sólo responden: «¡Crucifícalo!» A Pilato lo traía sin cuidado la justicia; por eso, queriendo dar gusto a la plebe, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados tomaron a Jesús por su cuenta y se divirtieron burlándose de Él con motivo de la acusación que le imputaban de haberse declarado rey de los judíos: le pusieron un manto de púrpura y una corona de espinas, lo saludaban como rey de los judíos (cuarta alusión), le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y se postraban ante Él. Acabada la burla lo vistieron con su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
Lo llevaron al lugar llamado de «la Calavera» (por la forma del montículo de 5 metros de alto), y le ofrecieron vino con mirra, como anestesia, pero Jesús no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas. Era la hora de tercia (9 de la mañana).
El letrero de la acusación rezaba: «El rey de los judíos» (quinta referencia). A ambos lados, crucificaron a dos bandidos. “Los dolores de las manos traspasadas, de las que pendía todo el cuerpo, las distensiones de los músculos provocadas por la suspensión, la dificultad de la respiración, el ardor del sol, la sed y las molestias de los insectos, tenían que ser dolores realmente inimaginables (J. Weis). Según el juicio de modernas autoridades médicas, la muerte no hay que suponerla provocada ni por agotamiento ni por la sed o la pérdida de la sangre –ya que no se dañaba ni una sola arteria– ni por la debilitación del corazón o fallo de la respiración, sino por fallo en la circulación de la sangre (shock traumático)” (Schmid, 422).
Los que pasaban lo injuriaban a costa de la acusación ante el Sanedrín de que había dicho que destruiría el templo, provocándolo a que se salvara a sí mismo bajando de la cruz. También se burlaban de Él los sumos sacerdotes (que no quisieron perderse la muerte de su mayor enemigo), comentando que tenía una buena ocasión para ganarlos para su causa bajando de la cruz. Asimismo los crucificados lo insultaban.
La situación tan lamentable en que se encuentra Jesús en la cruz es considerada por los que se burlan de Él como la prueba de que era un impostor, al que finalmente ha alcanzado el castigo de Dios. Así como la incapacidad para salvarse a sí mismo demuestra que no era el Mesías.
El oscurecimiento del sol (a la hora sexta, 12 del mediodía) representa para el evangelista un símbolo del castigo que sobrevendrá a los que han crucificado al Mesías e Hijo de Dios.
A la hora de nona (las 3 de la tarde), Jesús clamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La gran voz con que muere Jesús prueba el pleno dominio de sus facultades y que su vida no se apagó suave, sino violenta y repentinamente. Algunos, al oírlo, dijeron que llamaba a Elías. Y se burlaban diciendo: «A ver si viene Elías a bajarlo». Y uno le daba a beber vinagre para reanimarlo. Entonces Jesús, dando un fuerte grito expiró. El grito final “pudo ser un grito de dolor o de triunfo por la obra que entonces consumaba” (Schmid, 433).
El velo del templo se rasgó de arriba abajo. Probablemente se alude al velo interior, que separaba el sancta sanctorum y el santuario. Este hecho significa el valor redentor de la muerte de Jesús, que ha conseguido la reconciliación de los hombres con Dios, permitiendo así el acceso de éstos al sancta sanctorum, es decir, a Dios mismo.
El centurión romano, impresionado, lo confiesa como Hijo de Dios; para su concepto, un hombre divino, un hombre justo, donde los haya, que sufre la muerte inocente y que manifiesta, al mismo tiempo, una fortaleza de alma superior a toda medida humana. El evangelista Marcos, en cambio, pone así el broche de oro a su evangelio, que comenzaba: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1), como una confesión explícita de la divinidad esencial de Jesús.
Un grupo de mujeres, entre las que destaca a María Magdalena, a María la madre de Santiago el Menor y de José, y a Salomé, madre de Santiago el Mayor y Juan, los hijos de Zebedeo, y otras muchas contemplaban de lejos los acontecimientos.
José de Arimatea pide a Pilato el cuerpo de Jesús, lo envuelve en una sábana y lo coloca en un sepulcro excavado en una roca. María Magdalena y María la madre de José observaban dónde lo ponían, con intención de volver a embalsamar el cuerpo de Jesús, pasada la Pascua.
A la luz del relato de la pasión del Señor, tal vez tengamos, hermanos, que replantearnos si nuestro concepto de Dios encaja con dicho relato o debemos reajustarlo: un Dios que se entrega a la muerte por nosotros, un Dios que no elude el sacrificio, pero que no desampara a su fiel ¿Cuál es, hermanos, nuestro concepto de Dios, el de Señor absoluto o el de marioneta a nuestro servicio? ¿Con qué actitud oramos a Dios, para que Él haga nuestra voluntad o dispuestos a abrazar la suya? ¿Estamos abiertos a los planes de Dios o tratamos de imponerle los nuestros? ¿Profesamos una adhesión incondicional a Dios o le amenazamos con reprobarlo si no cumple nuestras expectativas?
Creemos que el destino de Jesús no quedó encerrado en la sepultura: Me hará vivir para Él, mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: «Todo lo que hizo el Señor» (Sal 21/22,30-32). Que la esperanza en el Dios de Jesucristo dirija nuestros pasos.
Modesto García, OSA

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En este enlace pueden leer las reflexiones cuaresmales de nuestro párroco en este ciclo B.
Rvdo.Don Miguel A Lantigua Barrera



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 VI DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
                                    «Si quieres, puedes limpiarme»
La experiencia vivida en España hace poco más de tres años con la enfermedad del ébola, puede ayudarnos a entender un poco mejor la situación que se vivía en la Palestina de Jesús con la lepra. 
En aquellos tiempos se pensaba que la lepra era una enfermedad muy contagiosa, y normalmente incurable. Como con el ébola, se ponían todos los medios al alcance para evitar la propagación y el contagio de dicha enfermedad. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas como síntomas de lepra, la persona era declarada impura, con lo que quedaba condenada a no participar del culto, tenía que salir de la población, vivir en soledad, malvivir gritando por los caminos ¡impuro, impuro! para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. Era un excluido de la sociedad, una persona muerta en vida.
El leproso del evangelio, en algún momento, habría sido examinado por un sacerdote y diagnosticado como leproso (Lv 13,43-46). Desafiando las normas legales y a pesar de la repugnancia de la gente, el leproso se acerca a Jesús y le pide que lo limpie: si quieres, puedes limpiarme (1,40), que le levante la impureza ante Dios. Jesús se lo permite y también toca al leproso, a quien no podía tocar sin hacerse impuro. Jesús rompe moldes, normas y leyes, hasta las aparentemente sagradas, porque para él no hay nada más sagrado que el hombre, después de Dios, y precisamente desde Dios. Ninguna ley humana, religiosa o civil, tiene valor absoluto. Lo único absoluto es el bien del hombre. Jesús lo cura, pero le dice que se presente al sacerdote para que también confirme su curación, y tenga conocimiento del poder de Jesús. Le dice también que no diga nada a nadie, pero el hombre ya curado no hace caso y se dedica a pregonar que Jesús lo ha curado. A partir de ese momento Jesús tiene que retirarse de los sitios públicos, porque Él también se ha convertido en un excluido al defender a los más débiles y marginados.
Cada episodio evangélico constituye un criterio de actuación para todos nosotros. Aunque la lepra sigue siendo enfermedad endémica, es bueno que nos preguntemos ante el texto evangélico de hoy: ¿qué otros equivalentes modernos de lepra podemos encontrarnos? ¿A cuántas personas excluimos de nuestra vida cuando nos enteramos de que tienen alguna enfermedad o carencia: minusválidos, drogadictos, SIDA, … Leprosos son todos aquellos marginados por razones de raza, cultura, religión, ideología, estilo de vida, enfermedad, pobreza o sexo. Las barreras, las distancias y los rechazos las ponemos nosotrosUn cristiano, no sólo no debe poner un dedo para construir esos muros, sino que debe estar dispuesto a derribarlos. Pero para la mayoría de los cristianos sigue siendo más importante el cumplimiento de la ley que el acercamiento al marginado. Como para los fariseos del tiempo de Jesús, la ley sigue estando por encima de las personas. Seguimos justificando demasiados casos de marginación bajo pretexto de permanecer puros. Seguimos aferrados a la idea de que la impureza se contagia, pero el amor, la libertad, la entrega, la alegría de vivir, sí que se contagian. Seguimos temiendo a un Dios que sólo nos acepta cuando somos puros. Seguimos creyendo en un Dios legislador y leguleyo. Ese no es el Dios de Jesús. Como hizo Jesús, también a nosotros nos corresponde hacer nuestro el dolor ajeno, ponernos en su lugar y vivir su experiencia dolorosa. Hoy celebramos el día de la Campaña contra el Hambre, qué buena ocasión para medir la autenticidad de nuestro amor al prójimo. No sirven los buenos sentimientos, es necesaria la compasión y la acción. S. Marcos nos dice que Jesús compadecido, extendió la mano y le tocó (1,41) e inmediatamente se le quitó la lepra.

