Meditaciones del evangelio del domingo. Ciclo A

    DOMINGO 34 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                         " Jesús Rey del Universo."

Hemos llegado a la solemnidad de Cristo Rey, último domingo del ciclo litúrgico. El evangelio nos presenta la escena del juicio final. Jesucristo nos ofrece la materia del juicio, es decir qué es lo que va a considerar decisivo para colocarnos a su derecha o a su izquierda. -derecha e izquierda tienen sentido simbólico no político; en la Escritura la derecha siempre es signo de bendición, la izquierda significa todo lo contrario, lo negativo-. 
En el evangelio de San Mateo Jesucristo termina la predicación pública con el mismo tema con que la había iniciado: bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, lo que tienen hambre, los misericordiosos… (Mt 5,3-12). En el Sermón de la Montaña bienaventuranzas y justicia van unidas: Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (v. 12), y en el tema del juicio final también van unidas la justicia y la vida, tanto para los que están a su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre: heredad… (v. 34) como para los que están a su izquierda y no han querido ver Cristo en la persona necesitada: Apartaos de mí, malditos… (v.41). Todos estaremos frente a Cristo Rey y será puesta al desnudo la autenticidad de nuestra relación con Dios, lo que cada uno ha hecho o ha dejado de hacer. En realidad seremos nosotros mismos quienes nos dictaremos la sentencia según hayamos acogido o rechazado al necesitado. Jesucristo solamente constatará lo que hemos hecho, lo que día a día hemos escrito con hechos .  Jesús nos lo anticipa para que abramos los ojos. Estamos a tiempo de prepararnos un juicio favorable.
En la escena evangélica no se pronuncian palabras como justicia, solidaridad, amor. Jesús habla de comida, de ropa, de bebida, de techo para guarecerse. Jesucristo se identifica con los indefensos, por ello nuestra actitud hacia ellos expresa realmente cuál es nuestra actitud hacia Dios. Solamente liberando a quienes sufren construiremos la vida tal como Dios la quiere. A Cristo no se le encuentra en las nubes, se le encuentra entre los más insignificantes, aunque no pertenezcan a nuestra comunidad. Para acceder al reino, tenemos que pasar por la vida de los hermanos: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis (v.40). Los que están a la derecha responderán al juicio: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero y te recogimos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? (v.39) y reformulado, lo volvemos a escuchar (v.44) cuando los que están a su izquierda le hacen la misma pregunta. Jesús se identifica con todo tipo de necesitados, está presente de manera real en todos y en cada una de estas personas. Según la parábola es más importante el amor y servicio a los pobres que preocuparse de reconocer en ellos la presencia de Jesús.

Si nuestra religiosidad se fundamentada sólo en el culto y en las oraciones, no escucharemos la voz de Jesús que nos invita a entrar en la casa del Padre. Lo esencial y de lo que seremos juzgados pasa por la atención que hemos prestado al hermano necesitado. Importa no sólo escuchar este evangelio, sino leerlo y releerlo. De seguro que en la vida de cada uno tenemos muchas cosas que cambiar si queremos ser fieles al Señor. Debemos preguntarnos si los pobres, los necesitados marcan nuestras prioridades y si nuestro estilo de vida está en conformidad con lo que hoy nos pide el evangelio.
Vicente Martín. O.S.A

              DOMINGO 33 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                     "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco..." 

La liturgia de la Palabra de este Domingo nos apremia a hacer fructificar todas las capacidades que Dios nos ha regalado, con el fin de colaborar a la construcción de su Reino. Y como siempre, el tema viene recogido principalmente en la primera lectura y en la parábola del evangelio, aunque hoy también san Pablo en la segunda lectura completa la urgencia de la llamada, al recordarnos en su carta a los cristianos de Tesalónica que, por ser hijos de la luz y del día y no de la noche y de las tinieblas (1Tes 5,5), hemos de sentirnos especialmente responsables de llevar a cabo tan ineludible tarea personal.
En cuanto a la parábola de los talentos, la destinataria es toda la comunidad eclesial y, dentro de ella, cada uno de sus miembros. Lo que sí hemos de tener en cuenta a la hora de interpretarla es que el dueño de los talentos es Cristo Jesús que, después de su ascensión, se ausentó visiblemente y que su vuelta se dará la segunda venida;  por supuesto, los empleados somos cada uno de nosotros, a quienes encomendó los citados talentos con la misión de hacerlos fructificar. El talento en la antigüedad era una “moneda imaginaria de mucho valor” y eso es lo que significa en el pasaje evangélico; efectivamente los valores que encontramos en la vida cristiana son los dones máximos que Dios nos ha regalado.
Por otra parte, además de estos dones especiales otorgados a los creyentes en Cristo, existen muchos otros valores naturales que creyentes y no creyentes comparten sencillamente por el hecho de ser personas. Y por lo mismo, todos han de empeñarse en hacerlos fructificar; de ello habrán de rendir cuentas no sólo ante quien se los entregó -crean o no crean en él- sino también ante los hombres, sus semejantes. Entre esos preciosos bienes naturales podríamos destacar: la vida, el primero y el fundamento de todos los demás, la creación entera, en la que el hombre está inmerso, la sociedad a ser construida por todos, la inteligencia, la libertad, la justicia, la educación, la familia, la amistad, la salud y un largo etc.
   Pero, sobre todo como cristianos, hemos de ser conscientes de que tales bienes no se nos dan para nuestro uso privado y exclusivo, puesto que, más que propietarios, somos administradores de ellos. Por eso, Dios nos pedirá más estrecha cuenta de lo que hemos hecho al servicio del reino de Dios que es lo mismo que servir a los hombres, nuestros hermanos. Es lo que se nos recuerda, tanto en el evangelio de hoy como en la primera lectura, donde hay una valoración del trabajo humano en su dimensión personal, familiar y social. En el pasaje del libro de los Proverbios se alaba a la mujer hacendosa, llena de amor a su familia y a toda la servidumbre; en la lectura evangélica también se ensalza al marido, varón fiel y cumplidor, sin olvidarse de denunciar al perezoso y holgazán. Hay que poner al servicio de Dios y de la comunidad humana los talentos que hemos recibido de Él.
¿Cómo no aprovechar la denuncia del empleado inútil, por abstencionista o perezoso, para reflexionar si nosotros no estamos, en ciertos momentos, retratados con mayor o menor intensidad de luz en esa denuncia? No acostumbramos a examinarnos y, por eso, no nos sentimos culpables de los pecados de omisión. Sin embargo, el absentismo, la apatía, la pereza, la comodidad, el miedo, la falta de compromiso, la cosa no va conmigo, ciertas actitudes egoístas…, constituyen auténticos pecados sociales en no pocos cristianos hoy en día; no, no podemos cruzarnos de brazos. Nuestro seguimiento de Jesús tiene que ser fecundo; de lo contrario, no seremos aprobados. Dios reparte sus bienes como quiere y según la capacidad de cada uno, pero a todos pide la misma dedicación personal.
Hay muchos bautizados que entierran los talentos que han recibido, apuntándose al mínimo obligatorio o incluso al abandono total por no querer complicarse la vida ni tener que arriesgar nada en un compromiso serio por el bien de los demás. Viven instalados, apáticos, desilusionados, indiferentes a todo. A imitación del criado holgazán, no malgastan la pequeña fortuna que le han entregado, pero la dejan abandonada; se contentan con mantenerla intacta, pero infecunda; un caso concreto es de la fe cristiana que, heredada de su de sus padres, nunca piensan que les exige algo más que su conservación sin compromiso alguno.
Ahora bien, en cualquier sector de la actividad humana el simple hecho de conservar y no perder es insuficiente. Lo mismo sucede en el servicio de Dios y de los hermanos. Convencidos de ello, hemos de asumir el riesgo de invertir nuestros talentos en la construcción del reino de Dios en los ámbitos en los que se desarrolla nuestra vida personal, de familia, de trabajo y de sociedad. Lo contrario es renunciar a ser persona y cristiano, es enterrarse en vida con nuestros valores en conserva. Jesús no fundó el cristianismo como una religión de museo, sino una Comunidad -la Iglesia- de dinámicos creyentes, que siempre estarán dispuestos a vivir ejemplarmente el estilo de propio Fundador.

Y para que ello sea así quiero terminar mis palabras con una oración, invitándoles a hacerla especialmente personal: “Acompáñanos, Señor, con tu Espíritu de creatividad fecunda, a fin de que, haciendo producir los talentos que tú nos has dado para el servicio del reinado de Dios y para bien de nuestros hermanos, merezcamos en tu venida gloriosa escuchar de tus labios las palabras dirigidas al servidor responsable y fiel: Entra tu también en el gozo del banquete de tu Señor”. Que así sea.
Teófilo Viñas.OSA 
            DOMINGO 32 ORDINARIO.(Ciclo A)
                             "Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora"

Acaba ya el año litúrgico. A partir del último domingo de este mes comienza el nuevo con el adviento, que nos prepara para la vivir la Navidad y el nuevo año. Coincidiendo con este final, la Iglesia medita los misterios del después de la vida en este mundo. Hoy nos invita a reflexionar sobre la muerte. “Frente a la muerte el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (C.I.C. 1006; Vat II, GS 18). Todos hemos de morir. “Está establecido que todos los hombres mueran una sola vez” (Hb 9,27).
Sin embargo no será ése nuestro último destino. Cierto que la muerte es consecuencia y castigo del pecado que el primer hombre, Adán, cometiera: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque eres polvo y al polvo volverás” (Ge 3,19).
Pero no eran estos los planes de Dios. “Dios creó al hombre incorruptible, mas por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2,23-24). Y no mudó de intención tras el pecado de Adán. En la cruz cargó con nuestros pecados para liberarnos de ellos, y en la cruz cargó con la muerte para otorgarnos la vida eterna. Así la obediencia de Cristo hasta la muerte transformó la maldición de la muerte en bendición (v. Ro 5,19-21).
Los cristianos tenemos la ventaja de poder enfrentar su misterio desde la fe con conocimiento cierto de lo que será. San Pablo habla de morir en Cristo y de vivir para el Señor. El evangelio de hoy habla de la muerte como un despertar para unirse al gozo de Cristo, el esposo que celebra sus bodas con la Iglesia, su esposa, en el banquete eterno.
Nadie sabe cuándo llegará. Jesús nos avisa para que vivamos preparados y vigilantes. Los mayores sabemos por ley de vida que necesariamente nos queda menos tiempo; pero todos los días hay niños y jóvenes que mueren. Nadie puede prometerse con certeza un minuto más de vida. El Señor nos advierte con apremio que estemos dispuestos para responder enseguida a la llamada. La llama encendida que da derecho a acompañar al Esposo es la fe. Hay que mantenerla siempre encendida y vigorosa, hay que mantenerla así con el aceite de la oración, los sacramentos y las buenas obras. Pese a que no podamos estar viendo a Dios continuamente y a veces por nuestras faltas la fe se adormezca y el sentido de lo eterno se debilite, mantengámoslo encendido, es decir evitemos sobre todo el pecado mortal, que nos mata la vida de Dios. “Vanidad de vanidades y todo vanidad. Todo es atrapar viento” –dice la Biblia en el libro del Cohelet–. Todo aquello que hayamos hecho sin preocuparnos de hacerlo porque Dios lo quería y como Dios lo quería, perecerá. “Basta de palabras –prosigue el Cohelet–. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos; que eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto a ver si es bueno o malo” (Coh 1,2.17; 12,13-14).
Vigilar, pues, es estar alertas al valor transcendente de la vida, lo que significa ser conscientes de que la vida que vivimos no es sólo la de este mundo, que vemos, oímos y palpamos, pero que se acabará, dejando como mucho, como los navíos en la mar, una estela que pronto se extingue. Si no se tienen ideas claras, la vida no vale nada. Pero si vale, ha de tener sentido y éste sólo podemos dárselo más allá de la muerte.
Todas las grandes culturas llegaron a conocer esta verdad. También los antiguos pobladores americanos de tribus y culturas diferentes. Lo atestiguan, aun con errores, su culto a los muertos y sus monumentos funerarios. Nosotros sabemos lo que sucede tras la muerte por la palabra de Jesús. Somos ciudadanos del mundo futuro más que de éste. Hemos sido creados y vivimos para estar aquí unos años y ganarnos un lugar junto al Padre, al Hijo y al Espíritu y participar de la fidelidad de Dios sin que nunca se termine. Ésa es nuestra tierra, nuestra patria real. Queramos o no, es nuestro destino. Por eso la vida es importante, porque se vive para la eternidad. Quien no se da cuenta, duerme y está cavando su propia ruina eterna. Más allá del mero valor humano y terreno de las obras, está su valor eterno, el sobrenatural, el que tienen ante el juicio de Dios: “Está determinado para todo hombre que morirá una sola vez y después será juzgado” (Hb 9,27).
Porque es natural el miedo a lo desconocido y el miedo a la muerte, debemos pedir constantemente a Dios la gracia de una buena muerte. Tengamos además en cuenta que la gracia de la perseverancia final, la de morir en gracia de Dios, es una gracia especial y la gracia nunca se merece sino que se alcanza por la oración confiada y perseverante. “De la muerte repentina e imprevista líbranos, Señor”, pedían las antiguas letanías de los santos. “La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte y a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» y a confiarnos a S. José, patrono de la buena muerte” (C.I.C. 1014). Hagámoslo por nosotros y por los pecadores.
Los buscadores de oro sacuden su cedazo para encontrar entre kilos y kilos de arena alguna pepita de oro para poder vivir. Viviendo nuestras obras normales al son de la fe y del Evangelio, las convertimos todas en oro de lo mejor para la vida eterna. Estemos siempre despiertos con la fe encendida y brillante; vivamos en Cristo para celebrar un día eternamente sus bodas con la Iglesia su esposa, es decir con todos nosotros.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

            DOMINGO 31 ORDINARIO.(Ciclo A) 
                                                   "El que se humilla ,será elevado"

La primera lectura está tomada del profeta Malaquías, profeta en Israel en torno al cuatrocientos cincuenta antes de Cristo. Malaquías se dirige especialmente a los sacerdotes que servían en el templo, porque suponía que ellos eran los que primeramente debieran servir de ejemplo para el resto de la nación. Sin embargo, fueron los primeros en menospreciar el nombre de Dios, ofreciendo un culto impuro, contaminado, contrario a las leyes que Dios había ordenado y porque abierta y sistemáticamente desobedecían a Dios. Su actitud ante el pueblo era de pública rebeldía, de abierto enfrentamiento hacia el Señor.
El evangelio de Mateo es directo y tajante y va en la línea de Malaquías. Jesús desenmascara una vez más la falsedad de escribas y fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen (v.3). Los escribas y fariseos eran los encargados de enseñar la Palabra de Dios, de interpretarla en las sinagogas desde un asiento especial y reservado: catedra de Moisés (v.2). Lo censurable de los escribas y fariseos no era lo que enseñaban sino lo que hacían o dejaban de hacer, porque los fariseos decían muchas cosas correctas, pero no las ponían en práctica, sólo las cargaban a los demás, hacían todas sus obras para ser vistos y aplaudidos. Había una profunda contradicción entre sus palabras y sus obras, entre su exterior y su interior. El exterior era perfecto, pero en su interior eran sepulcros blanqueados (Mt 23,27). Los fariseos estaban llenos de orgullo, pero Jesús enseñó que un líder debe caracterizarse por su humildad y su espíritu de servicio: el que es el primero entre vosotros, será vuestro servidorEl que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (v.11-12). 
El discurso se dirige también a los discípulos (v. 1), es decir, a nosotros, que también estamos expuestos a caer en los mismos vicios que aquí se condenan, a decir y no hacer, a cargar a los demás con cargas que nosotros ni intentamos cumplir. Estamos tentados de la vanidad, de la ostentación en el cumplimiento, de la incapacidad para discernir lo fundamental de lo accidental y secundario, de la falta de correspondencia entre la doctrina y la vida. La religión cuando no surge del corazón se convierte en algo que abruma y asfixia. Las palabras litúrgicas de hoy son tan claras que unos y otros podemos correr el peligro de intentar pasar por alto, haciendo oídos sordos, pensando que no está hablando de nosotros, o que los demás son más para que no nos pueda señalar. Son una invitación a quitarnos las caretas, a cuidar nuestro interior, a que no nos llamemos cristianos y vivamos y actuemos con los criterios del mundo, a sentir de la manera más parecida a Jesús, porque sacerdotes y laicos no siempre actuamos así. Entre la legión de sacerdotes que entregan diariamente su vida en favor de los hombres, desafortunadamente tenemos que pensar sobre los escándalos sexuales de muchos sacerdotes en diversas partes del mundo. Como dice el profeta Malaquías se apartaron del camino recto y han hecho que muchos tropiecen en la ley (Mal 2,8). A la hora de reflexionar sobre estos textos me preguntaba: si yo hubiera hecho todo lo que he dicho, ¿cómo sería hoy mi vida de fe, de caridad, de relación con Dios? He dicho y he enseñado muchas cosas que yo no he cumplido… Si los padres, que se quejan de la conducta de sus hijos, hubieran practicado lo que les exigen, cuál sería el comportamiento de los mismos?… Ante tanto fracaso matrimonial, si los esposos hubieran hecho realidad las promesas de entrega que se hicieron, ¿cómo sería su vida actualmente?…

Jesús demostró que vino a este mundo a servir y no a ser servido, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres…, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil 2,7-8). En la Iglesia no puede haber superiores, nadie es más que nadie. Todo cargo tiene que ser un servicio, no un honor o un motivo para mirar de reojo a los demás. Jesucristo nos ha dado ejemplo. Como comunidad de Jesús estamos llamados a alimentar la fraternidad y la fraternidad nace de la experiencia de que Dios es Padre, y hace de todos nosotros hermanos y hermanas. La ley primordial es: todos vosotros sois hermanos (v.8). La Eucaristía no puede ser una obligación, sino el compromiso de tomar nota de lo que estamos celebrando, de cumplir las palabras del Señor que en la consagración nos dice: haced esto en memoria mía, haced y actuad de la misma manera que yo.
Vicente Martín, OSA

         DOMINGO 30 ORDINARIO.(Ciclo A)
‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’ 

Acabamos de ver que un fariseo, experto en la ley,  le hace una pregunta a Jesús para ponerlo a prueba (Mt 22,35), es decir, con una intención poco buena; y sin embargo, habrá que estarle agradecidos, porque le dio la oportunidad para afirmar que el principal mandamiento es: amar a Dios y al prójimo. Ésta fue la respuesta de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu alma”. Este es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas (Mt 22,17-30).

La verdad es que los términos en que se expresa Jesús no constituían novedad para un judío; la novedad está en que, preguntado por el primero, Jesús le cita también el segundo, ya que ambos amores constituyen conjuntamente el centro de la Ley, algo olvidado por escribas y fariseos que andaban perdidos en una enmarañada selva de normas rituales. Es decir, Jesús aporta un principio-síntesis que unifica y equipara dos mandamientos que los especialistas de la Ley entendían y explicaban como diferentes, diferentes y a muy distinto nivel. Pero, y ¿quién es mi prójimo? (Lc 10,29), le preguntarán en cierta ocasión. -Todo el que te necesita, responderá Él (Lc 10,37). La unidad del precepto de amar a Dios y al prójimo es indisoluble. Aún más: en él se resume toda la Ley.
Quien dice que ama a Dios y no ama al hombre es un mentiroso (1 Jn 4,20), dice san Juan, ya  que Dios se encarna  de alguna manera en el prójimo, que es todo hombre. Jesús prima el amor como el marco, el contexto y la esencia de la Ley entera. Es el amor, a Dios y al prójimo, quien quiera que éste sea, lo que da valor y consistencia a la observancia legal y no viceversa, porque el amor es el espíritu que alienta en la letra de la Ley del Señor. “Mi amor es mi peso y por él soy llevado donde quiera que soy llevado”, dice san Agustín (Conf. XIII, 10); afirmación esta que, lejos de ser una mera tautología, expresa justamente que es el amor el que nos arrastra a actuar bien o mal.
Dios es amor (1 Jn 4,16), volverá a decirnos San Juan, y, así se ha revelado cuando salió  al encuentro del hombre por medio de su Hijo, Cristo Jesús. A su vez,  toda persona humana encuentra su más cabal definición como “un ser creado para amar y ser amado”, definición esta que expresa justamente la realidad psicológica y el núcleo de la persona, en sintonía con la antropología actual y la orientación del Concilio Vaticano II. Una condición: para que el amor sea pleno y verdadero ha de ir fundamentado en el único que puede hacerlo: Dios mismo. De no ser así, tu amor es falso o, al menos, no pleno.
 Dios conoce muy bien nuestra psicología. A esa estructura psico-afectiva  del hombre responde la progresiva pedagogía de su manifestación, que culmina en Jesús de Nazaret. Y en este “sacramento del encuentro con Dios” que es Cristo, Dios se revela como amor que busca al hombre y que le pide una respuesta de la misma naturaleza afectiva para con Dios y con el prójimo. Acorde con nuestro “propio peso” que es el amor, toda la enseñanza y la Ley de Cristo se resumen en que amemos a Dios y a los prójimos-hermanos, porque Dios nos amó primero en la persona de su Hijo. Ése es el compendio de la buena noticia.
Así pues, la liturgia de la palabra de este domingo nos invita a abrirnos al misterio de Dios y del prójimo por el camino de la fe que actúa por el amor, ya que para encontrarnos con Dios y con nuestros prójimos no hay medio mejor que el amor mismo, que es nuestro centro de gravedad. Claro que es distinto el amor del hombre a Dios del que el hombre profesa a sus semejantes; se distinguen conceptualmente, sí, pero nunca será posible vivir uno a espaldas del otro. Y a la hora de concretar el verdadero amor al otro, bastaría solamente recordar que “obras son amores”, es decir, amor y servicio se identifican.
Sobre ese peso vital que es el amor, verdadero o falso, dice san Agustín: “Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial” (De civ. Dei, XIV, 18). Anotemos únicamente que ese amor de sí mismo que sólo busca el placer, el dinero, el poder, el sexo, la droga, el alcohol, afán de poseer…, hace imposibles tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Añadamos, también, que una persona de bien, movida por un amor-caridad, siempre deberá recordar que “corregir al que yerra” es una importante obra de caridad.
Por otra parte, el “amar al prójimo como a sí mismo” tendrá una nueva formulación: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado (Jn 15,12). El término de comparación ya no es el amor que tú tienes a ti mismo sino el que tiene el Señor por ti, es decir, un amor de amistad que tú has aceptado o para que lo aceptes. Entonces, claro que quedas incluido entre los amigos de Jesús: Vosotros sois mis amigos (Jn 15, 14). Y además ese amor de amistad con el Señor ha de llevarte también a amar a quien no te quiere o incluso te odia: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44).

Finalmente quienes, por la fe, confesamos a Dios en Jesucristo, necesitamos reconocer su presencia en los hombres. Es ésta una identificación esencial, ya que en el encuentro definitivo con el Señor nuestro destino será la consecuencia del amor hecho obras: Cada vez que lo hicisteis (o no lo hicisteis) con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 26, 40). Que ¿quién es tu prójimo? -Todo el que está necesitado de tu amor.
Teófilo Viñas.OSA
             DOMINGO 29 ORDINARIO.(Ciclo A)
                       (Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios)

De las tres lecturas de la Escritura (cuatro si incluimos el salmo) que se proclaman cada domingo en la celebración de la Eucaristía, el evangelio es –por razones obvias– el que marca el tema principal. La primera lectura guarda relación temática con el evangelio, y el salmo se relaciona con la primera lectura como la oración con que el pueblo responde a la palabra que Dios le ha dirigido en la primera lectura. La segunda lectura se toma normalmente de una carta apostólica, de la que se hace una lectura continuada domingo tras domingo y que, sólo casualmente, algún domingo enlaza con el tema de las otras lecturas.

Este domingo la pieza fundamental de la palabra de Dios es la discusión sobre el tributo al César, entre Jesús y sus enemigos, los cuales le tienden una trampa para provocar que cometa un desliz y así, o bien enfrentarlo con la gente (si decía que había que pagar impuesto a Roma), o bien denunciarlo a las autoridades romanas, si lo negaba.
Recordemos que, en tiempos de Jesús, Israel es un territorio ocupado por los romanos, y el tributo que los judíos tenían que pagar a Roma en moneda romana era una forma práctica de sometimiento al César. Los judíos estaban divididos entre los colaboracionistas (los saduceos), los rebeldes (los zelotas), y los que, muy a su pesar, aceptaban la situación de hecho. Pues, al reconocer el curso legal de la moneda romana (el denario), acuñada con la efigie del César (lo cual entraba en contradicción con el férreo monoteísmo judío), y usarla en la vida diaria, es que admitían entrar en el sistema económico y debían aceptar sus consecuencias.
Los enemigos mortales de Jesús (los fariseos y los herodianos) encuentran una ocasión para ponerlo en un aprieto. Se presentan en actitud conciliadora, y, bajo palabras suaves, esconden su maldad. “El cumplido un poco torpe con que introducen la conversación, tiene el fin de ocultar lo traicionero de su pregunta, provocando a Jesús a una respuesta descuidada y sincera” (Schmid, Herder, 321). Los enemigos de Jesús intentan conducirlo al terreno peligroso de la vertiente económica de la política, donde se jugaba la lealtad y sumisión al poder imperial.
Pero Jesús los conocía y los desenmascara poniendo de manifiesto su hipocresía, pues, por un lado, pretenden enfrentar al Maestro con el poder de Roma, en el caso de que niegue la legitimidad del impuesto, mientras, por otro, dan curso legal a la moneda del impuesto, que llevaba la efigie del emperador Tiberio, señal de pertenencia al emperador, como símbolo de su poder y autoridad.
Jesús actúa con astucia pidiéndoles que le muestren la moneda del impuesto, que era la que llevaba la efigie del César. Emplea un juego de palabras por medio del cual les hace decir en público lo que en modo alguno hubieran dicho reflexivamente. A la pregunta de Jesús: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?», ellos querían responder que la figura y la inscripción eran del César; pero la pregunta y la respuesta están hechas de tal modo que lo que se entiende de la respuesta es que es la moneda lo que es del César. De donde se sigue que le sirven en bandeja a Jesús una salida airosa, que deja abochornados a sus enemigos, pues ellos mismos terminan confesando que es legítimo dar al César lo que es del César, o sea, pagar el impuesto. Jesús viene a decir a sus adversarios que “puesto que aceptan prácticamente los beneficios y la autoridad del poder romano, del que esa moneda es el símbolo, pueden e incluso deben rendirle el homenaje de su obediencia y de sus bienes, sin perjuicio de lo que, por otro lado, deben a la autoridad superior de Dios” (Biblia de Jerusalén).
Jesús, no sale airoso de la contienda, sino que eleva el planteamiento de la disputa cuerpo a cuerpo, a categoría religiosa: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ya que Dios está por encima de todos los poderes de la tierra (la tierra se la ha dejado a los hombres); ahora bien, el hombre es imagen de Dios y, por tanto, ha de entregarse enteramente a Él.
Ésta es, a mi juicio, la principal enseñanza que Dios nos brinda este domingo, confirmada por el oráculo de investidura de Ciro -transmitido por el profeta Isaías- y por el salmo responsorial.
El Señor es el dueño de toda la tierra y de todos los pueblos; nadie puede discutirle su soberanía. Los cielos son obra de Dios, y manifiestan su gloria y su poder; Él les ofrece garantía de estabilidad. El Señor es también el soberano de la historia y dispone de los reinos, y, por eso, llama y unge a Ciro –un emperador extranjero que ni conoce a Dios ni lo honra– para que cumpla sus planes, liberando al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia. Así pues, el Señor es Rey y juzgará con rectitud a los pueblos.
Como dice un refrán: «Dios escribe derecho en renglones torcidos». Es decir, que, aunque no conocemos en detalle los planes de Dios, podemos tener la seguridad de que nada sucede al margen de sus designios.
Modesto García.OSA
          DOMINGO 24 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                       (Perdonar 70 veces 7)

Saber perdonar es un aspecto altamente importante en la vida de toda comunidad, familiar, eclesial o social. Perdonar a quienes nos han ofendido es, precisamente, una de las mayores originalidades del Cristianismo. Y no podía ser menos, cuando el propio Fundador, Cristo Jesús, que había predicado la doctrina del perdón y la había practicado con frecuencia, acabará culminando su praxis desde lo alto de la cruz con el perdón para quienes lo habían condenado –Padre, perdónalos (Lc 23, 34)-. La parábola evangélica que acabamos de escuchar ilustra la doctrina de Jesús sobre el perdón de las ofensas que debe ser una de las actitudes fundamentales del discípulo de Cristo.
Ya hemos visto que la primera lectura anticipaba el mensaje evangélico. El libro del Eclesiástico, al que pertenece el pasaje leído, fue escrito unos doscientos años antes de Cristo. Pues bien, la serie de sabias reflexiones que hace su autor cobran especial protagonismo por su semejanza con la doctrina predicada por Jesús. Basten solamente estas dos: Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?  Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? (Eclo 28, 3-4). La cólera y el rencor son siempre malos consejeros. Perdona la ofensa que te hizo tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas; no re enojes con tu prójimo… perdona el error. La medida que uno use con los demás será la que Dios use con él.
Los protagonistas de la parábola -el señor que perdona y el empleado que no quiere perdonar a su compañero- ilustran de manera harto elocuente la doctrina de Jesús sobre el perdón de las ofensas. El tema lo había suscitado el apóstol Pedro con la pregunta que le hace al Maestro: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siente veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 16, 21-22). Esta respuesta de Jesús no quiere decir otra cosa sino que hemos de perdonar siempre, aunque el hermano no quiera reconocer su culpa.
Pero, y ¿por qué este perdonar sin límite? ¿Qué es lo que puede justificar esta doctrina y conducta? A explicar estos porqués se orienta la parábola del deudor despiadado. La línea narrativa de la parábola es fácil de entender, pero su enseñanza es bastante difícil de practicar, sobre todo cuando la fe y el amor son débiles y, en cambio, el espíritu de venganza, el odio rencoroso y la agresividad innata en nosotros son fuertes. Por encima de una justicia humana, a la que a la que cabe apelar legítimamente, Jesús ahora quiere recurrir a una instancia superior; nada menos que a un Dios justo y bueno que siempre quiere el bien para todos. Y ahí está, justamente, la enseñanza de la parábola: Tampoco os perdonará mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano (Mt 18, 35). Nosotros somos ese deudor insolvente ante Dios, quien, no obstante, nos perdonará nuestras deudas; y el precio de este perdón no es otro que el perdón que nosotros otorguemos a quien no ha ofendido.
En la celebración de la Eucaristía son varios los momentos relacionados con el perdón, tanto el que pedimos a Dios, como el que recibimos de Él y otorgamos a los demás. Ya en el acto penitencial nos reconocemos pecadores ante Dios y la comunidad, y solicitamos el perdón del Señor que es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia (Sal 102, 8); momentos antes de la comunión recitamos el Padrenuestro, una oración comprometedora, porque, nada menos que le decimos a Dios: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 12). Acaso alguien querría saltarse esas palabras, ya que si se da cuenta de que lo que pide es que Dios le trate como él trata a su prójimo. Así lo dice el propio Jesús en el comentario que hace a las palabras de su oración: Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mt 6, 14).
Pero hay más: el gesto de darnos la paz con los más cercanos es símbolo elocuente de que queremos estar reconciliados con todas las personas en la vida. Preguntémonos, pues: ¿Cómo podemos acercarnos a la mesa del Señor junto con nuestros hermanos de lejos o de cerca, si no estamos en actitud de reconciliación con ellos, si les guardamos antipatía o rencor? Recordemos, una vez más, que dos siglos antes de la venida de Cristo el autor del libro del Eclesiástico ya se había expresado en estos términos: Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? Si él, simple mortal, guarda rencor, quién perdonará sus pecados? (Eclo 28, 3-5).

Añadamos. finalmente, que Jesús confió a su Iglesia el poder de perdonar pecados, reconciliando a cada uno de sus miembros con Dios a través del sacramento de la Penitencia, un perdón que sólo le será otorgado si él, a su vez, perdona de corazón a quien le ofendió. El perdón fraterno debe ser tarea cotidiana de reconciliación en toda clase de comunidades, puesto que la reconciliación de los hermanos que profesan la misma fe es el testimonio que mejor entenderá el mundo; así la Iglesia podrá presentarse ante la sociedad como lo que de hecho es: sacramento de unidad y de salvación.
Teófilo Viñas, OSA

           DOMINGO 21 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                                 (¿ Quién soy Yo?)


¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? (Mt 16, 13). Es la pregunta inicial que plantea Jesús a los Apóstoles; seguro que la respuesta de la gente él mismo la habría oído más de una vez; en todo caso, quiere saberla por ellos y ellos le dicen que, entre la gente sencilla corría la voz de que él era Juan Bautista que habría vuelto a la vida; para otros era Elías, Jeremías o alguno de los antiguos profetas. Pero, además, tanto Jesús como sus discípulos sabían que no pocos de los dirigentes y maestros religiosos del pueblo consideraban que sus palabras y sus portentosas obras no podían tener otro origen que su connivencia con el príncipe de los demonios.
Por supuesto que, lejos de ser ociosa dicha pregunta, venía exigida para que ellos respondiesen a esta otra: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?(Mt 16, 15). El tiempo que llevaban con Él debía dar lugar a una respuesta concreta. Quizá hubo unos momentos de embarazoso silencio, en los que pasarían por sus mentes algunos de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado; así como también la imagen del Maestro que predicaba una doctrina nueva; podría ser el Mesías anunciado, con una misión político-religiosa, como lo había interpretado la madre de Santiago y Juan, la cual ya le había solicitado los primeros puestos para sus hijos. Finalmente, será Pedro quien, sin darse cuenta de alcance de sus palabras, responderá: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16).
Jesús lo felicita por lo acertado de su respuesta, al tiempo que le revela quién se la ha dictado: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16, 17). Efectivamente, a Pedro le había bastado el amor apasionado por el Maestro para expresárselo con aquellas palabras, aunque sin comprender el misterio que contenían sus palabras. Sólo mucho tiempo después, cuando él y los demás apóstoles vean al Señor Resucitado y reciban el Espíritu Santo en Pentecostés, llegarán a darse cuenta del profundo y pleno significado de aquella respuesta.
A lo largo de más de dos mil años la pregunta de Jesús a los Apóstoles no ha perdido vigencia ni actualidad. Siempre y quizá hoy, más que nunca, continúa haciéndola a todos los hombres y de modo especial a quienes nos confesamos creyentes en Él y frecuentamos su casa, escuchamos su palabra y celebramos sus misterios. Sí, es a ti y a mí a quienes nos pregunta muy en particular: ¿Quién soy yo para ti? –No, no se trata de responder según los libros o según los conocimientos que tenemos desde de que estudiamos el catecismo; es claro que tú y yo sabemos que Jesús es “Dios y hombre verdadero” y que con su Muerte y Resurrección nos ha salvado, pero tanto estas nociones y algunas más, aunque las repitamos muchas veces, pueden estarnos diciendo muy poco.
A este propósito, decía san Agustín a sus diocesanos y nos lo dice también hoy a nosotros: “Una cosa es creer en la existencia de Cristo y otra creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los demonios, pero éstos no creyeron en Cristo. Cree, por tanto, en Cristo quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene fe sin esperanza y sin amor cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo viene a Él y, en cierto modo, se une a Él y queda hecho miembro suyo; lo cual no es posible si a la fe no se le junta la esperanza y la caridad” (Sermón 144, 2).
Preguntémonos, pues: ¿Nuestra fe impregna nuestra vida? O ¿se queda en la esfera del conocimiento teórico? Y es que no se trata sólo de saber formular exactamente nuestras convicciones teológicas, sino de que lleguen a influir y configurar nuestra vida. Jesús, para cada uno de nosotros no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que da sentido a nuestra vida. Y, por tanto, ¿se puede decir que creemos en Cristo de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? o ¿venimos a creer en un Jesús a quien “hemos fabricado” a nuestra imagen y semejanza? Creer en Jesús es comprometerse con Él.
Un detalle más: Jesús, tras aplaudir la confesión de Pedro, le encargó una misión muy especial, que viene sugerida por el nombre que Él mismo le dio: Cefas (en arameo) o Petros (en griego), nombres que significan piedraroca. Pedro será, en efecto, la roca sobre la que se asiente la comunidad eclesial que el propio Jesús está fundando. Éstas son sus palabras: Ahora te digo yo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Bien sabemos que, desde el primer momento, las comunidades cristianas aceptaron a Pedro como el Vicario de Cristo; es decir, el que hace sus veces en la tierra. Presidió inicialmente la comunidad de Jerusalén, después lo haría en Roma, en donde sellaría su fe en Cristo con el martirio. Y allí quedarían sus sucesores, Vicarios, a su vez, de Cristo.

Esta última consideración nos invitan a ver al Papa como lo que es: Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo y a mirarlo siempre con los ojos de la fe. El Papa ha recibido el encargo de asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad y de la misión evangelizadora. Por otra parte, la comunidad cristiana no es del Papa sino de Cristo, como lo dejan claro  sus palabras “edificaré mi iglesia” (Mt 17, 18); el Papa es quien más explícitamente ha recibido la misión de animar, unir, confirmar a la comunidad de Cristo, que, además, de una, santa y católica es también “apostólica”, pero todos nosotros somos sus colaboradores.
Teófilo Viñas, OSA

              DOMINGO 20 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                          (Que grande es tu Fe)

Dos mensajes resaltan hoy de la enseñanza que nos propone la palabra de Dios: el primero es la voluntad salvífica universal de Dios, que quiere la salvación de todos y la procura, y el segundo es el poder de persuasión de la fe, capaz de cambiar la determinación de Jesús de atenerse a su misión de anunciar el Reino de Dios, circunscrita a los miembros del pueblo de Israel.

El profeta Isaías distingue entre los israelitas y los extranjeros. Cuando se escribe el capítulo 56 del actual libro de Isaías, después del destierro de Babilonia, había quedado superada la legislación del libro del Deuteronomio (23,2-9), en que se excluía a los extranjeros del culto dado a Dios en el templo. La salvación del Señor está cerca –dice el profeta- y también participarán de ella los extranjeros que den culto a Dios y amen su nombre, porque la casa del Señor es casa de oración para todos los pueblos. La fe en la disposición de Dios para obrar la salvación -y no el nacimiento según la carne- es la que nos capacita para recibir el don de Dios.

Nosotros, cristianos procedentes de la gentilidad, nos hemos beneficiado de los dones de Dios por su misericordia –como dice el apóstol san Pablo-, pero no debemos considerarnos como una élite, despreciando a los no cristianos, aunque sí, unos privilegiados, que debemos ser agradecidos y, al mismo tiempo, misioneros y testigos de la gracia de Dios para todos los hombres.

De esta forma, conseguiremos que todas las naciones bendigan al Señor y se gocen con Él al conocer sus designios de salvación, de la misma manera que Dios gobierna con rectitud a los pueblos y bendice a los hombres haciendo producir a la tierra la cosecha a su tiempo.

La misma idea del designio universal de salvación se desprende implícitamente del evangelio, en que Jesús devuelve la salud a la hija de una mujer cananea (pagana), aunque la intención principal del milagro sea la de resaltar el poder salvífico de la fe, en la que no hay distinción de israelitas y no israelitas. En esta idea, nos fijaremos más detenidamente ahora.

Queriendo Jesús instruir más tranquilamente a sus discípulos, desembarazado de la presión de las masas que lo buscaban deseosas de ser adoctrinadas y sanadas, salió de los límites de Israel, por el norte, hacia los territorios cananeos de Tiro y Sidón, aunque no logró pasar desapercibido.

Una mujer cananea (pagana), llevada del amor a su hija, atormentada por un demonio; desesperada por no poder remediar el mal de su hija; pero esperanzada por la inesperada llegada de Jesús, a quien ella confiesa como Hijo de David (equivalente a Mesías), le sale al paso y lo invoca a gritos.

Jesús le da la callada por respuesta, en una actitud despreocupada y desentendida. Pero tanto insistía la mujer que, los discípulos, molestos, le piden a Jesús que la despida concediéndole lo que pide.

“Jesús motiva la dureza de su actitud con el carácter de su misión, que se limita sólo al pueblo de Israel” (Schmid, Mateo, Herder, 346). Su misión personal le prohíbe hacer una obra de caridad con una persona que no es judía. Ya, en la primera misión encomendada a los discípulos, les encargó que debían limitarse al pueblo de Israel, evitando a los paganos vecinos y a los samaritanos, pues el Evangelio debía ser ofrecido en primer lugar a la casa de Israel, como pueblo elegido y portador de la revelación divina. La hora de la misión a los paganos vendría cuando Jesús terminara su obra salvadora (Mt 10,5-6; 28,19).

A pesar de la aspereza de Jesús, la cananea muestra la grandeza y la imperturbabilidad de su confianza en Jesús, improvisando una respuesta ingeniosa que no quita la razón a Jesús, pero le posibilita hacerle el favor que le pide sin contravenir la primacía de los hijos de Israel: Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos (Mt 15,27). (Con el diminutivo, alude a los perros domésticos). La fe heroica y la humildad de la mujer pagana, postrada ante Jesús, le moverán a intervenir, aunque no había llegado la hora para llevar la salvación a los paganos. Jesús se da por vencido por la humildad de aquella mujer (Schmid, Marcos, Herder, 206-207).

Buena lección de humildad y de fe para nosotros, a fin de que no dudemos de la bondad de Dios y de su generosidad para con nosotros, aunque no siempre entendamos su proceder y nos parezca que permanece sordo a nuestras súplicas.