La experiencia de ser aceptados nosotros por Dios, es el primer paso para no excluir a los demás, pues si partimos de la idea de un Dios que excluye, encontraremos mil razones para excluir en su nombre. Debiéramos preguntarnos ante la Palabra de Dios que hoy escuchamos: ¿De qué manera excluyo y juzgo en mis actitudes cotidianas a las demás personas? ¿En qué gestos concretos podemos construir una comunidad más coherente con las exigencias del Evangelio? Celebrar la eucaristía sin extender nuestra mano a los leprosos, carece de sentido.
Vicente Martín, O.S.A

V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
  <<Vámonos… a las aldeas cercanas para predicar también allí >> 

Lo primero que atrae poderosamente nuestra atención son las palabras que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la segunda lectura: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1 Cor 9, 16) Y esta predicación no la va a hacer por capricho o gusto personal, sino porque me han encargado este oficio. Lo hace sin esperar ningún beneficio personal, ni paga alguna, todo lo hace por el Evangelio (1 Cor 9, 17). Se siente él pagado suficientemente con el hecho de anunciar a todos la Buena Noticia de Jesús. Este Jesús es el que se le apareció en el camino de Damasco y lo llamó a ser su apóstol y al  que Pablo respondió con su entrega total.
Jesús, por su parte, nos da el mejor ejemplo de “evangelizador” y de predicador del amor y de la salvación. Así es como nos lo presenta el evangelista Marcos en el principio mismo de su evangelio. En la escena que hemos contemplado en la lectura de hoy aparecía Jesús dirigiendo su palabra a la multitud que se agolpaba en torno a la casa de Pedro, cuya suegra junto con otros enfermos son curados por él. Después el evangelista nos dice que, después de descansar un poco y, mucho antes del amanecer, Jesús se había retirado para orar; al regresar  los discípulo le dicen que allí ya hay mucha gente que lo está esperando, pero él les responde: Vamos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí, que para esto he salido (Mc 1, 38).
Las palabras de Pedro y sus compañeros: Todo el mundo te busca (Mc 1, 37) y las de Jesús: Vámonos a otra parte… que para esto he salido (Mc 1, 38) sugieren esta reflexión: hoy también muchos hombres, aunque no lo sepan, buscan a Dios, a Cristo; tenemos que preguntarnos, pues: ¿se lo mostramos los cristianos?, ¿nuestras palabras y, sobre todo, nuestras vidas lo anuncian? Que conste que no se trata de hacer de la calle un púlpito, al estilo de una secta bien conocida, que, además, predica un Jesús que no es tal; pero es posible que dejemos de pronunciar la palabra oportuna en momentos en que es preciso decirla. Mirad que ya vuestra presencia en la celebración dominical es la palabra callada, aunque cordial, que ha podido llegar a quien os ha visto venir y él no ha querido entrar. No dejemos pasar la ocasión de hacerla patente.
Todo cristiano, por bautizado y creyente, cada uno en su ambienten como simple fiel, ministro ordenado o misionero, estamos llamados, no sólo a salvarnos a nosotros mismos, sino a anunciar esa misma salvación a través del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. Algunos lo haremos a tiempo completo, con una entrega total, que hemos aceptado por vocación, otros, desde las posibilidades que les ofrece su vida matrimonial o profesional. Sólo así, a través de la Palabra proclamada y del servicio desinteresado de los cristianos, descubrirán los hombres a un Dios que da sentido a sus vidas. Para cobrar ánimo, sería bueno recordar aquella vieja sentencia, que seguramente la habréis oído, más de una vez: “Has salvado un alma, has salvado también la tuya”.
Preguntémonos, por tanto: ¿Cómo es nuestro compromiso “evangelizador”: con los hijos, con los alumnos, con las personas con las que trabajamos o nos relacionamos y, sobre todo, con aquellas y aquellos que se han olvidado de su fe? Ancho campo es el que se nos presenta y se nos llama a aportar de balde nuestro esfuerzo para que no quede baldío. Seguro que en todas nuestras iglesias los fieles escucharán al sacerdote que presida la celebración una recomendación parecida a ésta: ayudadnos a llevar la palabra de Jesús a donde nosotros no podemos llegar. Todos los que creemos en Cristo hemos de distinguirnos por la generosidad en nuestra entrega.
Un detalle ya citado, aunque no suficientemente subrayado: la “oración” de Jesús. A veces ora sólo, como en esta ocasión: Se levantó de madrugada –dice el evangelista cuando todavía estaba muy oscuro, y se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar (Mc 1, 35). Otras veces lo hará en compañía de los demás, en la sinagoga o en el templo. La lección es clara: difícilmente podremos vivir cristianamente y menos aún llevar a cabo nuestra misión evangelizadora, si no ponemos en nuestra vida, además de la Eucaristía, otros momentos de oración. Mirad a Pedro le parecía que era urgente que Jesús volviese al ministerio, porque todo el mundo te busca. Pero Jesús ha optado por la soledad para orar y encontrar en el diálogo con el Padre la fuerza para su actividad.

Jesús, Dios y hombre que era, quiso necesitar de la oración para llevar a cabo su misión y además para ofrecernos a nosotros, más necesitados que él, un ejemplo. Es absolutamente necesario unir el trabajo evangelizador con la oración. Ni más ni menos que lo que dice el adagio popular: “a Dios rogando y con el mazo dando”. Nunca debemos caer en la tentación de un activismo excesivo, pero tampoco podemos quedar con los brazos cruzados ante un panorama de indiferencia e incluso de un activismo descristianizador; en la oración recordamos que es Dios quien nos envía y en cuyo nombre hablamos y actuamos. Que Él nos ayude con su gracia.
Teófilo Viñas, O.S.A

IV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
                                       «Cállate y sal de él»
La palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado pone el foco en la comunicación de Dios con el hombre, necesaria y luminosa. Y es que el hombre no ha sido arrojado a la existencia en un planeta insignificante del universo, siendo él aún más insignificante; no ha venido a la existencia por azar, ni tampoco ha sido dejado a su libre albedrío para que actúe caprichosamente, según su entender, sin otra cortapisa que su propio poder. Por el contrario, el hombre es objeto de un proyecto amoroso de Dios, para que se integre en su propia vida divina, gozando de una inmortalidad dichosa. 
Los cristianos entendemos que el mundo real no es un caos, sino un cosmos; que es verdadero porque procede de un Ser sólido e indestructible (ni por la nada ni por el mal); por eso, la vida humana tiene sentido y contempla un horizonte esperanzador. De ahí que tenga plena vigencia la comunicación de Dios con el hombre (el Creador con su criatura; el Padre con el hijo), hecho a imagen de Dios, inteligente y libre, para ayudarle a que dirija su existencia con acierto, conforme al plan divino.
A pesar de la distancia infinita que separa al hombre de Dios, sin embargo la comunicación entre ambos es posible, pues, al haber hecho al hombre semejante a Él, lo hizo capaz de comprender un mensaje exterior y de comunicar su vida interior. El hecho de que Dios se digne a hablar con el hombre es muestra de respeto y deferencia, pues la palabra transmite mensajes, establece la comunicación de dos sujetos (de dos intimidades), pero no fuerza la voluntad, sino que deja margen para la reflexión, la acogida y la decisión personal.
Pero ¿por qué ha de hablar Dios al hombre? ¿Qué necesidad tiene el hombre de la comunicación de Dios? La razón de la necesidad de que Dios instruya al hombre es porque el hombre ha sido puesto en un tren en marcha, que no sabe de dónde viene ni adónde va. (A pesar de que, con el avance de la astronomía y biología va tomando conciencia de su historia, aunque sólo a un nivel empírico, superficial). Especialmente el hombre situado en un mundo de pecado corre serio peligro de extraviar la trayectoria de su vida. ¡Y es tanto lo que está en juego! Pero no se trata de un juego intrascendente, sino de una decisión seria y comprometida.
En la comunicación de Dios con el hombre, el Señor ha procedido con pedagogía, hablándole primero por la naturaleza; luego lo hizo personalmente, al pueblo de Israel. Pero el pueblo se sentía abrumado por la grandeza y majestad de Dios, por lo que le pidió que le hablara por medio de Moisés. Durante muchos siglos prosiguió su comunicación con el pueblo por medio de los profetas, hasta que, alcanzada la plenitud de los tiempos, decidió hablarle por medio de su Hijo.
El Hijo es la Palabra de Dios por la que el Padre expresa su propio ser en toda su Verdad desde la eternidad. El Hijo es la expresión perfecta del Padre y es Dios como el Padre. Para hacer asequible su mensaje a la capacidad de la comprensión humana, moduló su Palabra divina haciéndose hombre como nosotros: adquiriendo nuestro aspecto; participando de nuestras limitaciones, haciéndose así perfectamente inteligible. Jesús es la expresión viva de Dios. Viéndolo a Él, se puede decir con verdad: “He ahí a Dios; así es Dios”.
El evangelista Marcos presenta a Jesús como un Maestro especial que expone la palabra de Dios con sabiduría, claridad y autoridad. No en vano, Jesús tenía un trato íntimo con Dios, con quien se comunicaba de forma natural. Como dice san Juan, Jesús es el Hijo de Dios, engendrado desde la eternidad por el Padre, que conoce perfectamente al Padre y, siendo la Palabra del Padre, nos lo ha dado a conocer. Por eso, haremos bien en prestarle atención y aprender de Él, pues, en Él, se nos da a conocer lo que Dios quiere para nosotros y lo que espera de nosotros (Jn 1,1-18).
Jesús, no sólo habla con autoridad, sino que actúa con poder. En Él se manifiesta el poder liberador y misericordioso de Dios, al cual no puede oponerse ningún poder maléfico. Él, personalmente, ha vencido al Malo, por eso nos invita a no tener miedo, sino a sentirnos seguros. Pues ningún mal puede dañar al hombre que se sitúa bajo la protección de Dios (Jn 16,33).

Salgamos convencidos de que Dios quiere comunicarse con cada uno de nosotros. Cada uno debe prestar atención a Dios y hacer un hueco en su vida para poderlo escuchar.
Modesto García, OSA

 III DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
              «Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres»


Durante el presente año litúrgico escucharemos principalmente el evangelio de S. Marcos, que no es otro que la misma persona de Jesús. En el texto evangélico que hoy escuchamos, Jesucristo, inicia su vida pública, y la comienza en Galilea, allí mismo donde Juan Bautista acaba de ser decapitado por Herodes. Y comienza predicando el Reino: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio (1,14-15).
Jesucristo no define qué es el Reino, pero es el centro de su predicación y la pasión que anima toda su actividad; todo lo que dice y hace está al servicio del Reino de Dios, es como el hilo conductor que atraviesa todo el Evangelio de Marcos.
El Reino de Dios reclama dos actitudes para que se haga realidad en nosotros: la conversión y la fe. La palabra conversión está tan manida y tan mal usada que apenas la prestamos atención. La consideramos como un esfuerzo personal y un arrepentimiento, cuando en sentido evangélico significa primeramente aceptar la salvación que generosamente Dios nos ofrece y como consecuencia de esta generosidad, está nuestra respuesta: volver hacia atrás, tomar otro camino, el de Dios. Es Dios quien da el primer paso.
El drama de nuestro tiempo está en que nos hemos acostumbrado a una felicidad aparente y no queremos enderezar nuestros pasos. Son muchos los que adoptan comportamientos inmorales en el ámbito familiar, profesional, social, y sin embargo creen que llevan una vida buena, que no tienen pecado, que no hacen mal a nadie, y por tanto creen que no tienen necesidad de conversión, porque ¿de qué podrá convertirse el hombre cuando cree estar en el buen camino?… Y estamos los buenos, los que no matamos ni robamos. ¿También tenemos que convertirnos? ¿De qué nos vamos a convertir? No matamos ni robamos, pero vivimos una espiritualidad mediocre, una vida cargada de indiferencia y de falta de sensibilidad ante tantas necesidades, nos puede la inercia y la dureza de corazón. Precisamente la conversión es el antídoto contra la mediocridad, contra la inercia de la sociedad sociológicamente cristiana. El converso percibe la novedad, se da cuenta de la maravilla de la fe. Tiene la sensibilidad entera y despierta: lo ve todo con ojos nuevos, con todos sus perfiles. Todos tenemos necesidad de conversión. La llamada a la conversión tiene siempre como objetivo poner en cuestión el modo de vivir y de ser de cualquiera, convencernos de que hay otros caminos, que merece la pena recorrer. La tragedia del hombre de hoy está en que a Jesús, su Reino, lo hemos convertido en algo secundario, sin influencia en nuestras vidas y valores.
La conversión y la fe se manifiestan en el seguimiento de Jesús. La vocación de los primeros discípulos es un ejemplo concreto de conversión y de fe. La conversión permite a Dios que sea Dios; es decir, llega a romper la cerrazón humana, a abandonar toda autosuficiencia, a vivir la existencia terrena como don recibido de Dios. La respuesta implica desprendimiento y renuncia y se traduce en “seguimiento”. Discípulo no es el que abandona algo, sino el que encuentra a alguien y le sigue. Seguir a Jesús es participar de su vida. La llamada de Jesús a su seguimiento no admite demora ni retraso, al instante, inmediatamente porque la urgencia del Reino apremia. Para seguirlo, hay que dejar las redes, es decir, hay que eliminar todo lo que impide estar ágiles y disponibles para anunciar el Evangelio y ser testigos del Reino de Dios. ¿Hay algo en nosotros que nos tenga enredados?  El que acepta la llamada a una vida nueva ha de renunciar a la antigua, ahora comienza algo nuevo y esa novedad implica la renuncia de lo anterior y el inicio de un nuevo camino: el camino de Jesús. ¿Estamos dispuestos a recorrerlo? Los llamados a seguir a Jesucristo -consigna válida para todo cristiano- hemos de sentirnos libres de todo condicionamiento: embarcación, redes, lazos familiares, es decir, vivir la vida con Jesús, según la fe, la esperanza y la caridad, y no según los criterios del egoísmo, de lo útil, de la sola racionalidad.

Hoy Jesús sigue llamando, porque la obra que Él comenzó aún no se ha completado. A cada uno nos llama a seguirle, a lo largo de nuestra historia personal, por caminos distintos, según nuestras cualidades, nuestra historia y según su voluntad. ¿Sabemos lo que Jesús quiere de nosotros? ¿Cómo lo vivimos?
Vicente Martín, OSA

II DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.(Ciclo B)
                              << Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él >>


Después de celebrar los misterios del Nacimiento y de la Infancia de Jesús e incluso su Bautismo el pasado domingo, preparando el comienzo de su ministerio público, iniciamos con este Segundo Domingo el llamado Tiempo Ordinario. San Juan Bautista, que a lo largo del Adviento nos preparó para la venida de Jesús, hoy al verlo pasar, dice a sus discípulos: Éste es el Cordero de Dios (Jn 1,35), palabras que algunos tomaron como invitación a seguirle; concretamente, dos, se acercan a él y le preguntan: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Venid y veréis –les responde–. Entonces fueron… y se quedaron con él aquel día (Jn 1,38-39).
Por otra parte, en la primera lectura hemos visto cómo Samuel, al oír su nombre, piensa que es Helí quien lo llama y acude rápido a su llamada; éste comprende que es Dios quien está llamando al joven y le indica que, si le vuelve a llamar, responda: Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam 3, 10). Con ello se nos invita a hacer lo mismo. Por su parte, los dos discípulos del Bautista al escuchar sus palabras sobre Jesús las consideraron como una llamada personal a la que debían responder y lo siguieron.
En efecto, Dios sigue llamando a todos de mil maneras. A unos los llama a la vida consagrada o al ministerio ordenado dentro de la comunidad, y ¡cuántos se hacen los sordos o distraídos!; a otros, a la vida matrimonial; y, desde luego, a todos, a una vida cristiana coherente. Llamada esta que no se hace desde la distancia, sino desde la cercanía, porque la fe, desde siempre, se definió como encuentro personal con Dios, encuentro en el que la iniciativa parte de él, adhesión entusiasta a lo que él quiere; de modo que lo tuyo es decir sí, al estilo de Samuel, de Pablo y de los Apóstoles que siguieron a Jesús.
Y si en el corazón hay entusiasmo, las exigencias de la moral cristiana, lejos de ser un fardo pesado, se transforman en caminos luminosos, porque el amor, el amor verdadero nunca dirá basta y, además, siempre sabe lo que hay que amar. Es por eso por lo que aquel enamorado de Dios que se llamó Agustín de Hipona, pudo decir: “Ama et quod vis fac” (In Iohan. evang., 7, 8), cuya traducción correcta es: Ama y lo que quieres hazlo, y no esa otra que corre por ahí: Ama y haz lo que quieras y que da lugar a tantas aberraciones, puesto que existe, dice el Santo, un amor bueno o verdadero y un amor malo o falso; y si es éste el que te lleva,  verdaderamente odias lo que dices que amas.
Volvamos al pasaje al pasaje evangélico, que se inicia con una mirada de Juan a Jesús y se cierra con otra mirada, la del propio Jesús a Pedro. Son miradas en profundidad que, además, anticipan el futuro de Jesús y de Pedro. Entre ambas miradas discurre también el proceso de los dos discípulos de Juan que fueron tras de Jesús. Uno de ellos: Andrés, hermano de Simón, el otro, casi con certeza, es el propio Juan, autor del evangelio y hermano de Santiago. Ambos oyen, buscan, ven y descubren; y al igual que el Bautista les había comunicado su descubrimiento de Jesús –el Cordero de Dios– también ellos comunicarán su propio descubrimiento, tras haber vivido con él: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1, 41).
En el proceso vocacional que vemos en las lecturas de hoy llama la atención, en efecto, que Dios se sirve de otras personas que ayudan a los destinatarios de su llamamiento. Helí supo orientar a Samuel a reconocer la voz de Dios. El Bautista declaró a sus discípulos quién era Jesús. A Pedro le llegó la noticia de Jesús por medio de su hermano.
También ahora Dios es el que llama, pero para ello no se sirve normalmente de milagros o de voces de ángeles sino de la ayuda de otras personas que orientan la vocación. Puede ser la propia familia, unos amigos, unos maestros y educadores, un sacerdote, que dicen una palabra justa; otras veces puede ser un acontecimiento eclesial el suscita el interés. Y siempre será la comunidad eclesial que debe dar testimonio y orientar a los jóvenes hacia una vocación concreta. Por supuesto para que pueda llegar al descubrimiento de Jesús el joven deberá dedicar tiempo a la búsqueda, en el silencio y la oración.
La celebración de la Eucaristía nos ofrece la oportunidad de imitar, ante todo, la actitud del joven Samuel, diciéndole como él al Señor: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Luego ese joven o cualquiera de nosotros será o seremos profetas que hablaremos a los demás en nombre de Dios, pero antes habremos aprendido a “escuchar”. El Maestro y Profeta que Dios nos ha enviado, Cristo Jesús, nos irá enseñando sus caminos a lo largo de todo el año. Una primera actitud de sus seguidores es la de “escucharle”, en la liturgia de la Palabra de la primera pate de la Misa, con atención y docilidad.
Teófilo Viñas, O.S.A.
  DOMINGO EL BAUTISMO DEL SEÑOR.(Ciclo B)
                      «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco».