Modesto García, OSADos mensajes resaltan hoy de la enseñanza que nos propone la palabra de Dios: el primero es la voluntad salvífica universal de Dios, que quiere la salvación de todos y la procura, y el segundo es el poder de persuasión de la fe, capaz de cambiar la determinación de Jesús de atenerse a su misión de anunciar el Reino de Dios, circunscrita a los miembros del pueblo de Israel.

El profeta Isaías distingue entre los israelitas y los extranjeros. Cuando se escribe el capítulo 56 del actual libro de Isaías, después del destierro de Babilonia, había quedado superada la legislación del libro del Deuteronomio (23,2-9), en que se excluía a los extranjeros del culto dado a Dios en el templo. La salvación del Señor está cerca –dice el profeta- y también participarán de ella los extranjeros que den culto a Dios y amen su nombre, porque la casa del Señor es casa de oración para todos los pueblos. La fe en la disposición de Dios para obrar la salvación -y no el nacimiento según la carne- es la que nos capacita para recibir el don de Dios.

Nosotros, cristianos procedentes de la gentilidad, nos hemos beneficiado de los dones de Dios por su misericordia –como dice el apóstol san Pablo-, pero no debemos considerarnos como una élite, despreciando a los no cristianos, aunque sí, unos privilegiados, que debemos ser agradecidos y, al mismo tiempo, misioneros y testigos de la gracia de Dios para todos los hombres.

De esta forma, conseguiremos que todas las naciones bendigan al Señor y se gocen con Él al conocer sus designios de salvación, de la misma manera que Dios gobierna con rectitud a los pueblos y bendice a los hombres haciendo producir a la tierra la cosecha a su tiempo.

La misma idea del designio universal de salvación se desprende implícitamente del evangelio, en que Jesús devuelve la salud a la hija de una mujer cananea (pagana), aunque la intención principal del milagro sea la de resaltar el poder salvífico de la fe, en la que no hay distinción de israelitas y no israelitas. En esta idea, nos fijaremos más detenidamente ahora.

Queriendo Jesús instruir más tranquilamente a sus discípulos, desembarazado de la presión de las masas que lo buscaban deseosas de ser adoctrinadas y sanadas, salió de los límites de Israel, por el norte, hacia los territorios cananeos de Tiro y Sidón, aunque no logró pasar desapercibido.

Una mujer cananea (pagana), llevada del amor a su hija, atormentada por un demonio; desesperada por no poder remediar el mal de su hija; pero esperanzada por la inesperada llegada de Jesús, a quien ella confiesa como Hijo de David (equivalente a Mesías), le sale al paso y lo invoca a gritos.

Jesús le da la callada por respuesta, en una actitud despreocupada y desentendida. Pero tanto insistía la mujer que, los discípulos, molestos, le piden a Jesús que la despida concediéndole lo que pide.

“Jesús motiva la dureza de su actitud con el carácter de su misión, que se limita sólo al pueblo de Israel” (Schmid, Mateo, Herder, 346). Su misión personal le prohíbe hacer una obra de caridad con una persona que no es judía. Ya, en la primera misión encomendada a los discípulos, les encargó que debían limitarse al pueblo de Israel, evitando a los paganos vecinos y a los samaritanos, pues el Evangelio debía ser ofrecido en primer lugar a la casa de Israel, como pueblo elegido y portador de la revelación divina. La hora de la misión a los paganos vendría cuando Jesús terminara su obra salvadora (Mt 10,5-6; 28,19).

A pesar de la aspereza de Jesús, la cananea muestra la grandeza y la imperturbabilidad de su confianza en Jesús, improvisando una respuesta ingeniosa que no quita la razón a Jesús, pero le posibilita hacerle el favor que le pide sin contravenir la primacía de los hijos de Israel: Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos (Mt 15,27). (Con el diminutivo, alude a los perros domésticos). La fe heroica y la humildad de la mujer pagana, postrada ante Jesús, le moverán a intervenir, aunque no había llegado la hora para llevar la salvación a los paganos. Jesús se da por vencido por la humildad de aquella mujer (Schmid, Marcos, Herder, 206-207).

Buena lección de humildad y de fe para nosotros, a fin de que no dudemos de la bondad de Dios y de su generosidad para con nosotros, aunque no siempre entendamos su proceder y nos parezca que permanece sordo a nuestras súplicas.

Modesto García.

           DOMINGO 19 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                      "Jesús camina sobre las aguas"


Qué difícil resulta a los hombres descubrir la presencia y cercanía de Dios. Isaías creía poder encontrar al Señor en un huracán, en un terremoto o en el fuego, en las cosas extraordinarias, que escapan a su dominio, pero no en un simple susurro. Los apóstoles pensaban ver un fantasma, cuando en realidad era el mismo Jesús quien se les acercaba y manifestaba su divinidad. Nuestra propia experiencia tampoco dista mucho, tanto de la de Isaías como la de los apóstoles.
El evangelio nos presenta dos escenas diferentes: Tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús despide a sus discípulos que vayan en barca a la otra orilla, y sube al monte a orar. La vida de Jesús – como la vida cristiana- no se puede entender sin la oración.
Los discípulos obedecen. Pronto la barca es sacudida por las olas, porque el viento era contrario, sienten que Jesús está lejos y ellos se encuentran en dificultad al verse zarandeados por las olas. En ese trajín, se asustan al ver un hombre caminar sobre las aguas. Los discípulos reaccionan con miedo, creen ver un fantasma, pero se equivocaban: no se trataba de una ilusión, sino que tenían delante al mismo Señor, que les invitaba a no tener miedo y a confiar en Él. Jesús se manifiesta a sus discípulos y les revela quién es él, se presenta con señorío sobre las mismas olas del mar: soy yo, no tengáis miedo. Pedro reacciona con fe y confianza: Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua. Jesús accede a la petición de Pedro y este se lanza a su encuentro caminando también sobre las aguas, pero arreció el oleaje que amenaza devorarlo, comienza a hundirse al quitar la mirada de Jesús, al ver las dificultades, y como recurso instintivo grita al Maestro: Señor, sálvame. Jesús recrimina a Pedro su poca fe y le pregunta: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? La escena culmina con Jesús y Pedro subiendo a la barca con los otros discípulos, que ante la multiplicación de los panes y peces (evangelio del domingo anterior), y ahora el hecho extraordinario que acaban de contemplar y que sólo compete a Dios, se postran ante él, y le adoraron diciendo: Realmente eres Hijo de Dios.
Los cristianos de todos los tiempos somos zarandeados constantemente por el viento de ideologías seductoras y atractivas, contrarias al Evangelio, que nos hacen vacilar.
El Evangelio de hoy nos pone ante el problema del miedo y de la fe. Siempre aparecen las dificultades como en la barca sin estabilidad, y como los apóstoles nos sentimos solos, el oleaje, los pensamientos como vientos huracanados nos asaltan por todos lados, y reina la confusión, todo lo vemos negro y todo esto nos lleva al miedo total, a la pérdida de confianza, nuestra fe se tambalea; estos son nuestros fantasmas, que vemos porque los hemos creado y son tan grandes como se los permitamos. Tarde o temprano sentimos ese: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo y nos vuelve la calma; la luz y la esperanza empiezan a aparecer, pero estamos tan nerviosos y titubeantes que nuestros primeros pasos a la estabilidad se hunden y es cuando nos sale con la poca fuerza y fe decir: Señor, sálvame.
Es importante compartir los problemas con los seres queridos, amigos y con el Señor. ¿Me doy cuenta que muchos de estos problemas son fantasmas que yo mismo creo?, ¿Me refugio en el Señor para buscar la tranquilidad, su ayuda y salvación?, ¿Afirmó que mi fe solo es firme y fuerte cuando el Señor me toma de la mano y me lleva adelante?
Vicente Martín, osa
              DOMINGO 18 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                         "La transfiguración del Señor"


La escena de la Transfiguración del Señor es narrada por los tres evangelistas sinópticos, y cada uno de los relatos viene engastado en el correspondiente ciclo litúrgico; en el ciclo A, el del presente año, se lee el texto de san Mateo. Más allá de algún detalle particular introducido por cada uno de los evangelistas, los tres coinciden en estas tres líneas maestras:
el contexto y la situación;
la intención por parte de Jesús;
el mensaje de fe que contiene.

Ahora bien, en cuanto al contexto y la situación, vemos que al prodigioso acontecimiento, precedió el anuncio, por parte de Jesús, de su pasión, muerte y resurrección, precisamente cuando iba camino de Jerusalén. Un anuncio que arruinaba las esperanzas mesiánicas de los apóstoles. Las palabras del Maestro no encajaban en sus expectativas y aspiraciones, tanto que Pedro no pudo menos de manifestarle: ¡Lejos de ti tal cosa, Señor! (Mt 16,22).

Sobre la intención del acontecimiento, es claro que Jesús pretendía levantar el ánimo de sus desilusionados apóstoles; y, para presenciar su Transfiguración, elige a los tres que serán también los testigos más cercanos de su agonía en el huerto de Getsemaní. El propio Jesús es el que manifiesta el objetivo: la instrucción de sus discípulos, mostrándoles, con su Transfiguración, un anticipo de la gloria de su Resurrección, tras sufrir la pasión y la muerte.

Y, finalmente, el mensaje de aquella gozosa escena no podía ser otro que el de suscitar y fortalecer una fe que se había derrumbado ante las palabras del Maestro; todo ello se iba a lograr plenamente no sólo con la manifestación gloriosa de Jesús, sino también con el testimonio que de Él dio el Padre, proclamando su identidad: Éste es mi hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo (Mt 17,5).

Este triple contenido del relato evangélico, junto con las consecuencias que tiene para quienes formamos la Iglesia, lo veremos recogido en el Prefacio, al inicio de la Plegaria Eucarística en estos términos: “Cristo, nuestro Señor manifestó su gloria a unos testigos predilectos y les dio a conocer, en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma, ante la proximidad de la pasión, fortaleció la fe de los apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz, y alentó la esperanza de la Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya”.

Consecuentemente, el evangelio de hoy nos descubre el fundamento de nuestra propia fe: el hombre Jesús, a quien sus apóstoles habían confesado como Mesías y con poderes especiales, antes de esta su gloriosa manifestación, veían ahora que Él era mucho más que hombre. Así lo revelaban las palabras pronunciadas por el Padre: Éste es mi Hijo, el amado (Mt 17,5). Efectivamente, Éste, Uno con el Padre y el Espíritu Santo, sin dejar de ser Dios, se hizo Hombre, al que los hombres todos deberán escuchar. En la cima de la montaña o en la llanura de la vida misma, la voz del Padre nos invita a escuchar a Jesús, su Hijo amado. Porque Él es la Verdad y el Camino y la Vida; porque Él es la Palabra definitiva del Padre, anunciada por la Ley y los Profetas; porque sólo Él tiene palabras de vida eterna.

Y para escucharlo, al parecer, hay que subir a la montaña. “Subir a una montaña” en el contexto bíblico significa ir al encuentro de Dios, para lo que será preciso hacer una penosa ascensión, dejando seguridades e incluso cargar con la cruz: quien quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24). La cima de los montes en la Biblia fue lugar de manifestación de Dios, a la que siempre precedió el sufrimiento: así había subido Abrahán con su hijo Isaac al monte Moria, así también Moisés, al subir Horeb y al Sinaí, y Elías al Carmelo. Cristo, por su parte, subió al Monte de las Bienaventuranzas para promulgar la nueva Ley; subió al monte Tabor para manifestar su gloria y finalmente al monte Calvario, para dar su vida por cuantos quieran seguirlo.

En cuanto a nosotros, tras haber subido también con Él al monte y acaso haber experimentado, como Pedro, Juan y Santiago, lo bien que se está allí, querríamos quedarnos en el gozo que nos proporciona aquella experiencia, pero no tardará en dejarse oír una palabra de orden: Escuchadlo(Mt 17,5). Es decir, hay que bajar del monte y pasar a la acción. Cada uno sabrá lo que le pide el Señor desde el Evangelio. Se trata, sobre todo, de caminar con Él al encuentro de los hermanos en sus múltiples necesidades. La prueba de que hemos escuchado a Jesús estará en: la bondad, la comprensión, la justicia, la reconciliación, la paz, el perdón y la fraternidad que nosotros les vamos a ofrecer con hechos concretos, de viva voz o, sencillamente, con nuestro ejemplo, que es ya una buena aportación al apostolado.

Quiero repetir, para terminar estas reflexiones, la oración-colecta con la que se iniciaba nuestra celebración; en ella se compendiaba el contenido de esta fiesta: Oh Dios, que en la gloriosa Transfiguración de tu Hijo confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos; concédenos que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria. Por Jesucristo nuestro Señor.

Teófilo Viñas, OSA


            DOMINGO 16 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                                    "Granito de mostaza"


Las tres parábolas del texto evangélico de hoy: la de la cizaña y el trigo, la del grano de mostaza y la de la levadura tienen como finalidad explicar que el Reino no llega súbitamente ni por la fuerza, sino que implica un proceso y una acogida por parte nuestra; el Reino lleva consigo una fuerza inherente, un dinamismo y un poder transforman te que poco a poco va cambiando la historia humana desde dentro, según el proyecto de Dios.
La iglesia a la que escribe Mateo es una iglesia perseguida, los creyentes son asesinados por confesar su fe. Ante esta circunstancia, Mateo trata de rescatar las enseñanzas de Jesús que puedan animar a su comunidad ante la adversidad. Las parábolas anticipan que el Reino encontrará enemigos que buscan arrancar, destruir la buena semilla y hacerla morir, pero la Iglesia no puede perder la esperanza. El mundo está en las manos de Dios, y ejerza la violencia que ejerza el enemigo sobre la Iglesia, ésta debe mantenerse firme ante los problemas y adversidades en la fidelidad a Dios, que será quien arranque las malas hierbas al final de los tiempos.
Centrándonos en la parábola del trigo y la cizaña, Jesús explica que el mal está misteriosamente en el mundo y en cada uno de nosotros. No significa que tengamos que resignarnos pasivamente frente al mal como tampoco lo hizo Jesús, sino de que seamos conscientes de esta realidad y actuemos conforme actuaba Jesucristo.
Los fariseos y sacerdotes marcaban cómo era el mundo justo y santo; también nosotros somos dados a emitir juicios sobre lo que es correcto y justo, sobre quiénes son los buenos y malos y solemos actuar en consecuencia. Jesús sabía lo peligroso que es que los hombres juzguen sobre lo bueno y lo malo. La historia está llena de personas, de movimientos ideológicos, de pueblos que han pretendido deshacerse de los que no pensaban o eran “buenos” como ellos. Podemos recordar el exterminio de los judíos por los nazis, la guerra de los Balcanes, la masacre en Ruanda de los tutsis, las atrocidades cometidas en estas fechas por los carniceros herederos de Bin Laden, etc. etc. por no citar los múltiples asesinatos y secuestros que hemos sufrido recientemente en España. Es cierto que la historia debe leerse con los ojos propios del momento en que tienen lugar los hechos, pero tampoco la Iglesia se ha visto libre de la intolerancia y de los fanatismos religiosos, cuando ha buscado arrancar la semilla, eliminar en nombre de Dios a los miembros de otras religiones.
El mismo Jesús, que sufrió en su propia carne las consecuencias del mal, no eligió una comunidad de santos, sino de pecadores. Jesús que explica a los discípulos esta parábola tiene como oyentes a Judas que le traicionó, a Pedro que le negó, a los dos hermanos Santiago y Juan más interesados en ocupar los primeros puestos en el Reino de Dios que en aceptar la cruz, a Tomás que dudó de su resurrección, y todos ellos le abandonarían en la noche de la Pasión.
En el ambiente en el que se mueve cada uno, encontramos el bien y el mal, dentro de cada uno de nosotros está el trigo y la cizaña, las buenas acciones juntamente con las incoherencias y los fallos. Sería necesario que todos reflexionáramos a fondo la parábola del trigo y la cizaña para que nos ayude a vencer la tentación de excluir, de rechazar o de condenar a todos aquellos que no piensan como nosotros. Nadie en el mundo es un ángel o un diablo; hay una oposición entre los dos sembradores, Jesús y el diablo. La Iglesia y el mundo son vistos como un campo mixto donde crece el trigo y la cizaña; resulta muchas veces imposible discernir el bien del mal, pues están muy mezclados, en contra de todos los inquisidores de derecha o de izquierda, de progres o retrógrados; hay una certeza de que llega un juicio final, con la división de buenos y malos, pero con la advertencia de que no adelantemos el juicio que solamente a Dios le corresponde, y tome Él en su mano la justicia.
La parábola nos invita a reflexionar seriamente y a adquirir los mismos criterios, sensibilidad de Jesucristo y a preguntarnos ante las dificultades y los problemas del color que sean, a preguntarnos: Si Cristo estuviera en mi lugar, ¿cómo actuaría?
P. Vicente Martín, osa

             DOMINGO 15 ORDINARIO.(Ciclo A)
                                       " El Sembrador"

Tres son las realidades que aparecen en la parábola que hemos escuchado de labios de Jesús: el sembrador, la semilla y el terreno en que ésta cae; el sembrador es Dios, la semilla, su palabra, el terreno, el corazón del hombre. La explicación y aplicación la encontramos al final del pasaje. Todo es tan claro que bien podemos concluir con la advertencia que Él hacía otras veces: quien tenga oídos para oír que oiga (Lc 8,8). Y es que, una vez oída la explicación-comentario hecho por el mismo, Jesús ya no queda más que mirar cada uno hacia dentro de sí mismo y preguntarse: “¿Qué clase de tierra soy yo?” “¿A qué o a quién comparo mi propio corazón?” y actuar en consecuencia.
La tierra mala puede ser transformada en buena, lo mismo que los desiertos pueden ser convertidos en jardines o en campo de sembradío mediante el trabajo y la química moderna. La semilla que se ahoga entre espinas puede llegar a ser espiga eliminando aquéllas. Y si lograr este “milagro” nos parece tan costoso como convertir el desierto en un jardín, pensemos que contamos con la ayuda del Sembrador. Creamos en el poder de Dios; y luego manos a la obra.
Hermanas y hermanos, la parábola del sembrador nos ayuda a entender, en primer lugar que somos una tierra que necesita ser sembrada, ya que sin la semilla que nos viene de arriba, seríamos incapaces, nosotros solos, de dar frutos de salvación. De esta convicción, propia de la persona que tiene fe o que, al menos, tenga inquietud religiosa, debería nacer un deseo de apertura a Dios y a los hermanos. No somos autosuficientes; el Creador nos ha diseñado como un nudo de relaciones personales: lo necesitamos a Él y nos necesitamos unos a otros. Efectivamente, la necesidad de vivir con Él y con el prójimo, fue proclamada por Dios en la creación y subrayada en múltiples ocasiones por Jesús. Y es que, aunque Dios es el sembrador primero y más importante, ha querido que nosotros seamos mutuamente colaboradores en esa misma tarea.
La palabra no volverá a mí vacía (Is 55,11) –dice el Señor por el profeta–; doble responsabilidad para nosotros, los creyentes, como campos fecundos que produzcan abundante fruto y como colaboradores de Dios en otros campos. Y ahí está la llamada a la vigilancia para que el Maligno –los tres enemigos del hombre, el Demonio, el mundo y la carne– no roben la semilla de la palabra de Dios. Y ante estos tres enemigos que hoy tienen más cercanía y fuerza que la palabra de Dios se hace necesaria la vigilancia sobre el propio campo y sobre el ajeno que se nos ha encomendado. Pongamos un ejemplo: un niño es educado en la fe y la vive con gozo, y puede seguir haciéndolo en la adolescencia, pero luego entra en la Universidad o en el mundo del trabajo y, según en qué compañías caiga, acaba enfriándose su fe y se alejará de la Palabra.
Alguien ha robado esa Palabra, o mejor, la propia persona se la ha dejado robar. Las causas o motivos vienen apuntados por Jesús en la parábola: los espinos que la ahogaron, la tierra que se ha endurecido, el sol que la agostó, los pájaros que se la comieron, el Maligno, en fin. El sentido común te descubrirá con toda certeza cuáles han sido las causas de la penosa situación en que puedas encontrarte.
La Palabra que hoy nos dirige Dios es, a la vez, don y responsabilidad, regalo y compromiso. La Palabra de por sí es eficaz, pero necesita que se cuide y se prepare el terreno. Ella no actúa milagrosamente; Dios respeta la libertad de la persona y cada uno debe poner de su parte una actitud de acogida y de asimilación. Dios que te creó sin ti (es decir, sin tu colaboración), no te salvará sin ti (sin tu esfuerzo), dice san Agustín (Serm. 160,13). Así como en los campos se colocan estratégicamente unos espantapájaros o aparatos para ahuyentar a las aves que pueden comerse la semilla, en nuestra vida deberíamos poner todos los medios para que las voces y los afanes de este mundo no hagan estéril la semilla de la Palabra de Dios que quiere actuar en nosotros. Cada uno sabrá cuáles son los pájaros, las zarzas, el ardiente sol o las piedras que existen en nosotros e impiden u obstaculizan la fuerza salvadora y transformadora de la Palabra.
Por cierto que, al final de las parábolas, en el capítulo 13 del evangelio de san Mateo, Jesús formula a los Apóstoles esta pregunta: – ¿Habéis entendido todo esto? Ellos le responden: – Sí (Mt 13,51). ¡Ojalá podamos responder también nosotros Sí, y que no sólo hemos oído con gusto la historia sino que hemos comprendido y aceptamos su intención y su interpretación para nuestra vida. Entonces se cumplirá en nosotros otra bienaventuranza que Él añade hoy a su lista: Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen (Mt 13, 16).

Que el encuentro con el Señor en la Eucaristía de este Domingo fortalezca nuestra decisión de emplearnos a fondo en el cultivo de nuestro propio campo y también en sabernos colaboradores del Señor en la siembra de las pequeñas pacerlas de sus inmenso campos, para que así la semilla regalada por Él produzca fruto abundante.
Teófilo Viñas, O.S.A

          DOMINGO 12 ORDINARIO.(Ciclo A)

Con la Solemnidad de Pentecostés terminábamos el Tiempo Pascual y, en los domingos siguientes, hemos celebrado las Solemnidades de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi; hoy, con este Domingo XII, reiniciamos el llamado Tiempo Ordinario, que comprenderá los 21 domingos siguientes. En ellos la liturgia de la Palabra nos presentará a Cristo que, como Maestro y Pedagogo, no sólo nos va a hablar de los secretos del Reino, sino que también nos dirá que, si acogemos su palabra, Él mismo se hace guía y compañero entrañable en nuestro caminar por la vida.

Hoy, en este domingo nos encontramos ya con este Cristo, Maestro y Predicador, que se dirige, de manera especial, a quienes van a ser los continuadores de su misión, a los cuales los pone en alerta contra las dificultades y amenazas que, sin duda, van a encontrar en el desempeño de sus tareas evangelizadoras. Y ahí está el primer e importante aviso, con el que hoy les previene: No tengáis miedo (Mt 10,8). Y es que la misión que les encomendaba no les sería nada fácil, como tampoco estaba siendo la suya. Tres veces repite el citado aviso Jesús en el pasaje de hoy. De ahí su importancia.
Aludiendo al miedo que podrá sobrevenir, pero que no deberá dominaros, ya en la primera lectura, tomada del Antiguo Testamento, encontramos una estrecha relación con el citado pasaje evangélico. En efecto, el Profeta Jeremías sintetiza en su vida lo que puede esperar todo aquel que se siente comprometido con Dios: el mensaje del Profeta resultaba incómodo para sus oyentes, sobre todo para las autoridades, y por eso fue perseguido, detenido y maltratado. Claro que sintió miedo ante lo que escuchaba: “Pavor en torno”… lo sometemos y podemos vengarnos de él (Jer 20,10); pero no se dejó atenazar por él, ni dejó que le llevase a echarse atrás en su vocación profética, y ahí está su respuesta: el Señor es mi fuerte defensor… Alabad al Señor que libera la vida del pobre (Jer 20,11-13).
Hoy somos nosotros los destinatarios de las palabras de Jesús y Jeremías y hemos de hacerlas propias a la hora de reflexionar sobre nuestra vida de creyentes. Llamados, pues, a evangelizar con nuestra palabra y con nuestra vida, podemos toparnos tanto con el miedo, como con la cobardía. Dejarnos atenazar por ésta o aquél equivale a frustrar nuestra tarea evangelizadora y nos hará perder nuestra propia identidad. La Iglesia es una comunidad de testigos que responden solidariamente ante el mundo; y sus miembros no tienen otra palabra que ésta y si no la pronunciamos por miedo o cobardía no estamos presentes en el mundo al que hemos sido enviados por el Señor. Testimoniar de palabra y de obra es nuestro modo de presencia en nuestro vivir cristiano.
Ser cristiano en el mundo de hoy no es fácil; y si uno se compromete con una vida testimonial, más aún. Ser sacerdote o religioso; ser una familia cristiana; ser un joven practicante y comprometido…, son opciones que comportan con certeza dificultades en no pocos ambientes. Algunas de estas dificultades nos vienen de nosotros mismos; ahí están, por ejemplo, el cansancio, la tendencia hacia lo fácil, la escasa firmeza de nuestras convicciones. Otras veces nos vienen de fuera: la sociedad en que vivimos no nos ayuda, precisamente, a ser fieles en los caminos de Dios. Acaso hemos olvidado que Jesús no prometió a sus seguidores que todo les iría bien y que les resultaría fácil. Por el contrario, les aseguró que tendrían dificultades lo mismo que Él.
Ahora bien, en medio de todo ello el creyente, sabiendo que cuenta siempre con la gracia del Señor, no tiene por qué temer ni avergonzarse de dar testimonio de Cristo en ese mundo indiferente e incluso hostil en que vive. Allá, en su interior, no dejará de sonar fuerte la palabra de ánimo: No tengáis miedo (Mt 10,28). Y junto con esa voz acudirán otros motivos que Jesús enumera también en el evangelio de hoy. Son ellos: la libertad interior, que nadie le puede arrebatar al que está convencido de su fe, la ayuda que recibirá de la mano amorosa de Dios Padre y el testimonio que el propio Jesús dará de él…
Si dejamos que el miedo o la cobardía se apoderen de nuestra vida, quedaremos incapacitados para ser heraldos del Evangelio. Ambas actitudes son causa de muchas traiciones al mensaje que hemos recibido para ofrecerlo a cuantos nos rodean. Se traiciona el Evangelio cuando uno calla lo que debe decir, cuando recorta el mensaje, según las conveniencias y se desvirtúa su fuerza crítica, poniéndole el corsé de un falso y cómodo espiritualismo; cuando se distingue  entre lo temporal y lo espiritual y se domestica la verdad evangélica, reduciéndola a los límites del alma y de las prácticas piadosas; cuando se predica una conversión interior, pero no la reforma de la convivencia y de las estructuras sociales; cuando el amor cristiano se entiende y se hace entender solamente como “caridades”. En éstos y en muchos otros casos el cristiano no se pone de parte de Cristo ante los hombres.

Concluyendo: todos los cristianos estamos al servicio de esta misión evangelizadora y a la que no podemos renunciar sin perder nuestra propia identidad. La Iglesia, de la que todos nosotros somos miembros, es una comunidad de testigos que responden ante el mundo con su palabra y con su vida. Y como no tenemos otra respuesta más que ésta, si renunciamos a llevarla a la vida pública, nos ausentamos del mundo al que hemos sido enviados por el Señor. Sólo el pronunciamiento evangélico es nuestro modo de presencia en la realidad de los hombres. Por eso, nuestras Eucaristías deberán acabar siempre en el compromiso de anunciar a los hombres lo que hemos visto y oído.
Teófilo Viñas, O.S.A.

             SANTÍSIMA TRINIDAD(Ciclo A)


Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, misterio central de la fe y de la vida cristiana y al que todo se reduce… Es la fuente de todos los otros misterios de la fe. La fiesta de la Santísima Trinidad es introducida a finales del siglo IX y se extiende a la Iglesia universal a mediados del siglo XIV; no obstante, el culto a la Santísima Trinidad aflora por doquier en la liturgia de todos los tiempos.
Frecuentemente chocamos con este gran misterio, porque pensamos que creer es saber y entender. Si lo que desconocen los grandes sabios de todos los tiempos es infinitamente mayor de lo que creen conocer en sus distintas ramas del saber, ¿podrá el hombre comprender y abarcar, al menos, la inmensidad de Dios, creador del universo conocido y de otros posibles universos, que hoy no están al alcance humano? ¿En qué Dios creeríamos si lo pudiéramos abarcar?
Creer en Dios es intentar vivir su misterio como se manifiesta y se nos da a conocer en nuestra vida. El hombre sólo ha llegado a Dios por la historia, y es en la historia humana donde han ocurrido los grandes acontecimientos salvíficos. Dios peregrina con el hombre, y en este caminar, le manifiesta su voluntad. La lectura del Éxodo nos relata que: Dios se quedó allí con él –con Moisés– y Moisés pronunció su nombre (34,5). Qué maravilla: Dios se quedó con Moisés. Cuando Dios se revela ya viene con nosotros, nos ha buscado. Esta cercanía la irá revelando poco a poco, desde el momento en que se manifiesta como compasivo y clemente, rico en clemencia y leal (Ex 34,6) hasta llegar a la gran revelación en S. Juan: Dios es amor (1Jn 4,8).
La manifestación amorosa de Dios le lleva del borrar la culpa, el delito y el pecado (Ex 34,7) del hombre hasta entregarnos a su propio Hijo: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Unigénito (Jn 3,16). Es decir: tanto amó el Padre a la humanidad que su Hijo se hizo hombre para que entráramos en comunión de amor con él. Por la Sagrada Escritura sabemos que ese Hijo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el vientre de la Santísima Virgen María (cfr Lc 1,26-38), y vivió toda su vida revelándonos el amor del Padre, y revelándose a sí mismo, como Hijo del Padre y, finalmente, reveló y prometió el Espíritu Santo. Esta es la revelación por excelencia: que Dios es uno en tres personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El misterio de la Santísima Trinidad es un misterio de fe, de vida y de amor. Entre más fe y amor a Dios, más revelación de Dios a nosotros acerca de su propio misterio. Entre más entrega de nosotros a Dios y más amor al prójimo, más entrega de Dios a nosotros en su Hijo Jesucristo con el Espíritu Santo.
Lo más importante es que nosotros vivamos la fe, inmersos en el misterio de la Santísima Trinidad, en el misterio de ese Dios Uno y Trino que es amor: somos bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al levantarnos o acostarnos nos santiguamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, a la hora de bendecir los alimentos o hacer oración. La Misa la empezamos y terminamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y en ella, cuando profesamos la fe decimos que creemos en el Padre, en el Hijo, y en el Espíritu Santo; el sacrificio de Cristo que se hace presente en el pan y el vino consagrado lo ofrecemos al Padre en el Espíritu Santo. Así que la vida cristiana está marcada por el misterio de la Santísima Trinidad. Por todo esto debemos estar siempre alegres y vivir el misterio de la Trinidad en nuestra vida concreta de cada día, en unidad espiritual interior y en unidad exterior con nuestros hermanos. Si Dios es comunidad de personas, de Dios brota toda fraternidad, por esto debemos buscar siempre la unidad.

El trato con Dios Padre nos lleva a considerar nuestra filiación divina; el trato con Dios Hijo hace que nos fijemos en el modelo a seguir; y el trato con Dios Espíritu Santo santifica nuestras almas. Este trato con Dios Uno y Trino se debe reflejar en la atención que ponemos cuando invocamos a la Trinidad al hacer la señal de la Cruz.Vicente Martín, osa

                  PENTECOSTÉS(CICLO A)
                                               (Espíritu Santo Ven)

Ven Espíritu Creador e infunde en nosotros la fuerza y el aliento de Jesús. Sin tu impulso y tu gracia, no acertaremos a creer en él; no nos atreveremos a seguir sus pasos; la Iglesia no se renovará; nuestra esperanza se apagará. ¡Ven y contágianos el aliento vital de Jesús!
Ven Espíritu Santo y recuérdanos las palabras buenas que decía Jesús. Sin tu luz y tu testimonio sobre él, iremos olvidando el rostro bueno de Dios; el Evangelio se convertirá en letra muerta; la Iglesia no podrá anunciar ninguna noticia buena. ¡Ven y enséñanos a escuchar sólo a Jesús!
Ven Espíritu de la Verdad y haznos caminar en la verdad de Jesús. Sin tu luz y tu guía, nunca nos liberaremos de nuestros errores y mentiras; nada nuevo y verdadero nacerá entre nosotros; seremos como ciegos que pretenden guiar a otros ciegos. ¡Ven y conviértenos en discípulos y testigos de Jesús!
Ven Espíritu del Padre y enséñanos a gritar a Dios “Abba” como lo hacía Jesús. Sin tu calor y tu alegría, viviremos como huérfanos que han perdido a su Padre; invocaremos a Dios con los labios, pero no con el corazón; nuestras plegarias serán palabras vacías. ¡Ven y enséñanos a orar con las palabras y el corazón de Jesús!
Ven Espíritu Bueno y conviértenos al proyecto del “reino de Dios” inaugurado por Jesús. Sin tu fuerza renovadora, nadie convertirá nuestro corazón cansado; no tendremos audacia para construir un mundo más humano, según los deseos de Dios; en tu Iglesia los últimos nunca serán los primeros; y nosotros seguiremos adormecidos en nuestra religión burguesa. ¡Ven y haznos colaboradores del proyecto de Jesús!
Ven Espíritu de Amor y enséñanos a amarnos unos a otros con el amor con que Jesús amaba. Sin tu presencia viva entre nosotros, la comunión de la Iglesia se resquebrajará; la jerarquía y el pueblo se irán distanciando siempre más; crecerán las divisiones, se apagará el diálogo y aumentará la intolerancia. ¡Ven y aviva en nuestro corazón y nuestras manos el amor fraterno que nos hace parecernos a Jesús!

Ven Espíritu Liberador y recuérdanos que para ser libres nos liberó Cristo y no para dejarnos oprimir de nuevo por la esclavitud. Sin tu fuerza y tu verdad, nuestro seguimiento gozoso a Jesús se convertirá en moral de esclavos; no conoceremos el amor que da vida, sino nuestros egoísmos que la matan; se apagará en nosotros la libertad que hace crecer a los hijos e hijas de Dios y seremos, una y otra vez, víctimas de miedos, cobardías y fanatismos. ¡Ven Espíritu Santo y contágianos la libertad de Jesús! Oración al Espíritu Santo.

             VI DOMINGO DE PASCUA(Ciclo A)
                                                                     (Yo vivo y ustedes vivirán)

Los creyentes –a pesar de los problemas de la vida- debemos tener esperanza y vivir con esperanza, porque creemos y confiamos en Jesús.
Pero, lo que los creyentes no podemos hacer, es vivir como personas que desconocen o se desentienden de la presencia del mal en el mundo, que aparece bajo mil formas: hambre, injusticia, pobreza, enfermedad.
Hoy, día del enfermo, nos planteamos un mal real y universal: la enfermedad.
La enfermedad es una experiencia personal y una realidad universal.
Poderosos y débiles, ricos y pobres, sabios e ignorantes, todos están (estamos) expuestos al riesgo de la enfermedad.
El progreso de la ciencia, de la medicina ha aliviado muchas dolencias y vencido muchas enfermedades, pero aparecen otras nuevas, como el “cáncer” y el “sida”, que nos recuerdan que todos podemos pasar por la experiencia de la enfermedad.
En este domingo del enfermo debemos plantearnos:
Qué enseñanza podemos sacar de la experiencia de la enfermedad.
– La enfermedad puede ayudarnos a descubrir la fragilidad y los límites de nuestra condición humana.
A cuestionar el “culto” que damos muchas veces a nuestro cuerpo.
A poner a prueba nuestra seguridad y nuestro orgullo, ya que la enfermedad puede echar por tierra todos nuestros planes.
La enfermedad puede ayudarnos a conocernos mejor a nosotros mismos, descubriendo si somos o no somos capaces de hacer frente a los problemas de la enfermedad.
– La enfermedad ajena puede ayudarnos a preocuparnos más de los demás y no preocuparnos sólo de nosotros mismos.
– En cualquier caso, la enfermedad nos plantea a los creyentes, una serie de interrogantes:
¿Hago yo algo por aliviar la soledad y el sufrimiento de los enfermos?
¿Veo en el enfermo, no a un ser inútil, sino a un ser que sufre y que necesita compañía, comprensión y cariño?
¿Estoy dispuesto a hacer algo por los enfermos?

Recordemos, para acabar, aquellas palabras de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para vosotros, porque estuve enfermo y me visitasteis…”Juan Jáuregui(Sacerdote) 
             II DOMINGO DE PASCUA(Ciclo A)
                                                         (dichosos los que crean sin ver)


María de Magdala ha comunicado a los discípulos su experiencia y les ha anunciado que Jesús vive, pero ellos siguen encerrados en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. El anuncio de la resurrección no disipa sus miedos. 
No tiene fuerza para despertar su alegría.

El evangelista evoca en pocas palabras su desamparo en medio de un ambiente hostil. Va a «anochecer». Su miedo los lleva a cerrar bien todas las puertas. Sólo buscan seguridad.
Es su única preocupación. Nadie piensa en la misión recibida de Jesús.
No basta saber que el Señor ha resucitado. No es suficiente escuchar el mensaje pascual. A aquellos discípulos les falta lo más importante: la experiencia de sentirle a Jesús vivo en medio de ellos. Sólo cuando Jesús ocupa el centro de la comunidad, se convierte en fuente de vida, de alegría y de paz para los creyentes.
Los discípulos «se llenan de alegría al ver al Señor».
Siempre es así. En una comunidad cristiana se despierta la alegría, cuando allí, en medio de todos, es posible «ver» a Jesús vivo. Nuestras comunidades no vencerán los miedos, ni sentirán la alegría de la fe, ni conocerán la paz que sólo Cristo puede dar, mientras Jesús no ocupe el centro de nuestros encuentros, reuniones y asambleas, sin que nadie lo oculte.
A veces somos nosotros mismos quienes lo hacemos desaparecer. Nos reunimos en su nombre, pero Jesús está ausente de nuestro corazón. Nos damos la paz del Señor, pero todo queda reducido a un saludo entre nosotros. Se lee el evangelio y decimos que es «Palabra del Señor», pero a veces sólo escuchamos lo que dice el predicador.
En la Iglesia siempre estamos hablando de Jesús. En teoría nada hay más importante para nosotros. Jesús es predicado, enseñado y celebrado constantemente, pero en el corazón de no pocos cristianos hay un vacío: Jesús está como ausente, ocultado por tradiciones, costumbres y rutinas que lo dejan en segundo plano.
Tal vez, nuestra primera tarea sea hoy «centrar» nuestras comunidades en Jesucristo, conocido, vivido, amado y seguido con pasión. Es lo mejor que tenemos.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 


                  JUEVES SANTO(Ciclo A)
                                             (Haced esto en memoria mía)

Al lavar los pies a sus discípulos –gesto de humildad y de servicio- Jesús nos está diciendo y enseñando lo que debe ser y hacer un cristiano.

Cristiano es: el que sirve a los demás; el que se despoja y da incluso de lo que él necesita; el que se pone a los pies del hermano, incluso del enemigo; el que ama, el que ayuda, el que escucha, el que comprende, el que perdona.
La gran revelación de Jesús sobre Dios, es decir, lo más importante que Jesús nos dijo sobre Dios: no es que Dios existe, sino que nos ama; no es que Dios es Dios, sino que es nuestro Padre; no es que Dios es todopoderoso, sino que es misericordioso; No es que Dios es un Dios lejano, que está en el cielo, sino que es un Dios cercano, que está dentro de nosotros.
Por eso, el mayor dolor de Dios es no poder amar a todos los hombres a quienes ama, porque no todos los hombres se dejan amar por Dios. Así como el mayor dolor de Cristo fue no poder amar a Judas, que dio la espalda al amor de Jesús.
Si el amor de Dios a los hombres es lo más importante del mensaje de Jesús, lo más consolador de nuestra fe, debe haber –por parte nuestra- una respuesta de amor a los demás.
¿Qué hacemos nosotros por los demás, especialmente por los más débiles, por los indefensos, por los más necesitados? ¿Rezar por ellos? ¿Compadecernos de ellos? ¿Echar la culpa a los poderosos, a los ricos? ¿Decir que tiene que ser así?
¿Qué hizo Cristo? Abrir su corazón y ayudar a los más necesitados; compartir las necesidades de los demás; defender a los más débiles; perdonar; servir.
En este día de Jueves Santo, de tanto contenido y significado para los cristianos, renovemos nuestro deseo sincero de amarnos unos a otros como Jesús nos amó.

Juan Jáuregui(Sacerdote) 

             DOMINGO DE RAMOS(Ciclo A)
                                                   (Hosanna al Hijo de David)

Es impresionante el diálogo final de la famosa película “La misión”. Después de que se ha producido la cruel matanza de los jesuitas y de los indios guaraníes, el cardenal Altamirano pregunta a los embajadores de España y Portugal si había sido necesario derramar tanta sangre. 

Uno de ellos le responde: “Desengáñese, excelencia, en este mundo tenemos que vivir”. El cardenal Altamirano, con el rostro lleno de tristeza, le dice entonces: “No, Señor embajador, somos nosotros los responsables de este mundo. Soy yo el responsable de este mundo”.
La pasión de Cristo no es sólo una página del pasado. Es también una página del presente, en la que seguimos teniendo responsabilidad. La pasión de Cristo no ha terminado. Cristo sigue hoy sufriendo en el hombre hermano, con el que Jesús se ha identificado:
– Hoy sigue Cristo sufriendo la pasión cuando no sabemos acompañar a nuestros hermanos que sufren, que sienten angustia y se sienten solos, como hicieron los discípulos predilectos en el huerto de Getsemaní.
– Hoy sigue Cristo sufriendo la pasión cuando vendemos nuestra vida por treinta monedas de plata; cuando nuestro deseo de medrar nos lleva a hacer negocios no limpios a claudicar de nuestros valores más sagrados: familia, amigos, honradez, sinceridad, cuando vendemos nuestros mejores ideales por causas que no merecen la pena.
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando buscamos en la violencia la solución de nuestros problemas, como aquellos que prendieron a Jesús con palos y espadas; cuando dejamos que cualquier tipo de violencia se apodere de nuestro corazón.
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando acusamos injustamente a los hombres, como lo hicieron los líderes religiosos de Jerusalén; cuando no respetamos a los hombres y los acusamos sin verdad, cuando descalificamos injustamente.
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando le negamos por vergüenza y cobardía, como hizo Pedro; cuando nos dejamos arrastrar por el respeto humano y no confesamos con valentía y sinceridad nuestra fe; cuando no defendemos la justicia por miedo a problemas y dificultades o al que dirán…
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando nos lavamos las manos como Pilato; cuando no vivimos comprometidos con la causa de los que sufren, cuando nos encogemos de hombros ante las injusticias, por miedo a las consecuencias.
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando nos dejamos arrastrar por las corrientes hoy en boga, como hicieron las turbas de Jerusalén; cuando somos uno más del montón, que condenamos a ciertos hombres porque todo el mundo lo hace así, sin ponderar lo que hay de verdad en esas condenas.
– Hoy Cristo sigue sufriendo la pasión cuando nos burlamos de los que sufren, de los marginados de la sociedad, como hicieron los soldados: cuando nos reímos del dolor ajeno, especialmente de los débiles.
No acusemos solamente a los judíos: démonos hoy un sentido golpe de pecho, porque todos nosotros seguimos siendo responsables de la pasión de Cristo que aún no ha acabado. No podemos encoger los hombros porque “en este mundo tenemos que vivir”. “Somos nosotros los responsables de este mundo… Soy yo el responsable de este mundo”.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
          V DOMINGO DE CUARESMA(Ciclo A)

                               (Yo soy la resurrección y la vida)
Con respecto a este relato de la resurrección de Lázaro hay que decir también que lo menos importante es su realidad histórica. No tiene sentido discutir si
Lázaro estaba muerto de verdad o su muerte era sólo aparente. Al evangelista no le preocupan estas cuestiones; lo que él pretende brindar es una espléndida catequesis, que en el catecumenado de las primeras comunidades se daba en vísperas del bautismo, para que vieran en la resurrección de Lázaro su propio proceso de transformación interior, el paso de la muerte psicológica a la nueva vida. El evangelista, el Señor Jesús en definitiva, lo que pretende es que descubramos y experimentemos que “Yo soy la resurrección y la vida”, “he venido para que tengan vida abundante”. Estamos ante un relato interpelante: El Lázaro muerto, medio muerto, tullido o enfermo soy yo. Tenga la calidad de vida que tenga, puedo vivir una vida mejor. Para ello el Señor resucitado me invita a vivir la amistad con él, como Lázaro, y a estar pendiente de su Palabra fecunda creyendo en su cercanía auxiliadora.
Hay que empezar, claro está, con el reconocimiento de nuestra condición de enfermos, necesitados de vida, anémicos en mayor o menor medida. Me alarman las repetidas afirmaciones de Anthony de Mello en sus escritos afirmando que la mayoría de las personas estamos dormidas, drogadas… en definitiva, medio muertas.

Basta acercarse a santa Teresa o a san Juan de la Cruz, leer lo que es el proceso hacia la fidelidad total, para ver la vida enclenque que arrastramos, sin darnos cuenta, la mayoría de las personas. En el orden psicológico y espiritual puede ocurrirnos lo que a ciertos enfermos que se creen sanos y que, sin embargo, están devorados por un cáncer dormido. Me impresionó la “ceguera” de una amiga a la que fui a visitar. Me musitó al oído: “Ésa de al lado está muy mal; no se da cuenta, pero tiene los días contados”. A los cuatro días murió ella, antes que su compañera de habitación.
Son los santos los que nos revelan que tenemos un alma parapléjica. Da miedo acercarse a ellos y compararnos. Se supone que estamos vivos. Con todo, el ángel del Apocalipsis advierte a la comunidad de Sardes: “Te crees que vives, pero estás muerto” (Ap 3,1). No es cuestión de tener vida, sino de tener calidad de vida. Con frecuencia tenemos menos calidad de vida interior de lo que creemos. Está vivo un parapléjico y está vivo un atleta olímpico, pero ¡qué formas tan distintas de vivir! Cuando se vuelve la mirada a esos atletas del espíritu, que son los santos, uno se siente, al menos, parapléjico, mero aprendiz en el arte de vivir. Cuando se contempla su gran facilidad para amar y entregarse generosamente a los demás, comunicarse con Dios, afrontar con fortaleza y alegría los sufrimientos… cuando se les ve tan valientes para dar testimonio y tan desinteresados, a uno le da la impresión de “sobrevivir” sólo, de que necesita de toda clase de aparatos y ayudas para valerse. Por eso, como las hermanas de Lázaro, hemos de exclamar: “Señor, tu amigo está enfermo” (Jn 11,3).

Juan Jáuregui(Sacerdote) 
            IV DOMINGO DE CUARESMA(Ciclo A)
                                                           (Andamos ciegos por la vida)

El ciego de nacimiento es el hombre, todo hombre. Andamos muy ciegos por la vida. ¿De quién es la culpa? 
De nosotros y de nuestros padres.
De nuestros padres que nos enseñaron a mirar solamente la materialidad de las cosas y no nos enseñaron a mirar más allá de su superficie, penetrando en el misterio del ser y de la vida. 
Y así no hemos aprendido a tratarnos con profundidad, porque sólo vemos las apariencias.
La culpa es también nuestra, porque nos fascina lo externo y nos quedamos ahí, deslumbrados ante el brillo pasajero de las personas y las cosas. Nosotros miramos las apariencias y no miramos el corazón.
Vemos y valoramos a las personas por su tener, por su poder, por su saber, no por lo que verdaderamente son. No captamos su misterio, ni siquiera el nuestro propio.
Nuestra ceguera es grave. Tan grave que muchas veces sólo valoramos las cosas y sobre todo a las personas cuando las perdemos…
Pero en toda vida humana hay un momento en que damos la vuelta a los prismáticos: y todo lo que visto con cristales de aumento nos parecía enorme y cercano… se aleja de repente y se vuelve diminuto y distante.
Esa vuelta a los gemelos la damos cuando nos llega un gran dolor o se descubre un gran amor…
Recuerdo, la experiencia de una mujer que había vivido este cambio cuando su padre se puso seriamente enfermo y amor y dolor hicieron que todo su mundo cambiara de color. “¡Cuántas cosas –decía- por las que antes luchaba y me angustiaba se me han vuelto fútiles e innecesarias!¡Qué tontas me parecen algunas ilusiones sin las que antes me parecía imposible vivir! ¡Cómo se vuelve todo de repente secundario y ya sólo cuenta la lucha por la vida y la felicidad de los seres que amas!”.
Es cierto: la gran enfermedad de los hombres es la ceguera, esa ceguera que nos conduce cada día a equivocarnos de valores…
Yo me he preguntado muchas veces qué le pediría a Dios si él me concediera un día un milagro. Y creo que le suplicaría el VER, el ver las cosas como él las ve, desde la distancia de quien entiende todo, de quien conoce las auténticas dimensiones de las cosas.
Si tuviera ese don, ¡qué distinta sería mi vida! ¡Cuánto más amaría y cuánto menos me preocuparía por otras cosas!
Esa chica, seguía diciendo: “Ahora gano mis tardes haciendo crucigramas con mi padre. Soy feliz viéndole sonreír. A su lado no tengo prisas. Cada minuto de compañía se me vuelve sagrado. Y cuando por la noche regreso a mi casa sin haber “hecho nada”, nada más que amar, me siento llena y feliz.
Le veo feliz de tenerme a su lado. No hay premio mejor en este mundo. Sé que un día me arrepentiré de millones de cosas que he hecho en mi vida. Pero nunca de esas horas “perdidas” a su lado”.
Esta chica tiene razón. Ha vuelto sus prismáticos y de repente el cristal de aumento de su corazón le ha hecho descubrir lo que la mayoría de los seres humanos no llegamos ni siquiera a vislumbrar. Y todo lo demás se ha vuelto pequeñito y lejano: muy secundario.
Hoy Jesús, en el personaje del ciego, nos invita a dar la vuelta a los prismáticos.
Pidamos a aquel que dijo: “Yo soy la Luz del mundo”, que cure nuestra ceguera y nos enseñe a no fijarnos en las apariencias, sino a ver como Él , el corazón de las personas y de las cosas.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
           III DOMINGO DE CUARESMA(Ciclo A)
                                                                 (Soy el agua viva...)

Si entendemos la palabra “sed” en sentido material (tener sed de agua) está claro que el agua es un bien necesario que escasea.
Son muchos los pueblos que sufren terribles sequías; sequías que llevan consigo enfermedades, hambre.
La sed, podemos decir, que es una “plaga” para millones de personas…
Pero debemos dar a la palabrea “sed”, un sentido más “profundo”, como se le dio Jesús cuando habló con la samaritana: Sed de “deseos”, de “satisfacciones”.
Esta sed de “deseos” y de “satisfacciones” es algo constitutivo del hombre.
El hombre siempre tiene (tenemos) sed de cosas y las mayoría de las veces, estas cosas no apagan nuestra sed, nos dejan insatisfechos.
El hombre, el ser humano, tiene sed de muchas cosas:
– Tiene sed de cultura: de saber, conocer, investigar…
– Tiene sed de diversión: placeres, satisfacciones…
– Tiene sed de paz: vivir en armonía.
– Tiene sed de poder: de dominio, de mando.
– Tiene sed de posesión: de tener muchas cosas.
– Tiene sed de riqueza: de dinero, de bienestar.
– Tiene sed de salud: los enfermos.

Muchas veces, a pesar de disfrutar de todas estas cosas, seguimos teniendo SED, nos sentimos insatisfechos.
En países “superdesarrollados” se da un alto índice de suicidios, incluso en gente joven: gente que tiene todo, que no les falta de nada, que han probado y experimentado de todo, pero al final se encuentran vacíos, insatisfechos, sin haber apagado su sed.
Alguien, hace 20 siglos, se atrevió a proclamar que Él podía calmar la sed de todos los hombres. Ese alguien fue Jesús, que dijo: “El que tenga sed que venga a mí y beba del agua que yo le daré y nunca más tendrá sed”.
Está claro que, estas palabras de Jesús hay que entenderlas en sentido figurativo, no en sentido literal.
Jesús, para calmar nuestra sed de “deseos”, nos ofrece su Espíritu, su Mensaje.
Y a través del Espíritu de Jesús, a través de su Mensaje, las personas descubrimos:
La fraternidad, la libertad, la paz, el perdón, la solidaridad…
Y estas cosas que Jesús nos ofrece “SÍ” sacian nuestra sed, “SÍ” nos dejan satisfechos.
Que bebamos de esta agua que Jesús nos ofrece y no vayamos a otras fuentes para calmar nuestra sed.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

          II DOMINGO DE CUARESMA(Ciclo A)
                                                 (Que bien se está aquí Señor)


Este segundo domingo de Cuaresma nos presente un rostro de Jesús distinto al de las tentaciones en el desierto, y también nos presenta el otro rostro de la realidad de los hombres. Conocemos a la gente por fuera. ¿Quién conoce al otro por dentro?


Bajo unas apariencias de vulgaridad, puede esconderse un corazón muy grande.
Bajo los harapos de un pobre, puede esconderse la grandeza de espíritu.
Bajo la triste figura de un alcohólico, puede esconderse una gran sensibilidad.
Mariola López, en su simpático librito “Mirar por otros”, comentando precisamente este texto de la transfiguración de Jesús, nos cuenta una maravillosa experiencia de su vida. La resumo así:
“Perico, como es conocido en el barrio, vive solo desde hace años. Se ha “dejado devorar la vida por el alcohol. Lo encontré descalzo por la calle y bebido; aún así, se acercó a mí con respeto, y me contó que se había quedado dormido con un cigarrillo en la boca y que se le habían quemado unas mantas, y me invito a su casa para que lo viera. Confieso que al principio sentí miedo, pero luego, agradecí el no haberme dejado paralizar por él. Me mostró su pequeña casa, desatendida desde que su madre no está, sucia y con olor a vino y a restos de comida; luego me llevó a otra estancia, y allí fue donde se hizo la luz: tenía cuatro colchones tirados por el suelo, y me contó que en ellos acoge cada noche a chicos toxicómanos que no tienen adónde ir, les deja dormir allí y que puedan ducharse y lavar su ropa”.
Las consecuencias son claras:
Detrás de un Perico alcohólico que te da miedo acercarte a él, hay algo que los ojos no descubren.
Detrás de un Perico alcohólico, viviendo en una habitación que huele a vino y a comida, hay algo que para la gente pasa desapercibido.
Detrás de un Perico alcohólico, con su vida quemada y “devorada” por el alcohol, hay un corazón que no solo piensa en la botella de vino, sino que siente lástima de quienes viven todavía más hundidos que él, y consumidos por la droga.
Detrás de un Perico a quienes todos tienen miedo y le ceden el paso para evitar cualquier agresión, se esconde una habitación con cuatro colchones para que estos drogadictos puedan dormir, ducharse y limpiar su ropa.
Hay cosas que los ojos no ven.
Hay cosas que se esconden detrás de una vida destruida.
Hay cosas muy bellas ocultas detrás de una vida que ya ha dejado de ser vida hace tiempo.
Esa es la transfiguración.
Tampoco Pedro, Santiago y Juan lograban ver en Jesús más que a un hombre como ellos.
Tampoco ellos logran ver lo que se esconde al otro lado de la humanidad de Jesús.
Hasta que un día, se rompen los velos y la luz interior aflora hacia fuera. Como una barra de luz eléctrica cuando se enciende la llave e ilumina la habitación entera que estaba a oscuras. Y donde no se veía nada ahora se ve todo.
La transfiguración de Jesús nos habla de lo que pueden ver los ojos.
Pero también de lo que puede descubrir la fe. El otro lado de las cosas.
Hay cosas que no logramos ver hasta que se enciende la luz del corazón y podemos descubrir lo que hay al otro lado de las paredes.
Es por ello que todos tratamos de cultivar tanto nuestro exterior.
Tanto maquillaje.
Tanta cirugía estética.
Tanto perfume y colonia que haga agradable nuestra presencia.
Y todo, porque todos nos quedamos con las apariencias.
Todos nos quedamos con esa imagen de exportación.
Todos nos quedamos con esas etiquetas que hagan vendible el producto.
Pero ¿quién mira al otro lado de tanto maquillaje?
¿Quién mira al otro lado de tanta cirugía estética?
¿Quién mira el corazón que late y siente allá dentro?
Un amigo mío pasaba, ya muy adelantada la media noche, al lado de unos muros altos. Y comenzó a escuchar que alguien cantaba allá dentro.
No tenía traza de discoteca. Era un convento de monjas de clausura que, mientras el mundo se divertía, ellas cantaban Maitines alabando a Dios. Le entraron ganas de saltarse el muro y ver qué era aquello. Pero era muy alto. Llegado a su casa, no podía dormir. ¿Cómo es posible que detrás de unos viejos muros alguien, a esas altas horas de la noche, esté despierto cantando a Dios?
Si supiéramos mirar con los ojos del corazón veríamos que la gente es maravillosa.
Si supiéramos mirar con los ojos de la fe verías que detrás de unas pobres apariencias se esconden muchos sentimientos de bondad, de generosidad, de fidelidad y de amor.
La transfiguración nos habla de la verdad que llevamos dentro, pero también de los nuevos ojos que necesitamos para ver.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

           I DOMINGO DE CUARESMA(Ciclo A)
                                                                          Las tentaciones.


El primer domingo de Cuaresma nos narra el conocido pasaje de las “tentaciones de Jesús”. Mateo no duda en escribir: Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado. La vida de Jesús está guiada, como la de cualquier persona, por el Espíritu. 
Cada uno de nosotros tiene su historia, su vida. Y el desierto, pronto o tarde, llega.“¿Qué quiero decir con estas expresiones?” Algo muy sencillo: a lo largo de nuestra vida llegan momentos en los que nos tenemos que definir. O sobrevivimos a base de agarrarnos a la Palabra, o nos dejamos llevar por otras sugerencias que nos apartan de la Palabra. Jesús es tentado y en la tentación opta por la Palabra, por lo que el Espíritu le dice.
En el lenguaje popular están muy metidas estas expresiones: “Son pruebas que Dios te manda”. “Es una prueba de Dios”. Creo personalmente que Dios no nos manda pruebas. La vida es la que nos presenta momentos de opción en los que tenemos que dar la talla: optamos por dejarnos guiar por el Espíritu o bien optamos por dejarnos guiar por las apariencias tentadoras de lo más inmediato y halagador.
La Cuaresma es un tiempo oportuno para examinar qué lugar ocupa Dios en nuestra vida, en nuestros proyectos, en nuestras decisiones.
Como Jesús, nosotros hoy estamos sometidos a tentaciones, es decir, oportunidades para dejar de lado a Dios y buscarnos la solución a nuestros problemas con nuestros propios medios.
El relato evangélico sitúa a Jesús en la corriente de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Como Adán y Eva, Jesús es solicitado por el tentador. A diferencia de Adán y Eva, Jesús se mantiene fiel a la palabra del Padre por encima de toda duda, de toda propuesta, de toda prueba.
La primera tentación: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes, es un chantaje que tiene como centro la necesidad inmediata, la menesterosidad de todo ser humano. Se le dice: “Agárrate a lo que necesitas ahora; sacia tu hambre y déjate de historias. Vale lo que sirve, lo que nos saca de apuros”. Pero la solución definitiva no es usar de cosas y de personas, Dios incluido. A lo inmediato, Jesús opone el alimento que es la Palabra de Dios. Es el único absoluto.
La segunda tentación: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo; sus ángeles cuidarán de ti, es la tentación de usar a Dios para lo que nos conviene y cuando nos conviene. La traducción sería: “Sirve creer en un Dios que nos sirve cuando lo necesitamos” Jesús responde al tentador diciendo: No pongas a prueba a Dios. No dictes a Dios qué es lo que tiene que hacer. No reduzcas a Dios a que haga tu voluntad: Deja a Dios ser Dios.
La tercera tentación: Te daré todo si me adoras. Es la tentación más fuerte. Es la tentación de quienes están dispuestos a entregarse a quien sea y como sea con tal de hacerse dueños de los otros. Poner a todos a nuestro servicio.
Jesús responde tajantemente: Sólo a Dios adorarás. Sólo a Dios servirás.
El modo de vencer la tentación que Jesús nos muestra es tener a Dios por cimiento y su palabra como alimento.
El camino ya está marcado. Recorrerlo es tarea de cada día.
No te sorprendas de ser tentado. Sorpréndete de estar apoyado en el Señor y su Palabra que puedas caer en la tentación.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 


           TIEMPO DE CUARESMA(Ciclo A)
                                                        Miércoles de ceniza

El evangelio de Mateo abre cada año la Cuaresma el Miércoles de Ceniza con este texto del sermón de la montaña en el que Jesús nos ofrece tres herramientas, estas tres actividades que tan útiles nos pueden ser para renovar y confirmar nuestro seguimiento tras sus huellas, y expresar la nueva vida que Dios ha hecho nacer en nosotros: la oración, el ayuno y la limosna. Constituye un buen programa para este tiempo. 



Cada uno de nosotros debiera marchar de esta celebración de hoy concretando la práctica de este ejercicio cuaresmal: ¿Cómo y cuándo rezaremos a este Dios estos 40 días? ¿De qué cosas ayunaré este año? ¿Qué gesto de amor haré a favor de mis hermanos, en especial de los más necesitados?
٭ La oración ha de ocupar un lugar preferente en el tiempo de Cuaresma. Una oración permanente y fiel al momento del día que hayamos decidido elegir. Una oración que refuerce nuestros vínculos con Jesús. Una oración que sea un diálogo amoroso con el Señor que consiste en hablarle, en explicarle nuestras cosas, las necesidades de los hermanos, en escucharle en todo aquello que él nos dice en el evangelio y en el fondo del corazón. Una oración en la que expresemos cómo le amamos, y en la que sintamos su amor, su entrega, al contemplarlo clavado en la cruz y glorioso una vez resucitado. Y eso tanto en su persona, como en la de todos los hombres y mujeres de nuestro mundo.
٭ En un mundo como el nuestro, enloquecido por las posibilidades del consumo, de diversión, de evasión, y que nos endurece el corazón ante tanta creciente pobreza y tanto sufrimiento, necesitamos ayunar. No porque nos guste el ayuno por el ayuno, ni porque esperemos acumular muchos méritos ante Dios, sino porque el ayuno nos hace capaces de abrir los ojos y de esponjar el corazón, nos hace más libres para amar y seguir a Jesús. Ayunar de aquello que nos engorda de orgullo, de vicio, de pasiones, de ataduras con las cosas, de ser esclavos de nosotros mismos y nos priva de amar, de llenarnos de Dios y de los demás. Cada uno verá de qué cosas debe ayunar. Y sabemos que no siempre el ayuno deberá ser de comida y bebida. ¿Qué ayuno hará cada uno durante esta Cuaresma para ampliar su capacidad de amar?
٭ La limosna, ha de ser también signo de nuestra sincera conversión cuaresmal, de la autenticidad de nuestra oración, de los frutos de nuestros ayunos. Dar y compartir nuestro dinero, las cosas, el tiempo, nuestras capacidades y cualidades, nuestra persona entera. Tener demasiado hace daño. Nos hace incapaces de andar ligero, nos esclaviza, nos distancia de los demás, nos atenaza el corazón. ¿Qué daré a los demás en esta Cuaresma? ¿Más tiempo a mi familia, mayor delicadeza a mi trato con los demás? ¿Vaciar algo mi bolsillo para llenar el de aquellos que lo tienen vacío? ¿Qué haré para ser más solidario con el mundo pobre y marginado? ¿Con qué grupos puedo colaborar o aportar mi ayuda? Aquello que ahorre con mi ayuno y privaciones cuaresmales, ¿por qué no lo entrego a alguna campaña de solidaridad?

El gesto penitencial de la imposición de la ceniza y el acercarnos a la mesa del Señor para recibir la Eucaristía han de ser expresión ante Dios y la comunidad aquí reunida de nuestro firme compromiso de ser fieles al Señor. Han de ser, también, reconocimiento de nuestra debilidad, de nuestra condición pecadora, de nuestras ganas de renovar la vida y la necesidad que todos tenemos de la comunión con Jesús.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

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            VIII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                             (ciclo A)


Dios nos ama a todos, y si cuida de las aves mucho más cuidará de cada uno de nosotros; pero a las aves Dios no les pone el alimento en el pico: las aves tienen que esforzarse para conseguirlo. Pues bien, nosotros tenemos que esforzarnos trabajando como si todo dependiera de nosotros, pero confiando en Dios como si todo dependiera de Él. Sin la ayuda de Dios todos nuestros esfuerzos serían inútiles. Incluso ni siquiera podríamos hacer esfuerzos.

Dios nos ama; por eso en la Biblia nos dice: ¿Podrá una madre abandonar al hijo de sus entrañas? Pues aunque lo abandone, yo no te abandonaré; eres precioso a mis ojos y te quiero. Te llevo dibujado para siempre en la piel de mis manos.
Fijaos en este detalle: no dice que nos lleva dibujados en su cara; no. Nuestra cara no la vemos constantemente; nos tenemos que valer de un espejo. Son las manos las que vemos constantemente. Dios, pues, al decirnos, que nos lleva dibujados en la piel de sus manos quiere decirnos que constantemente nos está mirando con amor.
Dios nos ama, seamos como seamos; aunque seamos muy malos y no cambiemos.
Reparad en el amor de una madre por su hijo. La madre no le ama porque sea bueno, sino porque es su hijo. Claro que desea que sea bueno y cada vez mejor. La madre de un criminal querría que su hijo se apartara del mal camino, pero como es madre no deja de amarle. Jamás dirá: Deja de ser un criminal y te querré. Lo que dirá es: Odio tus crímenes, pero a pesar de todo sigo queriéndote con toda mi alma, porque eres mi hijo.
Algo parecido pasa con Dios. Dios ama a sus hijos pecadores, pero odia el pecado porque el pecado es egoísmo y al egoísmo se debe la mayoría de los sufrimientos que hay en el mundo.
Un seminarista que en Bangla Desh luchaba contra el hambre de los nativos decía lo siguiente: «He comprobado que el mayor mal que hay en el mundo no es que un hombre muera de hambre. Por supuesto que esa es una muerte horrible, pero supongo que la gente muere de muertes igualmente horribles en países ricos, donde hay tanto cáncer y donde la medicina moderna es incapaz de acabar con el dolor. No. Lo verdaderamente trágico no es el dolor de morir de hambre, sino la indiferencia de quienes, pudiendo ayudar a sus hermanos que mueren de hambre, no lo hacen».
Hermanas y hermanos: el pecado, que al fin y al cabo es egoísmo, es la causa de la mayoría de los males que sufre la humanidad. No seamos, pues, egoístas. Busquemos antes que nada el reino de Dios.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

           VII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                            (ciclo A)

Al escuchar el Evangelio del día de hoy alguien puede pensar: ¡Cualquiera cumple esto! Pero es que Jesús no nos pide cosas imposibles. Tenemos que pensar que algunas palabras de Jesús en este Evangelio no hay que tomarlas tal como suenan; no hay que tomarlas al pie de la letra.

Haríamos el tonto si, cuando nos dan una bofetada, presentáramos la cara para que nos dieran otra. El mismo Jesús no lo hizo cuando fue abofeteado ante Anás, sino que dijo al que lo había abofeteado: «Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» Gn 18,23). Lo que Jesús nos pide es mansedumbre y que tengamos el corazón limpio de rencor.
Jesús rechaza la famosa ley del Talión, del «ojo por ojo, diente por diente». Por esta ley, si a mí alguien me quitara un ojo, yo le podría quitar a él otro; es decir, yo le podría hacer el mal que él me hiciera a mí. Esta ley tenía de bueno que no nos pasáramos, porque la tentación que tenemos es de quitarle los dos. Pero con esta ley nos ponemos en el camino de la violencia: la de contestar a la violencia con la violencia, y no acabaríamos nunca. Jesús, en cambio, nos trae la ley del amor.
Nosotros muchas veces practicamos la ley del Talión. Es lo que sucede cuando un niño vuelve del colegio y dice que un compañero le ha pegado, le ha roto la carpeta o quitado un bolígrafo. ¿Qué se le dice en casa? «Defiéndete, pégale tú también, no seas tonto». Es la ley del Talión.
Una madre, en cambio, tenía un hijo llamado Carlitos.
Otro compañero llamado Andrés le hacía en clase la vida imposible e incluso le quitaba cosas. Los maestros no conseguían nada con aquel niño, pese a los castigos. Los padres eran un desastre. ¿Qué hizo la mamá de Carlitos? Va un día a la escuela, llama a Andrés y como mamá de Carlitos le da una caja de bombones; desde entonces Andrés y Carlitos fueron siempre amigos. Esta es la ley del amor.
Nos resulta fácil amar a los nuestros aunque a veces haya problemas de convivencia, sea por el carácter o temperamento, sea por otros motivos. Pero a la hora de la verdad, cuando nos sentimos enfermos, son ellos los que están a nuestro lado. Sabemos que podemos contar con ellos y ellos saben que pueden contar con nosotros.
Amar a los nuestros, amar a los que nos hacen bien lo hace cualquiera. Para eso no es necesario creer en Jesús.
En cambio, para amar a nuestros enemigos hay que creer en Jesús, hay que ser cristianos de verdad. Está claro que un enemigo nos resulta antipático y desagradable, pero no podemos desearle mal; al contrario, hay que hacerle todo el bien que podamos. Claro que esto es algo divino; es Dios el que envía la lluvia para los buenos y para los malos, y hace salir el sol para todos. Dios nos ama, no porque nosotros seamos buenos, sino porque Él es bueno.
Y este es el amor que hemos de imitar; de este modo yo amaré a los demás, no porque sean buenos, sino porque yo soy bueno y deseo serlo cada vez más.
Defendamos nuestros derechos pero perdonemos a los que nos ofenden para que podamos rezar aquellas palabras del padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

             VI DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                               (ciclo A)

Un día un fariseo se le acerca a Jesús y le pregunta cuál era el mandamiento principal. Jesús le contesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y el primero.
El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37, 40).
En resumidas cuentas, para Jesús todos los mandamientos se reducen a uno solo, a este: a amar de verdad. Y basta. El que de verdad ama a Dios, también ama al prójimo y el que de verdad ama al prójimo también está amando a Dios aun sin darse cuenta. Que nadie pretenda amar a Dios sin amar al prójimo; sería como pretender abrazar a un amigo y, al mismo tiempo, pisarle los pies.
Por eso Jesús en el Evangelio nos dice: «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda
ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5,23~25).
Hermanas y hermanos: una iglesia edificada por alguien a base de no pagar debidamente a los obreros es una iglesia que no agrada a Dios. Más importante que una iglesia edificada de piedra o de ladrillos, más importante que las imágenes de su interior es la iglesia formada por personas.
Juan Pablo I, el papa de la sonrisa, cuando era patriarca de Venecia, vendió la cruz que llevaba sobre el pecho y una cadena de oro, que le había regalado el papa Pío XII, y empleó el dinero en ayudar a un centro de subnormales. Y siendo ya papa, a pesar de ser tan partidario de las devociones populares, comentaba: «Da pena ver collares y anillos de oro colgados al cuello y dedos de las imágenes de la Virgen, mientras hay personas que mueren de hambre».
Juan Pablo II dijo en Canadá el 14 de septiembre de 1984: «Dios no necesita cálices de oro, sino almas de oro. Comenzad a dar de comer a los hambrientos y, con lo que sobre, adornad el altar».
Por supuesto que hemos de tener la iglesia decente. Ha de estar limpia y hemos de adornada en lo posible. Esto es una muestra de devoción y amor a Dios, y dice bien de una parroquia; pero lo más importante son las personas.
En Padua hay un cuadro del gran pintor italiano Giotto; en él aparece la Caridad ofreciendo con una mano a Dios el corazón y con la otra un cesto de frutas a los hombres.
Son los dos amores: el amor a Dios y el amor al prójimo. Y los dos no pueden separarse.
Gandhi, aquel famoso personaje que tanto luchó contra la violencia, manifestaba: «Si yo estuviese convencido de encontrar a Cristo en una cueva del Himalaya, iría allí inmediatamente. Pero yo sé que no puedo encontrarlo lejos de los seres humanos».
Si esto lo decía Gandhi, que no profesaba la religión cristiana, nosotros, que la profesamos, tenemos que saber que Cristo está en cada uno de los seres humanos y que todo lo que hagamos al prójimo se lo hacemos a Cristo; y por tanto, una injusticia contra cualquier persona es una bofetada que golpea el rostro de Cristo. Tenemos que convencernos de esto; de lo contrario, nunca encontraremos a Dios ni en la iglesia ni en nuestro corazón.
No olvidemos que el amor al prójimo es el termómetro que marca el amor que le tenemos a Dios.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                                (ciclo A)

LA VIDA COMO RAPIÑA
Vosotros sois la sal de la tierra

Un día sí y otro también, saltan a los medios de comunicación nuevos casos de corrupción y fraudes escandalosos. No son hechos que han brotado de pronto entre nosotros, sino el resultado lamentable de una contradicción que ha acompañado la gestación de la moderna sociedad democrática desde sus orígenes.

Por una parte, la filosofía democrática proclama y postula libertad e igualdad para todos. Pero, por otra, un pragmatismo económico salvaje, orientado hacia el logro del máximo beneficio, segrega en el interior de esa misma sociedad democrática desigualdad y explotación de los más débiles.
Este es el principal caldo de cultivo de la corrupción actual. Como decía recientemente el escritor italiano Claudio Magris, «vivimos la vida como una rapiña». Seguimos defendiendo los valores democráticos de libertad, igualdad y solidaridad para todos, pero lo que importa es ganar dinero como sea. El «todo vale» con tal de obtener beneficios, va corrompiendo las conductas, viciando las instituciones y vaciando de contenido nuestras solemnes proclamas.
Se confunde el progreso con el bienestar creciente de los afortunados. La actividad económica, sustentada por un espíritu de lucro salvaje, termina por olvidar que su meta es elevar el nivel humano de todos los ciudadanos.
Los políticos, por su parte, parecen ignorar que esos desarraigados que producen «inseguridad ciudadana» no son fruto de una situación heredada, sino algo que estamos generando ahora mismo dentro de nuestro sistema.
Todo se sacrifica al «dios» del interés económico: el derecho de todo hombre al trabajo y a una vida digna, la transparencia y honestidad en la función pública, la verdad de la información, el nivel cultural y educativo de la TV.
¿Hay alguna «sal» capaz de preservarnos de tanta corrupción? Se pide investigación y aplicación rigurosa de la justicia. Se piensa en nuevas medidas sociales y políticas. Pero se echa en falta un nuevo tipo de personas capaces de sanear esta sociedad introduciendo en ella honestidad. Hombres y mujeres que no se dejen corromper ni por la ambición del dinero ni por el atractivo del éxito fácil.
«Vosotros sois la sal de la tierra», estas palabras dirigidas por Jesús a los que creen en El, tienen contenidos muy concretos hoy. Son un llamamiento a mantenernos libres frente a la idolatría del dinero, y frente al «progreso» cuando éste esclaviza, corrompe y produce marginación. Una llamada a desarrollar la solidaridad responsable frente a tantos corporativismos interesados. Una invitación a introducir misericordia en una sociedad despiadada que parece reprimir cada vez más «la civilización del corazón».
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

             IV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                                  (ciclo A)

En una reunión para preparar una Eucaristía alguien dijo: “Se ve claramente que Dios prefiere a los pobres y a los sencillos». Entonces acordamos escribir con letras grandes en un panel junto al altar, para que lo vieran todos: «¡Señor, somos tus pobres!» 



Y comentaban que a Jesús se le acercaban los más pobres, la gente sencilla, los más despreciados, mientras que los ricos y los influyentes no tenían tanto entusiasmo en acercarse a Jesús, porque lo veían pobre y a favor de los pobres, y esto les sentaba mal hasta llegar a criticar a Jesús porque iba rodeado de esas personas. Es verdad que en Jesús se ve ese cuidado especial por los más pobres, por los que más sufren, por los más despreciados. y ese cuidado especial de Jesús y su cariño quedó reflejado en las bienaventuranzas del evangelio de este día.
Todas las bienaventuranzas empiezan proclamando: «Dichosos». Jesús quería decirles a los pobres cosas muy bonitas para que no se sintieran tristes, porque contaban con el cariño de Dios. A los pobres les dice que Dios les dará el Reino. A los sufridos les dice que poseerán la tierra. A los que lloran, que Dios los consolará. A los que tienen ganas de ser buenas personas les dice que se saciarán de bondad. A los misericordiosos les dice que serán tratados con misericordia. A los limpios de corazón les dice que verán a Dios. A los que trabajan por la paz, que se les dará un nombre bonito: hijos de Dios. Y a los perseguidos les dice que se pongan contentos, porque Dios tiene cosas muy hermosas preparadas para ellos en el cielo. Jesús quiere decir con todo esto que Dios tiene un destino hermoso para sus hijos más pobres, que Dios no los olvida, que no los abandona en sus sufrimientos, que cuentan siempre con el cariño de Dios. Y estas cosas las decía Jesús cuando tenía delante un «gentío» entre el que estaban pobres, gentes sencillas, hambrientos, despreciados y oprimidos. Algunos años después, san Pablo les pide a sus cristianos de Corinto que se fijen en su comunidad para que vean que allí no están los sabios ni los poderosos ni los aristócratas según el mundo. Allí está lo necio, lo despreciable, lo que no cuenta, y Dios lo ha escogido para anular lo que cuenta.
Con frecuencia yo también miro a las gentes de mi parroquia y no veo allí a los sabios según el mundo ni a los poderosos ni a los aristócratas. Veo gentes sencillas, curtidas por las penalidades y los desengaños, con conciencia de ser poca cosa en este mundo. Quizás nadie los tomó nunca en serio. Podemos decir también: «Señor, somos tus pobres». Y tengo conciencia de que Dios nos ha elegido para darnos su Reino, para que disfrutemos de su cariño y para humillar a listos y poderosos según el mundo. Estoy convencido de que nosotros, que no sabemos, que no tenemos medios, que nos sentimos incapaces, que somos gentes insignificantes, haremos cosas muy bonitas en nuestro entorno. Cada día la vida será más hermosa y nos sentiremos más a gusto. No nos tocarán las quinielas o la lotería. Seguiremos siendo pobres, pero contaremos con el cariño de nuestro Dios, que se vuelca en sus hijos. No nos gloriamos en nuestras capacidades, que no tenemos. Nos gloriamos en el amor gratuito de nuestro Dios, que no nos abandona en nuestras pobrezas. Y reconocemos que Dios también nos ha asignado a nosotros una tarea bonita: hacer presente el amor gratuito de Dios entre los pobres y las gentes sencillas. Jesús, en este evangelio, nos enseña un nuevo camino para ser dichosos. Lo disfrutaremos con la gracia de Dios.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            III DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                                 (ciclo A)
De ordinario, casi siempre que se habla de la vocación o de la llamada de Dios, se considera que es un asunto de jóvenes que todavía apenas han estrenado la vida.