Con la fiesta del Bautismo del Señor, finaliza el ciclo litúrgico de Navidad-Epifanía, dando paso al tiempo ordinario durante el año. Al contemplar hoy la inauguración de la misión salvadora de Jesús con su “consagración” como Mesías por la unción del Espíritu (más que una teofanía, como en la transfiguración), demos gracias a Dios por nuestro bautismo, por el que nos engendró a la vida inmortal, que es exclusiva de Dios, la misma que el Padre comunica al Hijo desde toda la eternidad, aunque según la capacidad humana.
Al comenzar su vida pública, Jesús fue al Jordán, para ser bautizado por Juan, que administraba un bautismo de conversión, como preparación para la inminente llegada del Mesías. De este modo, Jesús ratificaba a Juan como verdadero profeta enviado por Dios a preparar el camino al Señor, en los albores de la redención del mundo. Pero el mismo Juan reconoce que ésta es una tarea para la que él no es competente, sino que incumbe a otro mayor que él. De ahí que distinga el bautismo que él administra -un bautismo con agua natural, como signo de conversión-, del bautismo con agua y Espíritu Santo, que instituirá Cristo.
En cierto modo, Jesús inaugura en sí mismo el nuevo bautismo, como fuente de salvación para los hombres, al recibir, en su bautismo, la unción del Espíritu Santo, que lo consagra como el enviado de Dios al mundo, para la salvación de éste. El Padre testifica en favor de su Hijo que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo (1Jn 5,11), de quien la han de recibir los hombres. Pero el bautismo de Jesús no es el acto principal de la redención, sino que Jesús había de pasar aún, necesariamente, por el bautismo en su sangre, con el que había de redimir al género humano. Sólo después de que la lanza del soldado le abriera el costado, del que manó agua junto con sus últimas gotas de sangre, el bautismo de agua santificada por el Espíritu Santo, con el que somos bautizados los creyentes en Cristo, transmite a los hombres la vida divina.
Para recibir el don de la vida, es necesario creer en Cristo, conforme a las enseñanzas de la Iglesia. Es la disposición a la que se refiere el profeta Isaías cuando dice al pueblo que todo lo que el Señor le pide es que lo busque con sincero corazón, deseando caminar con rectitud. Se trata de una fe que, “más que simple asentimiento intelectual, es adhesión vital, «aceptación» gozosa, por la cual nos unimos a Jesucristo y recibimos de Él vida eterna” (Schökel). Creyendo en Cristo, como nos dice san Juan, cumplimos el principal requisito que Dios nos pide de admitirlo en nuestra vida; con ello, demostramos que amamos a Dios y a sus hijos, y triunfamos sobre el mundo (Jn 16,33). En consecuencia, por la fe en Cristo, germinada por el Espíritu en el bautismo, obtenemos la salvación.
Jesús aduce tres testimonios en su favor, que lo declaran Hijo de Dios, comisionado para redimir al mundo, y que han de consolidar la fe de los creyentes: el agua, la sangre y el Espíritu: “el agua del bautismo y de la cruz; la sangre del sacrificio, y el Espíritu manifestado en el bautismo y operante en la Iglesia” (Schökel). El primer testimonio corresponde al Padre, que, en el bautismo con agua del Jordán, proclama a Jesús su Hijo amado, enviado a los hombres; Jesús asume el encargo del Padre hasta el final, rubricando, con su sangre derramada en la cruz, la alianza nueva y eterna entre Dios y los hombres, que sellaría la paz perpetua entre ellos. Su sangre derramada representa la ofrenda del amor más grande por sus hermanos, los hombres. Junto con su sangre, brotó, del costado abierto, el agua de la salvación para todo el género humano. A los dos anteriores (el agua y la sangre), añade el testimonio del Espíritu, que lo consagra en su bautismo y lo impulsa, a Él y a sus discípulos, con poder para llevar a cabo la obra divina de la salvación del género humano.
Demos gracias a Dios por el don inestimable de su vida divina, que nos comunicó en nuestro bautismo, y pidámosle que, como buenos hijos, ofrezcamos, en nuestra vida, frutos de vida eterna.
Modesto García, OSA

            LA EPIFANÍA DEL SEÑOR.(Ciclo B)
                                                6 de Enero-Día de Reyes

El folclore organizado en torno a la fiesta de los Magos puede impedirnos penetrar en el mensaje profundo que nos trae esta festividad.
Celebramos en esta solemnidad que Jesús es acontecimiento salvífico, no sólo para los judíos, sino también para los paganos, para todos los hombres, y que nadie está excluido de esta salvación. Dios se deja ver de todos, siempre que estemos dispuestos a caminar hacia Él. La imagen de los Magos nos lleva a descubrir que Dios va dejando señales, dando pistas; los Magos supieron descubrir, entre otras muchas, una estrella que les anunciaba el nacimiento del Rey de los judíos. S. Mateo nos quiere dejar claro que Dios habla, que llega a todos los hombres, que nadie, sea quien sea y viva como viva, tiene las puertas cerradas a esta salvación. Somos los hombres quienes catalogamos y separamos a los que no son de nuestra cuerda: divorciados, matrimonios irregulares, drogadictos, enfermos, madres solteras… y a veces tratamos de excluirlos del amor de Dios y hasta creemos hacerlo en nombre de Dios. El texto evangélico lo confirma, como lo confirma toda la vida pública de Jesús: no he venido a buscar a los justos sino a los pecadores (Lc 5,32). Es la advertencia divina: de que el sol sale para todos y nadie debe quedar fuera de la salvación. La Iglesia debe ser casa abierta donde hay cabida para todos: razas, culturas y pueblos.
La fiesta de la Epifanía quiere ponernos en camino, puesto que Dios se ha puesto en camino hacia nosotros. Si es verdad que buscamos, veremos signos de que lo buscamos. Debemos aprender de los Magos a descubrir los signos, a caminar con determinación, a no permitir que nada nos desvíe del camino, debemos aprender a discernir la verdadera luz que nos lleva a Jesucristo de entre las falsas luces que nos encandilan, debemos aprender también de los Magos, que pese a las distancias y dificultades que podía conllevar semejante viaje, se pusieron en camino, y fieles a lo que habían visto, llegaron a contemplar al Hijo de Dios. Llama la atención el contraste de actitudes de los Magos frente a los sumos sacerdotes y a los escribas. Los primeros desconocen las Escrituras y sin embargo se ponen en camino ante el signo de la estrella en busca del Rey de los judíos; los segundos, en cambio, conocedores de las Sagradas Escrituras, saben cuándo y dónde debía nacer el Mesías, pero siguen instalados en su comodidad y despreocupados de este acontecimiento. No nos sirve el conocer o saber muchas cosas sobre Jesús, sino buscarle y seguirle continuamente.