Y, ciertamente, para un creyente es muy importante la escucha de Dios en esa decisión o dirección inicial que uno da a su existencia, al elegir un determinado proyecto de vida.
Pero Dios no se queda mudo al pasar los años, y su llamada,
discreta pero persistente, nos puede interpelar cuando hemos caminado ya un buen trecho de vida. Esta «segunda llamada” puede ser, en ocasiones, tan importante o más que la primera.
Es normal, en plena juventud, seguir la propia vocación con temor pero también con ilusión y generosidad. La pareja que se casa, el sacerdote que sube al altar, la religiosa que se compromete ante Dios, saben que inician “una aventura”, pero lo hacen con entusiasmo y fe.
Luego, los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van
desgastando. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad parece oscurecerse. Se puede apoderar de nosotros el cansancio y la insensibilidad.
Tal vez seguimos caminando, pero la vida se hace cada vez más dura y pesada. Ya sólo nos agarramos a nuestro pequeño bienestar. Seguimos “tirando”, pero, en el fondo, sabemos que algo ha muerto en nosotros. La vocación primera parece apagarse.
Es precisamente en ese momento cuando hemos de escuchar esa «segunda llamada” que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Es posible reaccionar.
La escucha de la «segunda llamada” es ahora más humilde y realista. Conocemos nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. No nos podemos engañar. Tenemos que aceptarnos tal como somos.
Es una llamada que nos obliga a desasirnos de nosotros mismos para confiar más en Dios. Conocemos ya el desaliento, el miedo, la tentación de la huida. No podemos contar sólo con nuestras fuerzas. Puede ser el momento de iniciar una vida más enraizada en Dios.
Esta «segunda llamada” nos invita, por otra parte, a no echar a perder por más tiempo nuestra vida. Es el momento de acertar en lo esencial y responder a lo que pueda dar verdadero sentido a nuestro vivir diario.
La «segunda llamada” exige conversión y renovación. Dice L. Boros que «sólo el pecador es viejo, pues conoce el hastío de la vida, y el hastío es una señal de vejez”.
Dios sigue en silencio nuestro caminar, pero nos está llamando. Su voz la podemos escuchar en cualquier fase de nuestra vida, como aquellos discípulos de Galilea que, siendo ya adultos, siguieron la llamada de Jesús.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

             II DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
                         (ciclo A)

Hay un proverbio judío que expresa bien la importancia que tiene el testimonio de los creyentes: “Si no dais testimonio de mí, dice el Señor, yo no existo”.
Lo mismo se puede decir hoy del testimonio de los cristianos. Si no somos testigos del Dios de Jesús, el Dios de Jesús permanece oculto e inaccesible para los hombres de hoy.
La única razón de ser de una comunidad cristiana es dar testimonio de Jesucristo.
Y hemos de dar este testimonio en un mundo en el que Dios y todo lo religioso sufre un proceso condenatorio…
Hacer partícipes a los demás de los bienes, de las experiencias, de las oportunidades es una exigencia obvia y primera del amor.
Si he dado con un médico capaz de aliviarme el reuma, de curarme la diabetes o remediar mi ceguera no puedo menos de pasar la noticia a toda prisa a mis amigos reumáticos, diabéticos o ciegos. Lo contrario sería una traición.
Si ha habido un apagón en un camping y yo tuviera una provisión de velas y no repartiera mi luz a los demás acampados, sería un vecino execrable al que no le importa la suerte de los demás.
Si de verdad me siento curado y salvado por Jesús y callo mi fe y mi experiencia religiosa ante quienes la necesitan, no tengo perdón de Dios.
“Vosotros sois la luz del mundo”. Si creo que tengo la luz de la fe en Jesús y, sin embargo me la guardo para mí, sin preocuparme de si los demás ven o no ven, creen o no creen, entonces lo que tengo no es fe. La fe que no evangeliza, que no contagia, que no se difunde, no es fe, será cualquier otra cosa, pero no es fe.
Paul Claudel que tanto tiempo estuvo sumido en las tinieblas “por el silencio culpable de los cristianos que le rodeaban” interpelaba fogosamente: ¿Qué habéis hecho de la Luz, hijos de la Luz? Tenía toda la razón del mundo.
Si entiendo mi vida cristiana, mi fe en Jesús, mi experiencia religiosa como la mejor manera de vivir la vida humana, como un tesoro ¿cómo puedo callármelo y dejar a los demás en la miseria? ¿Cómo puedo decir que les quiero si no comparto con ellos la riqueza más grande de mi vida?
Al hombre moderno no le interesan los maestros, busca y sigue a los testigos, y en este sentido podemos decir que el testimonio de muchos cristianos puede atraer o puede alejar de Dios…
Me impresionó mucho en mis primeros años de sacerdote el símil de aquel gigantón de alma y cuerpo, que fue el Padre Lombardi. Decía él con su lenguaje tan plástico: “Se reúnen unas cuantas vecinas para recibir clases de labores. Después de un tiempo deciden reunirse para comer juntas un pollo asado. Aquel pollo asado es el comienzo de una gran amistad. Los cristianos compartimos todos los domingos, el cuerpo y la sangre de Jesús, y seguimos tan alejados los unos de los otros como si nunca hubiéramos comido juntos. Esta es la realidad, muchos cristianos que celebramos la Eucaristía no somos testimonio de fraternidad.. Como recuerdo avergonzado. Estaba yo recién ordenado de sacerdote. Acababa de celebrar la Eucaristía en la Iglesia de una ciudad, todavía seguía la mayoría de la gente en el templo y me vienen a avisar: “A una señora mayor le ha dado un ataque y creemos que está muerta”. Llamamos inmediatamente al médico… Pregunté por su identificación, su nombre, su familia, su domicilio… ¡Nadie sabía nada de aquella señora que desde hacía tiempo participaba en aquella Eucaristía! He aquí una estridente contradicción con lo que acabábamos de celebrar: ¡un banquete fraterno celebrado por personas que se ignoran sistemáticamente!
¡Resultan altamente sospechosas las Misas, de tantas personas que, a pesar de celebrar juntos durante años y años el sacramento de la fraternidad siguen tan alejados los unos de los otros ¿Con qué sentido la celebran? ¿Cómo una devoción particular? Pero es que no es eso… Por eso, quizá también se nos puede aplicar aquella constatación que hacía Pablo: “Por eso hay entre nosotros tantos enfermos”. Por eso hay entre nosotros tantos cristianos que no ejercen como cristianos.
Tal vez una de las tragedias de nuestro mundo sea el de no contar con “testigos vivos” de Dios.
La figura del Bautista, verdadero testigo de Jesucristo, nos obliga a hacernos una pregunta: Mi vida, ¿ayuda a alguien a creer en Dios o más bien le aleja de Él?
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            BAUTISMO DEL SEÑOR(ciclo A)
                                                                  <Finaliza la Navidad>


Aunque hay personas que solicitan que se les borre del libro de bautismos, no creo que la cifra sea alarmante. Otros, como el ex-primer ministro británico, Tony Blair, se incorporan. Más preocupante me parece ese enfriamiento general de la fe que se palpa en personas y ambientes, que algunos llaman “descristianización silenciosa” y de la que participan principalmente los que se autocalifican como “creyentes, pero no practicantes”.
Hoy celebramos la fiesta del bautismo del Señor, cuya escena la describe el evangelio. Por tanto, es una invitación para acercarnos a este importante sacramento. Son muchos, una mayoría aplastante, los padres que lo piden para sus hijos. Pero dudo de la preparación y de la coherencia de un porcentaje que lo reclama. Por este motivo, muchas parroquias o comunidades cristianas están haciendo serios esfuerzos para que este sacramento no se rebaje. El dato, según el cual un 90% de nuestra población está bautizado y después un 75% se considera católico y un 10 ó 15% asiste a las misas dominicales, se presta a varias preguntas y reflexiones. Sin embargo, conviene recordar que nuestro bautismo enlaza con la resurrección más que con el bautismo de Cristo, de tal suerte que en los primeros años del cristianismo se bautizaba solamente en la vigilia pascual y no en esta fecha.
Según San Pablo, por el bautismo nos incorporamos a Cristo, entramos a formar parte de la comunidad cristiana, de la Iglesia. Hoy quisiera detenerme en esta última consecuencia: por el bautismo nos hacemos miembros de la Iglesia, como decía Jesús, nos convertimos en una rama, en un sarmiento; “yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. Lo cual nos lleva a preguntarnos si nos sentimos comprometidos con esta Iglesia.
Sucede que toda comunidad cuenta con una autoridad, con una jerarquía. En teoría, lo normal sería que hubiera unas relaciones, si no cordiales, sí aceptables entre los dirigentes y los dirigidos. Pero esto no se da en un sector de cristianos. Es verdad que uno de los síntomas del cambio revolucionario, radical, que estamos viviendo se define como “resquebrajamiento institucional”. Dicho de otro modo, es el individuo y no las instituciones quien toma la iniciativa, quien interpreta la doctrina. No es la familia, ni el Estado, ni la Iglesia. Hoy no vale aquello de “no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante. Doctores tiene la santa madre Iglesia que os sabrán responder”.
Un individualismo creciente caracteriza a la sociedad moderna. Al perder poder la institución, el individuo posee la clave, decide. Por eso no extraña que se hable de “religión a la carta”, en cuanto que él determina lo que cree o lo que rechaza. Naturalmente que esta forma de pensar y de actuar complica la vida de la jerarquía. Si a esto se añade que unos dirigentes no son aceptados por los que son o debieran ser sus fieles, el malestar está asegurado. Respondiendo a esta situación diría que, si con todo el mundo debemos comportarnos respetuosamente, con mayor razón con nuestra autoridad. Si bien nosotros no tenemos que renunciar a pensar y a tener nuestras opiniones y opciones. Pero esto implica que previamente debemos contrastar nuestros puntos de vista. No vale asumir como válido lo que se nos ocurre a bote-pronto o apoyarnos en cualquier información. Añadiría que la Iglesia, el cristianismo no vive los peores tiempos ni mucho menos. Probémoslo ampliando nuestra mirada. Tendemos a idealizar tiempos pasados. Del grupito de los doce, que convivió intensamente con Jesús, uno resultó ser un traidor y varios cobardes. Sin embargo, al final, todos dieron la vida por Él.
Por otro lado, prestamos demasiada atención a ciertas manifestaciones o corrientes eclesiales…

Jesús dijo cosas duras a los que “figuran como jefes de los pueblos”, por ejemplo, al comentar el lavatorio de los pies. Pero también declaró: ”el que a vosotros oye, a mí me oye”. Nadie nos puede privar de ser sanamente críticos, de dar respuestas a las preguntas que nos plantea la vida. Pero ello no quita el que seamos educados, el que seamos exigentes al informarnos, el que seamos coherentes. Nos gusta la claridad y la seguridad, sin embargo las dudas forman parte de la vida, también de la vida de fe. Nos gustaría formar parte de una sociedad, de una Iglesia modélica, ser nosotros ejemplares. Pero … Precisamente nuestra tarea es trabajar por ello. Creo que son palabras del conocido escritor católico inglés, Gilbert Chesterton: al entrar en el templo hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza.Juan Jáuregui(Sacerdote) 

                EPIFANÍA DEL SEÑOR
                                                                 (6 de Enero)

Está claro que se ha pasado de honrar al Niño con mayúscula a honrar a los “niños”. Esto tiene un profundo sentido teológico. Si Jesús ha dicho: “Todo lo que hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40), esto tiene especial aplicación cuando se lo hacemos a los niños
Sin duda, Jesús se siente feliz al ver felices a los niños; ríe con ellos en las cabalgatas, goza con sus sorpresas, se siente querido en los gestos de ternura que les prodigamos. No tengamos miedo de que sienta celos cuando nos volcamos en ellos para hacerlos felices. En cierto sentido, los padres tienen el mismo cometido que María y José a los que se les encomendó Jesús, el Hijo de Dios e hijo suyo. Se les ha confiado la misión de hacer crecer a Jesús en sus hijos.
Por una especie de consenso social, el día de Epifanía es el día de los “Reyes Magos”, y el día de los Reyes Magos es el día del niño. Resulta patente que el día del niño son todos los días del año. Si celebramos uno con especial énfasis es para avivar nuestra entrega a lo largo del año.
La primera exigencia con respecto a los niños es aprender a educar, algo que no se aprende nunca del todo. Pero es demasiado lo que nos jugamos. Miguel Hernández pedía a sus amigos íntimos: “¡Ayudadme a ser hombre; no me dejéis ser una bestia!”. Eso es educar: formar el espíritu.

La infancia la construyen los padres y la familia. Muchos padres tienen una preocupación casi obsesiva por la salud, el desarrollo físico de sus hijos y un buen porvenir profesional: ¡Que no les falte nada! En cambio, pocos padres tienen esa misma preocupación por la salud psicológica y espiritual de sus hijos.
Es tanto lo que se juega en la educación de los niños, que no se puede dejar a la improvisación o a los impulsos espontáneos. Desgraciadamente no hay, por parte de muchos padres, demasiado interés por aprender aprovechando los numerosos medios que tienen hoy a su alcance…
La mejor forma de querer a los hijos es quererse los padres. Es el gran factor de satisfacción y equilibrio psicológico. Los chicos, de forma inconsciente, están diciendo a sus padres lo que los invitados a la boda gritan a los novios: “¡Que se besen!, ¡que se besen!”. Quizás muchos digan: “Ya nos queremos”. Nunca es bastante. Y, además, lo deben notar los hijos. Les da seguridad afectiva.

En esta sociedad de consumo corremos el peligro de creer que todo se arregla con cosas, que la educación consiste en que al niño no le falte de nada para que pueda ser feliz, porque, de lo contrario, puede sufrir un trauma. El niño querido, acompañado, escuchado, apenas si echa de menos las demás cosas; el insatisfecho afectivamente no se satisface con nada. A veces los adultos dan la impresión de buscar más quedar bien con los padres del niño que buscar el bien del niño. Otras veces parecería que el regalo se brinda como precio del cariño. Los padres que miran de verdad por el bien de sus hijos han de sentir la urgencia de dosificar racionalmente los regalos, lo cual no es fácil ni cómodo muchas veces.
Una madre no hace más que abrumar a su hija con regalos y vestidos. Algunas de sus amigas que tienen mucha confianza con ella, se atreven a decirle: ¿No tratarás de compensar a tu hija con cosas el poco tiempo que le dedicas?”. En un principio le sienta mal la observación, pero recapacita y a los dos días reconoce que los regalos eran una tapadera para tranquilizarse del tiempo que hurtaba a su hija. Resulta más fácil echar mano a la billetera y gastar dinero en un regalo que gastar tiempo escuchando a los hijos y jugando con ellos.
Todos los matrimonios que conozco, preocupados por la educación de sus hijos, reconocen que no les dedican todo el tiempo que debieran. Hace unos meses, los periódicos gallegos ofrecían un dato alarmante: “Los niños están a diario tres horas ante el televisor y media hora con sus padres”. Es lo que se llama entregar a los chicos a los cuidados de la “niñera electrónica”, muy cómoda para los padres, pero muy poco educativa y bastante perjudicial para los hijos.

“El mayor regalo que nos hicieron nuestros padres fue su compañía constante”, me confesaban unos hijos ya adultos. Sí, ya sé que la vida moderna es complicadísima. Pero para lo imprescindible hay que encontrar tiempo, como se encuentra para comer. Para ello es preciso establecer una jerarquía de valores. La convivencia en el hogar es una clase ininterrumpida de pedagogía activa. Los ratos de sobremesa, las veladas, las comidas compartidas son sagradas para que la familia sea hogar y eduque sabiamente.
El día de los Reyes Magos nos urge revisar nuestros comportamientos con los niños y buscar medios para una mejor formación psicológica. Regalo fecundo para los hijos es que la familia sea una verdadera “Iglesia doméstica”; donde se viva la fe, se celebre, se ore… Un gran medio para transmitir los valores evangélicos que harán la vida feliz.
Es iluminador el testimonio del Abbé Pierre: “La oración que
al final del día teníamos en familia ha ejercido una influencia decisiva en mi vida y en la de mis siete hermanos y sus familias. Es necesario recordar a menudo a los padres jóvenes la necesidad de vivir la fe y orar con los hijos. Pase lo que pase después en sus vidas, ése será un tesoro inolvidable”.
Hacer de la familia un verdadero hogar, una “Iglesia doméstica”, he aquí el gran regalo que hay que hacer cada día a los niños… y a los grandes. Los regalos sólo tienen pleno sentido cuando somos un regalo permanente unos para otros.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
            SANTA MARÍA MADRE DE DIOS
                                                                                (1 de Enero)

Hay una cosa de la que ya estoy seguro: que sólo salvaré mi vida amando; que los únicos trozos de mi vida que habrán estado verdaderamente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien. ¡Y he tardado cincuenta y tantos años en descubrirlo! Durante mucho tiempo pensé que mi «fruto» sería dejar muchas melodías escritas, conferencias dadas, algún premio conseguido… Escribir cosas interesantes… 

Ahora sé que mis únicas líneas dignas de contar o mis mejores palabras fueron las que sirvieron a alguien para algo, para ser feliz, para entender mejor el mundo, para enfrentar la vida con más coraje. Al fin de tantas vueltas y revueltas, termino comprendiendo lo que ya sabía cuando aún apenas si sabía andar.Dejadme que os lo cuente: si retrocedo en mis recuerdos y busco el más antiguo de toda mi vida, me veo a mí mismo -¿con dos años o con tres?- corriendo por mi casa de niño. Era una casa soleada. Y me veo a mí mismo corriendo por ella y arrastrando mi manta, con la que tropezaba y sobre la que me caía. «¡Manta, mamá, manta!», dicen que decía. Y es que cuando mi madre estaba enferma y el crío que yo era pensaba que todas las enfermedades se curan arropando al enfermo. Y allí estaba yo, casi sin saber andar, arrastrando aquella manta absolutamente inútil e innecesaria, pero intuyendo, quizá, que la ayuda que prestamos al prójimo no vale por la utilidad que presta, sino por el corazón que ponemos al hacerlo.
Me pregunto desde entonces si tal vez nuestro oficio de hombres y mujeres no será, en rigor, otro que el de arroparnos los unos a los otros frente al frío del tiempo y de la vida.
Desde entonces hay algo que me asombra: por qué querremos mucho más a los muertos que a los VIVOS. Cuando voy a los entierros me pregunto siempre por qué quienes acompañan ese día al muerto no tuvieron parecido interés en acompañarle cuando vivía, por qué ahora les parece mucho mejor que antes, o, al menos, por qué sólo ahora le elogian. ¿Son hipócritas? ¿O es que sólo descubrimos el amor cuando viene acompañado del dolor?
Recuerdo cuánto me impresionó hace años una frase leída en un libro de J. M. Cabodevilla, que se preguntaba: «¿Por qué el amor no hace a los hombres dichosos, pero su privación los hace desdichados? ¿Por qué la ausencia de la persona amada les hace sufrir más de lo que su presencia les hacía gozar?
Es cierto: los hombres y las mujeres descubrimos lo que vale el amor cuando nos falta, lo mismo que nos enteramos de que tenemos páncreas cuando nos duele. Mientras vivimos llevamos el amor en el alma sin paladearlo y vamos dejando que poco a poco se convierta en tedio. Con lo cual sufrimos dos derrotas: no somos felices y dejamos que el amor se nos destiña.
Y así es como el mundo se va llenando de solitarios, convirtiéndose en una monstruosa concentración de soledades. Por eso, en rigor, no hay más que una pregunta que deberíamos formularnos cada noche de este nuevo año que se nos regala: ¿A quién he amado hoy? ¿A quién he ayudado? Sabiendo que, si la respuesta es negativa, ese habrá sido un día perdido.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            NOCHEBUENA(24 de diciembre)
                                           << Dios con nosotros >>

¡Navidad: Dios me ama!

Siempre me ha impresionado mucho la tendencia que tenemos los hombres para valorar lo accidental y olvidar lo esencial; para dar importancia a las cosas que no la tienen y quitársela a las que deberían tenerla; para apreciar lo que hace ruido e ignorar las cosas que llegan en el silencio.

Alguien ha escrito que oímos muy bien la tormenta que estalla sobre nuestras cabezas; que, afinando un poco el oído, logramos oír la lluvia que cae; pero que nadie logra escuchar el descenso de la nevada.
Así ocurre también en el mundo de las almas: percibimos estupendamente el dolor que es como una tormenta que estalla dentro de nosotros; si prestamos atención percibimos el paso del tiempo que nos va envejeciendo y que es como la lluvia que cae sobre nosotros. Pero nadie percibe la misericordia de Dios que cae incesantemente sobre el mundo como una nevada. Los hombres sufrimos por mil cosas sin importancia, y ni nos enteramos de que Dios nos está amando a todas horas.
Pues bien: la Navidad es como el tiempo en el que esa misericordia de Dios se reduplica sobre el mundo y sobre nuestras cabezas. Es como si, al darnos a su Hijo, nos amase el doble que de ordinario. Durante estos días de Navidad, todos los que tienen los ojos bien abiertos se vuelven más niños porque es como si fuesen redobladamente hijos y como si Dios fuera en estos días, el doble de Padre.
Pero ¿cuántos se dan cuenta de ello? ¿Cuántos están distraídos con las fiestas familiares que en estos días no se acuerdan de su alma?
Por eso yo quisiera en esta noche, invitaros a abrir vuestras ventanas y vuestros ojos, y descubrir la maravilla de que Dios nos ama tanto que se vuelve uno de nosotros. Y que viváis estos días de asombro en asombro.
Que os hagáis las grandes preguntas que hay que hacerse estos días y que descubráis que cada respuesta es más asombrosa que la anterior:
¿Qué pasa realmente estos días? Y la respuesta es que Alguien muy importante viene a visitarnos.
¿Quién es el que viene? Nada menos que el Creador del mundo, el autor de las estrellas y de toda carne.
¿Y cómo viene? Viene hecho carne, hecho pobreza, convertido en un bebé como los nuestros.
¿A qué viene? Viene a salvarnos, a devolvernos la alegría, a darnos nuevas razones para vivir y para esperar.
¿Para quién viene? Viene para todos, viene para el pueblo, para los más humildes, para cuantos quieran abrirle el corazón.
¿En qué lugar viene? En el más humilde y sencillo de la tierra, en aquél donde menos se le podía esperar.
¿Y por qué viene? Sólo por una razón: porque nos ama, porque quiere estar con nosotros.
Y la última pregunta, tal vez la más dolorosa:
¿Y cuáles serán los resultados de su venida? Los que nosotros queramos. Pasará a nuestro lado si no sabemos verle. Crecerá dentro de nosotros si le acogemos.
Dejad, amigos, que crezcan estas preguntas dentro de vuestro corazón y sentiréis deseos de llorar de alegría. Y descubriréis que no hay gozo mayor que el de sabernos amados, cuando quien nos ama es nada menos que el mismo Dios.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

           4º.DOMINGO DE ADVIENTO.(ciclo A)
                                                                      << Confiar en el Señor>>

En la proximidad de la Navidad os supongo con ilusión. Estoy convencido de que estás haciendo la fiesta sin necesidad de “comprar” la fiesta. Muchos compran nacimientos, pero no los hacen. ¡Lo bonito que es hacer la fiesta con las propias manos!.
La figura que nos presenta Mateo como preparación a la Navidad es la de José. José, digámoslo enseguida, no tiene nada que hacer, nada que ver en esto de la Navidad. A José se le quita todo protagonismo. Todo se “cuece” al margen de él. José no se entera de lo que está pasando hasta que pasa. A los ojos de la gente José es padre y esposo y jefe de familia. Pero la verdad es que “todo se ha hecho sin que él se enterara de nada”.

Imagínate por un momento los sentimientos que tienes cuando las cosas normales de la vida en las que participas se hacen “al margen”, sin consultarte, sin decirte una palabra, sin contar contigo… Imagínate cuando un día despiertas y empiezas a darte cuenta de que pasan cosas “extrañas” a tu lado, y tú sin enterarte de nada. Creo que ésa es la experiencia que vive José: está metido en un proyecto divino del que no sabe nada, no se le ha consultado nada… Al menos a María, su mujer, se le pidió permiso, se le pidió un sí. A José ni se le informa. Se empieza a enterar cuando ya todo es una realidad avanzada… Dios involucra a José en un proyecto sin pedirle consentimiento previo. Parece un poco inhumano… Lo de Dios supera lo humano.
José abre los ojos al acontecimiento y asiente. José calla, no hace preguntas. José hace silencio y carga con la realidad. José acepta colaborar en un proyecto que no es suyo, sino de Dios. No se explica cómo ha podido pasar. Acepta que pasa. El único proyecto que José tiene que abandonar es el que él había ideado en su interior: abandonar a María en secreto. ¡Esto es fe! ¡Esto es un creyente! Lo único que al final tenemos que romper es lo que nosotros habíamos programado….
Quizás sea éste uno de los signos para medir nuestra fe. Tan acostumbrados a agendas y a programaciones, a elaboración de proyectos, a elaborar nuestro proyecto personal, etc…., no estamos como para romper el proyecto… Suena el teléfono. Te proponen algo y dices: “Lo siento, ya tengo planes para esas fechas; ya tenemos plan…” Y se acabó la historia. Sigue tu historia.
José se deja meter en otra historia (la historia de Dios) y colabora con ella aunque él no la ha ideado. El único que idea y hace planes de salvación es Dios. José, sin grandes disquisiciones, entra en la lógica de Dios. José era un hombre bueno y justo. Por eso ve que en al trama sencilla de su vida, sin ir más lejos, está la trama del Dios Salvador.
Muy cerca de ti y de mi, en nuestra vida más corriente, está la corriente de salvación en la que Dios quiere que participemos y seamos “buenos y justos” En las cosas que participas, en aquello a lo que te asomas (quizás por curiosidad o simplemente para ver de qué va la cosa) allí puede estar lo que te reclama “bondad y justicia” para que la salvación de Dios llegue a otros. ¡Qué sencillo es todo! No hace falta mucho más. Bueno, sí, tener un poco de fe y confianza para ser capaz de romper tu plan secreto… Así es como llega el Salvador. Así es como llega la salvación de Dios a ti y a otros más…
Ser creyentes es dejarse llevar por Dios. Ser creyente es romper planes personales y acoger los planes de Dios que siempre son concretos y sencillos. Están al alcance de la mano. Están en la trama de tu historia personal.
¡Ojalá tú y yo lo entendamos! Si no hemos tenido la experiencia de abandonar, al menos una vez en la vida, nuestro plan, ¿estaremos colaborando en el plan de Dios? ¿Seremos buenos y justos, como José?
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

               3º.DOMINGO DE ADVIENTO.(ciclo A)
                                                                  << La alegría que llega>>


Muchos hombres y mujeres viven con la oscura convicción de que Dios es una presencia opresiva y dañosa para el hombre. Pensar en él, les crea malestar. Están convencidos de que Dios no deja ser ni disfrutar. Y, naturalmente, han terminado por prescindir de él.
Son personas que, tal vez, durante años han acudido a misa domingo tras domingo, pero nunca “han celebrado la eucaristía” ni la vida. No han dado gracias a Dios por la existencia ni se han sentido alimentados interiormente.
Son hombres y mujeres que, quizás, se han confesado de sus pecados durante años, pero no han experimentado el gozo, la fuerza renovadora y la liberación que nace en la persona cuando se sabe perdonada en las mismas raíces de su ser. Les parecía un castigo horroroso acercarse a recibir el don que más debería apreciar el hombre.
La moral cristiana siempre les ha parecido una carga insoportable y un fastidio. La mejor manera de hacer la vida de las personas más dura, pesada y molesta de lo que ya es en realidad. Una imposición más o menos represiva. Nunca una liberación y crecimiento personal.
Su relación con Dios ha estado impregnada de un temor oscuro e inevitable. ¿Cómo acercarse gozosamente a Alguien que nos presiona con castigos infinitos e inexplicables?
Estas personas necesitan escuchar hoy una noticia importante. La mejor noticia que puedan escuchar si saben realmente entender lo que significa. Ese Dios al que tanto temen, NO EXISTE.
Sería monstruoso pensar en un Dios que se acerca a los hombres precisamente para agravar nuestra situación e impedir nuestra felicidad.
Dios no es carga, sino mano tendida. No es represión, sino expansión de nuestra verdadera libertad. Dios es ayuda, alivio, fuerza interior, luz.
Y todo lo que impida ver la religión como gracia, apoyo al hombre, alegría de vivir, alivio ante la dura tarea de la existencia, constituye sencillamente una deformación, una grave perversión o un inmenso malentendido, aunque lo hagamos con la mejor intención.
Cuando Jesús, encarnación del mismo Dios, se presenta al Bautista, viene a anunciarse como alguien que ayuda a ver, que ofrece apoyo para caminar, que limpia nuestra existencia, nos hace oír un mensaje nuevo, pone una buena noticia en nuestras vidas. “Dichoso el que no se siente defraudado por mí”.
Dentro y fuera de la Iglesia, para practicantes y alejados, para creyentes y para quienes dudan, Dios siempre es el mismo: perdón sin límite, comprensión en la debilidad, consuelo en la mediocridad, esperanza en la oscuridad, amistad en la soledad.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
            INMACULADA CONCEPCIÓN.(ciclo A)
 << 8 de diciembre>>

En este día celebramos a la Virgen María como una mujer limpia de todo pecado y llena de gracia. Es como abrir nuestros ojos a una humanidad nueva. Porque el Señor hacía maravillas en ella, todas las generaciones la proclamarían dichosa. Allí estaba esa mujer asombrosa. Pero de esa mujer pobre y sencilla arrancaría un tiempo nuevo para la historia del mundo. Ella era la llave de ese tiempo nuevo. Cuando Dios se lo anuncia, ella contesta: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. No se trataba de que aparecería un caudillo o un general o un imperio poderoso. Ese tiempo nuevo comenzaría con el nacimiento de sus entrañas de un Niño pobre. Pero ese Niño pobre estaba llamado a cambiar los caminos de los hombres.
Sabemos que Jesús recorrió pueblos y ciudades de Israel enseñando a los hombres un mensaje nuevo y hermoso: nos enseñó a sentirnos hijos de Dios, a ser hermanos, a perdonarnos, a compartir nuestras cosas con alegría, a ser sencillos, serviciales, personas de buen corazón. Pero estas cosas tan bonitas, ya entonces, no fueron bien aceptadas por todos. Hubo gente que prefirió su vida vieja y siguieron practicando el egoísmo, la insolidaridad, la violencia, la rapiña. Jesús, el fruto bendito de una mujer maravillosa, cayó víctima de los que no quisieron cambios ni valores hermosos para su vida.
Pero aquella enseñanza de algo nuevo cayó sobre el mundo como una semilla. Es verdad que mucha semilla se perdió, pero otra sigue produciendo sus frutos hermosos. Por eso nos podemos encontrar con que, mientras unas personas trabajan por la paz, por los pobres, por hacer un mundo más humano y más justo, otros siguen con sus planes de hombres viejos. Al echar una mirada al milenio que terminó, podemos encontrarnos con cosas hermosas, pero también podemos encontrarnos con guerras, injusticias, violencia, hambre, racismo, dictaduras y un cúmulo inmenso de despropósitos que han amargado la vida a muchos millones de seres humanos. Es el mundo viejo y sucio que ha salido de nuestras manos.
Cada uno de nosotros estamos en alguno de estos bandos. Para bien o para mal, todos hemos puesto nuestro grano de arena. Podemos llevar en el corazón egoísmo, envidia, odio, rencores. Con estas cosas estamos ensuciando el mundo. Pero también podemos poner respeto, cariño, solidaridad, servicio y valores evangélicos que harán más bonita la vida de todos.
Cuando nos acercamos a la Navidad podemos recordar a la Virgen María como la mujer llena de gracia, preparándose para dar la Luz nueva para el mundo en su Hijo Jesús. Podemos imaginar cuántas esperanzas pondría en su Hijo, cuántas ilusiones se haría sobre las cosas que su Hijo habría de arreglar en aquel mundo viejo. Se abría para los seres humanos un horizonte nuevo y hermoso.
A esa mujer que fue bendita de Dios, los cristianos le tenemos un cariño especial y la hemos proclamado nuestra madre. En ella encontramos ánimos para ser sencillos y humildes, personas de buen corazón, capaces de ponernos dócilmente en las manos de Dios para lo que Él nos pida. En ella encontramos la llamada de Dios a vivir nuestra fe con alegría, a fiarnos de Dios y a disfrutar del amor de Dios, que nunca nos deja solos.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            2º.DOMINGO DE ADVIENTO.(ciclo A)
                        
     << Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego>>

Dios está muy cerca. Es lo que te quiero comunicar hoy. Pueden parecer palabras de siempre, pero es la realidad más grande del mundo. Lo repito: Dios está muy cerca.
No sé si me entiendes; no sé si esto se puede explicar. Sé que es difícil comprenderlo. Pero Dios está muy cerca.

En esto consiste la predicación de Juan Bautista: anunciar que Dios está cerca. Por cierto, Mateo nos describe la forma de vestir y de comer Juan. Vestido austero. Comida austera, frugal. Vida de silencio en el desierto. Y ya está. Juan Bautista toca lo esencial, dice la verdad, anuncia la novedad. Hay cosas muy sencillas al alcance de la mano: ser capaces de vivir en austeridad en medio de un mundo de consumo; ser capaces de no dejarse revestir de cosas, de no cosificarnos. La verdad tiene sus exigencias e impone un modo de vivir también externo.
A veces nos quedamos mirando hacia dentro y contemplamos nuestros sueños más íntimos: ¡Cómo desearía…! ¡Sería feliz si…! Enseguida añadimos: pero no puedo salir… no puedo cortar…, no puedo dejar mi realidad. Portamos dentro un paraíso, un ideal que, de entrada, damos por descartado. ¿Razón? No podemos mover ni cambiar la realidad que nos envuelve. Juan Bautista apunta una pista: no manda cambiar la sociedad; proclama que hay un paso previo: la conversión personal.
Me sorprende mucho que hoy hombres y mujeres que se llaman creyentes en el Dios de Jesús no sienten la necesidad de conversión. Creen que ya son “buenas personas”. ¿De qué me voy a convertir yo si no hago esto ni lo otro ni…? Creernos buenos nos está impidiendo ser nuevos, descubrir la necesidad de conversión. Creernos buenos es la postura de los fariseos y saduceos a los que Juan dispara los dardos más feroces de su predicación hasta llamarles “raza de víboras”. no es que no seas bueno; lo malo es que no seas mejor, que te contentes con la meta alcanzada. No es que no seas bueno, es que no escuchas a Dios que te pide nueva conversión. No es que no seas bueno, es que no dejas que el Espíritu te lleve donde Él quiere.
El Mesías no necesita gente buena, necesita personas que se sientan pecadoras, personas urgidas a la conversión. El Mesías no viene para los que ya se sienten intocables y perfectos. Con ésos el Mesías no tiene nada que hacer. Toda esa gente no necesita nada ni a nadie, menos al Mesías. El Mesías necesita personas que cuando escuchan las palabras del profeta, convertíos, el corazón se les estremezca y reconozcan su necesidad de cambio de vida. El Mesías necesita personas que se acerquen al desierto o que sientan desierto en su corazón. Él trae palabras que sólo se pueden entender si se está en el desierto, no en el ruido o en el pozo de la abundancia.
Dios está cerca. Sí. Dios está muy cerca de todos aquellos que viven desierto o se sienten pecadores. Dios está muy cerca de todos aquellos que anhelan algo nuevo en su vida. No es posible que Dios esté lejos del corazón que quiere florecer. Dios está muy cerca de todos aquellos que se agachan para tender la mano a sus hermanos. Una cosa: Dios está cerca sólo significa eso, que está cerca; pero todavía hay una barrera de distancia. Cuando sea el tiempo oportuno tendremos que cambiar la frase Dios está cerca por otra: Dios está en mí, dentro de mí. No obstante, que esté cerca ya es una gran cosa.
Sabrás que Dios está dentro de ti cuando seas capaz de convivir con el que te hace la guerra y te pone zancadillas… Ese día proclamarás que el Espíritu del Mesías te ha lavado en agua y en fuego.
¡Qué bueno es Dios que no busca justos sino pecadores! Pues a disfrutar de este Dios que nos viene como Mesías.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

          1º.DOMINGO DE ADVIENTO.(ciclo A)
                                                                
                               << Estad vigilantes>>

Estamos en Adviento. Lo iniciamos con este primer domingo. El Adviento es hoy un tiempo “Oficial”. Significa espera, acontecimiento, preparación, expectación. Las grandes palabras están cargadas de contenido y necesitan muchos términos para abarcar todo su significado. De todas formas, lo mejor es que mires tu historia y descubras en los momentos de espera de acontecimientos significativos qué es lo que viviste. Eso es Adviento.
El evangelio de Mateo de este domingo nos abre una panorámica para entender lo que es el Adviento situándonos nada más y nada menos que en los tiempos de Noé. El tiempo de Noé es también nuestro tiempo y nuestra historia: hombres y mujeres que viven sin pensar en nada, que viven pensando únicamente en pasarlo bien, en trabajar (si es poco y ganan mucho, mejor), comer y divertirse. “Lo importante es tener trabajo y salud”, nos decimos continuamente. En tiempo de Noé, y en nuestro hoy, muchos viven con pereza para pensar, sin ganas de plantearse preguntas…
Quizás tú mismo (o en tu familia, en tu entorno) has vivido épocas de “paz pacífica”. No pasaba nada. Cuando no pasa nada, no nos hacemos preguntas. Vivimos, tiramos… El verdadero acontecer en las personas es aquello que nos hace plantearnos preguntas. Las preguntas existenciales son las que nos sacan de la rutina, las que se convierten verdaderamente en un acontecimiento porque nos obligan a replantear toda la vida. ¿Quién soy yo? ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Quién es el “señor” de mi corazón? ¿Qué pinto yo en el mundo?
Cuando una persona se formula estos interrogantes algo puede renacer en su vida. Un tiempo de Adviento o de preparación de una respuesta importante le está visitando. Ordinariamente no utilizamos la palabra ADVIENTO para describir estas situaciones. Preferimos hablar de “crisis”. “Estoy en crisis” significa: “me lo estoy pensando”, “quiero dar un giro a mi vida”, “tengo que tomar opciones que cambiarán toda mi existencia”, etc.
Para los que creemos en Jesús, el Adviento es “crisis”, “acontecimiento”. Aceptar a Jesús en la propia vida es un acontecimiento que remueve todos nuestros cimientos. Jesús no soporta estar como una cosa más al lado de otras en nuestra vida. Jesús viene a ser Señor de nuestra vida y a remover. Jesús es incompatible con determinadas formas de vivir. Así de sencillo y de claro. Y éste es el acontecimiento que el evangelio nos presenta con un lenguaje apocalíptico: como terremoto, como diluvio… Quizás es la forma más realista de describir lo que pasa en nuestro interior cuando acogemos y aceptamos mirarnos en las preguntas más sencillas de la vida, en lo que realmente toca nuestro amor, nuestra razón de ser. Os remito a vuestra propia experiencia.
Decía antes que este tiempo de Adviento es un tiempo “oficial”. Posiblemente durante estas cuatro semanas no te ocurra nada, no te plantees nada. Los acontecimientos vitales no tienen fecha fija en la agenda. Llegan a la hora que menos lo piensas. Siempre ha sido así. Este tiempo “oficial” te puede servir para “estar prevenido y alerta”. Las cosas que se esperan las encajamos mejor y nos zarandean con menos violencia.
Acostumbrarnos a esperar es una buena pedagogía para saber vivir. “A la hora que menos pensáis vendrá el Hijo del Hombre”, termina diciendo el evangelio. Yo te traduzco así: si eres creyente, Dios se hará presente en tu vida cuando menos te lo piensas: en la enfermedad, en el aburrimiento, en lo que sientes dentro de tu corazón, en aquello que te hace exclamar: ¡Cómo es posible esto! ¡Es que ni me lo podía imaginar…! ¡Iba todo tan bien…!
No nos pasan cosas de éstas porque Dios se olvida de nosotros, sino para madurar y dejar en esos momentos un resquicio por el que Dios pueda entrar y seguir siendo Señor de nuestras vidas..
Esto no ha hecho más que comenzar…
Juan Jáuregui(Sacerdote) 


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           34º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                            << Jesús Rey del Universo>>

El filósofo alemán Nietzsche escribió: «Al oír los domingos el repicar de las campanas preguntamos: ¿pero es posible? ¡Todo esto por un judío crucificado hace cerca de dos mil años, que afirmó ser Hijo de Dios!».
Pues sí, es posible; y no sólo posible. Es una realidad. Es que repican las campanas todos los domingos desde hace casi dos mil años porque ese judío crucificado ha resucitado y su resurrección es la garantía de que la vida triunfa sobre la muerte
Nosotros a los famosos los convertimos en ídolos, en dioses; sea un deportista, sea un artista de cine, un cantante o un líder político. En las gradas del Nou Camp vi esta pancarta referente a un jugador del Barca: «Ronaldiño es dios». Y hay muchos jóvenes que empapelan sus habitaciones con imágenes de estos dioses, pero estos no nos llevan a ninguna parte.
Es verdad que estos dioses a veces nos dan ilusiones, pero otras veces nos dan grandes desengaños. Además, dentro de unos años, prácticamente nadie hablará de ellos. En la antigüedad, también en Roma a los emperadores les llamaban dioses; sin embargo hoy se habla más de Roma porque allí está el Papa, sucesor de san Pedro, un sencillo pescador, que por sus emperadores.
Cristo es el verdadero Dios que no pasa. Es el de ayer, el de hoy y el de mañana. Está siempre al orden del día. Es el personaje más importante en toda la historia de la humanidad. Es el único capaz de llenar de veras los deseos más profundos de nuestro corazón. Es el hombre ideal, el hombre perfecto a quien debemos imitar.
La bondad de una persona atrae siempre. Y Cristo pasó por el mundo haciendo el bien.;,.Tenía preferencia por los pobres, los niños, los enfermos, los tristes y los pecadores. Por Él las gentes se olvidaban hasta de comer y de dormir.

Nada ni nadie pudo impedirle amar a los hombres, incluso a sus enemigos. Por eso en la cruz, clavado de pies y manos, pedía perdón para sus verdugos y los disculpaba.
Siempre es de admirar el que, naciendo de una familia humilde, llega honradamente a los más altos puestos. En Colombia Marco Fidel Suárez, hijo de una lavandera, llegó por sus propios esfuerzos, a ser presidente. Lincoln, un leñador, fue presidente de los Estados Unidos.
Pues bien, Jesús nació de una familia humilde, muy pobre, tan pobre que se vio obligado a nacer en un pesebre, en una cueva, pero hoy, veinte siglos después, en aquella cueva se lee: «Aquí nació de la Virgen María Jesucristo…». Y a esa cueva van peregrinos de todas las partes del mundo.
El cumpleaños de Cristo se celebra cada año con solemnidad en el mundo entero, hasta por los no creyentes. Y el día de su muerte sigue siendo de luto para la Humanidad, como el día de su Resurrección es celebrado por miles de millones de cristianos.
De nadie se ha hablado tanto y se han escrito tantos libros como de Jesús. No es extraño, pues, que la historia de la Humanidad se divida en dos partes: antes de Cristo y después de Cristo.
Un día Pilato le preguntó a Jesús si era el Rey de los judíos. Jesús le contestó que su reino no era de este mundo. Es como si le dijera que Él no era rey como los de este mundo. Él había venido a inaugurar el reino de la verdad, de la justicia y del amor, un reino donde la muerte sería vencida.
Sobre su cruz, como por burla, escribieron este letrero: “Este es el Rey de los judíos”. Y como por burla, sobre su cabeza, tejieron una corona de espinas. Pero sus enemigos no pudieron con Él.
Jesús no es un muerto. Está vivo para siempre.
Juan Jáuregui(Sacerdote)  
          33º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                 
  << Maestro, ¿cuando va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo esto está para suceder? >>


Quizá no podamos ni imaginar la impresión que, entre los que seguían a Jesús, produjeron las palabras del Maestro cuando anunció la destrucción del Templo.
Para un judío, el Templo era el compendio de su fe, quizá la razón más clara de la alianza entre su pueblo y el Dios de sus padres. El Templo de Jerusalén era para un judío la seguridad. Mientras el Templo estuviera allí, el judío sabía cómo tenía que vivir. Si el Templo faltaba, ¿cómo y por dónde caminaría hacia Dios?
El sentimiento de seguridad es uno de los más estimados por el hombre. Y concretamente en sus relaciones con Dios. Queremos, en todo momento, saber cómo y por dónde llegaremos a Dios. Por eso nos encanta una religión formalista que diga puntualmente cuánto tenemos que dar y cuánto tenemos que rezar, por ejemplo, para conseguir lo que los cristianos llamamos la vida eterna, es decir, ese final feliz que durará para siempre. No nos gusta, sin embargo, la inseguridad y el riesgo. Nos parece insensato que la relación con Dios sea una aventura personal, renovada diariamente, en la que se compromete, no unas oraciones, e incluso unos dineros, sino una actitud vital asumida con responsabilidad y que nos ocupa por entero.
Por eso, también, cuando a nuestro alrededor se destruye, por ejemplo, el “templo” de un cristianismo sociológico, tantos cristianos se quejan perplejos y con la sensación angustiosa de que todo se está derrumbando. Y no es así.
Si desaparece un cristianismo sociológico, si desaparece la feliz seguridad de ese templo en el que con tanto interés nos hemos apoyado en épocas pasadas, es sólo para quedarnos personalmente relacionados con Dios y ser capaces de asumir, sin respaldos de ningún tipo, los compromisos de nuestra fe.
Y entonces, cuando es posible -por ejemplo- divorciarse, el cristiano podrá mostrar al mundo, aquí y ahora, el espectáculo maravilloso de un amor lleno de abnegación, de ternura y de entrega, que aspira a ser fiel y a permanecer hasta la muerte, porque es un amor que tiene su base en Dios que le ha prometido su ayuda si es capaz de vivir de acuerdo con la esencia de la religión que profesa. Y por eso, el cristiano no tiene necesidad de imponer su creencia a quienes no participan de ellas ni sentirse inquieto porque, a su alrededor, otros vivan el amor de manera distinta.
Y cuando sea un principio el que “cada uno resuelva sus
propios problemas”, y convirtamos el mundo en una selva en donde sólo gane el fuerte, con desprecio olímpico de los débiles en todos los aspectos, el cristiano podrá gritar al mundo, sin paredes sólidas que le apoyen, que un principio básico de nuestra religión es que hemos nacido para servir y no para ser servidos. Pero podrá gritarlo si lo practica, no si sigue cómodamente la senda general y pisa a su alrededor sin importarte quién cae en la refriega.
Estamos terminando el año litúrgico. Buen momento el final de cualquier época para hacer balance más o menos, rápido de lo pasado, para anotar fallos y para intensificar los logros, que también los habrá.
Quizá en este domingo podríamos pensar seriamente con cuánta inquietud vemos desaparecer los “templos” que en otras épocas nos protegían y si no estará nuestra inquietud fundada en una falta de vitalidad cristiana que no se toma en serio la promesa de Jesús: “Cuando sufráis o no os entiendan, Yo estaré con vosotros”. Quizá si algún hombre no debiera de agobiarse por nada, nunca, debería ser el cristiano. Vivimos, sin embargo, en una época de cristianos agobiados y agoreros. A mi juicio, mal síntoma, porque para el cristiano siempre es posible la esperanza.


Juan Jáuregui(Sacerdote)  

            32º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                               
                            << MÁS ALLÁ DE LA VIDA… LA VIDA >>

Que estamos viviendo una época de materialismo y hedonismo es innegable.
El famoso “panem et circensem” de los romanos tiene hoy una traducción perfecta y aumentada, porque comparado con los juegos que el momento actual puede proporcionar al hombre, los de la época romana eran de niños.
Los hombres viven como si no fueran a morir jamás. Trabajan sin descanso para acaparar, corren de un lado para otro intentando (según dicen) divertirse y gozar. Las revistas ponen delante de los asombrados lectores las vidas de los famosos que no descansan, los pobres, de fiesta en fiesta y de desfile de modelos en desfile de modelos.
Otros hombres, no tan afortunados (según el lenguaje usual), se esfuerzan por sobrevivir mirando con envidia a los afortunados que lo tienen todo y se lo pasan de primera.
Una contestación habitual en nuestras pantallas de televisión y en los medios de comunicación es: yo creo sólo en lo que veo. Más allá de la vida sólo hay vacío, nada.
Pues bien, los cristianos decimos que más allá de la vida está la vida. Hoy Jesucristo corrobora esta afirmación y avala con sus palabras la postura de los que, decididamente, dicen creer en la resurrección: El mismo será ejemplo incuestionable del triunfo de la vida sobre la muerte. La luz del Resucitado será la que se expandirá por el mundo dejando una estela que, veinte siglos más tarde, sigue dando quebraderos de cabeza a innumerables hombres y dividiendo a éstos según la postura que tomen respecto al mismo.
Pero yo querría pensar un poco en voz alta sobre lo que debe suponer el hecho de creer en la resurrección. Quizá sería conveniente detenerse hoy a pensar que la resurrección en la vida de Cristo no fue un hecho aislado, sino el colofón de toda su vida, la rúbrica final de su existencia, la respuesta del Padre a un modo de entender el cumplimiento de la misión para la que había nacido. Metafóricamente hablando, claro está, Cristo ganó paso a paso la maravilla de su resurrección y la consiguió paulatinamente en cada momento de su vida. Cuando esa vida con todo el cortejo de luces y sombras, alegría y dolor, entusiasmos y depresiones, gozos y dolores fue asumida en plenitud por Jesús hasta terminar en la Cruz sin regatear esfuerzo alguno, descendió luminosa la resurrección y los discípulos tuvieron la certeza de que el Maestro había resucitado y los precedía camino de Galilea.
Jesús creía en la resurrección, y porque creía en ella no sólo la predicaba, sino que iba poniendo diariamente los presupuestos necesarios para que la resurrección pudiera ser un hecho, un hecho gozoso que cambiara definitivamente y para siempre su destino.
Esta es quizá la enseñanza que hoy podríamos encontrar en el Evangelio. No basta para un cristiano decir que cree en la resurrección. Lo hemos repetido muchas veces pero me parece que nunca suficientemente: el cristianismo no es solamente un precioso conjunto de doctrina, dogmas y declaraciones. El cristianismo es, fundamentalmente, un modo de vivir, una especial manera de estar en el mundo, de enfrentarse con todos los problemas que éste lleva consigo. Y en el aspecto sobre el que hoy reflexionamos, creer en la resurrección no es sólo una proclamación, sino una postura práctica que tiene que reflejarse en los presupuestos básicos sobre los que fundamos nuestra existencia.
Si el cristiano cree en la resurrección no tiene más remedio que demostrarlo. Dará así al mundo una prueba irrefutable de su creencia. No se puede decir que hemos elegido creer en la resurrección, que es creer que el Dios que está al principio de nuestra vida estará también al final de la misma para transformarla definitivamente, sin ser consecuentes con esa creencia, sabiendo que ese Dios es el Dios que Cristo vino a desvelar a la tierra. Es decir, un Dios-Padre lleno de misericordia, de amor, de justicia, de comprensión, de sabiduría, de bondad. Es el Dios que sonrió al hijo pródigo, acarició a la oveja perdida, se alegró con la moneda encontrada, perdonó a Magdalena y fustigó a los escribas y fariseos hipócritas.
Creer en la resurrección es apostar por la vida, pero por una vida llena de unos presupuestos que, frecuentemente, no tendrán nada que ver con aquellos que constituyen la aspiración de los hombres que nos rodean y (digámoslo sinceramente) de nosotros mismos.
Hoy Cristo, hablando a los saduceos, que con un ejemplo burdo quieren ponerlo en evidencia, deja claro que, después de la muerte, la vida. Hay que pedirle sinceramente que nos enseñe a creerlo, pero de verdad.

Juan Jáuregui(Sacerdote)  

            31º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                 «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». 



La conversión siempre empieza por el bolsillo… Esta afirmación puede dejar perplejo a más de uno. Pero déjame que me explique…
El bolsillo representa el lugar seguro donde guardamos lo que creemos valioso. Tenemos muchos bolsillos: el del dinero, el de las ideologías, el de las ideas… En cada uno de ellos guardamos objetos, opciones y opiniones que nos proporcionan seguridad. La conversión es orientar todos nuestros bolsillos hacia los valores de Jesús.
Zaqueo era un hombre rico y no bien mirado por sus conocidos. Era cobrador de impuestos y ya sólo eso significaba un fuerte distanciamiento con las personas de su época. Nos dice el Evangelio que nuestro hombre “quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle”. Buen deseo de aquel hombre que nos sirve para reflexionar a los cristianos de esta época.
¿Hay necesidad de Jesús en nuestro mundo? ¿Quiere la gente conocer al Salvador? Estoy convencido de que sí. Quizá no de una manera explícita pero sí a través de los distintos “árboles” donde la gente se sube para poder ver una posible solución a su vida.
La humanidad entera necesita ser reconstruida. Esto lo podemos ver por las realidades sociales que no hacen felices a los seres humanos. Hemos aumentado en progreso técnico pero no en el desarrollo moral y humanizante. Algo pasa y muchas veces la gente no sabe describir exactamente qué es, pero sí que es algo que no les da la felicidad deseada.
Zaqueo representa a una parte de la humanidad. Él es rico, tiene un buen trabajo y una buena posición, pero nota que su vida necesita de algo más. Nunca llegaremos a saber por qué aquel hombre rico quería conocer a Jesús.¿Qué necesidades tenía el rico de lo que Jesús le podía ofrecer? Creo que nuestro cobrador de impuestos no era feliz.
Se subió a un árbol para ver a Jesús. El árbol ha estado presente en el comienzo de nuestra fe cuando desde el temprano Génesis nos habla del “del árbol del bien y del mal…” Pero también en el primer final de Jesús donde se convirtió en el “árbol donde estuvo clavada la salvación del mundo…” Entre uno y otro momento aparecen otras plantas arbóreas que sirvieron para otros fines y ejemplos: para ser replantadas en suelo más productivo, para dar mejor fruto, para servir como instrumento de suicidio y de muerte… El árbol al que subió Zaqueo está entre el paraíso terrenal y la cruz de Cristo.
El árbol es uno de los objetos más cargados de simbología en el mundo de las religiones y de las expresiones con significado. En todas las culturas aparece una y otra vez para simbolizar muchísimas realidades que tienen relación con los seres humanos. El árbol simboliza la evolución vital, de la materia al espíritu, de la razón al alma santificada; todo crecimiento físico, cíclico o continuo; significa también la maduración psicológica; el sacrificio y la muerte, pero también el renacimiento y la inmortalidad. No es extraño por tanto que el autor haga referencia al árbol donde subió Zaqueo. Fue esta realidad la que hizo posible ver a Jesús. El Señor no estaba lejos de aquellas inquietudes interiores y por eso se dirige a él invitándose a su casa.
Dice que “bajó aprisa y con alegría recibió a Jesús”. Esta vez no es ni un mendigo ni un enfermo ni un leproso quien va en busca de Jesús. Es un rico. No le gritaba ni le pedía nada concreto. Fue Jesús quien se fijó en él: el corazón de muchas personas es muchas veces tocado por Jesús sin que pidamos nada.
La alegría es la característica con la que recibió a Jesús. Muchas veces me ha ocurrido que cuando voy a alguna parroquia a celebrar la Misa, el canto de entrada dice: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor…” pero si quieren que les diga la verdad, tan bonito salmo es cantado mas bien como un cántico funerario que como una expresión de gozo. Cuando llego al altar y termina la triste interpretación siempre les digo: “por favor… no estén tan alegres…”
¿Qué descubrió Zaqueo para que la alegría fuese su compañera en el encuentro con Jesús?
La conversión queda después del encuentro más que desvelada. Se produjo un cambio interior. Vació todos los bolsillos de su vida ante el Maestro. En un momento se dio la triple conversión del alma:
• Reconoció a Dios: Supo que su auténtico Señor era sólo Jesús y ante Él expuso cómo iba a ser de ahora en adelante su vida.
• Reconoció su propia realidad: Vio cara a cara la realidad de su existencia. Era rico pero era realmente un pobre porque no era feliz.
• Reconoció a los demás: Quien se convierte a Cristo ve en los demás una oportunidad de acercarse a Dios. Amar al prójimo, en especial al más débil y necesitado, es un signo de sincera conversión. Mientras la gente le criticaba por pecador, él pensaba en repartir lo que tenía con ellos. Su vida cambiaba porque su relación con los demás le hacía descubrir nuevos caminos de solidaridad para con los más pobres.
Los demás miraban a nuestro Zaqueo como un pecador, Jesús le miraba como una persona. La alegría del rico fue la de agradecerle al Señor que le diese un trato humano y de misericordia.
En otras partes de los Evangelios aparecen otros ricos como el joven que se marchó triste porque amaba las riquezas más que la conversión. Zaqueo sigue siendo rico pero ahora en el encuentro con el Señor ha sido salvado. Supo poner las riquezas exteriores en su sitio para dejar paso a las riquezas del interior. Creció en la solidaridad y en la justicia social. Se dio cuenta que convertirse es descubrirse ante Dios, ante uno mismo y ante los más pobres y débiles de nuestro mundo. Lo novedoso de la Palabra de hoy es que este rico se hizo pobre para hacerse rico. Lo dicho: la salvación empieza por el bolsillo…

Juan Jáuregui(Sacerdote) 
          
           30º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                <<¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’>>

Hoy nadie quiere ser llamado fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue dirigida a “quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”, quizás el auditorio ha crecido mucho.
Y es que el fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer. Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad y se sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
Porque desde esa posesión exclusiva de la verdad el fariseo juzga a todos, condena a todos, clasifica a todos. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos limpias. El fariseo no tiene que cambiar, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos, pero siempre los otros, él nunca.
Quizá sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más pacífica, más humana y más habitable. Queremos transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, ilusos de nosotros, que pensamos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros, sin revisarnos ni corregir nada de cada uno de nosotros mismos.
Queremos lograr el nacimiento de un hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas nos las imponen los otros siempre desde fuera. Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos cada uno del egoísmo, de los prejuicios y de los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un “pequeño opresor” que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea injusticia, favoritismo, impaciencia, desconfianza, pesimismo.
Queremos luchar por la justicia y promover el derecho y la dignidad para todos y asistimos indiferentes a las injusticias de paro, de hambre, de pobreza, sin rebelarnos contra la marginación establecida en nuestra sociedad para con los más necesitados, tanto más grave cuanto que se ejerce de manera permanente, profunda, silenciosa y hasta legal en muchos casos.
Queremos paz y reconciliación y va creciendo en nosotros la actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios y eso no es sólo cosa que hacen los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e instituciones -también dentro de la Iglesia- que desean hacer presente su mensaje a la sociedad.
Decimos que estamos a favor de la paz y marginamos y desatendemos a las víctimas que han sufrido en sus familias el asesinato viviendo olvidadas, con miedo y con dolor la ausencia de sus familiares, y no nos posicionamos claramente en contra de la persecución y el abatimiento que sufren personas de nuestro entorno viviendo con angustia la posibilidad de ser la próxima víctima por el hecho de no plegarse a los intereses de los violentos.
Queremos proclamar y defender la verdad y nuestras conversaciones están llenas de mentiras y palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño. Palabras nacidas casi siempre de la irritación, la mezquindad o la bajeza. Palabras que no alientan ni construyen, palabras llenas de envidia y de antipatía, ofensivas e hirientes, pronunciadas sólo para humillar y despreciar, para descalificar y destruir a la persona o a la familia.
Queremos una familia unida y en nuestras relaciones familiares no somos capaces de acercarnos unos a otros, de escucharnos, de respetarnos, de dialogar y completar nuestro punto de vista con los más jóvenes que plantean y viven los problemas de forma diferente a nosotros.
Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en su parábola porque “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
Sin embargo, un pueblo cuyos partidos no sepan autocriticarse y corregir sus propios errores no puede crecer de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las críticas que se les hacen, para revisar su posibles deficiencias no caminará hacia una convivencia más humana.
Una Iglesia cuyos miembros se tienen por justos, seguros de sí mismo, y desprecian a los demás sin pedir perdón, sin autocriticarse y cambiar, no es testigo de Jesús que predica el perdón y la felicidad para todos los hombres.
Aquí no caben el fanatismo y la presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado precisamente en los demás. Porque todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, por nuestra pasividad o por nuestra indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: “Oh, Dios, ten compasión de mí que soy pecador”.
Pero tenemos que decirlo y sentirlo sin caer en la desesperanza ni en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aun más agresivos.
Sólo la confianza en Dios y en los demás nos puede abrir creativamente hacia el futuro.
¿Me reviso? ¿Me dejo criticar? ¿Fariseo o publicano? ¿O las dos cosas? ¿Nos aclaramos un poco delante del Señor?Juan Jáuregui(Sacerdote) 
           29º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                    <<cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra>> 

Orar hoy y siempre. ¿Puede uno imaginarse un hijo y un padre sin hablar nunca entre sí? ¿Y unos enamorados que no hablasen o lo hiciesen sólo de vez en cuando? ¿Y unos amigos sumidos en un mutismo diario? Serían ciertamente especímenes rarísimos; muy poco humanos. Precisamente uno de los dones que el hombre aprecia más, porque le permite relacionarse directamente con los demás, es el de la palabra. A través de la palabra el hombre puede decir al otro su amor o su odio, su respeto o su desdén, su confianza o su inquietud, su admiración o su desprecio. Es inimaginable un hombre que no hable con aquél que, de un modo u otro, ame.
Y sin embargo, en el cristianismo tenemos que esforzarnos por convencernos de la necesidad de la oración cuando la oración es sólo y únicamente hablar con Dios, con ese Dios al que decimos amar y seguir.
Orar para el cristiano debería ser tan natural como lo es hablar para el hombre; porque debería ser natural la necesidad de ponerse en contacto con Dios para decirle que le amamos y que le necesitamos. Ciertamente que el hombre debe hacer un esfuerzo para hablar con Dios al no encontrar, inmediatamente, la relación directa que encuentra aquí con «el otro” a quien se dirige. Pero no es menos cierto que si tenemos una fe viva y operante crecerá la exigencia de acudir al Señor, y aun ejercitándose en un monólogo aparentemente sin respuesta, poner cerca de Él todas las inquietudes de nuestra vida.
Jesús insiste cerca de sus apóstoles en la necesidad de orar. Por algo será. Y hasta se toma el trabajo de enseñarles cómo hay que hacerlo y qué es lo que hay que decir cuando se dirijan al Padre. En momentos especialmente dolorosos y peligrosos para El y los suyos les prevendrá de su posible deserción advirtiéndoles que oren para no caer en la tentación.
¡Y es tan fácil caer en la tentación! No precisamente en una tentación, pudiéramos decir extraordinaria, como la que vivían los apóstoles en el momento en el que Jesús les formuló la advertencia que comentamos, sino en la tentación diaria de la indiferencia, de la abulia, de la vida acomodaticia y fácil.
Jesús quiere que oremos por encima de cualquier sensación de fracaso en la oración. Quiere que oremos con la insistencia con la que, en la vida, se pide justicia, por ejemplo. Es decir, con la insistencia que acometemos lo que de verdad nos interesa en la tierra. La mujer viuda, indefensa por consiguiente, consiguió del juez que le atendiera y no porque se sintiera inclinado a hacerlo, sino porque le venció la insistencia tenaz de la mujer.
Y es que en las cosas humanas actuamos tenazmente. Con insistencia solicitamos justicia o reparación. Con insistencia perseguimos el negocio y hablamos con quien sea necesario y cuantas veces haga falta para llegar hasta aquél que puede echarnos «una mano” en la empresa que acometemos, con insistencia hablamos con el médico que pensamos puede curarnos, con la persona que creemos que puede querernos.
Pues con esta insistencia quiere Jesús que oremos, es decir, que nos dirijamos a Dios para pedirle o simplemente para decirle que le amamos.
No sé si en la actualidad hay crisis de oración. Es posible que este hombre nuestro tan lleno de ruidos, de prisa, de orgullo, de competitividad, de grandes logros y de no menos grandes y ruidosos fracasos, se haya olvidado de que ahí, cerca de él y aun en la intimidad de su ser, Dios está esperando que le dedique unos minutos de su preciosa vida para decirle con absoluta sencillez lo que piensa, lo que teme, lo que desea, lo que padece y lo que goza. Porque eso es orar.
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

             28º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                  «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Es frecuente que en momentos de crisis y de cambios, las personas tendemos a subrayar lo negativo y nefasto, al mismo tiempo que olvidamos lo que de positivo y bueno hay en la vida de los pueblos.
Las nuevas generaciones no creen en el pasado. Los valores del pasado sufren un derrumbamiento espectacular. Parece que nuestros padres y abuelos no han sabido hacer casi nada realmente constructivo y válido.
Pero, al mismo tiempo, no pocos adultos sufren y se angustian ante el momento presente, porque están plenamente convencidos de que «su» época fue la mejor. Se diría que para ellos no hay nada positivo y bueno en el momento actual.
De esta manera, y por razones diversas, podemos estar creando entre todos una sociedad de personas descontentas y amargadas, incapaces de valorar, agradecer y disfrutar lo bueno, grande y positivo que hay también en nuestras vidas.
Esta sociedad nuestra necesita escuchar la llamada de Jesús al agradecimiento. Los hombres y las mujeres de hoy necesitamos recordar que el hombre no puede ser humano sin ser agradecido. No posee otra posibilidad de afirmarse como hombre sino la de saber acoger con agradecimiento todo lo que va recibiendo en la vida.
Y la razón es sencilla. El hombre no puede darse nada a sí mismo sí no es a partir de lo que recibe de los demás.
No nos damos la vida a nosotros mismos, ni la inteligencia, ni las fuerzas, ni la salud, ni el vivir diario. La persona sólo es capaz de aprender a hablar, desarrollarse, trabajar, relacionarse y construir su propia personalidad a partir de lo que recibe de los demás.
Por eso estamos llamados a ser agradecidos.
Es bueno pararse a reconocer todo lo bueno que vamos recibiendo en la vida, y ser agradecidos con el pasado y el presente. Saber agradecer los esfuerzos y trabajos de las generaciones pasadas, y las inquietudes y luchas de las presentes. Agradecer la historia que desde atrás nos sostiene y nos impulsa hacia un futuro mejor.
Agradecer la naturaleza, los acontecimientos que tejen nuestra vida, las personas que nos acompañan, nos quieren y nos hacen más humanos. La queja dolorida de Jesús ante los nueve leprosos que se apropian de la salud sin que se despierte en su vida el agradecimiento y la alabanza entusiasta, nos tiene que interpelar.
¿No ha vuelto nadie sino este extranjero para dar gloria a Dios? Cuando únicamente se vive con la obsesión de lo útil y lo práctico, ordenándolo todo al mejor provecho y rendimiento, no se llega nunca a descubrir la vida como regalo.
Cuando reducimos nuestra vida a ir «consumiendo» diversas dosis de objetos, bienestar, noticias, sensaciones, no es posible percibir a Dios como fuente de una vida más intensa y gozosa.
Cuando nos pasamos la vida dominando a las personas, estrujando las cosas y manipulándolo todo, nos hacemos incapaces de contemplar la existencia como un don del Creador.
Pero hay otro modo de vivir distinto. Vivir como personas agradecidas.

Juan Jáuregui(Sacerdote) 

            27º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                                  << Señor aumenta mi fe>>

Es cierto. Si tuviésemos más fe, cuántos milagros pudiéramos hacer en la vida. Ya la fe es, de por sí, todo un milagro. Por eso mismo la fe es capaz de hacer también milagros.
Yo no pediría más fe para trasladar montañas. Hoy tenemos una serie de elementos que fácilmente las pueden allanar y perforar.
Tampoco le pediría más fe para trasladar la morera que está delante de mi casa. Hoy hay técnicas capaces de arrancarla de raíz y plantarla en cualquier otro sitio.
Si tuviésemos más fe en Dios:
Cada día haríamos el milagro de cambiar nuestra vida.
Cada día haríamos el milagro de dar un sentido nuevo a nuestra vida.
Cada día haríamos el milagro de salir de nuestra vulgaridad.
Cada día haríamos el milagro de ser más santos.
Si tuviésemos más fe en Dios:
No evitaríamos nuestros problemas, pero nos sentiríamos más que nuestros problemas.
No evitaríamos nuestras enfermedades, pero no nos dejaríamos aplastar por ellas.
No evitaríamos que nos despidan de nuestro trabajo, pero seguiríamos luchando con esperanza.
No evitaríamos nuestras debilidades, pero sentiríamos que podemos ser más fuertes.
No evitaríamos nuestros momentos de oscuridad, pero siempre encontraríamos una luz.
No evitaríamos ser hombres, pero sentiríamos en nosotros la vocación divina.
Si tuviésemos más fe en el hombre:
Cierto que lo respetaríamos más.
Cierto que reconoceríamos su verdadera dignidad de “imagen y semejanza de Dios”.
Cierto que no lo explotaríamos con un salario injusto.
Cierto que no nos aprovecharíamos de él para nuestros intereses y egoísmos.
Si tuviésemos más fe en el hombre:
Le valoraríamos mucho más.
Le haríamos sentir lo importante que es.
Le haríamos crecer en su propia estima.
Le haríamos sentirse mejor consigo mismo.
Le haríamos crecer con mucha más seguridad en sí mismo, evitándole complejos de inferioridad.
Es triste escuchar por ahí:
“hijo, no te fíes de nadie”.
“Hoy uno no puede fiarse ni de su propia sombra”.
Es triste que el esposo no crea en su esposa.
Es triste que la esposa haya perdido la fe en su marido.
Es triste que los padres ya no crean en sus hijos.
A mí me encanta repetir: “Dios es el que mejor conoce tu vida y tu verdad. Con todo lo bueno y también con todas tus basuras, pero a pesar de todo: “Dios sigue teniendo fe en ti y sigue creyendo en ti”.
Y si Dios cree en mí, ¿por qué no creer yo en los demás?
Si tuviésemos más fe en los malos:
Bueno, los que nosotros decimos malos, porque ¡vaya usted a saber quién es el bueno y quién es el malo!
Si creyésemos más en ellos, posiblemente se animarían a cambiar.
Si creyésemos más en ellos, posiblemente dejarían de ser lo que son.
Si creyésemos que aún los malos pueden buenos, creo habría menos malos.
Si creyésemos que hasta los malos pueden ser santos…
Santa Mónica creyó en Agustín. Y Agustín cambió.
Tener fe en el mundo:
Todos tenemos una muy mala idea del mundo. Al fin y al cabo vemos lo que nosotros mismos hemos hecho.
Pero el mundo necesita que tengamos más fe en él.
Que creamos que el mundo puede cambiar.
Que creamos que el mundo puede ser mejor.
Que creamos que el mundo puede ser bello y hermoso.
Si no creemos en el mundo nunca haremos nada por cambiarlo.
Si no creemos en el mundo nunca nos comprometeremos en mejorarlo.
Si no creemos en el mundo difícilmente creeremos en el cielo.
Si hasta Dios cree en el mundo. “Y vio Dios que era bueno”.

Hablamos mucho de creer en Dios.
Y hablamos poco de que Dios también cree en el hombre.
Hablamos mucho de creer en Dios.
Pero hablamos poco de creer en el hombre.
Y la vida solo tiene sentido cuando creemos en Dios y cuando creemos en nosotros mismos y en los demás 
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
           26º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                         <No tener indiferencia con los demás>

Cuando alguien me dice que ha escuchado hablar mal de mí me alegro. Quiere decir que aún estoy vivo y preocupo. Lo peor suele ser cuando nadie dice nada de ti. Porque quiere decir que ya no existes.
Hay demasiada gente muerta que no está en los cementerios.
Anda por las calles. Pero no interesa a nadie.
Nadie se fija en ella. A nadie preocupa.
Camina por la vida pero no habita en ningún corazón.
Y sólo estamos vivos cuando algún corazón nos abre la puerta y nos manda entrar.
La parábola del rico y de Lázaro, tendido al otro lado del portón, pudiéramos llamarla la “parábola de la indiferencia e insensibilidad”.
En ningún momento se dice que el rico fuese mala gente.
Ni tampoco se dice que sea malo vivir bien.
Ni se le acusa por ser rico.
Lo que se critica en este rico es su “frialdad para con los demás”, su “indiferencia e insensibilidad” para con un pobre mendigo que no pide mucho. Se contentaría, como los perritos, con poder comer las migajas que caen de la mesa y que luego la empleada barre y las tira al saco de la basura.
La indiferencia para con los demás es la mejor manera de vivir en la burbuja de su soledad, ajeno a todo y a todos.
Los demás no existen para él.
Los demás no tienen importancia.
Se puede vivir sin ellos. Y no pasa nada.
La indiferencia nos hace además “insensibles”. Y la insensibilidad es una de las señales que también uno está muerto por dentro, por muy opíparamente que coma y beba.
Después de un accidente, una de las primeras cosas que suelen hacer los médicos es comprobar que los miembros, los brazos, las piernas, las manos, la cabeza tienen sensibilidad.
Cuenta un sacerdote:
En 1963 sufrí un tremendo accidente de coche muy cerca de Vitoria. Nuestro auto dio no sé cuantas vueltas de campana. Felizmente yo salí despedido, pero mi compañero que conducía quedó atrapado entre el asiento y el timón. Yo lo movía y no daba señal alguna de vida. Pensé que estaba muerto. Y en mi atolondramiento decidí darle la absolución. Unos chicos nos recogieron y nos llevaron al Hospital que estaba cerca. Yo, preocupado y sin saber que hacer. De pronto, escucho que dice: “me duele esta pierna”. Recuerdo que dije una piadosa lisura y grité: “entonces estás vivo”. Me volvió el alma al cuerpo. Le dolía. Estaba vivo. No estaba muerto. Sólo eran tres fracturas en la pierna izquierda. Esas se curaron en seis meses de reposo.
El verdadero problema del rico, que conocemos con el apellido de “Epulón”, no era ser rico, ni el vestir de púrpura, ni el banquetear espléndidamente. Su problema era que por dentro estaba muerto.
Su corazón no tenía sensibilidad. Su corazón era insensible ante el pobre Lázaro.
Su corazón no tenía sentimientos. Su corazón era incapaz de reaccionar “ni aunque un muerto resucite”.
La inmensa mayoría de nuestros problemas humanos tenemos que encontrarlos en nuestro corazón. La indiferencia y la insensibilidad no nos impiden ver la realidad, pero sí pone anestesia en nuestro corazón para no sentir nada.
¿Que hay mucha hambre en el mundo? Ya lo sabíamos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos ancianos que viven en la soledad? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos niños mendigando en la calle? Ya lo sabemos. Los vemos todos los días. Pero nosotros seguimos igual.
¿Que hay mucha gente en paro laboral, desesperada por no poder llevar un pan a casa? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.

No. Nosotros no somos culpables ni del hambre del mundo, ni de la soledad de los ancianos y enfermos, ni de los niños de la calle, ni del paro.
Nosotros somos culpables por nuestra indiferencia e insensibilidad.
Al rico de la parábola no se le acusa ni se le hace responsable de que Lázaro sea un pobre mendigo. Se le condena por su insensibilidad ante el hambre del mendigo que está al otro lado del portón.
A veces, lo que los demás necesitan no es que les solucionemos sus problemas.
Sólo nos piden que no nos resulten indiferentes ni seamos insensibles para con ellos. Que su realidad “nos duela” un poquito en el corazón. Que les demos vida en nuestro corazón. Porque sólo cuando comenzamos a sufrir y a sentir en nuestro corazón el problema de los otros, entonces comenzamos a hacer algo por ellos.
Y porque sólo entonces podemos decir que “también nosotros estamos vivos…
Juan Jáuregui(Sacerdote) 
           25º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                             <No podéis servir a Dios y al dinero>

El texto de hoy de Amós, que ha sido calificado como el “profeta de la justicia social”, refleja una sociedad rural sencilla, pero sus críticas duras pueden repetirse hoy desde nuestro modelo económico: se siguen usando balanzas con trampa; hay mecanismos micra y macro económicos que permiten el enriquecimiento fácil y espectacular; ya no se compra al mísero por un par de sandalias, pero se pueden establecer sistemas de financiación que pueden hundir al que más lo necesita.
El evangelio de hoy es la continuación, sin interrupción, de las parábolas de la misericordia que escuchamos el domingo pasado. Allí se nos presentaba a un Dios Padre, que quiere a todos los hombres: al hijo pródigo y a su hermano mayor, a la oveja perdida, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Precisamente este será el mensaje del rudo profeta Amós: No puede haber alianza con Dios, si no existe alianza y justicia entre los hombres; la alianza con Dios es inseparable de la justicia y hermandad entre los hombres. ¿Cómo podemos llamar Padre al Dios que nos acoge con ternura a la vuelta de nuestros caminos, si no nos sentimos hermanos de los hombres?
Es imposible ser fiel a un Dios que es Padre de todos los hombres y vivir, al mismo tiempo, esclavo del dinero y del propio interés. Sólo hay una manera de vivir como “hijo” de Dios, y es, vivir realmente como “hermano” de los demás. Por eso el que vive al servicio de sus bienes, dinero e intereses, no puede preocuparse de sus hermanos y no puede, por tanto, ser hijo fiel de Dios”. Así se explica la dura frase final de Jesús: “No se puede servir a dos señores…no podéis servir a Dios y al dinero”.
Es lo que subrayaron con gran energía los santos padres. Así san Basilio preguntaba al rico” ¿Qué cosas son tuyas? Es como si un espectador, por haber ocupado su puesto en el teatro, impidiera la entrada a los demás, creyendo que era propio de él lo que se ha hecho para uso común de todos. Así son los ricos. Si cada uno se contentase con tomar lo indispensable para satisfacer sus necesidades y dejase para el pobre los bienes superfluos, no habría ricos ni pobres, no existiría la cuestión social” O lo de san Gregorio Magno: “Al darles lo necesario a los indigentes no hacemos más que darles lo que es suyo y de ninguna manera nuestro; pagamos más bien una deuda de justicia, en vez de hacer una obra de misericordia”.
Si nos contentásemos con lo indispensable, “no existirían pobres”. Desgraciadamente, los pobres siguen existiendo aún con mayor gravedad que en tiempos de san Basilio, hace dieciséis siglos o en tiempos de Amós hace veintiocho siglos. San Basilio se preguntaba también: “¿De dónde has traído a la vida lo que has recibido?”. “¿Qué mérito tienen nuestros niños, que nacen rodeados de cuidados y regalos, y qué mérito no tienen los niños famélicos y comidos por las moscas, sin fuerzas para espantarlas, de los campos de refugiados de cualquier país del tercer mundo? ¿Qué sentirá ese Padre del cielo, que quiere a todos los hombres por igual, ante el sufrimiento de estos pobres niños? ¿No tienen todos los niños, los del tercer mundo y los nuestros, el mismo mérito de ser, todos ellos, hijos de Dios?
El pecado del hijo pródigo fue el de derrochar su fortuna…
De la misma forma que nos indignamos contra las películas de pornografía infantil, por qué no protestamos de igual manera contra un “orden” internacional que hace posible que los niños se mueran de hambre en Sudán.
¿No tendremos que reconocer, con la mano en el corazón, que nuestro pecado es también el derrochar nuestra fortuna y el pretender servir a Dios y al dinero?
Juan Jáuregui(Sacerdote) 

           24º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
              << Dios misericordioso >>

(Las razones del hijo mayor)
Sinceramente, cuando escuchamos este evangelio, quizá más de una vez hemos pensado que realmente el padre es injusto con su hijo mayor. Y que el hijo mayor tiene razón al quejarse.
Porque él ha hecho todo lo que tenía que hacer, ha trabajado al servicio de la casa, no ha creado ningún conflicto, ha ayudado en todo, buena parte de la riqueza familiar es fruto de su esfuerzo… ¡Y nunca ha recibido ninguna compensación, ningún premio! Y aunque sea verdad lo que dice su padre de que todo lo que hay en la casa puede considerarlo como si fuera suyo, la realidad es que el que decide cómo se gasta el dinero es el padre, y nunca ha tenido el detalle de darle un cabrito para montar una fiesta con sus amigos.
Desde luego, no es nada raro que al hijo mayor, que precisamente volvía del trabajo, cansado de la dura jornada, no le hiciera ninguna gracia encontrarse con aquella fiestecilla en casa.
(Las razones del corazón de Dios)
Sí, quizá todo eso es verdad. Pero hoy en el evangelio, Jesús, al explicarnos esta historia, lo que quiere es que nos demos cuenta, precisamente, de que por muy comprensibles que puedan ser las razones de aquel hijo enfadado, hay algo más importante que las razones. Y ese algo es el corazón.
Jesús nos está explicando, con esta parábola, cómo es el corazón de Dios. Y cómo debería ser también nuestro corazón.
Jesús nos está diciendo que Dios no pasa cuentas, que Dios no hace preguntas, que Dios perdona siempre. Que a Dios, podríamos incluso decir, no le importa que le tomen el pelo. Porque aquel padre del evangelio, que acoge con tanto amor al hijo que se ha ido de casa, ¿qué garantías tiene de que el hijo no volverá a marcharse cualquier otro día, o que le organizará cualquier otro lío? No, no tiene ninguna garantía. Pero lo que sí sabe aquel padre con toda certeza (y lo sabe no por ningún razonamiento ni estrategia sino porque se lo dice el corazón) es que lo único que puede salvar al hijo libertino es su amor, su perdón, su acogida sin condiciones. Quizá no servirá de nada, quizá aquel hijo terminará siendo un desgraciado. Pero si el padre no lo acoge y no le ofrece su amor incondicional, entonces sí es seguro que el hijo se perderá irremisiblemente.
Así es el corazón de Dios. Y así quiere Jesús que sea también nuestro corazón. El hijo mayor quizá tenía razón en sus quejas. Pero en el momento del retorno del hijo perdido, la última palabra tiene que decirla el corazón, un corazón capaz de alegrarse y de acoger sin reservas. El hijo mayor no fue capaz de actuar así. El corazón del hijo mayor no era como el corazón de Dios.