Como los Magos, estamos llamados a seguir perseverando en nuestro camino de búsqueda. Es posible que tengamos que atravesar dificultades. No importa. Seamos fieles, perseverantes en medio de los problemas sabiendo que al final del camino nos espera el Señor, porque el premio vale la pena.

Vicente Martín, OSA
      SANTA MARÍA MADRE DE DIOS.(Ciclo B)
                                                     1 de Enero-María de la Paz


Finalizamos y comenzamos un nuevo año. Nosotros tenemos la suerte y la dicha de terminarlo o iniciarlo celebrando la eucaristía. Debemos considerarlo y valorarlo como un regalo de Dios Es una oportunidad que el Señor nos brinda para hacer reflexión y balance de nosotros mismos. Muchas personas no se detienen nunca a encontrarse consigo misma y corren el riesgo de vivir dejándose llevar por la vida sin ser ellas mismas y sin renovarse, sin cambiar.

   Por eso, es bueno en estas fechas detenernos para pensar en nosotros mismos, en nuestra persona. ¿Cómo hacer este balance del año que termina y cómo iniciar el año en actitud de renovación?
   Tal vez, lo primero sea el preguntarnos cuál es nuestro estado de ánimo en estos momentos. ¿Qué siento en estos ahora dentro de mí?: paz, serenidad, alegría, tristeza, o percibo desánimo, pesimismo, ansiedad, confusión…Es bueno ponernos de frente a nuestros sentimientos y ponerles nombre.
   Podemos preguntarnos por lo positivo que hay en nuestra vida: ¿Qué he recibido de bueno a lo largo de todo el año?¿Qué experiencias positivas hemos vivido? ¿Qué es lo más que tengo que agradecer en este año que termina? Conviene que valoremos la vida y seamos agradecidos con tanto bien que Dios nos ha hecho.
   También necesitamos preguntarnos por nuestros errores ¿Qué equivocaciones hemos cometido a lo largo del año?, ¿Qué es lo que he descuidado?
   Ahora comienza un nuevo año ¿Cómo será?, ¿qué espero yo del nuevo año?, ¿qué deseo de verdad?, ¿qué es lo que necesito  ¿qué ilusiones tengo? ¿siento algunas llamadas en mi interior? ¿cómo quiero que sea este año? ¿Qué debo de hacer para vivir de una forma más humana, más coherente con mi fe, más optimista y alegre? ».
 Ciertamente no sabemos que no espera a lo largo de este año que comienza. Una cosa es segura: Dios estará siempre con nosotros, estará siempre buscando nuestro bien. Podemos contar con la  bendición de Dios que nos expresa en libro de los Números en la primera lectura: “”El Señor se fije en ti y te conceda la paz” Ciertamente Dios no se va a ausentar de nuestro lado, aunque a veces lo sintamos así. Él potenciará nuestra alegría y nos acompañará y dará fuerzas en las dificultades.
   Les invito a no terminar y comenzar el año sin un rato de reflexión, sin hacer balance y apostar por un año mejor con compromisos concretos. Solo así podemos esperar y disfrutar de un año feliz.
   No tiene sentido que nos deseemos unos a otros feliz año si cada uno no hace nada porque realmente sea más feliz para sí mismo  y tratar de ayudar al otro para que  sea más feliz.
   Hoy también celebramos a María como Madre de Dios. El evangelio nos da una clave para vivir este nuevo año: “ser capaces, como María, de meditar todas las cosas en nuestro corazón”.
   Iniciamos el año con la Jornada Mundial de la paz.  La paz es uno de los retos más importantes de nuestro mundo de hoy. La violencia se recrudece día a día. En el año que ha finalizado 48 mujeres han sido asesinadas por sus parejas en nuestro país. ¿Nos hemos preguntado el porqué de tanta violencia a todos los niveles? ¿Por qué no se potencia el amor y la paz?
  Pero no bastan nuestros deseos de paz en este día, ni siquiera basta nuestra oración. La Jornada por la Paz debe llevarnos al compromiso personal de quitar todo tipo de violencia de nuestra vida y de vivir en paz.
   El famoso Gandhi, después de leer el evangelio, escribió:”mientras no hayamos arrancado de raíz toda violencia, Cristo no ha nacido todavía”
   La vida de Jesús ha sido, desde el principio hasta el fin una llamada a resolver todos los problemas de la humanidad por caminos no violentos.
  Este día también no invita a cada uno de nosotros a revisar si somos constructores de paz o sembradores de violencia. Revisemos nuestras actitudes, nuestras reacciones, nuestra forma de resolver los conflictos, nuestra capacidad de perdonar…
  Si queremos la paz para nosotros mismos, para nuestra familia, para nuestro mundo comencemos a hacerla realidad con nuestros pequeños gestos. La paz depende de todos.

 Rvdo.Don Miguel A.Lantigua Barrera
    Párroco de Agüimes

       DÍA DE LA SAGRADA FAMILIA.(Ciclo B)
    “En su camino familiar, ustedes comparten tantos momentos inolvidables. Sin       embargo, si falta el amor, falta la alegría, y el amor auténtico nos lo da Jesús”
                                                                                        (Papa Francisco)
   Celebramos el día de la Familia. Contemplamos a la Familia de Nazaret: a María, a José y a Jesús. Es importante el dato que Jesús viviese durante 30 años de su vida haciendo vida de familia.

   También examinamos la realidad de la familia hoy: familias desestructuradas, matrimonios rotos, parejas que viven juntos sin compromiso formal, gran dificultad en la educación de los hijos, niños con problemas, una política que intenta acabar con la familia, y ya como extremo. la violencia doméstica. Ante esta realidad muchas personas no tienen una actitud crítica sino que simplemente  van viendo como normal todo lo que pasa. Solemos decir:” esto es lo que tenemos”, “esto ya es normal”, etc.
   ¿Nos hemos parado a pensar cuál es la razón de esta pérdida de los valores de la familia? y ¿Qué podemos hacer para mejorar la vivencia de la familia?
   Creo que una de las razones que está a la raíz de toda esta realidad es que nos falta capacidad para amar o no entendemos bien lo que es amar.
   Son muchas las personas que no conocen la felicidad ni la alegría  del amor o la amistad. No se sabe amar o  vivir la amistad. Se busca sólo  su propio interés y bienestar.  No se piensa en el bien de la otra persona. No se entiende el amor o la amistad como donación de sí mismo. Sólo se dedican a «sentirse bien». Todo lo demás es perder el tiempo. Vemos por ejemplo como al sexo practicado sin compromiso alguno lo llaman «amor». La relación interesada es «amistad».
    En todo momento buscan lo que les apetece. No hay otra inquietud, se piensa poco en el otro. Nada es bueno ni malo, todo depende de si sirve o no a los propios intereses. No hay más convicciones ni fidelidades.
   Para ser más humanos necesitamos entender y aprender a vivir el amor y la amistad. La verdadera amistad significa relación desinteresada afecto, atención al otro, dedicación.
   Al afecto y la atención al otro se une la fidelidad. Uno puede confiar en el amigo o en la persona que quiere  pues el verdadero amigo sigue siéndolo incluso en la desgracia y en la culpa. El amigo ofrece seguridad y acogida. Vive haciendo más humana y llevadera la vida de los demás. Es precisamente así como se siente a gusto con los otros.
   Tal vez una de las tareas pendientes del hombre moderno es aprender a amar y entender la amistad  desinteresadamente,
    Esta manera de amar como búsqueda del bien de la otra persona deme esta de fondo de toda  convivencia familiar y de la pareja, y que debería dar contenido más humano a todas las relaciones sociales.
   La palabra de Dios hoy nos invitan a vivir el amor como entrega al otro, sentirse feliz en la entrega a la otra persona y no buscando solo el propio interés. Necesitamos apostar por retomar el valor de la familia:
1. Fortalecer el amor, el diálogo y la compresión mutua en el matrimonio. Lamentablemente es una de las realidades en crisis. Necesitamos revalorizar el matrimonio. Lo normal no debe ser nunca la provisionalidad o la ruptura. El proyecto de Dios es “por eso el hombre se unirá a su mujer y formará una sola carne. Olvidamos fácilmente que el matrimonio para siempre es exigencia del amor y no de formas de entenderlo. La fiesta de la Sgda. Familia  nos invita a renovar el valor del matrimonio, a luchar por una pareja estable y feliz, a fortalecer el vínculo del matrimonio con las actitudes que nos plantea San Pablo en la segunda lectura.
2. Plantearnos mucho más en serio la relación y educación de los hijos. Tendríamos que estar más atentos no a lo que los niños piden sino a lo que los niños necesitan. Es importante tener criterios válidos en la educación. No es criterio lo que al niño le gusta, darle todo hecho, entretenerlo con juegos para que permanezca en el silencio y en la soledad. Son muchos los niños los que reclaman la atención, el cariño, la cercanía, el diálogo. Los niños no necesitan tantas cosas, necesitan sobre todo el cariño, la atención de  sus padres   
3.  La primera lectura nos hace también una llamada a mantener de modo especial el cariño a los mayores. “aunque chocheen ten indulgencia” Bastante duro le es a los mayores llevar el peso de la edad y de la enfermedad y necesitan de nuestra compresión, paciencia y cariño.
 Al celebrar  hoy la fiesta cristiana de la familia de Nazaret retomemos a esta familia que  sigue siendo para los creyentes estímulo y modelo de una vida familiar enraizada en el amor y la amistad.
Rvdo.Don Miguel A.Lantigua Barrera
    Párroco de Agüimes