(Un cristianismo misericordioso para nuestro mundo)
Sin duda que una causa importante del éxito del mensaje de Jesús cuando se empezó a predicar por todo el mundo hace dos mil años, fue que mostraba a un Dios lleno de misericordia, y que invitaba a todo el mundo a extender a la vida de cada día y para toda situación esos mismos sentimientos de misericordia, de cariño y amor, de perdón sin condiciones.
En aquellas civilizaciones paganas tan llenas de dureza, en las que la compasión a menudo era considerada un sentimiento propio de gente floja, y en las que se daba culto a la ley del más fuerte, predicar a un Dios que no condena sino que consuela y enjuga las lágrimas fue una gran novedad y, para muchos, una gran alegría. Invitar a todo el mundo a vivir según esos criterios, fue una revolución.
Quizá ahora, en el siglo veintiuno, habrá que volver a decirlo en voz muy alta: que nuestro Dios, el Dios de los cristianos, es el Dios de la ternura, de la misericordia, de la acogida del que se equivoca o fracasa. Porque en esa nuestra civilización, tristemente, podemos ver como por todas partes se cultivan y promocionan las actitudes que invitan a mirar siempre por uno mismo, a buscar siempre lo que a mí me conviene sin preocuparse por los demás… llegando a considerar como algo sin ningún valor, e incluso como algo ridículo, todo lo que sea compasión, perdón, ponerse en la piel del otro, buscar el bien de los débiles y de los que se pierden… En definitiva, que parece que tener corazón, tener un corazón como el de Dios, es una tontería, algo propio de personas que no triunfarán en la vida.
Preguntémonos hoy, cuando nos acerquemos a recibir la Eucaristía, si nuestras actitudes son las actitudes de Jesús, las actitudes de Dios. Preguntémonos con qué ojos miramos a los que no han sido capaces de salir adelante en la vida, a los que están hundidos en el mal, a los que han seguido caminos que llevaban al fracaso… Preguntémonos con qué ojos miramos las debilidades y las miserias que haya nuestro alrededor. Y pidamos ser capaces de amar tan hondamente y con tanto desprendimiento como nuestro Dios.
Juan Jáuregui(Sacerdote)   
              23º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                  <<Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.>>

En el Evangelio de hoy y en varias ocasiones, Jesús nos ha dicho: “El que quiera venir conmigo, que cargue con su cruz y me siga”. y al que se una a Él, le promete el descanso y el alivio en sus tareas.
Muchas veces hemos pensado que seguir a Cristo en serio, formar parte de sus seguidores de verdad es algo heroico y difícil; y es verdad, pero no del todo.
El seguir a Jesús así, no es heroico en el sentido de que haya que hacer grandes cosas, o incluso dar la vida por seguirle, como los mártires. No es ése el heroísmo que Dios nos pide hoy.
Pero sí es heroico en el sentido de que seguir a Jesús, ser cristiano, significa que en las pequeñas cosas de cada día tenemos que ir cumpliendo con el deber, tenemos que realizar esas tareas con responsabilidad y con el esfuerzo de cada momento. Es decir: dando poco a poco nuestra vida en esa tarea diaria. Eso es seguir a Jesús.
Pero Jesús en el Evangelio añade: “Venid a Mi los que estáis cansados que yo os aliviaré”.
Esta segunda parte la solemos tener olvidada, o casi olvidada. Acudimos a Dios en momentos duros, pero no acudimos a Él para las tareas de cada día. Aunque decimos que la vida es dura. Debemos acudir a Él , no para dejar la tarea en sus manos, porque esa la debemos realizar nosotros, pero sí acudir a Él para pedir apoyo y alegría.
Muchas veces cargamos con la cruz, con la tarea de cada día, pero queremos hacerlo solos; sin la ayuda de Dios ni de nadie.
El cristianismo es una religión, una vida y como tal debemos vivirla con la ayuda de Cristo y en grupo, como Él quiso.
Más de una vez hemos realizado los trabajos, las tareas de cada día entre varios, en grupos, ayudándonos unos a otros. Entonces nos hemos dado cuenta de que parece que el trabajo se multiplica y las tareas se hacen más llevaderas. La tarea se termina antes, y resulta más llevadera para todos.
Es lo que nos dice Jesús en el Evangelio: “Venid a Mí, unios los unos a los otros y el trabajo resultará más sencillo y no tan pesado. Unios, ayudaos en las tareas de cada día en casa, entre vecinos, entre compañeros y vuestra tarea no será tan pesada”. Y esto es verdad, porque todos lo hemos experimentado alguna vez.
En esta Celebración de hoy vamos a aceptar esta enseñanza de Jesús, que es fácil de decir, y fácil de escuchar, pero nos cuesta ponerla en práctica. Pero aunque nos cueste no vamos a dejar de intentarlo.
Tenemos la promesa de Jesús que nos ofrece su ayuda y el alivio en la tarea.
Juan Jáuregui(Sacerdote)

                22º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                                  << Deja el sitio a éste >>

Los domingos y las semanas del Tiempo ordinario nos invitan a fijarnos en aspectos básicos de la vida cristiana.
La Palabra de Dios de este año tomada del Evangelio de Lucas, nos va dando domingo tras domingo, lecciones muy concretas para nuestro camino. Hoy, la lección de la humildad y de la generosidad desinteresada. Hablar de humildad y de ser desinteresados no parece un tema muy moderno.
La lección de la sencillez y la humildad nos viene bien a
todos, niños, jóvenes y mayores. Jesús nos la presenta con su habitual pedagogía, con ocasión de una comida a la que es invitado.
Ya la primera lectura nos decía, que al humilde lo quieren todos, y sobre todo Dios.
Al humilde lo quiere Dios: “hazte pequeño en las grandezas
humanas y alcanzarás el favor de Dios”, dice el sabio; y Jesús
concreta: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Si por alguien tiene predilección Dios, es por los débiles, por los últimos, los pequeños.
Al que es humilde y no alardea de sus cualidades o de sus riquezas, todos le quieren; al orgulloso y engreído, o le desprecian o le tienen envidia. Por eso el consejo: “En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso”. Cuanto más grande es una persona en su interior, menos se hace valer y más sencilla es en el trato con los demás; y esto es lo que hace que se tenga más aprecio. Y la humildad nos hace bien sobre todo a nosotros mismos. El ser humildes, o sea, discretos en la ambición y modestos en la autoestima, afecta a la raíz de nuestro ser: nos hace conocernos y aceptarnos mejor a nosotros mismos, nos ahorra disgustos y nos proporciona una gran armonía interior. La advertencia no resulta superflua. Todos tenemos la
tentación de aparecer, de buscar protagonismo, de ser y tener
más que los demás, de modo que los que nos rodean nos admiren o nos envidien.
Jesús vio cómo los invitados se apresuraban a elegir los mejores puestos. ¿Nos estaría viendo a nosotros: que queremos muchas veces salir “en la foto”, ser el centro de la conversación, salirnos siempre con la nuestra? ¿Nos estaría viéndonos a nosotros que queremos superar a los demás familiares, a los compañeros de trabajo, a las demás personas que colaboran en la parroquia, como los apóstoles, que discutían quién iba a ser el mayor entre ellos?
El aviso es para toda la Iglesia, y para cada cristiano. Jesús no está enseñando normas de urbanidad, sino una actitud humana y cristiana que para él es básica: la humildad delante de Dios y de los demás. Una actitud que podría parecer totalmente contraria a la conducta que prevalece en este mundo, que parece una feria de vanidades…
Y Jesús une a la lección de la humildad la del desinterés cuando invitamos o damos algo a los demás. Tampoco es moderno este tema, porque nuestro mundo está fundado en el “do ut des”, “te doy, para que luego tú me des” y a ser posible con intereses.
¿Hay alguien que dé gratuitamente? Pues eso es lo que Jesús invita a hacer.
¡Vaya dos lecciones, a cuál menos popular: la de ser humildes y la de dar gratuitamente, sin esperar recompensa! Hay que reconocer que es difícil asimilar esa bienaventuranza que nos dice hoy Jesús: “Dichoso tú, porque no te pueden pagar’. Ya nos pagará Dios.
Invita a tu mesa a todos los que no puedan corresponderte: Y ahí está nuestra Europa “cristiana”, nuestra España “católica”, que mira con recelo y con desprecio a todos los que se acercan a nuestras tierras en busca de pan y de trabajo; y bajo las formas más sutiles de legalismo farisaico les devuelve a ese mundo de muerte y de hambre…
El mejor ejemplo de lo que hoy nos dice la liturgia, lo tenemos en Jesús, que no vino a ser servido sino a servir, y que en su cena de despedida se ciñó la toalla y lavó los pies a los discípulos…Y nosotros, que hoy celebramos aquella misma Eucaristía tendríamos que sacar de ella, las fuerzas y el ánimo para vivir en medio del mundo sirviendo como Jesús. Ese es nuestro camino desde el día de nuestro Bautismo.
El bautismo fue cosa de nuestros padres. Vivir como bautizados es cosa nuestra…

Juan Jáuregui(Sacerdote)

                21º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                  << En el cielo se entra ligero de equipaje>>
¿Me salvaré?
Es una pregunta que, de una u otra manera, nos hemos hecho todos. Es, por otra parte un deseo explicable y sano. Los cristianos que creemos en una vida futura en la que decimos
que gozaremos para siempre con Dios, queremos llegar a esa vida y, por consiguiente, es lógico que nos preguntemos cómo podremos conseguirla.
Que la pregunta y el deseo es un hecho lo demuestra una cosa: la cantidad de recomendaciones que dentro de nuestra religión tenemos para asegurar la vida eterna. ¿Recordamos algunas? Pues: el escapulario que lleva consigo la seguridad “absoluta” de que, como máximo, vas al Purgatorio, de donde sales al “sábado siguiente” de tu muerte; los primeros viernes de mes, con promesa también de conseguir la vida eterna; las tres “Aves-Marías; las misas gregorianas aplicadas por un difunto para conseguir su rápida entrada en el Paraíso. Y otras muchas más… Tenemos una gran variedad de prácticas que aseguran la salvación. Y no me burlo de ninguna de ellas. Simplemente las enumero como ejemplo de inquietud por la salvación.
Pero quiero añadir algo. Hay un peligro gravísimo en estas prácticas: el de separar la práctica de la vida, el de querer “comprar” la salvación con un plato de lentejas, el de poner el acento en la forma y el de descuidar así el verdadero camino por donde le llega al hombre la salvación.
Todos estamos de acuerdo en que el escapulario y los primeros viernes y las novenas milagrosas y las misas gregorianas, las hemos hecho compatibles con una vida privada y pública que apenas tenía relación alguna con el evangelio. Y así es seguro que los poderes del escapulario o los primeros viernes, no van a dar ningún resultado. Esto es seguro.
¿Nos salvaremos? para responder a esto hay que ir al evangelio. Y hay que rebuscar los pasajes en los que Cristo habla de la Vida eterna, aquellos pasajes en los que Cristo pone la asignatura sobre la que examinará a los hombres cuando se encuentren con Dios…
Recordemos brevemente: ¿de qué habla Cristo cuando divide a los hombres a su derecha y a su izquierda? ¿Quizá de todas esas prácticas que los cristianos consideramos como llave mágica para abrir las puertas del cielo? Pues yo creo que no.
Ni por un momento, Cristo habló de ofrendas, ni de espacularios. Habló de algo que está más allá de cualquier práctica religiosa: hablo del amor de Dios traducido en el amor al prójimo, habló de dar de comer y beber, de visitar al triste, al enfermo y al encarcelado, de enseñar al torpe, de consolar a la viuda (el colmo del desamparo en su época…hoy serían otros…); y llamó bienaventurado, al que fuera capaz de sufrir persecución por causa de la justicia; y al que era manso y limpio de corazón, a aquel que miraba al mundo con ojos claros sin encontrar en los demás defectos en los que cebarse. Santa Teresa, captó perfectamente la asignatura y la resumió breve pero rotundamente: “al final de la vida te examinarán en el amor”… Dios mío, si la vida eterna se consiguiera con escapularios y
con prácticas religiosas…¡estaría chupado! No, la vida eterna es algo muy serio y muy hondo.
El fariseísmo fue contemporáneo de la vida de Jesús y, sin embargo, la tentación del fariseísmo sigue estando presente.
Precisamente éste fue uno de los rasgos más llamativos de la persona de Jesús: el no quedarse en las apariencias, sino saber llegar al corazón y a la autenticidad de la personas. Es lo que le llevó a preferir a la mujer que amaba mucho, aunque hubiese pecado mucho; sobre el que se creía haber pecado poco y amaba también poco. Es lo que le llevó a decir que hay “últimos paganos” mejores que los “primeros judíos”. Y que hoy también le podría llevar a decir que existen personas, a las que calificamos de “últimas” y que son mucho mejores que los que nos consideramos “católicos de toda la vida”…y que igual nos llevamos la sorpresa de que se nos cuelan en la puerta del cielo.
Juan Jáuregui(Sacerdote)
              20º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                       << Vine a traer fuego al mundo>> 

“HE VENIDO A TRAER FUEGO A LA TIERRA”
Afirma Jesús: “He venido a prender fuego en el mundo”. El fuego al que se refiere Jesús no es el ardor que a veces sentimos en el corazón cuando decimos que amamos a alguien; no es el fuego del entusiasmo. El fuego mesiánico de Cristo no es otro que el mismo Reino de Dios que conlleva en sí un elemento destructor, no de la obra del hombre, sino del pecado. No puede surgir una nueva estructura de vida si, previa o simultáneamente, no se destruye la estructura que oprime al hombre por dentro y por fuera. Hay que echar el vino nuevo en odres nuevos, lo cual supone desechar los viejos, y esto implica provocar un conflicto con los antiguos.
Cuando el cristianismo o sus comunidades no viven la novedad del Evangelio sino que se han convertido en un agregado más de la sociedad, con quien conviven pacíficamente, en buen entendimiento, sin oponerse a las estructuras que crean en la sociedad un estado de injusticia, de hambre, de violación de los derechos humanos, de violencia sobre los débiles, de cercamiento a las libertades, de adoración a los líderes… no tienen problemas. Recordemos las palabras de J. B. Metz: “Los cristianos en Europa nos enfrentamos al desafio más grave: Decidirnos entre una ‘religión burguesa’ o un ‘cristianismo de seguimiento. Optar por este último es apuntarse al conflicto doloroso. Porque seguir a Jesús no significa huir hacia un pasado ya muerto, sino tratar de vivir hoy con el espíritu que le animó a él. Esto entraña inexorablemente complicaciones en la vida.
El seguimiento de Jesús implica casi siempre caminar “contra corriente” en actitud de rebeldía y ruptura frente a costumbres, modas, corrientes de opinión, que no concuerdan con el espíritu del evangelio. Y eso exige no solamente resistirse a dejarse domesticar por una sociedad superficial y consumista, sino saber contradecir a los propios amigos y familiares cuando nos invitan a seguir caminos contrarios al evangelio. Esto constituye al cristiano en hereje social. Por eso, seguir a Jesús implica también estar dispuesto a la conflictividad y a la cruz, a compartir su suerte, aceptar libremente el riesgo de una vida crucificada como la suya sabiendo que nos espera la resurrección. Escribe Bernanos: “Cristo nos pidió que fuéramos sal de la tierra, no azúcar, y menos sacarina. Y no digáis que la sal escuece. Lo sé. El día que no escozamos al mundo y empecemos a caerle simpáticos será porque hemos empezado a dejar de ser cristianos”.
El mismo Jesús fue, como dice el anciano Simeón, “signo de contradicción” por ser fiel al Padre, a los hermanos, a la propia conciencia, a su misión. Él practicó y predicó con palabras y gestos la fraternidad, la igualdad, la dignidad humana, la religiosidad verdadera. Los aprovechados, los amos de la situación, no le perdonaron que pusiera en peligro sus privilegios y su prestigio. Por eso, inmediatamente estalla una guerra implacable y la división entre los partidarios y los enemigos del profeta revolucionario de Nazaret. Ya sabemos cómo terminó el conflicto, remachándole en la cruz como a un vulgar delincuente. No se puede ser discípulo de Jesús impunemente. Ya lo preanunció él: “Os perseguirán” (Mt 10,24).

NO SE PUEDE SER PROFETA IMPUNEMENTE
Seguramente habéis experimentado los latigazos en vuestras propias carnes por ser fieles al Señor, a la propia conciencia. No se puede “molestar” a los demás impunemente. Y se les molesta cuando se procede con criterios evangélicos, con criterios humanitarios. “El mundo os odiará porque no sois del mundo” (Jn 17,14), advierte Jesús. En un entorno en el que domina la mentira y la hipocresía, proceder con la sinceridad que recomienda Cristo provoca conflictos.
Un esposo cristiano-practicante reprochaba a su mujer muy sensibilizada y generosa con la causa de los pobres: “¿Quieres solucionar tú sola el problema de la pobreza, o qué?”. Ella le replicó: “¿Cuánto gastas tú en los bares y en tabaco? Eso mismo tengo derecho yo a gastar. Pero prefiero gastarlo dándoselo a los pobres. ¿Es que no tengo derecho?”. Le dejó sin palabra para siempre.
Sabemos que seguir a Jesús negándose al tráfico de influencias, a los enchufes, es crearse problemas con los familiares y amigos, tanto si te niegas a beneficiarte, como si te niegas a beneficiar. Por experiencia sabéis que en un ambiente de adulación e hipocresía no se pueden llamar impunemente las cosas por su nombre sin sufrir las represalias. Nadie puede negarse impunemente a la especulación, a los juegos sucios de su ambiente, de su empresa. Le reprochaban los hermanos a un cristiano practicante que quería proceder con honradez en la venta de unos terrenos: “Ya estás entorpeciéndonos con tus escrúpulos de conciencia”. Una abogada confesaba: “Me ha dicho tajantemente el presidente de una sociedad de abogados: ‘O te dejas de escrúpulos o sobras en nuestra sociedad”‘.
“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29), responde Pedro al Sanedrín que le quiere amordazar.
Hay que obedecer a Dios antes que al miedo, antes que a los criterios mundanos, antes que a las presiones de los familiares y amigos interesados y cómodos. Naturalmente que la vida es compleja y que hay que discernir la opción que se ha de tomar en cada caso, pero la consigna de Jesús es intangible.
Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Jesús nos da la paz o la guerra? Las dos cosas al mismo tiempo. Seguirle fielmente supone provocar la guerra y perder de alguna forma la paz con el propio entorno pagano y egoísta. Supone perder una falsa paz, una paz superficial; pero supone ganar otra paz, la de Jesús. Él ha dicho: “Mi paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo”.
Juan Jáuregui(Sacerdote)
              19º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                               << Repartir la ración de trigo...>>

Unos lo llaman “euforia veraniega”. Otros “desmadre”. Lo cierto es que, durante el verano, es más fácil advertir ese estilo de vida cada vez más frecuente en la sociedad occidental y que ha sido calificado por algunos analistas como “experiencia de vértigo”.
Todos sabemos lo que sucede cuando subimos a una torre alta y miramos hacia el suelo. El vacío nos arrastra, y si no nos cogemos fuertemente a algo, corremos el riesgo de precipitarnos hacia el abismo. Algo de esto puede ocurrir en la vida de muchas personas. El vacío interior puede provocar una especie de vértigo capaz de arrastrar a la persona hacia su ruina.
Cuando se vive sin convicciones profundas, o cuando se carece de verdaderos ideales, se crea un vacío interior que deja a la persona a merced de toda clase de impresiones pasajeras. Entonces, todo lo que produce euforia o placer inmediato seduce y arrastra. El individuo se deja llevar por cualquier experiencia que pueda llenar su sensación de vacío. Necesita poseerlo todo y disfrutarlo todo. Y, además, ahora mismo y al máximo.
Otro rasgo muy significativo de este “vértigo existencial” de nuestros días es la búsqueda de ruido. La persona no soporta el silencio. Aborrece el recogimiento. Lo que necesita es perderse en el bullicio y el griterío. De esta forma es más fácil vivir sin escuchar ninguna voz interior.
Este vértigo conduce, por lo general, a un estilo de vida donde todo puede quedar desfigurado. Fácilmente se confunde la alegría con la euforia, la fiesta con la orgía, el amor con el sexo, el descanso con la dejadez. La persona quiere vivir intensamente cada momento, pero, con frecuencia, no puede evitar la sensación de que se le puede estar escapando algo importante de la vida.
Y, ciertamente, es así. En esta “experiencia de vértigo” se encierra un gran engaño: “Las experiencias fascinantes de vértigo lo prometen todo, no exigen nada y acaban quitándolo todo”. Para vivir una vida de vértigo, no hace falta esfuerzo alguno. Sólo dejarse llevar por los instintos y ceder a la satisfacción inmediata. Lo que pasa es que una “vida desmadrada” lleva fácilmente a la dispersión, el embotamiento y la tristeza interior.
Hemos de escuchar la invitación de Jesús a vivir vigilantes, “Ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. Para vivir de forma más humana y más cristiana es necesario cuidar más “lo de dentro” y alimentar mejor la vida interior. No es extraño que un maestro espiritual de nuestros días afirme que el hombre contemporáneo necesita escuchar la célebre consigna de S. Agustín: “Redeamos ad cor”, “volvamos al corazón”.
“Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”
Hoy podríamos hacer una experiencia interesante. En lugar de marcharnos a casa, después de haber leído esta página del evangelio, atrevernos a preguntar sinceramente como Pedro: Señor ¿ esta parábola la has dicho por otros o también por nosotros? La pregunta tiene sus riesgos. Quizá en el fondo de nuestro ser una voz pudiera alzarse de modo claro y contundente para contestar: Esto lo he dicho por ti.
Juan Jáuregui(Sacerdote)

              18º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                           << Los bienes para Dios>>


¡Necio! Es un calificativo que podríamos dirigirnos y dirigir a un gran número de personas de nuestro entorno. Es un calificativo que el Evangelio de hoy propina a cierta clase de hombres, una clase que es mayoría en nuestra época y entre la que, es muy probable, nos encontramos nosotros.
Hoy priva y prima el negocio. Amasar dinero es lo primero que tenemos en nuestra particular y pública jerarquía de valores y a conseguirlo se encaminan los mejores esfuerzos.
Por otra parte, los que manejan los hilos de este mundo nuestro (llamado no en vano sociedad de consumo) están especializados en despertar este afán casi incontenible de ganar dinero. La cosa está clara. Abrimos la TV y aparece inmediatamente ante nuestros ojos un mundo fantástico y carísimo: automóviles con lunas que suben y bajan automáticamente, aire acondicionado, asientos inclinables a todos los lados, con un montón de velocidades y…, hasta con señorita incorporada, señorita !eso sí! lujosa y sofisticadamente ataviada; para decirnos que bebamos un refresco no basta indicar que hace calor, sino que se pone ante el espectador el estupendo espectáculo de unos muchachos: de unos muchachos y muchachas espléndidos y saludables bañados por la espuma que levantan las olas mientras hacen esquí acuático (deporte que no se puede practicar, creo yo, ganando el salario mínimo interprofesional). Sigues viendo la TV (y la TV a pesar de todos sus horrores y aburrimientos la ve mucha gente) y el serial de turno nos presenta una colección de hombres y mujeres que viven unidos (o mejor desunidos) por una sola meta: el dinero que alcanza el poder. Por él y ante él ceden todos los demás sentimientos, aquéllos por los que la vida merece vivirse: el amor, la fidelidad, la familia, la amistad, la generosidad, la abnegación, el desprendimiento…, todos quedan pulverizados ante el empuje insostenible del dinero. Y los héroes de nuestro mundo no viven, ni sosiegan sino para alcanzar ese patrón oro que esclaviza como ningún patrón del mundo lo haya hecho jamás.
Todo esto lo sabía Jesús porque el hombre es hombre mucho antes de 2004. Y por ello no pudo ser más expresivo en el calificativo que tal actitud le merecía ni más práctico en el tratamiento del tema.
Cuando se lee pausadamente el Evangelio de hoy no se puede
menos de sonreír ante el triste espectáculo de un hombre (quizá nosotros mismos) esforzándose desesperadamente por atesorar, por ver qué Banco da un punto más de interés en el plazo fijo, que cédulas son más rentables, qué mercados más productivos, qué oposiciones mejor pagadas…etc, para que de repente ¡zas! “esta noche te van a exigir la vida”. y ahí queda el plazo fijo y las cédulas y los primeros puestos del escalafón y los mercados tan trabajosamente conquistados. Y ahí quedan también, la miopía de nuestra vida, los días sosegados que no se han vivido y los sentimientos generosos que no se han despertado y las gratas tertulias que no se han tenido porque no había tiempo para nada y el prójimo al que no hemos descubierto porque viajábamos constantemente Y ahí queda el tiempo que no hemos empleado en el diálogo interior y en la vida familiar, y en la oración, silenciosa y quieta…Ahí queda, sin descubrirlo, tanto tesoro del bueno, del que nos hace de verdad ricos en la vida y en la muerte. En una palabra viendo la escena evangélica se comprende el calificativo de ¡NECIO!, necio el hombre que vive así, aunque haya acumulado riquezas, sea cliente habitual de los mejores lugares de la tierra, haga esquí acuático y ocupe el número uno en la “yet set” internacional.
!NECIO¡ Es un calificativo tan exacto que me da pena no repetirlo una y otra vez; y que deberíamos repetirlo cuando se nos presente, en la vida diaria, el problema que señala tan acertadamente el evangelio. Y no es que pretenda decir que el hombre deba dedicarse solamente al ocio, pero sí creo que debiéramos detenernos en ese camino peligrosísimo por el que nos estamos deslizando; hacer un alto, usar la cabeza y, si somos cristianos, “mirar hacia lo alto” y dar un buen golpe de timón que nos haga recuperar el rumbo y aspirar a una vida más humana y cristiana.
Juan Jáuregui(Sacerdote)

              17º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                                    << La oración al Padre>>


El tema de esta Celebración de hoy es la Oración. La necesidad de la oración y la eficacia de la oración.
Yo pienso que una de las tragedias graves de la humanidad actual, de los que vivimos en esta sociedad del ruido, de la rapidez, es que nos hemos olvidado de orar.
Me explico. Quiero decir que hemos perdido la capacidad de reflexionar en el silencio de nuestro interior, y hemos perdido la
capacidad de dirigirnos a Dios. Somos incapaces de encontrarnos con nosotros mismos con sencillez, porque hay mucho ruido dentro de nosotros. Y somos incapaces, también de dirigirnos a Dios con sinceridad, porque somos demasiado orgullosos.
Nuestra sociedad que tiene como criterio primero y casi único la eficacia, el rendimiento, la utilidad inmediata, no deja un hueco para la oración y la reflexión. “Eso no sirve para nada, no es útil”.
Y, sin embargo, necesitamos orar para encontrar silencio, serenidad y descanso que nos permitan sostener el duro ritmo del quehacer diario.
Necesitamos orar, encontrarnos a nosotros mismos para vivir con serenidad y claridad en la sociedad que nos rodea, para estar atentos y vigilantes, para vivir como personas humanas en esta sociedad superficial y deshumanizadora, para vencer las prisas y el aburrimiento de la vida.
En una palabra, necesitamos reflexionar en nuestro interior para darle un sentido a la vida. Necesitamos orar para encontrarnos con nuestra propia realidad, para no desalentarnos en el esfuerzo y la tarea de cada día.
Necesitamos orar para salir de nuestra soledad y de nuestro aburrimiento. Necesitamos orar para pedir a Dios, para sentirnos más humanos, hijos de un mismo Padre, al que llamamos Dios y está siempre atento y acoge nuestras peticiones.
La oración de petición es la oración de los pobres, de los que tienen hambre de pan y de justicia, de los que lloran y sufren: en una palabra, de todos aquellos a los que Jesús llamó bienaventurados y a los que prometió el Reino de los Cielos.
Es la oración de los que quieren vivir, vivir como personas.
Pero orar no es evadirse de los problemas de la vida. “A Dios rogando .,. y con el mazo dando”. Es el tema de la Celebración de hoy. Y esto debe ser en la realidad de la vida.
Porque orar es reflexionar y pedir, pero orar es sobre todo trabajar para que el mundo sea más justo, más humano y viva en paz.
Dios nos dijo: ” Pedid y recibiréis “, pero pedir a Dios lo que tenemos que hacer nosotros, eso no es oración, eso es evasión, cobardía y vagancia.
Este es el sentido de la oración cristiana, y este debe ser el sentido de nuestra oración.
Debemos reflexionar en el silencio de nuestro interior y pedir
ayuda a Dios para ser fieles a nuestro compromiso de trabajar en la tarea de cada día.
Es la enseñanza de esta celebración y es el compromiso de cada uno. Orar y trabajar. “A Dios rogando y con el mazo dando “.


Juan Jáuregui(Sacerdote)

            16º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                               <<Dejar entrar al Señor y escucharle>>

La misa de cada domingo tendría que ser como un remanso de paz y serenidad, fuera de los agobios y ajetreos de la semana. Pero a veces traemos a la misa nuestras prisas y agobios y no nos libramos de nuestras preocupaciones de fuera. Hay personas que llegan tarde a la misa porque tienen mucho que hacer. Demasiada gente tiene siempre mucho que hacer. Hay personas que no rezan, no leen el evangelio, no meditan sobre su vida, no asisten a reuniones parroquiales o no participan en tareas de su comunidad porque tienen mucho que hacer. Quizás estén ahogando su vida cristiana y se vayan embruteciendo día a día; quizás sean cada día un poco más egoístas o más orgullosas o más insolidarias, pero no se dan cuenta porque no sacan ni “un rato de tiempo para mirar su vida por dentro”. Quizás es que rezar, leer el evangelio, meditar o cultivar la vida cristiana les parece perder el tiempo o malgastarlo en cosas de poca importancia. Sería necesario hacer una buena lista de prioridades.
Frente a las prisas y agobios que pueden producir infarto, los cristianos estamos llamados también a serenarnos, a disfrutar de la paz del corazón, a sacar tiempo para sentir la cercanía y el cariño de nuestro Dios. No recordamos ahora estas cosas porque estemos en tiempo de vacaciones o porque sea bueno para nuestra salud corporal. Es que el evangelio de este domingo nos ofrece algunas enseñanzas sobre esto.
Empieza el evangelio diciendo que «Jesús entró en una aldea, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa». Sabemos que esta casa era también la casa de María y de Lázaro. Eran tres hermanos en los que Jesús encontraba acogida, cariño y hospitalidad. La presencia de Jesús con sus discípulos debió de producir un revuelo considerable en aquella casa. No sería una tarea fácil preparar algo de comer para tantas personas. Cabe pensar en los muchos detalles de la hospitalidad oriental con los que se pretendía hacer agradable la estancia de la persona invitada. La primera lectura contaba los detalles preciosos de la hospitalidad de Abrahán con Dios mismo. El evangelio dice que «Marta estaba atareada con los muchos quehaceres del servicio». Podemos pensar que Marta pretendía hacer agradable la estancia de Jesús en su casa. Pero en el agobio de esta mujer nosotros podemos ver a muchas personas que siempre tienen prisa, con tareas urgentes por hacer y sin tiempo para otras cosas. Quizás en nosotros reconozcamos alguno de estos rasgos.
Por el contrario, el evangelio también cuenta que María, la hermana de Marta, estaba sentada tranquilamente a los pies de Jesús, escuchando sus palabras. Estaba disfrutando de la presencia de Jesús. Podemos imaginarla también embelesada, feliz, tranquila, sin perder un detalle, disfrutando de cada gesto y de cada palabra de Jesús. Al final, Jesús sentenció que esta mujer había elegido lo mejor, como diciéndonos a todos que también es bueno gozar escuchando y contemplando al Señor, y no sólo andar preocupados por trabajar y hacer muchas cosas. Seguramente hay personas que tienen dificultad para comprender esta forma de pensar porque creen que estamos en la vida para trabajar y producir. Nosotros sabemos que necesitamos también el tiempo de gozar de la presencia y el cariño de Dios, sin prisas ni agobios, con paz en el corazón. Puede ser la simple experiencia de sentirnos ante el Señor, sin pensar ni decir nada, disfrutando de su cercanía y su cariño, sintiendo que amamos a Dios y, sobre todo, que él también nos quiere. La vida cristiana no es sólo un esfuerzo duro y tedioso. También es ponemos delante de Dios a disfrutar de su presencia y su cariño.
Juan Jáuregui(Sacerdote)
             15º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                                           << El buen samaritano>>
En el Evangelio de hoy podemos fijarnos en la religiosidad de los tres que vieron al herido. Para el sacerdote y el levita la religiosidad era ir al templo, participar en las ceremonias, rezar y cumplir otras normas, pero los demás les traían sin cuidado. Todavía hoy somos muchos los cristianos que nos contentamos con ir a la iglesia, rezar, cumplir ciertas normas y los demás nos importan un comino.
Para el samaritano y para Jesús la religiosidad era, por encima de todo, hacer bien al hombre, porque todo lo que de bien o de mal hacemos al hombre se lo hacemos a Dios.
Los judíos tenían la ley de no curar a los enfermos en sábado porque era para ellos día de descanso. Jesús pasaba por encima de las leyes y nada le paraba cuando estaba en juego el bien del hombre. Para pararlo tuvieron que matarlo.
En la religiosidad de Jesús está la oración, pero la oración no es sólo hablar con Dios; es también escucharlo. La oración no es ocuparse de Dios para olvidarse del hombre; no. La oración es ocuparse de Dios para mejor servir al hombre.
La oración no es mala. Lo malo es la falta de oración o, si queréis, la oración falsa. Pongamos, por ejemplo, la de aquel sacerdote y aquel levita que después de orar en el templo pasan de largo ante la miseria humana.
En el mundo hay muchos problemas. Y algunos los arreglan los Estados. Pero siempre hay lugar para la compasión. Un minusválido puede recibir una pensión y recibir una silla de ruedas; pero un minusválido, sin una mano que le ayude a subir las escaleras, se quedará sentado en su silla de ruedas. Los ancianos tienen todas las comodidades en una residencia, pero en esa residencia pueden morirse de tristeza. Y hay hijos que no tienen compasión ni de sus propios padres.
Jesús nos dice a cada uno de nosotros: «Sed compasivos como Dios es compasivo». «Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia».
En el mundo hay muchos caminos de Jericó. Yen esos caminos hay muchos heridos: jóvenes descontrolados y víctimas de traficantes sin conciencia, mujeres maltratadas, mujeres explotadas y engañadas por los bajos instintos, niños sin nacer amenazados de muerte, familias hundidas por bandidos que se las dan de personas honradas y andan por ahí tan campantes. ¡Hay tantas y tantas necesidades…!
Y estas necesidades tenemos que verlas. El sacerdote y el levita vieron al herido y, como si no lo vieran, pasaron de largo. A veces hay accidentes de tráfico y algunos automovilistas aprietan el acelerador para no complicarse la vida. Hay necesidades que se ven, pero como si no se vieran; se quedan en los ojos sin bajar al corazón.
El samaritano vio y se compadeció. Prestó los primeros auxilios, dio su tiempo y su dinero, y estaba dispuesto a hacer todo lo que hiciera falta a favor de aquel necesitado, a pesar de que los samaritanos y los judíos eran enemigos y aquel necesitado era judío.
Jesús jamás hizo milagros en beneficio propio, ni siquiera en los momentos de dolor, pero los hizo en beneficio de los demás. Hablando de sus milagros, los evangelistas escriben una y otra vez: Jesús tuvo compasión, Jesús se conmovió, Jesús dijo: Me da lástima esta gente.
Hermanas y hermanos: La palabra prójimo significa «próximo», «cercano», «el que está al lado». Un doctor de la ley, un especialista en leyes le preguntó a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?». Y Jesús, a su vez, le hace esta pregunta: ¿Cuál de los tres fue el prójimo del herido? ¿Cuál estuvo a su lado? Contestó el doctor: «El que practicó la misericordia con él». «Anda -le dice Jesús-, haz tú lo mismo» (Lc 10,25,37).
Y estas palabras resuenan para nosotros desde hace casi dos mil años: Anda y haz tú lo mismo. Sé compasivo.

Juan Jáuregui(Sacerdote)
              14º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                            <<la mies es abundante...>>

«¿Cuál es el papel de la Iglesia y del cristiano en el siglo XX?». ¿Os suena la pregunta? Como suele decirse en estos casos: es la pregunta del millón. Podemos afirmar que ha sido la pregunta más repetida durante todo el siglo, especialmente después del Vaticano II.
Hemos iniciado ya el siglo XXI, el tercer milenio, y continuamos planteándonos la misma cuestión: «¿Cuál es el papel de la Iglesia y del cristiano en el siglo XXI?». y hacemos bien, porque, en definitiva, de su respuesta depende el que cumplamos con nuestra misión cristiana, es decir, con la tarea que Jesús nos ha encomendado para continuar su obra salvadora a través de los tiempos.
Efectivamente, hemos de saber en qué mundo vivimos y debemos conocer, cuanto más mejor, qué es lo específico que hemos de aportar para llevar el evangelio y la salvación de Cristo a las estructuras y a las gentes de nuestro tiempo.
Pero, por una parte, nos encontramos codo a codo con otras muchas gentes y organizaciones que, desde planteamientos no cristianos e incluso ni siquiera religiosos -ONG, asociaciones, plataformas, coordinadoras-… , mantienen muchos puntos de coincidencia con nuestros objetivos cristianos de paz, de justicia, de solidaridad… Es lógico entonces que nos preguntemos: «¿Qué puede aportar un cristiano? ¿Qué añade el ser cristiano a dichos quehaceres?». Porque corremos el riesgo de que nuestro sentido cristiano quede tan diluido que lleguemos a la conclusión de que da igual ser cristiano o no serlo.
Por otra parte, al ver que las estructuras eclesiales están tan bien organizadas y extendidas por todos los rincones del mundo, corremos otro riesgo: el de instalarnos cómodamente y pensar que nuestra misión es dispensar salvación a través de nuestros despachos, oficinas, parroquias, organizaciones religiosas, departamentos sociales, obras de caridad… etc.
Comenzando por lo último, diremos que todo eso está muy bien. Como está muy bien -¡y bendita la hora!- el haber incorporado a nuestros medios de evangelización los últimos adelantos de la técnica audiovisual, y hasta el habernos introducido en Internet. Pero todo ello son medios para…; y el para, el fin, el objetivo, la misión, nuestra misión cristiana es lo que hemos de redescubrir y replantear continuamente para ser fieles al envío del Señor.
Para ello necesitamos volver una y otra vez al evangelio y escuchar y desentrañar el mensaje de Jesús. El evangelio de hoy es una pieza ideal, porque la misión a que Cristo envía a los setenta y dos discípulos es la misma que nos encomienda a todos sus seguidores.
Y lo primero que aprendemos es que el Señor no se instala en un despacho de Jerusalén, pongamos por caso, ni lo hace con los suyos. Siempre en camino, siempre en búsqueda de las gentes. Él y sus enviados. «Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir él… “¡Poneos en camino!”». Son los sitios en los que viven los hombres donde el cristiano ha de desarrollar su misión. Ha de salir a su encuentro. Ha de caminar con ellos. Ha de participar de su misma existencia.
«Los mandó de dos en dos». Aunque cada uno debamos desempeñar nuestra propia tarea, no podemos olvidar la dimensión comunitaria del creyente. En la comunidad, en la parroquia, en los grupos de apostolado, recobraremos el ánimo, revisaremos nuestras actividades y celebraremos en comunión de fe y esperanza nuestra opción de vida cristiana.
Y llevaremos la paz. «Cuando entréis en una casa, decid primero: paz a esta casa». Portadores de paz. Mensajeros de la paz». El don del Señor resucitado, «Paz a vosotros”, es el don a transmitir como primera buena nueva por sus enviados. El evangelio es siempre portador de paz, de gozo, de esperanza. El cristiano nunca debería aparecer como una persona triste, y menos aún pesimista y catastrofista. Las únicas alforjas que debe llevar son las de su corazón lleno de esperanza. y con esa esperanza ha de transmitir el núcleo de su mensaje: «Está cerca de vosotros el Reino de Dios”.
El Reino de Dios. He ahí la gran noticia a comunicar: sus valores de trascendencia, de convivencia fraterna, de solidaridad en comunión, de hermandad universal entre pueblos y gentes. Y la presencia comprometida de Dios en su proyecto, y el anticipo de la realidad ya conquistada por Cristo en ese Reino de justicia, de paz y de amor, inaugurado en su resurrección. Naturalmente que la implantación del Reino de Dios entrará en conflicto con el imperio del mal que domina el mundo: «Mirad que os mando como corderos en medio de lobos». Pero nadie ni nada, en medio de la prueba y de la dificultad, podrá arrebatarle al creyente la paz y la misericordia de Dios» que san Pablo pedía para todos los que vivan como él: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Segunda lectura).
«¿Cuál es el papel del cristiano en el mundo de hoy?», comenzábamos preguntando al principio. Pues justamente revelar esa dimensión trascendente y esperanzadora del Reino de Dios que Cristo conquistó y que nos encomienda implantar en el mundo. Somos mensajeros de la paz y portadores de esperanza para que ese Reino llegue como buena noticia a los pobres y como salud y respuesta a los enfermos y necesitados: «Curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”».
El Señor nos envía. Pero va con nosotros. Ahora mismo, en la eucaristía, repite aquella escena de alegría, compartida con los discípulos que volvieron gozosos de cumplir con su misión. Y nos dice: «Estad alegres, porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».

Juan Jáuregui(Sacerdote)

             13º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                                                                       <<Sígueme>>

El Evangelio empieza diciendo que, cuando Jesús ya sabía que le quedaba poco tiempo, tomó la decisión de ir a Jerusalén, donde tenía que morir. En todo ese largo viaje hacia Jerusalén hay en Jesús una urgencia pastoral porque hay mucho por hacer y le queda poco tiempo. Parece que Jesús había ido haciendo llamadas a colaborar en su tarea de hacer un mundo más humano y más fraterno, según los planes de Dios. La mies era mucha y Jesús tenía prisa. Sentía urgencia y buscaba trabajadores.
Seguramente en aquellos momentos ocurría lo que ocurre ahora: que unos pocos estaban dispuestos a colaborar y se preocupaban por trabajar en las tareas de Jesús, pero otros muchos no terminaban de decidirse. Incluso cuenta el evangelio que hubo un pueblo de Samaría que ni siquiera quiso recibir a Jesús. Santiago y Juan se enfadaron mucho y pedían un castigo terrible contra ese pueblo. Jesús les regañó porque la fe en Dios es algo voluntario que no se puede imponer a quien no lo quiera. Si esto tan sencillo lo hubiéramos tenido en cuenta a lo largo de la historia, nos hubiéramos evitado muchas guerras de religión y muchos sufrimientos. Ahora también hay muchas personas que rechazan la fe y nosotros no podemos pedir que baje fuego del cielo contra ellos. Sabemos que Jesús siempre llamaba y buscaba voluntarios.
Algunos voluntarios fueron apareciendo. Uno dijo a Jesús: «Te seguiré adonde quiera que vayas». Nosotros ahora no sabemos cómo era esa persona, pero, por la contestación de Jesús, podemos pensar que estaba acostumbrado a una vida cómoda. Le dice Jesús: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Jesús quiere enseñarle que ser cristiano no es ir de señoritos por la vida. A veces hemos visto barrios de ciudad con buenas iglesias y gentes elegantes que van a misa, pero no hay nadie que trabaje con los niños, a los pobres no los conocen o nadie se preocupa de los inmigrantes, los toxicómanos, los enfermos o los parados. Ése no era el estilo de Jesús. Nuestras parroquias han de tener las puertas bien abiertas para trabajar duro, y tendremos que hacernos a la idea de que el cristianismo no está hecho para gentes que sólo buscan comodidades y buena vida.
Otro, antes de marchar con Jesús, necesitaba tiempo para enterrar a su padre. Jesús le dijo algo muy duro: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios». Jesús quiere decir que la tarea de anunciar el Reino es muy urgente y está por delante de cualquier otro deber humano. Cuando algo nos impide vivir con intensidad el cristianismo o nos esclaviza o nos quita ideales evangélicos, necesitamos oír la voz de Jesús, que nos dice: deja a los muertos que entierren a sus muertos; es decir, deja a las gentes vacías en sus aspiraciones banales; deja los juegos estúpidos de gentes satisfechas; deja los entretenimientos burgueses de gentes sin horizontes cristianos. Tú ponte a trabajar en la parroquia, en el pueblo, en la vida de cada día.
Otro más se ofreció también a marchar con Jesús, pero parece que había cosas que aún tiraban de él. No estaba seguro. No estaba decidido del todo. Antes deseaba despedirse de su familia, como hizo Eliseo cuando recibió la llamada de Elías. La familia es, sin duda, muy importante, pero no es Dios. Jesús es más exigente que Elías. Buscaba trabajadores decididos, animosos, convencidos, dispuestos a trabajar duro sin volver la vista atrás. Todas estas cosas que cuenta el evangelio, a nosotros ahora nos pueden servir para ver cómo son nuestras respuestas a la llamada de Dios.

Juan Jáuregui(Sacerdote)

           12º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                          <<Pedro le contestó: «El Cristo de Dios>>

En la fe en Dios, creador del Universo, coincidimos con muchos otros creyentes de otras religiones. Pero es la fe en Jesús de Nazaret la que nos hace y nos constituye propiamente en cristianos.
Y no hablemos sólo del respeto, de la estima a Jesús. Hoy, por fortuna, incluso los ateos se quitan el sombrero ante la talla moral y personal de Jesús.
Pero los cristianos nos atrevemos a ir más allá: no sólo respetamos y veneramos a Jesús, sino que le creemos nuestro Dios en persona, el Salvador del género humano, el Dios que dejó los cielos para estar cerca y en medio de nosotros.
Algo que puede parecer locura, pero que es tan entusiasmante que hace que nuestros ojos brillen cuando, al recitar el Credo, decimos: Creo en Jesucristo, hijo único de Dios que, por nosotros los hombres, bajó del cielo y se hizo hombre.
Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?
Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia aún no ha terminado de responderla. El que hacía esta pregunta era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente y los que le rodeaban eran gentes sin cultura. No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran jóvenes e inexpertos. Dos de ellos morirían antes de dos años con la más violenta de las muertes. Y todos los demás acabarían muriendo en la cruz o bajo la espada.
Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres acababan de entender lo que aquel hombre y sus amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido. Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden, por el contrario le juzgaban revolucionario y peligroso. Los cultos lo despreciaban y a la vez lo temían. Los poderosos se reían de su locura. Los ministros oficiales de la religión lo veían como un blasfemo y enemigo del cielo. Y es cierto que muchos lo seguían cuando predicaba por los caminos, pero a la hora de la verdad todos, salvo tres o cuatro amigos, le abandonarían. La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró con su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria. Seguramente sólo su madre le recordaría y su nombre se perdería en el olvido.
Y… sin embargo, la historia, dos mil años después, sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores –incluso enemigos- siguen diciendo que tales o cuales hechos ocurrieron mil o dos mil años después de su nacimiento. Media humanidad, cuando se le pregunta por sus creencias sigue usando su nombre para denominarse como cristiano. Dos mil años después de su muerte, se escriben cada año más de mil volúmenes sobre su persona. La mitad al menos del arte que se ha producido ha servido para contar su vida y su muerte. Y, cada año, decenas de miles de personas lo dejan todo para anunciar su nombre en todos los rincones del mundo.
¿Quién era, quién fue, quién es este hombre cuyo nombre cruza los caminos del tiempo y del espacio?
En verdad que quien no haya contestado a esta pregunta puede estar seguro que no ha nacido como hombre.
Porque, además, este Jesús exige respuestas absolutas. Uno puede creer o no creer en Napoleón o en Carlos V, pero su vida sigue siendo la misma si cree o si no cree en ellos.
Pero, Jesús, se presenta tajantemente como “el camino, la verdad y la vida” y decía, sin rodeos, “ el que cree en mí salvará su vida y el que me ignora la perderá”.
Creer en Jesús no es una curiosidad más. Es algo que condiciona la vida, que supone vivir de una manera u otra.
Un escritor árabe decía que “aquel cuya enfermedad se llama Jesús, ya no podrá sanar jamás”. El amar a Jesús, el amarle en serio, es como una droga bendita que no se puede dejar ya nunca, y que obliga al esfuerzo diario para acercarse a Él y vivir como Él.
La fe en Jesús no es una insignia que se lleva en la solapa. Si alguien cree en Él y sigue viviendo como antes de conocerle, es simplemente que nunca ha creído en Él.
Por eso quisiera plantearme y plantearos a todos una tremenda pregunta:
¿Vosotros y yo, creemos, creemos de verdad en Jesús? ¿Sabemos cuando recitamos el Credo a qué nos comprometemos?
Dejadme recordar que ésta es una pregunta que todo hombre debe plantearse alguna vez en su vida. Imaginaos que no soy yo. Sino que es Él, en persona, quien te mira a los ojos y te pregunta. ¿Y tú, tú, quién dices que soy Yo?

Juan Jáuregui(Sacerdote)

               11º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
                                      <<Tu fe te ha salvado, vete en paz.>>
Son bastantes los que, en nuestros días, han abandonado calladamente toda comunicación con Dios. Bastantes también los que han dado la espalda a todo interrogante religioso para vivir distraídos únicamente por la vida pequeña y fragmentaria de cada día.
Y cuando se los escucha atentamente, se descubre con frecuencia que la religión que abandonan y rechazan es algo que ha sido vivido como una carga y no como liberación.
Dios está todavía en el fondo de muchas conciencias como un ser amenazador y exigente que hace más incómoda la vida y más pesada la existencia. Un Dios vigilante, que impone obligaciones duras y difíciles y amenaza con castigos oscuros e inexplicables.
Se diría que son bastantes los que, sin atreverse a confesarlo abiertamente, desearían que Dios no existiera. Así podríamos vivir con más libertad y más gozo, disfrutando de la vida con más espontaneidad, libres por fin de amenazas y coacciones eternas.
Dios no ha sido ni es para muchos «Buena Noticia,.. La religión no ha sido gracia, liberación, alivio, fuerza y alegría para vivir.
Y sin embargo, si hay algo esencial en el cristianismo es la fe en
un Dios que quiere únicamente el bien, la felicidad del hombre. Un Dios que es «Anti-mal» (E. Schillebeeckx), que dice un no radical a todo lo que provoca el dolor y la desintegración del ser humano.
Cualquier lectura del evangelio que lleve a los hombres a la angustia, la desesperanza, el agobio y la neurosis, es falsa.
Todo lo que impida ver a Dios como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para crecer como seres humanos, es, de alguna manera, blasfema. Todo lo que debilita, entristece y esclaviza al hombre no es de Dios.
En Jesús se nos ha revelado que Dios no es destructor de la vida y la felicidad, sino Amor a la vida y Amor al hombre.
Jesús está siempre del lado del hombre frente al mal que oprime, desintegra y deshumaniza. Por esto, está siempre del lado del perdón.
Y por eso también el creyente que «ha entendido» a Jesús, no desespera ante su propia fragilidad y pequeñez. Tampoco niega su culpa para echársela cómodamente a los otros. Sabe asumir su propia responsabilidad y confesar su pecado y su mal, porque se sabe perdonado.
Es un regalo poder escuchar en el fondo más íntimo de la propia conciencia las mismas palabras que Jesús dirigió a la pecadora: «Tú fe te ha salvado. Vete en paz». La experiencia del perdón, ella sola sería capaz de mantener la esperanza en el mundo.

Juan Jáuregui(Sacerdote)

            10º.DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.  
                                  Él dijo: «Joven, a ti te digo: levántate»
Es increíble la necesidad que parece tener nuestra sociedad de exhibir trágicamente el sufrimiento humano en las primeras páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión.
La fotografía de una mujer llorando a su marido enterrado en una mina, la imagen de un niño agonizando de hambre en cualquier país del Tercer Mundo o la de unos palestinos acribillados a balazos en su propio campo de refugio, se cotizan en muchos miles de dólares.
Todos los días leemos las noticias más crueles y contemplamos imágenes de destrucciones en masa, asesinatos, catástrofes, muertes de víctimas inocentes, mientras seguimos despreocupadamente nuestra vida.
Se diría que hasta nos dan una «cierta seguridad», pues nos parece que esas cosas siempre pasan a otros. Todavía no ha llegado nuestra hora. Nosotros podemos seguir disfrutando de nuestro fin de semana y haciendo planes para las vacaciones del verano.
Cuando la tragedia es más cercana y el sufrimiento afecta a alguien mas próximo a nosotros, nos inquietamos mas, no nos sentimos cómodos, no sabemos cómo eludir la situación para poder encontrar de nuevo la tranquilidad perdida.
Porque, con frecuencia, es eso lo que buscamos. Recuperar nuestra pequeña tranquilidad. A ratos, deseamos que desaparezcan el hambre y la miseria en el mundo. Pero simplemente para que no nos molesten demasiado. Deseamos que nadie sufra junto a nosotros, sencillamente porque no queremos ver amenazada nuestra pequeña felicidad diaria.
De mil maneras, nos esforzamos por eludir el sufrimiento, anestesiar nuestro corazón ante el dolor ajeno y permanecer distantes de todo lo que puede turbar nuestra paz.
La actitud de Jesús nos desenmascara y nos descubre que nuestro nivel de humanidad es terriblemente bajo.
Jesús es alguien que vive con gozo profundo la vida de cada día. Pero su alegría no es fruto de una cuidada evasión del sufrimiento propio o ajeno. Tiene su raíz en la experiencia gozosa de Dios como Padre acogedor y salvador de todos los hombres.
Por eso, su alegría no es una anestesia que le impide ser sensible al dolor que le rodea. Cuando Jesús ve a una madre llorando la muerte de su hijo único, no se escabulle calladamente. Reacciona acercándose a su dolor como hermano, amigo, sembrador de paz y de vida.
En Jesús vamos descubriendo los creyentes que sólo quien tiene
capacidad de gozar profundamente del amor del Padre a los pequeños, tiene capacidad de sufrir con ellos y aliviar su dolor.
El hombre que sigue las huellas de Jesús siempre será un hombre feliz a quien le falta todavía la felicidad de los demás. 

Juan Jáuregui(Sacerdote)

           DOMINGO DÍA "CORPUS CHRISTI".
                                  << La Iglesia vive de la eucaristía>> 

“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.” Así nos dijo hace diez años el Papa Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía.
La Eucaristía no es una mera práctica piadosa. “La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” –dice el Catecismo– (1324). En ella se nos otorga la posibilidad de vivir la vida cristiana en plenitud. “Los demás sacramentos –prosigue el Catecismo, citando también al Concilio Vaticano II– como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (1324).
Es significativo que, a excepción de los cristianos ortodoxos, las demás herejías que han roto con la fe de la Iglesia hayan perdido también la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía mientras a los católicos nos sea tan fácil creer en ella. También ocurre que, cuando la fe se enfría y deja de influir en la vida, entre las primeras cosas que se abandonan está la misa dominical y la importancia de la Eucaristía; y cuando la fe vuelve a alumbrar, el hijo pródigo que vuelve, aun no teniendo gran formación religiosa, suele sentir ansias enormes de recibir la Eucaristía. La Eucaristía es parte constitutiva de nuestra fe, la perla preciosa de la que habla el evangelio (Mt 13,44-46).
Cuando Jesús instituye la Eucaristía en su última cena, ordena a sus discípulos que hagan lo mismo en memoria suya. Así lo hicieron ya desde el principio. Inmediato al hecho de la conversión de alrededor de tres mil tras oír el discurso de Pedro el mismo día de Pentecostés, prosigue el texto de los Hechos de los apóstoles: “Y perseveraban escuchando la enseñanza de los apóstoles, la participación en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Con el término “fracción del pan” se designa en los primeros siglos a la misa. 
En la segunda lectura hemos escuchado a San Pablo. Escribe los cristianos de Corinto, comunidad fundada por él pocos años antes. Habla de la Eucaristía. Les dice que lo que él les “transmitió” lo había “recibido”; esta expresión afirma tanto el origen apostólico de la misa como su práctica general en las diversas iglesias. “Domingo” se deriva de la palabra latina “dominus”, que significa “Señor”. A ese día lo llamaron los cristianos así por ser el día de la semana en que resucitó Jesús. En el día más grande de la semana, es el “día del Señor” y participar en la misa, que nos hace presente la obra de redención de Cristo y su resurrección, es lo más grande que podemos hacer.
Con gran deseo celebró Cristo la Última Cena con sus discípulos; con gran deseo vengamos cada domingo. Cada misa es una inyección de luz y de fe, de entusiasmo, alegría y esperanza, de caridad y fuerza en busca del Padre, con el Hijo y en el Espíritu. Como el pueblo de Israel necesitó del maná para atravesar el desierto, nosotros debemos alimentarnos de la Eucaristía. “Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del Cielo para que el que coma de él no muera. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,48-51). Al reanudar el año litúrgico que nos va presentando ahora las palabras y obras de Cristo para incorporarlas a nuestra propia vida y personalidad, la fiesta del Cuerpo de Cristo nos recuerda que para nuestra travesía del desierto disponemos de la fuerza de la Eucaristía; ella nos lo hace posible.
Otro valor importante es el de la permanencia del Señor en el sagrario. También de esto hay un anticipo en la travesía del desierto. La Tienda de la Reunión, que guardaba el Arca de la Alianza, era el lugar al que iba cualquier israelita que tenía que consultar algo con Dios. Cuando Moisés entraba, la nube, que también los acompañaba, bajaba sobre la tienda. “El Señor –dice el texto bíblico– hablaba con Moisés cara a cara como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).  Como está Jesús en el cielo a la derecha del Padre, está también en el sagrario, dispuesto a escuchar, consolar, animar, enseñar, acompañar. El sagrario es la gran escuela de grandes adoradores. Como Nicodemo en la noche y María, la hermana de Lázaro, millones de almas experimentan ser amadas por el Señor y se encienden en su amor en compañía de Jesús en el sagrario. Han elegido la mejor parte y no les será quitada (Lc 10,42); porque al que tiene se le dará y abundará (Mt 25,29). A los pies de Jesús en el sagrario los evangelios y textos de la Escritura se iluminan, cobran vida y arden porque son de nuevo pronunciados por Jesús.
Dedicar cada día diez, quince minutos a estar a solas con Jesús en el sagrario, sentirán que Jesús les es más íntimo, que les ama, que no pueden ya pasar sin él. Precioso también el detalle de tantos de sus amigos, que, camino o ya terminado su trabajo pasan a saludar, aunque no sea más que un momento, al amigo que no pueden olvidar. A los padres y madres, catequistas, profesores…  eduquen a los jóvenes y a los niños a saber estar y moverse por la casa de Dios desde pequeños, a saber dónde está Jesús y a hablar con Él.


“Cuando Jesús está presente, todo es bueno y nada parece difícil… Si Jesús habla una sola palabra, gran consuelo se siente… ¿Qué te puede dar el mundo sin Jesús?... El que halla a Jesús, halla un rico tesoro, el más precioso de todos…”. (Tomás de Kempis 2,8,1-2). Que María nos alcance esta gran gracia.P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
        DOMINGO DÍA "SANTÍSIMA TRINIDAD".
                                                               << Dios uno y trino>>

Celebramos hoy la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Dice el Catecismo que “es el misterio central de la fe y de la vida cristiana” (234), un solo Dios y tres personas distintas”. Y tras esta afirmación prosigue el Catecismo: “Es la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía la importancia de las verdades de la fe. La historia de la salvación –o sea la creación, la redención por Jesucristo y la Iglesia hasta el juicio final– no es otra cosa que el camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado y se une con ellos”(CIC 234).
Sin embargo es un misterio. Recordemos la visión de San Agustín, una de las mayores inteligencias de la historia, que paseando por la playa, ve a un niño, un ángel en figura de niño, que con un pequeño cubo lo llenaba una y otra vez y derramaba el agua en un pocito, que había abierto en la arena. Agustín le preguntó qué es lo que hacía. Contesta el niño que quiere secar el mar echando su agua en aquel pocito. Pero eso es imposible –responde Agustín. Pues más imposible es que tú te expliques cómo es la Trinidad –fue la respuesta del ángel.
Es un misterio que la inteligencia humana nunca hubiera podido ni atisbar. Sólo pudimos conocerlo (sin podérnoslo explicar) porque Dios nos lo ha querido comunicar; y aun así no podemos alcanzar otra razón de su verdad sino que Dios nos lo ha revelado. Será en el Cielo donde se nos aclarará, cuando veamos  a Dios cara a cara.
El evangelio de hoy recuerda una de las muchas revelaciones de Jesús sobre la Trinidad. Dice a sus discípulos que todavía le quedan maravillas por manifestar; pero son cosas demasiado sorprendentes y grandes para ellos. De todos modos sí les puede decir que el Espíritu de la Verdad les va a guiar hasta la verdad plena. De este Espíritu ha dicho ya Jesús que les será defensor; que estará junto a los discípulos y en ellos; que les enseñará la verdad completa, la que Jesús posee y el Espíritu ha recibido de Él, que les manifestará lo que está por venir. A su vez dice Jesús que todo lo que es del Padre es también suyo, de Jesús, del Hijo.
Sólo con Jesucristo se nos ha revelado este misterio; pero ya en el Antiguo Testamento se nos dieron algunos anticipos. Uno de ellos está en la primera lectura de hoy. El autor canta a la sabiduría de Dios que se muestra en el orden del universo tan maravilloso, tan bello, tan perfecto. Y hablando así de esa sabiduría que tan bien refleja el poder de Dios, se llena de entusiasmo y poesía y la ensalza y piropea como a una persona: “Allí estaba yo –hace hablar a la sabiduría– cuando trazaba la bóveda sobre faz del abismo…Cuando (Dios) asentaba los cimientos de la tierra, Yo estaba junto a Él…yo era su encanto cotidiano…todo el tiempo jugaba en su presencia, jugaba con la bola de la tierra y gozaba con los hijos de los hombres”.
Pero es con Jesucristo que se nos ha manifestado toda la verdad. El texto de la segunda lectura, tomado de la Carta a los Romanos, nos remite de la mano de Pablo al Dios Trino con la mayor naturalidad, porque Dios se nos ha manifestado como uno y trino simultáneamente: un solo Dios, una sola naturaleza divina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Expresiones semejantes las encontramos en abundancia en el Nuevo Testamento.
Cierto, se trata de un solo y único Dios, pero también del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que siendo personalidades diferentes entre sí, cada una goza de la posesión de la substancia y naturaleza divina que es común a las tres personas. Sería presuntuoso pretender exponer con claridad el misterio en una homilía de diez minutos.
Estos misterios no son para comprenderlos, sino para vivirlos. Ante ellos lo fundamental y lo primero es creer, luego vivir, experimentar, gozar de la verdad y así ir entrando en la posesión de la riqueza divina. Esa vivencia nos adentra en Dios. El misterio se hace invitación y desafío para dejarnos arrebatar. Lo que viene luego es algo indescriptible, es para los elegidos de Dios. Pidan todos a Dios que les lleve a vivir de ese misterio, aunque no sea más que un poquito, en la tierra.
En la misa la oración colecta se dirige al Padre por mediación del Hijo e inspiración del Espíritu. También en la misa la Iglesia, reunida por el Espíritu, ofrece al Padre el sacrificio de Cristo.
No podemos explicar lo que es la vida, pero vivimos. Nos es imposible explicar con suficiente claridad este misterio. Pero estamos llamados a formar parte de él; incluso con razón podemos decir que ya formamos parte y ciertamente confiamos disfrutar de él en la bienaventuranza. Vivamos al Padre como quien nos ha enviado a su Hijo y como quienes somos sus hijos por haber sido unidos a Él por el bautismo como sarmientos a la vid; y como quienes poseemos y estamos poseídos por el Espíritu Santo para producir fruto, para soportar con Cristo la cruz que junto a Él hemos de cargar.

Vivamos el gozo de la Trinidad. Cada domingo aumentémoslo: más y más hijos del Padre, más y más unidos a Cristo, más y más llenos del Espíritu. A María, nuestra Madre, pedimos que interceda: que el Espíritu venga a nosotros, que la fuerza del Altísimo nos cubra, y que la gracia del Hijo nos llene y haga hijos de Dios.

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

              DOMINGO DE PENTECOSTÉS.
                <<Envíanos, Señor, tu Espíritu>>

Cuando en su segundo viaje San Pablo llegó por primera vez a la ciudad de Éfeso, se encontró con algunos creyentes. Algo extraño debió notar en ellos, cuando les hizo la pregunta de si habían recibido el Espíritu Santo cuando recibieron la fe. La respuesta fue que del Espíritu Santo ni siquiera habían oído hablar. Confío en que ustedes no estén en ese nivel; pero ¿podrían decir mucho más sobre la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida cristiana?
El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando se introduce en cómo ha de ser la conducta del cristiano, dice así: “En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La catequesis de la vida nueva en Él –es decir la forma especial de vivir de un cristiano– será una catequesis del Espíritu Santo”; y llama al Espíritu Santo “Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida”, siguiendo luego la enumeración de los otros elementos necesarios de esa vida(C.I.C. 1697).
Recuerden que los evangelios señalan claro que la venida de Cristo al mundo, la Encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, se hace por obra del Espíritu Santo. Su vida pública, la predicación de su mensaje, sus milagros y su obra hasta su muerte y resurrección comienzan con una infusión del Espíritu Santo que se apodera de aquella humanidad de Jesús dándole poderes nuevos. Cuando les deja con el mandato de predicar el Evangelio a todos los hombres, les promete el Espíritu Santo y les asegura que con Él poder podrán llevar a cabo esa misión. En los tres momentos más decisivos de la obra de Cristo la Escritura destaca la intervención del Espíritu Santo.
Es la Carta a los Romanos donde San Pablo explica cómo ha realizado Cristo nuestra redención. Vino al mundo con el mandato del Padre de salvar del pecado a todos los hombres. Lo hizo cargando con nuestros pecados y con la muerte en la cruz. Así el que acepta con la fe estas verdades y cambia el corazón, obtiene el perdón de sus pecados: es justificado, hecho justo e hijo de Dios, y recibe el Espíritu Santo.
El don del Espíritu Santo lo recibe el hombre en el sacramento del bautismo. Por él, el neófito –así se designa al que se bautiza–, que ha creído en Jesucristo y se ha arrepentido de sus pecados, recibe el perdón de sus pecados, se incorpora a Cristo, como sarmiento a la vid, y recibe de Él la comunicación de su vida divina, que le hace hijo verdadero de Dios –pues posee la vida de Dios–, viniendo el Espíritu Santo a habitar en su alma. Como el alma humana, siendo una y la misma, está y da vida a todo nuestro cuerpo y a cada uno de los distintos miembros, así el Espíritu Santo viene a morar y a obrar en toda la Iglesia y en cada uno de nosotros. Las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad son las primeras fuerzas divinas dadas por el Espíritu. Obrando con ellas, el cristiano obra como Cristo y sus obras valen como las de Cristo para gloria de Dios y salvación del mundo.
Destaca la misa del domingo. En ella las virtudes teologales se emplean –digamos– a fondo, se da gran gloria a Dios y se colabora con grandísima eficacia en la obra misionera de la Iglesia. Por eso es tan importante la participación activa de cada fiel para el mismo fiel, para la Iglesia universal y para todo el mundo.
Pero recordemos además que todo fiel cristiano, ustedes también, tienen el mandato del Señor de transmitir su fe a los demás. Y el don del Espíritu Santo tiene una eficacia especial para llevar a cabo esta misión. Es lo que hoy celebramos: El don del Espíritu Santo que Dios otorgó a su Iglesia para que realizase la misión que quería de ella. Es la misma misión de Cristo. La debe realizar la Iglesia en su conjunto y también todos y cada uno de nosotros, los que formamos esa Iglesia. Para eso vino el Espíritu Santo no sólo a los Apóstoles sino sobre todos los reunidos en el Cenáculo.
Empezaron a hablar en lenguas distintas de forma que los de regiones diferentes entendían en su lengua. Todos aquellos discípulos se sintieron con fuerza para anunciar a Cristo. Eran capaces de interpretar la Escritura y fueron muchos los que se convirtieron ya ese mismo día. La segunda lectura de hoy habla de la variedad de dones que da el Espíritu Santo para el servicio de la Iglesia. Dios nos los quiere dar; pero nosotros debemos pedirlos. Así mostramos que los apreciamos.
Don muy importante es el gusto e inteligencia de la Biblia, otro son las ganas de orar y la facilidad para hacerlo. Cada persona necesitamos dones particulares y distintos. No son los mismos los que necesita una madre de familia y los que necesitan un estudiante, un obrero, un político, un profesor, un sacerdote, etc.
Aquellos primeros discípulos se prepararon para la primera infusión del Espíritu con una semana de intensa oración, unidos en la oración con María. Cada uno debemos pedir a Dios los dones que necesitamos. Y no nos conformemos con dones pequeños; se trata del bien de la Iglesia, de la salvación de nuestros hermanos y de la gloria de Dios. Es importante que oremos mucho y que lo hagamos junto con María. Si tenemos la impresión de que no hacemos mucho y sin gran eficacia para mejorar la calidad de vida cristiana de los que nos rodean, miremos a ver si no es que podríamos orar más y no lo hacemos. Y recordemos que siempre debemos aspirar a más. Recurramos a María para orar con ella y roguemos que sea intercesora de las gracias que necesitamos.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

          DOMINGO LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR.


<<Nuestro Redentor asciende al Cielo y nos prepara un lugar>>

“Les conviene que yo me vaya” (Jn 16,7). Se lo dijo Jesús en la Última Cena. No lo podían creer. Si nos lo dijese hoy a nosotros, tampoco lo creeríamos. Viene el Papa, como lo hará dentro de un mes a Brasil, y miles de creyentes irán a escucharle, pecadores de años se confesarán, miles recibirán la Eucaristía, muchos enfermos recibirán su bendición, los niños correrán a su encuentro… ¿Qué sería si viniese Jesús en persona? ¿No sería mejor que, una vez resucitado y para no morir, se hubiese quedado entre nosotros de tal modo que le pudiéramos, ver, escuchar, tocar…? Hacemos nuestra la poesía del piadoso religioso y poeta, que le inspirara este misterio: «¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto; y Tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?... Ay, nube envidiosa aun de este breve gozo, ¿qué te quejas? ¿Dónde vas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas! ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!».

Sin embargo estaba equivocado. Como lo estamos nosotros si es que pensamos igual. El Señor se habría quedado si hubiera sido mejor para nosotros. Pero nos convenía y nos conviene que se haya marchado al cielo. ¿Por qué?. En primer lugar subiendo al Cielo demuestra que el camino, que ha  recorrido, es el que abre las puertas de la felicidad y de la realización plena de su destino. Dado que Jesús es el cabeza natural de la humanidad y que nos representa a todos, su Ascensión al Cielo nos abre el camino y nos garantiza a nosotros que, siguiendo sus pasos, también nosotros llegaremos allá, pues nuestro destino último es seguirle. Lo dijo también a sus discípulos: “Me voy para prepararles a ustedes un lugar; porque en la casa de mi Padre hay muchos lugares” (Jn 14,2). Por negra y pecadora que haya sido nuestra historia, la Ascensión de Jesús, triunfador de la muerte, del pecado y del Diablo, nos ha abierto a nosotros las puertas del Cielo.

El estímulo de la recompensa futura despierta y sostiene el esfuerzo a veces sobrehumano de los hombres. Los hombres que calificamos como grandes, científicos, políticos, guerreros, deportistas, santos han logrado su grandeza con esfuerzo, superando grandes dificultades y hasta la misma incredulidad de muchos otros. Cristo resucitado ascendiendo al Cielo nos garantiza a nosotros que su camino es el justo, que creyendo en Él también nosotros subiremos a donde Él está y saciaremos nuestras infinitas aspiraciones tanto de saber, como de poseer y gozar de la verdad y del amor infinitos.

Nos conviene que Jesús haya subido ya al Cielo para que nosotros miremos y aun no dejemos de mirar hacia allí. El ángel les dijo a los discípulos que no siguieran mirando al Cielo. Pero lo dijo en otro sentido. Mirando al Cielo, estaban recordando el pasado y, anclados en el pasado, no se asciende. “¡Cómo me aburre la tierra cuando miro el cielo!”, decía San Estanislao de Kostka a sus compañeros jesuitas. De grandes dotes naturales e hijo de una familia poderosa, había dejado todo aquello para seguir a Cristo. Vivía mirando al Cielo sin que ninguna nube le impidiese ver a Jesús y a María, también entrañablemente amada como Madre.

Si hubiera sido mejor para nosotros, Jesús se hubiera quedado en este mundo de la misma manera que en aquellos 40 días, en los que de vez en cuando se aparecía a sus discípulos. Sin embargo eso no hubiera sido lo mejor; se lo dijo el mismo Jesús: “Les digo la verdad. Les conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito,… el Espíritu de la verdad, que les guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,7.13).

Ya habían recibido una primera infusión del Espíritu Santo en la primera aparición de Jesús a todos sus fieles, fuera de Tomás, reunidos en el Cenáculo en la noche del domingo mismo de la resurrección. Ahora, cuando les despedía y bendecía, creyeron en la promesa de un nuevo envío del Espíritu Santo. Pese a que visiblemente se alejaba, la fe en sus corazones se fortalecía y sus corazones se llenaban de gran alegría. Sin ver les era muy claro que el Señor subido al Cielo les preparaba un lugar y que estaba muy cercano. Por eso sentían la necesidad de orar, de orar juntos y de bendecirle. Y descubrieron la importancia de unirse a la oración de la Madre.

El mes de mayo es un mes que la piedad cristiana, con una fe sostenida por el Espíritu Santo, dedica muy especialmente a María. Conservemos con prácticas sencillas la devoción a María, como aquel sacrificio diario que nos esforzamos en ofrecerle. Hoy también es el Día de la madre. Oremos por ella, démosle gracias por sus sacrificios para bien nuestro, por el ejemplo de su fe y pidamos para ella la bendición del Señor.

Comentando la Ascensión, dice el Papa San León que en ella entendieron que Jesús estaba en el Cielo y también cerca de nosotros. Ahora, cuando no lo vemos con los ojos de carne, está cerca y actúa en los sacramentos. Él perdona, Él alimenta con el pan consagrado, Él bautiza, Él confirma, Él bendice, Él nos reúne en la misa, nos explica la Escritura, nos alimenta con su cuerpo, nos une a su sacrificio del Calvario, nos garantiza una muerte llena de esperanza y subiendo al Cielo tras la estela de su Ascensión.
Que la Virgen María, que con Jesús también nos espera, tenga la bondad de pedir todo esto también para nosotros. Amen.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

                  VI DOMINGO DE PASCUA.
                       <<Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él>>.
      
1. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los Apóstoles sus últimas recomendaciones antes de dejarles, como un testamento espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros, Benedicto XVI ha usado esta palabra: «evangelicidad». Queridas Hermandades, la piedad popular, de la que sois una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia, y que los obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como una espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con Jesucristo». Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminad con decisión hacia la santidad; no os conforméis con una vida cristiana mediocre, sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante todo para vosotros, para amar más a Jesucristo.

2. También el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que era esencial para ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un primer «concilio» sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial, es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una gran variedad antes de paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, la variedad reconducida a la unidad y la unidad es encuentro con Cristo.

3. Quisiera añadir una tercera palabra que os debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro de la existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador» (Documento de Aparecida, 264). Cuando vais a los santuarios, cuando lleváis a la familia, a vuestros hijos, hacéis una verdadera obra evangelizadora. Es necesario seguir por este camino. Sed también vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes», senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros del amor y de la ternura de Dios. Sed misioneros de la misericordia de Dios, que siempre nos perdona, nos espera siempre y nos ama tanto.

Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Tres palabras, no las olvidéis: Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia, para que todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un testimonio luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la meta de nuestra peregrinación terrena, hacia ese santuario tan hermoso, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay ningún templo: Dios mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la luna ceden su puesto a la gloria del Altísimo. Que así sea.
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Tomado de:
www.vatican.va                

                         V DOMINGO DE PASCUA.
                                                             <<Mandato de un amor fraterno..>>





Todos los evangelios que la liturgia propone para los domingos desde hoy hasta la fiesta de Pentecostés son parte de la conversación de Jesús con sus discípulos y de su oración al Padre al final de la Última Cena. Llenos de belleza y grandiosidad nos sacuden por el amor que destilan, la vida trinitaria a la que nos abren y la fuerza transformadora del misterio grande en el que nos sumergen.


Estamos en la última cena. Jesús ha lavado los pies de los discípulos y ha despedido al traidor, a Judas; su presencia le bloquearía; sólo a los más íntimos entre sus íntimos se siente libre para manifestar lo que dirá a continuación: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él”. Por todo el contexto que sigue, ese “ahora” y esa “gloria” suya y de Dios Padre se refieren a su pasión, muerte, resurrección, ascensión al Cielo y envío del Espíritu Santo. Judas va camino del Sanedrín a organizar a su gente y cobrar sus treinta monedas, “La hora”, la que Jesús tuvo siempre presente, ha llegado. La sucesión en cadena de los dramáticos, terribles, maravillosos y gloriosos acontecimientos y misterios de la redención han comenzado ya. A todo ello Jesús lo llama su glorificación y la glorificación del Padre. ¿Por qué? Estamos ante el gran misterio de Cristo, que sólo la revelación de Dios nos puede de alguna manera iluminar.
Apenas comenzada su predicación, al rabino Nicodemo le dice para darle alguna luz sobre su misión: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto –alude a la crucifixión– para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,14-17).
Ya desde el momento de su concepción en el seno de María, Cristo lo tuvo muy claro: “Al entrar en el mundo dijo: Sacrificios y oblaciones (de las ofrendas y las víctimas del Antiguo Testamento) no has querido; pero me has dado un cuerpo. Aquellos holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!... Y gracias a esa voluntad se nos perdonan los pecados y somos santificados por el sacrificio de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10,5-10; S. 40,7-9).
Enseña San Pablo que tras el pecado de Adán y Eva entró el pecado en el mundo, de modo que se perdió la gracia de Dios en todos los hombres, entró la muerte en el mundo y así todos mueren, y arrastrados por la concupiscencia fueron cayendo en pecados personales de modo que “no hay quien sea justo, ni siquiera uno solo” (Ro 3,10). Pero “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. “En efecto, si por el delito de uno solo (Adán) reinó la muerte (y el pecado), ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia (el perdón de sus pecados y la santidad) reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo!... Porque así como por la obediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Ro 5,17.19).
Esta fue la misión histórica y grandiosa de Cristo: la gran revolución, hacer de un mundo constituido en el mal otro nuevo fundado sobre el bien, el amor sin límites, la transformación de los hombres en Dios y para siempre. Solo el Hijo de Dios podría realizar este prodigio, pero para ello debía humillarse hasta asumir la naturaleza humana y además cargar con el pecado del mundo, con la responsabilidad de limpiar y reparar todo el desastre humano que suman todos los crímenes, acciones repugnantes, traiciones, mentiras, odio, soberbia y cobardía de los hombres a lo largo de su historia. Esto lo haría ofreciendo su vida a la muerte más humillante y dolorosa posible, asumiendo en sí mismo el castigo de los pecados de los hombres, adquiriendo así para ellos las gracias de la salvación eterna y glorificando al Padre con su obediencia hasta la muerte y muerte de cruz. El mundo creado bueno por Dios y el hombre creado en la amistad y en la unidad con Dios se había podrido por el pecado. Recrear, sanar y restaurar todo aquello era la misión de Jesús devolviendo al Padre, en nombre de los hombres, todo el honor que le corresponde. Dios es digno de todo honor y gloria. Y el hombre Jesús, cabeza de todos los hombres, se lo dio en su nombre, obedeciéndole hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2,24) y “no conociendo el pecado, por nosotros  fue hecho pecado” (2Cor 5,21); y así el Padre fue glorificado en el Hijo.
Pero a su vez el Padre glorificaría al Hijo. Se entrega voluntario a la muerte, sus verdugos no se atreven a apresarlo hasta que se entrega, aguantará la condena, las bofetadas, burlas y salivazos, los latigazos, la coronación de espinas, los clavos sin una queja. Dejará admirado a Pilatos por su dignidad. Asumirá la injusticia del Sanedrín, del pueblo, de Pilatos. Se burlan sus verdugos. Abre la boca para perdonar al ladrón de su derecha. Entrega su madre al discípulo. ¿Quién ha hecho del madero de la cruz un altar y de su muerte el acto más grandioso de la historia. Con razón comentó el centurión que “aquel hombre era en verdad Hijo de Dios”. No ha habido jamás una muerte tan grandiosa y gloriosa como aquella. Pero allí no terminó su gloria. El Padre lo resucitó, lo exaltó, le dio el poder toda la creación y nadie puede alcanzar el perdón de sus pecados y la salvación sino por la fe en él.

Cada domingo nos reunimos para celebrarlo, vivir la fe en Él, que nos salva, y unirnos en un mismo cuerpo, su Iglesia con una esperanza y un amor mutuo a imagen del suyo, que también le da y muestra su gloria.
 P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

                   IV DOMINGO DE PASCUA.
                                                                         << El buen Pastor>>

Les recuerdo que durante este tiempo de pascua estamos reflexionando sobre esta verdad importantísima de la presencia junto a nosotros de Cristo resucitado y por tanto vivo y con su propio cuerpo. Vamos en la barca de Pedro, la Iglesia; tenemos que trabajar y con frecuencia parece que inútilmente; a veces las olas nos sacuden y amenazan ahogarnos; pero Él, aunque duerma, va en la misma barca o por lo menos nos contempla desde la playa o la montaña.
La Escritura usa también de otro símbolo: la metáfora del Buen Pastor. El texto completo está en San Juan, cap. 10, y la liturgia lo distribuye en tres partes, una para cada ciclo litúrgico, siempre en este domingo 4º de pascua. Es un pasaje aun literariamente bellísimo, pese a que el autor de este evangelio no sea un maestro en la lengua griega.
Son palabras dichas por Jesús en el templo. Hace poco tiempo que ha hecho un gran milagro. Ha curado a un ciego de nacimiento. Pero sus oyentes no todos acaban de creer. Algunos piden que les diga claro si es que es el Mesías.
Jesús ya les ha dicho que es el Buen Pastor, pero que no creen porque no son de sus ovejas. Aquí arranca el evangelio de hoy: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mis manos”. Es una expresión maravillosa, que da la impresión de que cualquier comentario viene a ser un manoseo que la estropea. Yo les invito a que en este momento, en que Él les habla, abran sus mentes y corazones con fe y dejen que las palabras de Jesús entren y obren con toda su eficacia.
“Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen”. Escuchando su voz estás aquí, hermano. Tal vez alguna vez te perdiste, tal vez tu fe no es tan ardiente ni fuerte como quisieras, pero ahora estás aquí y le escuchas, le sigues y quieres seguirle más de cerca, obrando como Él, adorando, obedeciendo, agradeciendo y amando a Dios Padre como Él, transmitiendo el amor y bondad que Él te comunica para con todos los hombres.
No vas por tus caminos, sino feliz y seguro detrás de Él y Él te da la vida eterna. Te da la vida. Está dentro de ti. Cuando esa vida actúa y se hace sentir, es como una luz, como una invasión de paz, hace amar la virtud, sentir su belleza, la fuerza para amar, la riqueza de la bondad, la alegría de haber entrado en el infinito, la proximidad de Dios. Recuérdalo, porque lo has sentido a veces.
Y todo eso “para siempre”. Porque es Él quien lo promete: sus ovejas “no perecerán jamás y nadie las arrebatará de su mano”. El mismo Padre se las ha dado, y nadie hay mayor que el Padre, y Jesús y el Padre son un solo Dios y tienen una misma voluntad: amarte y salvarte.
Abran, hermanos, abramos todos el corazón a esta promesa. Dios nos ha dado su perdón y su gracia no para un tiempo limitado, sino con el designio de mantenerlos siempre. Basta que nosotros creamos, que seamos humildes, que lo reconozcamos como gracia y que no nos dejemos llevar por cantos de mentira.
El Buen Pastor, que ha dado su vida por las ovejas, no las abandona. Si alguna se pierde, la busca hasta encontrarla. Se lo recuerdo nuevamente: en la oración, en la palabra de Dios, en los sacramentos, en la presencia del Espíritu y de la gracia santificante, transformadora y más aún vivificadora, está presente dentro nosotros. Como hemos rezado en el salmo responsorial: “Somos su pueblo y ovejas de su rebaño”. La Iglesia es su rebaño. Él nos hizo y somos suyos.
Pero “hay otras ovejas, que son suyas, pero que no están en su rebaño; es necesario que oigan su voz y se haga un solo rebaño bajo un solo Pastor” (Jn 10,16). Es necesario que todos los hombres oigan la voz de Jesús. Recuerden que cada cristiano, cada uno de ustedes, tiene que hacerse voz del Buen Pastor. Una vez más les recuerdo la importancia de conocer profundamente la Palabra de Dios, que la Iglesia conserva y nos transmite, que alimenta en cada uno una vida cristiana pujante y capaz de suscitarla en otros.
Pero además como Jesús eligió a los doce apóstoles para que le representaran a su vez como pastores, quiere y son necesarios hoy sucesores abundantes. Buscando un día un poco de descanso para Él y sus discípulos, Jesús se encontró de repente con una gran multitud, que llegó para escucharle. Dice el evangelio que sintió gran compasión porque eran “como ovejas sin pastor” y dedicó todo el día a enseñarles y acabó multiplicando los panes y los peces. Pero antes comentó: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Ustedes son hoy testigos de lo mismo. Jesús necesita de muchos voluntarios, sacerdotes, religiosos y religiosas, cuyo único ideal sea llevar a sus hermanos la margarita preciosa del amor de Jesús. Hoy la Iglesia nos pide lo mismo que Jesús entonces a sus amigos: que pidamos a Dios con nuestras oraciones y sacrificios para que llame a muchos, a muchos más, pues la mies es mucha y los obreros pocos. Ofrezcan esta misa por esta intención y no olviden de pedir por ella con frecuencia. Que el Señor conceda a su Iglesia abundancia de vocaciones de sacerdotes, religiosos y religiosas y de vocaciones santas.
Padres y madres, catequistas, profesores de religión, no dejen de proponer a los/as jóvenes esta invitación. Porque ésta es también una forma más del encuentro de Jesús resucitado con sus fieles. A través de sus ministros. Jesús habla, sana, perdona, comunica el Espíritu… cuando lo hace por sus ministros y en la comunidad cristiana. Nunca olvidemos sus palabras de despedida: “He aquí que Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”.       