           NOCHEBUENA Y NAVIDAD.(Ciclo B)
                                     Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado 
Gloria a Dios en el cielo y, en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Es el grito jubiloso de la Navidad, porque hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor (Lc 2,11). Así lo cantaron los ángeles en Belén, en la noche de la Navidad; también nosotros lo hemos cantado en esta noche santa y lo repiten todos los cristianos en todos los rincones del mundo.
¡Con qué alegría contempla este momento el profeta Isaías! Aunque sus palabras anuncian el nacimiento del hijo del rey Ajaz, de Judá, que, en el siglo VIII a. C. daría continuidad estable a la dinastía de David, inspirado por Dios, vislumbra la aparición del Mesías deseado que, como luz creadora (que recuerda la luz de la primera creación), rasgará las tinieblas que envolvían la tierra en la nada del pecado para dar origen a un mundo nuevo, lleno de la presencia de Dios; pues, en el Emmanuel (que significa Dios-con-nosotros), Dios se ha metido en nuestra carne y, desde dentro, ha comenzado a hacer nuevas todas las cosas.
El hijo que Dios nos ha dado en Belén lleva los títulos palaciegos de “Maravilla de Consejero”, pues nadie puede instruirnos más sabiamente que el que es la Palabra de Dios, la revelación de Dios; “Dios fuerte”,  a cuyo empuje no puede resistir ningún poder maligno; “Padre de eternidad”, el Viviente y fuente de la vida; “Príncipe de la paz”, por quien hemos sido reconciliados con Dios.
En Él, se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres (Tit 2,11). Como Hijo del Padre, Él está lleno de la gracia de Dios, de la bondad y del amor de nuestro Dios, y por Él, hemos recibido el favor misericordioso de nuestro Dios. Él es el regalo más precioso con que Dios nos obsequia a los hombres en la Navidad, a fin de que, participando de su vida divina, lleguemos a ser hijos de Dios.

Como hijos de Dios, hemos de vivir sobria, honrada y religiosamente, a fin de estar preparados para acogerlo con alborozo en su venida gloriosa en que nos hará partícipes de la dicha que tiene preparada a los que lo admiten en su vida.
En cuanto al relato del nacimiento de Jesús que nos ha regalado el evangelista Lucas, no se trata de un mito que transcurre en las esferas celestes y que repercute indirectamente a los hombres. Lo que estamos celebrando es un acontecimiento que ha sucedido en un lugar y un momento concreto de la historia de los hombres. Lucas lo encuadra con precisión en unas coordenadas geográfico-temporales: en Belén de Judá, en los tiempos del emperador Augusto.
El evangelista lo narra con la sobriedad de un cronista que da cuenta de los hechos, sin concesiones poéticas: María dio a luz a su hijo, que es el Hijo de Dios, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, pues sus padres no encontraron sitio en la posada y tuvieron que refugiarse en una gruta en que se cobijaban los animales. Tan sencillo como sorprendente: el Creador del cielo y de la tierra viene al mundo en situación de extrema pobreza, privado de los bienes materiales más necesarios, como es una vivienda digna.
Pero, con mirada inspirada por Dios, el escritor sagrado cae en la cuenta de la trascendencia del acontecimiento, hasta el punto de que la Santísima Trinidad está pendiente (si podemos hablar así) de lo que está sucediendo en Belén: que el Hijo eterno del Padre, engendrado en el seno de María por el poder del Espíritu, nace como uno más de los hombres para restaurar la humanidad pecadora, restablecer la comunión del hombre con Dios, y devolver a los hombres la esperanza de un final feliz de la historia humana compartiendo la gloria de Dios.
En el nacimiento de Jesús en Belén, Dios manifestó su gloria a los ángeles, esto es, les reveló su inmenso amor por los hombres, amor que lo había llevado a ejercitar todo su poder y su misericordia en favor de los hombres, muy por encima de cualquier cálculo y expectativa humana o angélica. De ahí que los ángeles exclamen con sorpresa admirativa: ¡Gloria a Dios en el cielo!, y, a modo de parabién hacia los hombres, les transmitan, en la persona de los pastores, el primer anuncio del Evangelio: En la tierra, paz a los hombres de buena voluntad. Paz, como compendio de la salvación y la dicha completa, para todos los hombres, es decir, una gran alegría para todo el pueblo.
Tenemos razón, hermanos, en felicitarnos las Pascuas, por sabernos tan queridos por Dios. Por ningún motivo debemos dudar de su amor, aunque, a veces, pueda parecernos incomprensible, como enigmático resulta el misterio de Belén.

Modesto García, OSA

         IV DOMINGO DE ADVIENTO.(Ciclo B)
                        He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)


Cuarto Domingo de Adviento, víspera gozosa de Nochebuena y Navidad. Los nombres de David y María que aparecen respectivamente en la primera lectura y en el Evangelio se alzan como centro y clave de la liturgia de este día, ya que constituyen dos modos diversos de interpretar el Adviento que toca a su fin y de vivir la ya inminente llegada de aquel a quien hemos esperado durante estas cuatro semanas.
Veamos, pues, qué nos quieren decir ambas figuras en la liturgia de este cuarto y último domingo de Adviento: al rey David lo vemos preocupado por construir un templo para el culto de Dios; María, en cambio, se hace disponible, ofreciendo un espacio interior de escucha y acogida. David, afanoso por llevar a cabo su proyecto, después de haber consultado a su consejero de confianza; María es capaz de introducirse en el proyecto de Dios, sin otro bagaje que una fe intrépida, y desde la entrega más completa, propia solamente de la criatura libre: He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38).
Ahora bien, los preparativos de David, aunque generosos y dictados por buenas intenciones, no son aceptados; Dios quiere otra cosa. Dios va más allá de los planes de los hombres. Su don supera infinitamente los deseos más audaces e “imposibles”. Dios no está de acuerdo con los sueños de grandeza del rey, que quiere hacer competencia a los templos más colosales que las otras naciones han alzado a sus divinidades. Más que habitar en una casa de piedras, Dios prefiere hacer de su pueblo la propia “casa”, y caminar con él. Dios prefiere las “piedras vivas” a los monumentos, dedicados a Él.
Sólo cuando David deje de moverse, y repose en paz en la tumba, Dios llevará a efecto su plan, que pasa, no a través del templo soñado por él, sino a través de su descendencia. La lección es transparente: no hay que confundir las promesas de Dios con las previsiones y esperas de los hombres. Por otra parte, también nuestro Adviento tiene el peligro, con harta frecuencia, de asemejarse a la programación de David.
Muchos cristianos, efectivamente, andan atrapados por los preparativos de la fiesta y ya no tienen tiempo de prepararse para la llegada de Jesús. Hasta es posible que ni siquiera piensen en ella. Repasan ansiosamente la lista de los regalos; se preocupan de las recetas para la cena o la comida, el cava, los últimos retoques del nacimiento o de los adornos del árbol, un tanto ajeno a la Navidad. “Menos mal que la Navidad sólo se celebra una vez al año”, murmura alguien, al pisar el umbral de la casa con los brazos repletos de paquetes.
Es posible que en el último momento hayas caído en la cuenta, con angustia, de que algo ha faltado. En realidad, ha faltado Alguien con mayúscula, precisamente el que es el centro y motivo de la Fiesta. Aún más, faltas, sobre todo, tú misma o tú mismo. Y es que te afanas por preparar la Navidad; y no has caído en la cuenta de que debes prepararte para ella. Y esto podrías haberlo hecho en la espera orante del personaje insustituible, porque si falta Él, la fiesta no tiene sentido; las luces brillantes no hacen sino acentuar la oscuridad, el árbol jamás echará raíces, los regalos que exhibe se marchitarán rápidamente, la mesa quedará desoladamente pobre, a pesar de la abundancia, y el vestido sólo servirá para enmascarar desaliñadamente el vacío.
Por suerte está ahí María. Ella es la que nos lleva a lo esencial, y nos conduce a la sencillez: con su silencio, con su actitud de escucha, con su capacidad de recibir, con su sublime pasividad. Dios tiene necesidad de ella. Él tiene necesidad de poder disponer de una criatura que no oponga resistencia a su acción, una criatura que se deje destruir sus posibles proyectos humanos, para participar en su plan inaudito. Una criatura que no diga: “he aquí lo que he pensado”, “he aquí lo que he decidido”, “he aquí lo que he preparado”; sino que diga sencillamente: he aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38).
María de Nazaret ofrece a su Señor el único espacio del que Él tiene necesidad: su cuerpo, su persona, todo su ser. A Dios el templo de piedra le viene estrecho; solamente el templo de carne puede contener su grandeza; únicamente la pequeñez logra abrazar la grandeza divina. El espacio más minúsculo es el único apto para hospedar al infinito. María ha dispuesto el verdadero santuario que Dios esperaba, lejísimos de los proyectos espectaculares del rey David, sin ninguna pretensión de entrar en competencia con los templos más famosos de otros pueblos. Ella es el modelo, imítala.
En vísperas ya de la fiesta de Navidad, aún hay tiempo de ultimar los detalles que acaso han faltado; precisamente la Eucaristía de este domingo y el tiempo que transcurra hasta mañana nos ofrece la oportunidad, convencidos de que no se trata de preparar cosas sino de prepararnos nosotros. María y José no pudieron ofrecer a Jesús ni una cuna hermosa ni una casa limpia para su nacimiento, pero se ofrecieron ellos mismo y le acogieron desde la fe, que es la mejor acogida.
Celebrar en cristiano la Navidad es superar la perspectiva de una “fiesta de invierno” o de una “fiesta de familia” que son cosas muy saludables, pero no suficientes para dotar de pleno sentido a esta Fiesta. Celebrar la Navidad en cristiano es acoger, como María y José, lo profundo de ese Dios que se hace Dios-con-nosotros, ese Cristo Jesús que se ha hecho nuestro Hermano y quiere cambiar nuestra historia y permanecer con nosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.

Teófilo Viñas, O.S.A

          III DOMINGO DE ADVIENTO.(Ciclo B)
                               " En medio de vosotros hay uno que no conocéis "

A las puertas de la Navidad, el texto evangélico de hoy nos presenta a un profeta enviado por Dios (Jn 1,6-8.19-28), se llama Juan y viene para dar testimonio de la luz. El evangelista nos dice que Juan es testigo y como testigo su misión es dar testimonio, en este caso testimonio de la luz. El Bautista es un puente para creer en la luz, es un testigo privilegiado cuya misión es prepararle al Mesías un pueblo bien dispuesto. Todo para que todos, sin excepción, creyeran por medio de Juan el Bautista. La segunda parte del evangelio de hoy (vv.19-28) nos refiere concretamente la manera cómo Juan Bautista da testimonio del Mesías que viene: no era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz (v.8), es testigo de Jesús, no es Jesús. Siempre es un testigo y como tal ocupa un lugar destacado en la historia de la salvación.
Las autoridades judías envían una embajada para investigar su labor. Con razón podían identificar a Juan como el Mesías esperado por su mensaje, por su estilo de vida, por su testimonio. Ante las preguntas a las que es sometido responde tres veces con rotundidad: No. No es ni Elías, ni el profeta, ni el Mesías esperado. Juan no tiene ningún interés en hablar sobre sí mismo: Él confesó: “yo no soy el Mesías” (v. 20). Su único propósito era el de concentrar la atención sobre el Mesías esperado y que ya estaba entre ellos. Entonces ¿quién es este hombre? Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor” (v.23). Juan Bautista no usurpa el lugar que le corresponde a Jesús. Es un testigo humilde y sincero que reconoce su lugar y misión, sabe que debe dar testimonio de Jesús y no se ajusta tanto a la pregunta que le hicieron como a los pensamientos que tenían en su mente: “Yo no soy el Mesías” (v.20). El gozo de Juan era que Cristo fuese más conocido que él. No era el esperado del pueblo, pero no deja de anunciarlo con una poderosa profesión de fe: En medio de vosotros hay uno que no conocéis (v.26).
Juan es el testigo en quien nos debemos fijar en estos días previos a la Navidad. La actitud de Juan, sea cual sea la historia en la que andamos sumergidos, nos marca un camino a los cristiano; su misión y nuestra misión es testificar o indicar la presencia de Cristo en el mundo, procurando que nuestro testimonio sea transparente y los hombres descubran en nosotros el rostro de Jesús. Sabemos que Jesús se encuentra entre nosotros, que está en medio de nuestro mundo. Tres actitudes destaca S. Pablo en la segunda lectura: la alegría, la oración y la gratitud. Estas tres actitudes cristianas señalan el modo cómo tenemos que esperar y descubrir al Señor porque esta es la voluntad de Dios respecto de vosotros (v.17). Pero para hacer posible estas tres actitudes fundamentales de un cristiano auténtico tenemos que dejar que el Espíritu Santo actúe dentro de cada uno. El Apóstol dice: No apaguéis el espíritu (v.19). Sin la luz del Espíritu Santo no podemos distinguir las obras de Dios y las que no son de Dios.
Nuestro testimonio debe realizarse con palabras y hechos concretos que muestren al que es la plena iluminación: Jesucristo. Y para lograrlo, el Evangelio nos pide que hagamos espacio al Dios encarnado, como lo hizo el Bautista, sin desvirtuar la Buena Nueva y sin hacernos propaganda a nosotros mismos. Pero además, nos pide que sepamos apartarnos para no estorbar al encuentro que se da entre Dios y cada persona. El testigo sabe apartarse para dar lugar a Dios, está abierto a la auténtica alegría, ha experimentado los efectos de la Luz en su propia vida. Esa Luz que da sentido a la existencia, que transfigura las tinieblas y que hace surgir la paz por la práctica de la justicia y del amor fraterno.
¡Cuántos cristianos han apagado la llama interior del Espíritu Santo! En la actual sociedad consumista en la que vivimos la Navidad sufre una especie de contaminación comercial, que corre el peligro de alterar su auténtico espíritu, caracterizado por el recogimiento, la sobriedad y una alegría no exterior sino íntima. Y si no reconocemos al Mesías entre nosotros, ¿qué celebramos en la Navidad? El testimonio de Juan es una llamada urgente a revisar nuestra vida. Ignorar a Cristo es ignorar lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nuestra salvación.

Vicente Martín, OS
          II DOMINGO DE ADVIENTO.(Ciclo B)
                                     << Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos>> (Mc 1,2)

En este Segundo Domingo de Adviento cobra protagonismo la idea de que algo grande se avecina y los textos que hemos leído inciden en ello desde varios puntos de vista. Así, el profeta Isaías, al tiempo que invita a preparar un camino al Señor (Is 40, 3), lo anuncia ya presente, caminando con ellos en la vuelta del destierro: Aquí está vuestro Dios (Is 40, 9); san Pedro, en la 2ª lectura, nos anima a llevar una vida santa y piadosa, mientras esperamos el Día de Dios (2Pe 3,12); finalmente, en el pasaje evangélico san Marcos nos presenta a san Juan Bautista repitiendo el mensaje de Isaías: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos (Mc, 1,2), añadiendo, además, que ya está presente y que él no es digno ni siquiera de desatarle la correa de sus sandalias (Mc 1,7).
Ahí está el múltiple mensaje que nos ofrece la liturgia de la palabra, al iniciar la segunda semana del Adviento. En la consigna preparad el camino,formulada por el Profeta y repetida por el Bautista y en la certeza de que el Señor ya ha venido y que aún continúa viniendo, estaría condensado lo más de nuestro quehacer en la preparación para la gran fiesta. No hace falta ser ingenieros de caminos para entender lo que pide la construcción de una autopista: una serie de infraestructuras, puentes, desvíos, desmontes. Las imágenes que emplea Isaías y repite san Juan Bautista hemos de aplicarlas a nuestra situación espiritual y humana. De modo que: los valles y los vacíos existentes en nuestra vida deberán ser rellenados, los montes de nuestra autosuficiencia o nuestro orgullo habrá que rebajarlos, lo torcido de nuestras trampas y ambigüedades deberá ser enderezado; no menos urgente es allanar lo escabroso de nuestros pecados e idolatrías.
La venida del Señor nos pide, como preparación, una actitud de fe y confiada espera. De esta manera lo expresaba san Pedro en la segunda lectura: Mientras esperáis estos acontecimientos procurad que Dios os encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables (2P 3, 14). Palabras que contienen una doble intención: nos avisan de que hemos de estar siempre preparados, porque el Señor podría llegar en cualquier momento, al finalizar nuestro recorrido en este mundo; en segundo lugar, las palabras de san Pedro nos dicen que este encuentro definitivo con Él, será feliz, sin duda, si en estos momentos especiales reavivamos nuestra preparación para recibirlo en la Navidad. Responda, pues, cada uno a esta pregunta: ¿Qué voy a hacer para preparar y vivir en cristiano las próximas Fiestas?
Seguramente lo que hagamos tendrá mucho que ver con este nombre: CONVERSIÓN; conversión esta que siempre es un proceso y consiste en un cambio de actitud en grande o en pequeño para mejor. Transformación interior que siempre tendrá su manifestación en frutos externos, en los que nunca se ha de buscar el aplauso de nadie sino la sencilla aprobación de Dios. No podemos quedar de brazos cruzados, cuando hay tanto que hacer para lograr un mundo más justo, más humano, más cristiano. Concretando: el esfuerzo por liberarse de los propios egoísmos ha de llevarnos a realizaciones altamente positivas en las estructuras familiares, sociales, eclesiales. A esta tarea hay que echarle mucho coraje y mucho amor.  Convertirse, en definitiva, es vivir en Cristo y esperar en Él.
La voz del Bautista la hace suya la Iglesia no sólo través de sus ministros sino de cada uno de sus miembros. Ellos la harán resonar en medio del desierto, desierto este en que se han convertido grandes áreas del mundo habitado, porque muchos de sus habitantes prescinden, o pretenden prescindir, de lo espiritual y lo transcendente. En todo caso, en el desierto hay oasis en los moramos todos los cristianos que hemos optado por escuchar esa voz y, por supuesto, queremos seguirla lo más fielmente posible; puede haber momentos en que cunde el desánimo por mil motivos, por ello se hace necesario volver a escuchar la llamada del Adviento, para así reemprender con ganas el camino. Sepamos también que cada uno de los moradores del oasis, con su palabra y su vida ejemplar, se transforma en pregonero del mensaje del Bautista; debes saber que ayudando a salvar al hermano, tanto al que está dentro como al que está fuera, te has salvado a ti mismo.
Concluyamos repitiendo, una vez más: en este Adviento se deberá notar, de verdad, que no sólo la comunidad sino cada uno personalmente, hemos cambiado en algo: que preparamos y ayudamos a otros a preparar el camino. Ante el desánimo o la pereza el Adviento nos invita a no perder la esperanza y a seguir trabajando para que se hagan una realidad esos cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia (2Pe 3, 13) de que nos hablaba san Pedro en su carta. El mundo mejorará si mejora nuestro entorno más cercano; para ello, de inmediato habrá que poner a nuestro alrededor un poco más de cariño, más solidaridad, más optimismo; en cristiano,  más caridad.
Y para llevar a cabo todo esto contamos con el “viático”, es decir, el alimento para el camino, que nos dejó Cristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía: su palabra y su Cuerpo y Sangre, como luz y comida para no desfallecer o desorientarnos en nuestro caminar. Como anticipo de lo que le digamos cuando llegue el momento de recibirlo sacramentalmente, aquí está nuestra oración: Haz, Señor, que la levadura de tu reino nos convierta en hombres y mujeres nuevos a la medida de Cristo Jesús, para que seamos fermento capaz de transformar desde dentro las estructuras familiares, laborales, políticas y económicas, posibilitando el nacimiento del hombre y de un mundo nuevos. Amén.
Teófilo Viñas, O.S.A
              I DOMINGO DE ADVIENTO.(Ciclo B)
                                      «¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!» (Is 63,19)

El primer domingo de Adviento marca el comienzo del año litúrgico. En realidad, lo que señala es el principio del tiempo nuevo, por el nacimiento del Salvador, Jesús, que divide la historia humana en un antes y un después. Las cuatro semanas de Adviento son el periodo de preparación que determina la Iglesia para disponernos a recibir al Señor, que viene a nuestro encuentro. Estas cuatro semanas, junto con la Natividad del Señor, la Sagrada Familia, la solemnidad de Santa María Madre de Dios y la Circuncisión de Jesús, la Epifanía (o Reyes Magos) y el Bautismo de Jesús conforman el ciclo de Navidad.
Se exterioriza el paso del tiempo ordinario al ciclo de Navidad por el cambio de color de los ornamentos litúrgicos, que mudan el color verde por el morado, propio del Adviento. El significado de los colores litúrgicos es como sigue: el color blanco simboliza la alegría y la pureza, el tiempo de júbilo y la paz; el color morado representa la preparación espiritual y la penitencia; el verde significa la virtud de la esperanza; el rojo evoca la sangre derramada de los mártires y la fuerza del Espíritu Santo.
En el ciclo de Navidad, celebramos la venida del Hijo de Dios en carne mortal, desde la morada celeste -que es propia de Dios y en la que ha dado cabida a los ángeles- al cosmos, en que ha situado la morada de los hombres. Pero, desde que la comunidad de creyentes en Cristo tomó conciencia de la presencia real de Dios en medio de los hombres por la encarnación, muerte, resurrección y ascensión de Jesús a los cielos, para llevar a cabo la obra de la salvación, la Iglesia no dejó de mirar, con un ojo, hacia la primera venida en humildad del Mesías de Dios, y, con el otro, hacia la segunda venida del Hijo del hombre en su gloria, a juzgar al mundo, es decir, a completar la salvación del universo (todavía en proceso), llevándolo a la plena comunión con Él y con el Padre en el Espíritu Santo. Ambas venidas del Señor son inseparables, pues la primera venida en humildad se ordenaba a la segunda, en gloria; y la venida para instaurar el Reino de Dios, no hubiera sido posible sin la venida en carne mortal.
Por eso, no es de extrañar que, al iniciar el tiempo de preparación para la Navidad, el evangelio apunte hacia la segunda venida de Cristo, la parusía, exhortando a la vigilancia y a la responsabilidad, es decir, a no descuidarse y a no aflojar la intensidad en el esfuerzo por hacer efectiva la gracia que Dios nos ha dado en Cristo, al hacernos hijos suyos.
De hecho, la Iglesia primitiva vivió con tal intensidad la expectación de la venida gloriosa del Señor que llegó a sentirla temporalmente cercana. En virtud de esta expectación, la comunidad de creyentes se estimulaba a no relajarse, llevando una vida mundana, sino a tratar de vivir conforme a la nueva vida inaugurada por Cristo, para todos los hombres, plenamente identificada con Dios, en el caso personal de Cristo. Vida de la que participamos ya los bautizados en Jesucristo, y que se debe caracterizar por una conducta que se asemeje a la santidad de Dios.
Pero, por el pecado, el hombre experimenta que Dios le oculta su rostro, por lo que se siente huérfano, y marchito como las hojas, e incapaz de revertir la situación. Mas, no obstante, recuerda que el Dios del cielo es un Dios que se vuelca con quien espera en Él, y que sale al encuentro de quien practica la justicia. Dios, es nuestro padre porque nos hizo, como el alfarero a la vasija (Is 64,7) y porque nos ha liberado del pecado y de la muerte, como tenía obligación de hacer el pariente más próximo con el familiar oprimido (Is 63,16b).
Para esto se hizo hombre el Hijo de Dios, para que los hombres nos convirtiéramos en hijos de Dios, llevando a plenitud la semejanza que Dios plasmó en la naturaleza del varón y de la mujer, cuando los creó al principio (Gén 1,27).
El distintivo de los hijos de Dios ha de ser el amor (en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros [Jn 13,35]): amor con que el Padre engendró al Hijo, y que éste correspondió de igual manera, inspirando ambos el Amor mutuo, el Espíritu Santo o tercera dimensión de Dios. Sólo viviendo en un amor puro puede el hombre integrarse plenamente en la vida de Dios, hacerse partícipe de su naturaleza divina y gozar de su inmortalidad.
No se puede posponer esta tarea hasta que empiecen a manifestarse los presagios de la segunda venida de Cristo, como si ésta hubiera de retrasarse indefinidamente, cuando lo cierto es que el Señor ya ha venido, nos ha redimido y ha sido recibido en la gloria de Dios, participada por los ángeles. Dios ha venido a nuestro mundo, viene constantemente llamando a nuestra puerta, y vendrá al fin del mundo. ¡Ahora! es, pues, el tiempo de la gracia y de la misericordia.

Debemos considerarnos afortunados por haber conocido la venida del Hijo de Dios a la tierra; al mismo tiempo, hemos de sentir la responsabilidad de admitirlo en nuestras vidas, ordenando cada uno la suya conforme a los valores que se sustentan en Cristo, y dando testimonio de Él con nuestras obras, para que los hombres crean en Él y den gloria a Dios
Modesto García, OS