Y pidamos también a nuestra Madre y Madre de la Iglesia que recuerde a sus servidores que hagan y hagamos lo que Él nos diga.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

              III DOMINGO DE PASCUA.
                                                                                                     <<Vengan a comer>>
Es posible que más de uno de ustedes se haya dado cuenta del peso que el símbolo eucarístico tiene en la aparición de Jesús resucitado que nos narra la perícopa de hoy. Podemos añadir que la alusión eucarística también destaca en el conjunto de las apariciones de Jesús resucitado y en el conjunto de los evangelios que se leen a lo largo del año litúrgico. Ello manifiesta la importancia que tiene en la Iglesia el sacramento de la Eucaristía.
Una vez más recordamos el punto central de nuestra fe de que Cristo vive; ha muerto, su cuerpo perdió la vida, pero la recuperó y no está muerto; porque ha resucitado y está vivo.
El modo más normal de encontrarnos con Cristo resucitado es en los sacramentos. Porque en los sacramentos Cristo no nos encuentra y actúa sólo con su divinidad, sino también con su humanidad, con su cuerpo resucitado. En los sacramentos, enseñan los teólogos, el cuerpo resucitado de Cristo hace de los ritos sacramentales instrumentos suyos para otorgar la gracia.
La aparición del lago, que la Iglesia nos ofrece hoy, tiene un gran peso eclesial: la barca es la de Pedro y  representa a la Iglesia, Pedro dirige toda la pesca hasta llevarla a los pies de Jesús, Jesús hace a Pedro pastor de todo su rebaño, Jesús le promete una suerte final como la suya; y en el centro de todo el pan signo claro (tal vez incluso realidad) de la Eucaristía. Todo está diciendo aquello del Concilio, que recoge el Catecismo de que “la Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11; CIC 1324).
El mismo Catecismo explica esta afirmación, citando al mismo Concilio: “Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5; CIC 1324).
La Iglesia considera como una especie de amputación condenable el impedir que un bautizado reciba la Eucaristía. No admite otra razón válida para ello sino la presencia del pecado grave. En efecto, ésta es la única causa que rompe la comunicación con Cristo. Por eso si una persona con uso de razón (lo cual supone la Iglesia que se tiene de modo general a partir de los siete años) recibe el bautismo, debe, junto con la necesaria catequesis para el bautismo, recibir la catequesis para la confirmación y la sagrada comunión y recibirlas en la misma liturgia bautismal. Con frecuencia no se hace así, pero se hace mal.
Claro que recibir la Eucaristía exige como condición necesaria el estado de gracia. Es inútil alimentar a un muerto. La confesión, en el caso de haber cometido un  pecado grave, es necesaria para comulgar. Cierto, y esto nos indica la importancia de vivir en gracia. En la parábola del banquete de bodas en el Reino fue expulsado el comensal que estaba mal vestido ( v. Mt 22,12s). “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, come y bebe su propia condenación” (v. 1Cor 11,27-29).  
“La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios, por las que la Iglesia es ella misma” (CIC 1325). Por eso la Eucaristía es la máxima realización de la Iglesia. “En ella (en la Eucaristía) se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que en Cristo Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres da a Cristo y por Él al Padre” (mismo n.).
No vengamos a misa “para no pecar”. Cuando el Papa viene, acudimos llenos de entusiasmo y en multitud. Cristo es más que el Papa. Vengamos a misa movidos por la fe, con ilusión y ganas profundas de encontrarnos con Cristo, de escucharle, de verle multiplicar el pan del alma que necesitamos, de pedir la curación de las enfermedades de nuestro espíritu y, ¿por qué no?, también las de nuestro cuerpo.
Todo es posible con la fe. Vengamos a participar en la Eucaristía siempre con una gran fe. Creamos y pidamos a Cristo que nos ayude en nuestra incredulidad. Pidamos sobre todo gracias del espíritu, gracias sobrenaturales. Pidamos luz para entender bien su palabra, para que nos ilumine la vida y sea así cada vez más cristiana, para vernos y sentirnos cerca de Él, para tener el valor suficiente de ofrecer con su sacrificio nuestros propios sacrificios, los que nos supone vivir como cristianos, para que nuestro amor por Él crezca y llegue hasta nuestros hermanos en el seno de nuestra familia, en el ambiente de trabajo, en todas partes en que nos encontremos. Pidamos su fuerza para echar el demonio de nuestro cuerpo y de nuestra alma, pidamos la superación de las tendencias de la carne, pidamos la verdad para que no nos engañe tanta mentira como flota a nuestro alrededor, pidamos saber perdonar, pidamos no odiar, pidamos ser pobres de espíritu y vivir con alegría con lo que tenemos.
La misa de cada domingo participada con fe debe hacernos a Cristo más cercano, más amigo, más nuestro. Debe hacernos más fácil cargar con nuestra cruz. Debe darnos alegría para iluminar con ella nuestra vida e iluminar la vida de nuestra familia, nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestra salud y nuestras enfermedades.

Cada domingo Jesús resucitado nos espera. Igual que a aquellos siete: “Vengan a comer”. “Repártenos tu cuerpo –respondamos–  y el gozo irá alejando la oscuridad que pesa sobre el hombre. Que el viento de la noche no apague el fuego vivo, que nos dejó tu paso en la mañana” (Himno de vísperas tiempo pascual).
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
                      II DOMINGO DE PASCUA.
                                                                          << Señor mío,Dios mío>>



Que Cristo ha resucitado, es la verdad fundamental de nuestra fe. Cristo está vivo ya. No sólo en cuanto Dios, también en cuanto hombre. No andemos buscando el cuerpo de Cristo ni resto alguno de él. Cristo hoy está vivo.
De esta su vida está comunicándonos a nosotros la vida divina, que hemos recibido por primera vez en el bautismo y que, si perdimos por el pecado, hemos recuperado en el sacramento de la confesión. Si conservamos esta vida hasta el momento de nuestra muerte, nos llevará el alma al cielo, también resucitará nuestros cuerpos en la resurrección final y los reunirá en la felicidad eterna junto a sí para siempre.
Pero no tenemos que esperar hasta el final del mundo y del género humano. Hoy ya este Jesús, que está vivo, está cerca de nosotros. Él es la vid y nosotros los sarmientos. En él estamos injertados, desde el bautismo, por la fe. En nosotros y por nosotros, gracias a nuestra fe, produce obras en este mundo, que sólo Él, y nosotros por la fe en Él, podemos producir.
  A cada uno de nosotros, mientras no rompamos la comunicación con Él por el pecado mortal, nos comunica el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia. Como el alma está presente, une y da vida al cuerpo y a todos sus miembros, así el Espíritu Santo está presente en cada fiel, miembro de la Iglesia, que es su cuerpo, y actuando, según la función que cada uno tenemos en ella.
Nuestra oración, la escucha y meditación de la palabra, nuestras obras buenas, nuestras virtudes, nuestros esfuerzos y nuestras cruces, todo lo que hacemos movidos por la fe, la esperanza y el amor Dios, siendo sin duda obras nuestras, son al mismo tiempo obras buenas que hacemos estimulados y fortalecidos por el Espíritu Santo que en nosotros actúa. Es así como Cristo sigue hoy presente y actúa en la Iglesia y en el mundo.
Esto es lo que las dos primeras lecturas nos confirman que era lo que sucedía desde el principio en la Iglesia hasta con milagros, de una manera que no podían ponerse en duda, y en la experiencia personal de Juan en oración, como nos dice la lectura segunda.
El evangelio nos enseña también que la comunicación del Espíritu Santo la hace el Señor repetidas veces en nuestra vida. San Juan nos dice cómo, ya antes del gran día de Pentecostés, el mismo día de la resurrección Jesús otorgó a sus discípulos el poder divino de perdonar los pecados: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados”. El poder de Jesús que más escandalizó a los fariseos, fue el de perdonar los pecados: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Pues bien es Jesús, el Hijo de Dios, Dios con el Padre y el Espíritu, quien puede perdonar y sigue perdonando de hecho hoy por medio de la Iglesia a todo pecador arrepentido. “Este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado”. En cada confesión de un pecador arrepentido, por muchos y enormes pecados de que sea reo, Jesús vuelve a resucitar. Y en cada creyente, que también arrepentido recurre al sacramento de la confesión para obtener la curación de su cojera, parálisis o ceguera espiritual, Jesús también actúa curando los males de esta alma.
Sólo cuando no creemos, como sucedió al apóstol Tomás, es cuando Dios queda paralizado en su poder y no puede obrar. Pero aun entonces, si continuamos como Tomás en la Iglesia, el Buen Pastor vendrá en busca de la oveja perdida hasta encontrarla y convencerla. Vuelve, hermano; oveja perdida, te esperamos; la cena está ya a punto, tu sitio está vacío.
El evangelio de hoy nos estimula también a mejorar el fruto que sacamos del sacramento de la confesión. Vayamos preparados, tras haber visto con la luz del Espíritu los pecados y faltas que más nos dificultan en transparentar a Dios, ser dóciles a sus inspiraciones y servirle como testigos e instrumentos.

Pidamos especialmente a María estas gracias. Como buenos discípulos recibámosla en nuestra casa. Que seamos presencia y fuerza de Jesús resucitado para quien tenga la suerte de acercarse a nosotros como a Cristo.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


                  SÁBADO SANTO(26-03-16)

                                         << Santa Vigilia Pascual>>


1. En el Evangelio de esta noche luminosa de la Vigilia Pascual, encontramos primero a las mujeres que van al sepulcro de Jesús, con aromas para ungir su cuerpo (cf. Lc 24,1-3). Van para hacer un gesto de compasión, de afecto, de amor; un gesto tradicional hacia un ser querido difunto, como hacemos también nosotros. Habían seguido a Jesús. Lo habían escuchado, se habían sentido comprendidas en su dignidad, y lo habían acompañado hasta el final, en el Calvario y en el momento en que fue bajado de la cruz. Podemos imaginar sus sentimientos cuando van a la tumba: una cierta tristeza, la pena porque Jesús les había dejado, había muerto, su historia había terminado. Ahora se volvía a la vida de antes. Pero en las mujeres permanecía el amor, y es el amor a Jesús lo que les impulsa a ir al sepulcro. Pero, a este punto, sucede algo totalmente inesperado, una vez más, que perturba sus corazones, trastorna sus programas y alterará su vida: ven corrida la piedra del sepulcro, se acercan, y no encuentran el cuerpo del Señor. Esto las deja perplejas, dudosas, llenas de preguntas: «¿Qué es lo que ocurre?», «¿qué sentido tiene todo esto?» (cf. Lc 24,4). ¿Acaso no nos pasa así también a nosotros cuando ocurre algo verdaderamente nuevo respecto a lo de todos los días? Nos quedamos parados, no lo entendemos, no sabemos cómo afrontarlo. A menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los apóstoles del Evangelio: muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos ante una tumba, pensando en el difunto, que en definitiva sólo vive en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Queridos hermanos y hermanas, en nuestra vida, tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Él nos sorprende siempre. Dios es así.

Hermanos y hermanas, no nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos no lo podemos conseguir? No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.

2. Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y demos un paso hacia adelante. Encuentran la tumba vacía, el cuerpo de Jesús no está allí, algo nuevo ha sucedido, pero todo esto todavía no queda nada claro: suscita interrogantes, causa perplejidad, pero sin ofrecer una respuesta. Y he aquí dos hombres con vestidos resplandecientes, que dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Lo que era un simple gesto, algo hecho ciertamente por amor – el ir al sepulcro –, ahora se transforma en acontecimiento, en un evento que cambia verdaderamente la vida. Ya nada es como antes, no sólo en la vida de aquellas mujeres, sino también en nuestra vida y en nuestra historia de la humanidad. Jesús no está muerto, ha resucitado, es el Viviente. No es simplemente que haya vuelto a vivir, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es el que vive (cf. Nm 14,21-28; Dt 5,26, Jos 3,10). Jesús ya no es del pasado, sino que vive en el presente y está proyectado hacia el futuro, Jesús es el «hoy» eterno de Dios. Así, la novedad de Dios se presenta ante los ojos de las mujeres, de los discípulos, de todos nosotros: la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime la vida, y le da un rostro menos humano. Y este es un mensaje para mí, para ti, querida hermana y querido hermano. Cuántas veces tenemos necesidad de que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura..., y es ahí donde está la muerte. No busquemos ahí a Aquel que vive. Acepta entonces que Jesús Resucitado entre en tu vida, acógelo como amigo, con confianza: ¡Él es la vida! Si hasta ahora has estado lejos de él, da un pequeño paso: te acogerá con los brazos abiertos. Si eres indiferente, acepta arriesgar: no quedarás decepcionado. Si te parece difícil seguirlo, no tengas miedo, confía en él, ten la seguridad de que él está cerca de ti, está contigo, y te dará la paz que buscas y la fuerza para vivir como él quiere.



3. Hay un último y simple elemento que quisiera subrayar en el Evangelio de esta luminosa Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran con la novedad de Dios: Jesús ha resucitado, es el Viviente. Pero ante la tumba vacía y los dos hombres con vestidos resplandecientes, su primera reacción es de temor: estaban «con las caras mirando al suelo» – observa san Lucas –, no tenían ni siquiera valor para mirar. Pero al escuchar el anuncio de la Resurrección, la reciben con fe. Y los dos hombres con vestidos resplandecientes introducen un verbo fundamental: Recordad. «Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea... Y recordaron sus palabras» (Lc 24,6.8). Esto es la invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús, de sus palabras, sus gestos, su vida; este recordar con amor la experiencia con el Maestro, es lo que hace que las mujeres superen todo temor y que lleven la proclamación de la Resurrección a los Apóstoles y a todos los otros (cf. Lc24,9). Hacer memoria de lo que Dios ha hecho por mí, por nosotros, hacer memoria del camino recorrido; y esto abre el corazón de par en par a la esperanza para el futuro. Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas.

En esta Noche de luz, invocando la intercesión de la Virgen María, que guardaba todos estas cosas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), pidamos al Señor que nos haga partícipes de su resurrección: nos abra a su novedad que trasforma, a las sorpresas de Dios, tan bellas; que nos haga hombres y mujeres capaces de hacer memoria de lo que él hace en nuestra historia personal y la del mundo; que nos haga capaces de sentirlo como el Viviente, vivo y actuando en medio de nosotros; que nos enseñe cada día, queridos hermanos y hermanas, a no buscar entre los muertos a Aquel que vive. Amén.

Tomado de
www.vaticano


                   
                  VIERNES SANTO(25-03-16)



<<La misericordia clavada>>







+Asesinadas a sangre fría por el fundamentalismo islámico en el mismo lugar en el que entregaban día a día su vida por los más pobres de entre los pobres. Este fue el destino de cuatro monjas de la congregación de las Misioneras de la Caridad cruelmente asesinadas en Yemen ante el silencio mediático y la indiferencia de la comunidad internacional, que ha ignorado la masacre perpetrada en el nombre del Corán.

Allá donde, de una forma admirable y extrema, entregaban su vida por discapacitados y ancianos encontraban la muerte. Habían asistido a la oración de la mañana y después de celebrar la eucaristía, como el mismo Cristo ayer en Jueves Santo, subieron a la cruz. El mundo de los poderosos, al igual que ocurrió con Cristo, ignoraba ese momento: ¡Moría Jesús entonces! ¡Morían cuatro religiosas con Cristo y por Cristo!

-Hasta el Papa Francisco ha lamentado el silencio cómplice y vergonzoso de este globalizado mundo que, en pantalla, nos trae noticias ridículas y nos ocultan las que retratan, por delante y por detrás, la situación en la que viven miles y miles de cristianos masacrados por la persecución islamista.

+Nos viene muy bien, este acontecimiento dramático pero con profundas resonancias de fidelidad martirial, para centrar este momento de pasión y muerte de Cristo.

--Jesús no hizo otra cosa sino hacer el bien (como estas religiosas) pero fue un incomprendido, perseguido y alzado como infame en el árbol de la cruz.

+En la cruz, el Señor, nos regala 7 escasas palabras de misericordia, de vértigo y de paz

-DE MISERICORDIA: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. “Ahí tienes a tu Madre; Madre ahí tienes a tu hijo”

-DE VÉRTIGO: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado”. “Tengo sed”

-DE PAZ: “Todo se ha consumado”. “A tus manos encomiendo mi espíritu”

-Por nuestro amor murió el Señor en la cruz. Ha ido en cabeza, para que luego nosotros como cuerpo, sigamos sus caminos que no son otros que los de confiar y dejarse llevar por Dios.

-Ha muerto pero, sabemos que su muerte no es inútil, el Señor volverá. Pero, cuando vuelva, ¿cómo nos encontrará?

Cantando la alegría del Resucitado o con los evangelios acumulando polvo fruto de una época y no de una vida de resurrección

¿Dando testimonio de su pasión y de su muerte, o llevando una cruz sin saber muy bien qué significa?

¿Despiertos, contentos, entusiastas y esperanzados de ser sus testigos o dormidos y paralizados por el cloroformo del secularismo que todo lo invade?

¿Entregando hasta nuestro último aliento por su reino o replegándonos por la presión de tantos poderes mediáticos que nos aturden o confunden?

Te vas, Señor, pero sabemos que volverás. ¡Vuelve! ¡Vuelve Cristo! Ahora, durante unas horas, lucha a brazo partido con la muerte para que –con tu muerte- la muerte sea vencida y, en ese madero, nuestra vida futura conquistada. Porque, tú Señor, con tu muerte vences a la muerte. Tu victoria es la nuestra. Amén.

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ (Javier Leoz)

La inocencia que, siendo bueno,

aparece como culpable

el delincuente como honesto

y, el justo, odiosamente maltratado

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ

La humillación sin límite

y, la voz del que ya no dice nada,

en nombre de aquellos que son silenciados

acallados y apartados en un mundo arrogante

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ

Dios, una vez más, desciende y asciende

Desciende ante los ojos de mundo,

envuelto en llanto y sangre

Y asciende, en un madero,

como precio del rescate para todo hombre

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ

Cesan los griteríos,

¿Dónde están sus amigos?

No se escuchan los cantos,

¿Dónde las palmas, músicas y los júbilos?

No hay milagros aparentes

¿Dónde la fe de los que fueron favorecidos?

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ

Soportas nuestros sufrimientos

Aguantas nuestros dolores

Cuelgan de ti nuestros pecados

Depende de ti la mañana radiante de la Pascua

Cargas, en tu agrietada madera,

nuestra existencia, a veces, cómoda y vacía

CUÁNTAS COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ

Dios se hace solidario con nosotros

Vive, lo que nosotros viviremos

pero, por la muerte de Jesús en ti, cruz

un día nos levantaremos en triunfo definitivo

Agradecemos tu amor, oh Dios

Bendecimos la Santa Cruz de Cristo

pues, bien sabemos que en ella

nos vino el fruto de la Redención.

Amén.
Por Javier Leoz

                   JUEVES SANTO(24-03-16)
                  << Jesús se queda en la eucaristía>>





Esto es conmovedor. Jesús que lava a los pies a sus discípulos. Pedro no comprende nada, lo rechaza. Pero Jesús se lo ha explicado. Jesús – Dios – ha hecho esto. Y Él mismo lo explica a los discípulos: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,12-15). Es el ejemplo del Señor: Él es el más importante y lava los pies porque, entre nosotros, el que está más en alto debe estar al servicio de los otros. Y esto es un símbolo, es un signo, ¿no? Lavar los pies es: «yo estoy a tu servicio». Y también nosotros, entre nosotros, no es que debamos lavarnos los pies todos los días los unos a los otros, pero entonces, ¿qué significa? Que debemos ayudarnos, los unos a los otros. A veces estoy enfadado con uno, o con una... pero... olvídalo, olvídalo, y si te pide un favor, hazlo. Ayudarse unos a otros: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago, y lo hago de corazón, porque es mi deber. Como sacerdote y como obispo debo estar a vuestro servicio. Pero es un deber que viene del corazón: lo amo. Amo esto y amo hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñando. Pero también vosotros, ayudadnos: ayudadnos siempre. Los unos a los otros. Y así, ayudándonos, nos haremos bien. Ahora haremos esta ceremonia de lavarnos los pies y pensemos: que cada uno de nosotros piense: «¿Estoy verdaderamente dispuesta o dispuesto a servir, a ayudar al otro?». Pensemos esto, solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que Él hace, porque Jesús ha venido precisamente para esto, para servir, para ayudarnos.
Tomado de:Papa Francisco.
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            DOMINGO DE RAMOS(20-03-16)
        «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Lc 19,38)»



1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc19,38).

Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.

Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz – la luz del amor de Jesús, de su corazón –, de alegría, de fiesta.

Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.

2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también – cada uno lo sabe y lo conoce – nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.

Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
Tomado de:Papa Francisco.
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          5º.DOMINGO DE CUARESMA(13-03-16)
Lecturas: Is 43,16-21; S 125,1-6; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11
           << La confesión,medio de santidad>>


El evangelio de hoy da pie para hablar de un sacramento normal en la práctica cristiana: el de la penitencia, conocido vulgarmente como la confesión, y que también podría designarse como del perdón, la reconciliación o la misericordia de Dios.
Como todos los sacramentos, éste de la penitencia lo tiene la Iglesia recibido de la autoridad de Cristo. Conocemos por San Juan el momento preciso: el día de la resurrección por la noche. “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados. A quienes se los retengan, les serán retenidos” (20,23). Como Cristo dio una particular relevancia en su misión al perdón de los pecados, su Iglesia debe seguir haciéndolo. Iglesia que no conserve este sacramento, no es la Iglesia completa que fundó Cristo; ha perdido en su caminar algo esencial: el sacramento de la penitencia. Una comunidad cristiana vigorosa usa de ese medio precioso para corregir sus pecados y crecer en Cristo. Y un cristiano consciente y comprometido lo usa con frecuencia, pues la palabra de Dios, la gracia del Espíritu y su propia conciencia le advierten claro aspectos de su vida que no son el debido testimonio de su fe, que no hacen honor a la Palabra de Dios y que hieren la caridad con el prójimo.
La fe es un acto de la inteligencia, que cree y acepta como verdad lo que se nos ha manifestado con la palabra. Es fe humana si se cree a la palabra humana y fe divina si se cree a palabra de Dios.
Sin fe humana sería imposible la vida humana. El niño ha de creer a sus padres, los padres al hijo; el alumno al profesor, y el profesor al alumno; el médico al enfermo y el enfermo al médico. En cuanto para algo entra una relación humana –y esto es una realidad constante– el confiar, el tener fe en el otro es totalmente necesario.
También Dios ha hablado al hombre. La Biblia, en donde encontramos la palabra y la obra de Dios, nos dice que Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. La misma Biblia enseña que Adán se sentía solo antes de la creación de Eva, a pesar de que era dueño de todos los animales, plantas y riquezas del Paraíso. Únicamente dejó de estar solo cuando Dios creó la mujer, porque –dijo Adán– la mujer era “semejante” a él. Hecho el hombre a imagen y semejanza de Dios, es capaz de conocerle, escucharle y hablarle. Y Dios le ha hablado a lo largo de su historia y le sigue hablando de diversas maneras (v. Heb 1,1-2). Por eso si las relaciones humanas son imposibles sin la fe humana, mucho más lo son las relaciones con Dios si no se cree en Dios, si no se cree a Dios, si no se tiene fe sobrenatural.
El que cree a Dios no puede equivocarse, porque Dios es la verdad y no puede mi engañarse ni engañar. Si nosotros confesamos nuestros pecados con arrepentimiento, debemos estar seguros de que nos han sido perdonados, que han sido arrojados, como dice la Escritura, al fondo del mar. Nadie los puede encontrar, no existen ya. 
 “Tampoco yo te condeno. Anda y, en adelante no peques más”. Pero “¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Cristo concedió que los fariseos tenían razón pensando así; pero les demostró que él era Dios y podía perdonar los pecados curando al paralítico (v. Mc 2,7-12). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre. Y comenta así esta realidad el Catecismo de la Iglesia Católica: «Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre… El apóstol es enviado “en nombre de Cristo” y “es Dios mismo” quien a través de él exhorta y suplica: “déjense reconciliar con Dios” (2Co 5,20)» (CEC 1442).  
Es muy importante el uso del sacramento de la penitencia en la vida cristiana. Porque el paso de vivir normalmente en pecado a vivir en gracia no siempre es fácil. San Pablo hablando de sí mismo, de su concupiscencia, dice que el pecado habita en él. “Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro 7,22-23). Y hablando a todos, dice: “El que crea estar de pie y muy seguro, mire que no caiga” (1Co 10,12).
Y de las personas cuya vida normal está lejos del pecado grave, dice la Escritura: “Cierto que no hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin pecar nunca” (Coh 7,20). Por eso difícilmente se progresa en la supresión de raíz de los defectos y en la adquisición de virtudes en alto grado sin el uso del sacramento de la penitencia.
Punto delicado para una buena confesión es el arrepentimiento, que forma un bloque con propósito de la enmienda. Reconocer un pecado pasado como malo y ofensa a Dios y rechazarlo sinceramente incluye la decisión seria de cara al futuro a poner los medios necesarios para evitarlo. La confesión no es una especie de amnistía de multas o impuestos para seguir luego haciendo lo mismo. La mayor dificultad está en quienes no han tomado una decisión semejante y no piensan en el cambio necesario, que exige esfuerzo personal y que suele costar bastante. Ven que el pecado es malo, pero no piensan en mayores esfuerzos para el necesario cambio en su vida. No piensan en ir a misa los días festivos, ni evitar espectáculos malos, ni orar más, ni renovar sus propósitos, ni meterse en un grupo de fe, ni evitar una relación pecaminosa ni otras ocasiones próximas de pecado. Están equivocados. Van al médico pero no se imaginan cambiar hábitos ni medicarse. Aquellos acusadores reconocieron en su conciencia sus propios pecados, pero no se atrevieron a afrontarlos. La confesión exige el cambio de vida, la conversión interior y con frecuencia también un cambio “exterior”.
Hay penitentes que están ya en proceso de conversión. Se esfuerzan con los medios debidos para evitar los pecados, pero caen por la fragilidad humana. Tal vez deben corregir descuidos en el uso de esos medios, tal vez los deben intensificar, pero su intento de conversión es activo y persistente.  Normalmente es necesario orar sobre ese o esos defectos y asumir la cruz de corregirse. La mujer adúltera reconoció su pecado y, de la palabra de Jesús, deducimos que quería cambiar: “No peques más”. Es bueno confesarse, pero hagámoslo bien, manteniendo alto el esfuerzo de conversión.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

         4º.DOMINGO DE CUARESMA(6-03-2016)

Lecturas: Jos 5,9-12; S.33;2 Cor 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32
                    <<El hijo pródigo>>



(v. 1-3).- Todos los que estamos aquí estamos en peligro de ser como aquellos.


(v. 11-13).- El hijo menor representa al pecador. “Dame la parte de la herencia que me corresponde”. Todo empezó con la soberbia. Nada era suyo. Aquello de que disponía libremente, era todo de su padre; pero su soberbia le imposibilitó reconocerlo.


El primer pecado fue alejarse de su padre. El primero y más grande pecado del hijo pecador es alejarse de Dios.


(13-16).- Cada vez se hunde más en la degradación. Ha perdido el respeto de sí mismo y de su dignidad. Cada vez se ve más despreciable.


(17-19).- Conservaba todavía algo bueno: Sabía de su dignidad, sabía que era hijo de su Padre, seguía creyendo en la bondad de su Padre, aunque él no la mereciera.


Fueron la reflexión sobre el mal de su pecado y la fe en la misericordia del Padre, que no se vería defraudada, las que convirtieron al hijo y motivaron al regreso. Cambió, empezó a pensar de otra manera, se convirtió: Hasta los jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre, y no puedo comer ni lo de los chanchos. Me levantaré e iré, y confesaré que he pecado y le pediré que me permita quedarme aunque sea en el último lugar.


(20).- La vuelta no fue fácil. No tenía plata, la distancia era larga, tendría que ir solo.


(20).- Preciosa la narración. No sintió el Padre indignación ni deseo de castigo ni siquiera le reprende por lo hecho. La alegría de que el hijo vuelva, de que el pecador haya regresado, apaga todo otro sentimiento.


(21).- El hijo sí, el hijo recuerda su pecado y su gran magnitud: “no merezco ni llamarme hijo tuyo”. Lo reconoce plenamente y reconoce que lo que desde ahora tenga será no merecido, sino gracia.


(22-24).- Magnífico resumen y enumeración simbólica de los bienes sobrenaturales que el Padre da al pecador que vuelve arrepentido: “el mejor traje”, el vestido de la gracia santificante que brilla por el reflejo del Espíritu; el “anillo y las sandalias” signos de su dignidad recuperada de hijo con todos sus derechos; el banquete del ternero cebado, que simboliza el sacrificio y el banquete de la Eucaristía, en que el pecador arrepentido va a participar.


Como “hijo mío” lo designa, con la expresión más fuerte que un padre puede encontrar para expresar su afecto incondicional al hijo. “Estaba muerto”, porque el pecado mortal mata la vida de Dios, participada en el bautismo, “y ha vuelto a la vida” (resucitar con Cristo a la vida de la gracia es el gran fruto del sacramento de la penitencia), “estaba perdido y ha sido encontrado”.
(24).- “Y empezaron el banquete”. Es el de la Eucaristía. Que es la celebración alegre en la que nos encontramos cada domingo. Conscientes de que el Padre nos ama, de la importancia y belleza del pan de su palabra, de la maravilla de amor de su maná, que nos fortalece, acompaña e ilumina.


(25-30).- El hermano mayor es el fariseo. Todos llevamos un fariseo dentro. Piensa que su relación con Dios es de justicia: con sus obras ha ganado el derecho a un salario. No hay lugar para la misericordia, sino sólo para el castigo. Como premio aspira a cosas distintas del amor del Padre y de vivir con él, no ve a su hermano como tal ni le importa su suerte.


(31-32).- Esto es lo verdaderamente grande y valioso, y lo que hay que apreciar: Lo que Dios nos da por gracia, sin merecerlo, solo porque Dios es bueno conmigo: Ser hijo de Dios, estar con el Padre, participar de la vida y de los dones de Dios. Eso es lo grande y lo que debe fundar nuestra alegría. Que esa familia de Dios crezca, que cada vez haya más que conocen y amen a Dios, que todos los hombres tengan vida. Por eso la Iglesia hace fiesta cuando un hermano pecador hace penitencia y regresa arrepentido.


Hasta aquí la parábola. Pero la realidad la supera. El abrazo del Padre al hijo que regresa arrepentido se realiza plenamente en el sacramento de la penitencia. La Iglesia sabe, y lo sabe infaliblemente, que tiene el poder de Cristo para perdonar todos los pecados a todo pecador arrepentido. Puede un cristiano haber realizado, y por mucho tiempo, los pecados más horrendos. Si él lo reconoce, si él se arrepiente –y es la propia conciencia la que inmediatamente vive y constata sin equivocarse la sinceridad del arrepentimiento–, ese pecador sabe que ha dejado de serlo, sabe cierto que ha sido perdonado, sabe con toda seguridad que Dios, su Padre misericordioso, no le va a exigir cuenta jamás de tales pecados ni los va a recordar: “Arrojará al fondo del mar –allí donde sea imposible encontrarlos– todos nuestros pecados”(Miq 7,19).


Pero, completando lo explicado el domingo pasado sobre la conversión y el sacramento de la penitencia, advirtamos que el hijo arrepentido no regresa al Padre para volver a sacarle plata y marcharse otra vez a repetir la historia. Él reconoce que en justicia humana ha perdido todos sus derechos: “He pecado. Ya no merezco ni llamarme hijo tuyo”. No piensa sino en permanecer ya para siempre con el padre. Y se consideraría feliz como mero jornalero, con pan en abundancia en su casa. Pero en la casa de Dios no hay categorías, no hay esclavos, no hay jornaleros, sólo hay hijos, que viven y gozan en plenitud de los bienes y compañía del Padre por toda la eternidad.


Sería un pecado gravísimo volver pensando en la traición que supondría volver a hacer lo mismo. Hay el peligro de tener de la misericordia de Dios y de Dios mismo el concepto equivocado de que fuera un ancianito bondadoso que no se entera de nada y perdona porque no se da cuenta. Hay quienes se confiesan con un dolor tan superficial, voluntaria y conscientemente superficial, del que saben su falta de fuerza para convertirles. Me atrevo a advertir a todos que no vale; ni siquiera en el caso de que sólo se confiesen pecados veniales. Si la confesión no suscita una decisión de conversión, me atrevería, incluso, a dudar de su validez. La confesión debe ir acompañada y aun precedida de una exigencia fuerte de cambio desde mi yo más profundo. Vicios y pecados constantes, que por mucho tiempo permanecen sin corrección ni disminución, incluso siendo veniales, obligan a interrogarse sobre la sinceridad y aun validez de tales confesiones.


Y terminamos con la misma verdad que estamos recordando esta cuaresma: Que vivir la fe no es estar haciendo siempre lo mismo de la misma manera. Estamos en una competición, en una lucha siempre. Hay que hacer algunas cosas que no hacíamos, dejar de hacer otras que hacíamos, y seguir haciendo lo bueno pero mejor. Que por la intercesión de María el Espíritu Santo nos ayude con su luz y con su fuerza.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

          3º.DOMINGO DE CUARESMA(28-02-2016)

Lecturas: Ex 3,1-8.13-15; S. 102; 1 Cor 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9
                << La higuera estéril...>> 
    Ya se habrán dado cuenta con las lecturas de hoy que la Iglesia nos pide que insistamos en el esfuerzo de conversión.
En esta perícopa todo el texto son palabras de Jesús. Primero comenta dos hechos, corrigiendo la mentalidad popular del tiempo que los explicaba como un castigo de Dios por los pecados personales. Tanto la furia de Pilatos como las piedras de la torre habrían alcanzado a pecadores; a los demás no les habría pasado nada. No nos debe extrañar pues también hoy hay quienes piensan así, que las desgracias ocasionales son sólo un castigo para las personas pecadoras. La providencia de Dios haría que sólo alcancen a los pecadores.
Por lo demás el hecho referente a Pilatos entra dentro de su modo de comportarse como gobernante, como aparece en el historiador judío Flavio Josefo. Por abusos semejantes fue denunciado a Roma, depuesto allí y condenado al destierro, donde murió.
Jesús aprovecha ambas noticias para exhortar a todos a la conversión y acentúa su necesidad añadiendo la parábola de la higuera estéril.
El sentido de las palabras de Jesús está bien claro. Quienes en ese momento están presentes representan a gente normal, es decir al conjunto de todos los hombres en su infinita variedad, sin destacar ninguna clase o grupo particular. Comprende también a los discípulos (v. Lc 12, 41-48). Todos nosotros estamos, pues, incluidos y debemos aplicarnos estas exigencias. Así Jesús llama a todos a un esfuerzo de conversión que no debe interrumpirse nunca.
La higuera como símbolo del pueblo y personas elegidas por Dios, que han recibido la revelación de Dios y de las que espera la conversión y el fruto de las buenas obras es frecuente en la escritura. El dueño de la viña es Dios, el viñador representa a cualquiera de los profetas y enviados, pero más especialmente a Jesús mismo. Los tres años que el dueño, Dios, llevaba viniendo a ver la higuera manifiestan la paciencia de Dios que espera mucho tiempo, más que el estrictamente necesario, pues la higuera debería haber empezado a dar fruto desde el primer año. El dueño está cansado de ver sus hojas verdes, pero sin dar fruto alguno. Decide sea arrancada. Pero el viñador, Cristo mismo, le pide esperar todavía más; redoblará sus esfuerzos. Todavía tiene esperanza. Pero si una vez más queda frustrada, entonces sí la arrancará. No quiere hacerlo, pero no habrá más remedio.
La lección es clara: “Si ustedes no se convierten todos perecerán de la misma manera”.
La primera lectura nos narra cómo Dios llamó y envió a su viña a uno de los grandes viñadores que ha enviado a lo largo de la historia. Se trata de Moisés. Dios no es ciego ni sordo. Dios ve la dolorosa situación del pueblo que había elegido. Ese pueblo es anticipo y signo, y representa a toda la Iglesia. Dios ve a muchos de sus hijos de ese pueblo predilecto en la esclavitud del pecado, hambrientos y sin libertad, y se ha fijado en ellos y “baja” para librarlos a una tierra fértil, que quiere darles para que sean libres en ella. Esa “bajada” la hace el Señor por medio de Moisés al que le encarga esta misión. El nombre que da de sí mismo, que es el Dios de sus padres, Abrahán, Isaac y Jacob, es difícil de interpretar. Pero el “Yo soy el que soy” o simplemente “Yo soy” parece que significa “el Dios que está cercano de ti”, el que no te abandona. Dios no deja abandonado ni perdido a nadie. Jesús dirá de sí mismo que ha venido a salvar lo que estaba perdido, que es el pastor que busca la oveja perdida, para que se convierta y se salve. El salmo responsorial lo confirma: “El Señor es compasivo y misericordioso. Perdona todas tus culpas, cura todas tus enfermedades, te colma de gracia y de ternura”.
En la segunda lectura San Pablo explica cómo las infidelidades de los israelitas en el desierto son un motivo de escarmiento para nosotros. A pesar de las muchas intervenciones extraordinarias de Dios muchos de ellos prevaricaron y no llegaron a la tierra prometida. “El que se cree seguro, ¡cuidado! Que no caiga”. La tentación y el peligro de pecar nos acechan siempre.
En ningún momento el viñador cesa de vigilar su viña. Corta los sarmientos secos y la limpia continuamente para que dé más y mejor fruto (Jn 15,2). Esa acción del viñador, que llamamos “gracia”, continúa estimulando el esfuerzo de los obreros de la viña, que atendieron la invitación de ir a trabajar. A nadie es permitido enterrar ningún talento. Hay que seguir quitando vicios y defectos. El que no se esfuerza, no es porque no los tenga sino porque no quiere verlos y se conforma con una vida rutinaria. Pueden ser defectos cuyas raíces permanecen, virtudes que sólo se han alcanzado a medias. No olvidemos el mandato de Jesús a todos: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
Para mantenerse en esa actitud de conversión, de mejora constante de las virtudes, ayuda la lectura y meditación de la palabra y de las vidas de santos y otras obras espirituales y desde luego la oración frecuente y aun diaria. El sacramento de la penitencia es medio magnífico, si se usa debidamente, en este proceso incesante de conversión. Otro medio es el de la dirección espiritual. Y sin duda es necesaria una actitud decidida aceptando las cruces más diversas y el ejercicio constante y vigilante de la caridad.
Resumiendo: para mantenerse en mejora y conversión continua es necesario que la fe, la esperanza y la caridad estén conscientemente vivas y actuando. Que la Virgen María nos alcance esta gracia que nos estimule y empuje siempre.

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

       2º.DOMINGO DE CUARESMA(21-02-2016).
Lecturas: Gn 15,5-12.17-18; S 26; Flp 3,17-4,1; Lc 9,28-36
                    << Cristo habita en mí>>

El contenido del evangelio de hoy está narrado por los tres evangelistas. Se lee cada año en la liturgia de este segundo domingo de cuaresma según el texto del año que corresponda. Por fin el misterio de la Transfiguración tiene fiesta propia cada año.
Debe añadirse que viene inmediato a la confesión de la divinidad de Jesús por Pedro y a la primera profecía de Jesús sobre su pasión y muerte en cruz. Corresponde a la segunda etapa de la vida pública, en la que Jesús dedica mucho tiempo sobre todo a la formación de los doce, que luego continuarían su obra.
La escenografía del suceso: la alta montaña, el Tabor según la tradición, bloque aislado por cuatro lados que se levanta abrupto casi 800 m. sobre el mar de Galilea y unos 650 m. sobre la llanura de Esdrelón a sus pies; la compañía de Moisés y Elías, la sola compañía de los discípulos más predilectos, la noche, la oración, el tema de conversación: la muerte que sufriría en Jerusalén, la nube, la voz desde el cielo, las palabras: “Éste es mi Hijo, mi elegido, escúchenlo”, todo esto quiere repetir el clima de las grandes manifestaciones de Dios a los hombres elegidos que aparecen en momentos claves de la historia de la salvación.
Uno de esos momentos es el que nos recuerda la primera lectura. Dios ha sacado a Abram de Ur, su lugar originario. Dios le ha bendecido con riquezas, pero no tiene hijos ni biológicamente podrá tenerlos. Pero Dios le llama en la noche, le saca al campo y, mirando al cielo en la noche con innumerables estrellas, le promete una descendencia así. Creyó Abram, dice el texto, y Dios en recompensa se lo asegura con un solemne rito sagrado, equivalente a un juramento. La forma es en el contexto de un sacrificio. Es una forma propia de la cultura de aquella época para alianzas y promesas, que nos es conocida. Se ofrece un sacrificio a Dios, colocando los trozos de las víctimas ofrecidas en forma que quede un pasillo central. Los contratantes pasaban por el medio en medio del fuego y humo del sacrificio y sacralizaban así sus mutuos compromisos. En este caso el que pasa es el Señor y pasa solo porque su alianza es un pacto unilateral, una iniciativa divina. Dios en la noche, cuando el sol se ha puesto, entra y llena el ser de Abram. Se comprometió Dios a darle aquella tierra.
Pablo utiliza este texto para reafirmar que fue la fe la que justificó a Abram y que nosotros somos justificados sólo por la fe en Cristo. Gracias a la fe en Cristo nosotros nos hemos convertido en ciudadanos del cielo y de esa fe esperamos la salvación, que nos dará la gloria de Cristo y la felicidad por los méritos que Cristo ha ganado en la cruz para nosotros.
Recordemos que en Cuaresma la Iglesia nos llama a todos a mejorar a fondo la calidad de nuestra vida cristiana, fortaleciendo los puntos clave de nuestra vida cristiana. Este esfuerzo debe llegar a las fuentes mismas de la vida cristiana. La primera fuente es Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Todo sarmiento que no está unido a mí no dará fruto”.
Peste de la cultura de hoy es la falta de compromiso con la verdad. Basta una concepción que sirva para explicar por dónde van las cosas políticas y sociales, para así prever el futuro y adaptarse. La fe cristiana queda reducida a código moral o mera explicación del universo. Después no hay nada o nada se sabe, ni vale la pena ni se puede hacer nada por cambiarlo. A Dios se le ha perdido y nada puede hacerse para reencontrarlo.
Pero no, le fe cristiana no puede acepta estas ideas. Cristo ha venido a este nuestro mundo y sigue estando presente y actuando en él. Cristo no es ningún extraterrestre. “He aquí que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).
La Iglesia solo tiene como sentido y fin darnos a Cristo. Los sacramentos valen algo porque nos comunican la gracia de Cristo, el perdón de Cristo, la gracia de Cristo, la fuerza de Cristo, la vida de Cristo, a Cristo mismo. Hoy se realiza en nosotros y en la Iglesia el misterio del Tabor. Somos de los especialmente predilectos, somos los hijos de Dios. Reunidos para celebrar la Eucaristía, Jesús mismo está presente con nosotros y nos preside, nos dirige su palabra y nos la explica, nos da su pan y el vino, que no son sino su cuerpo y su sangre para que nos transformen dándonos su Espíritu. Él está presente en los sagrarios y allí acoge, consuela, perdona, fortalece, anima a todo el que se acerca con humilde fe y amor. El evangelio sigue siendo realidad en nuestra vida. Jesús no está lejos. Esta verdad de fe procuremos cada uno que sea actual.
Jesús sigue curando a ciegos, cojos, paralíticos…; resucitando muertos; sigue perdonando los pecados; sigue proclamando la verdad; sigue reuniendo discípulos; sigue orando por la humanidad; sigue sufriendo la maledicencia y la incomprensión; sigue siendo criticado, perseguido y crucificado… y sigue resucitando en cada convertido. Jesús sigue presente y está cerca.
Jesús lo había predicho a los discípulos unos días antes. Era necesario que “era necesario que el Hijo del sufriera mucho, muriera y al tercer día resucite” (Lc 9,22). En el Tabor fue el tema de conversación con Moisés y Elías. Los teólogos piensan que Jesús se manifestó en el Tabor para fortalecer su fe y prepararles para superar la prueba de su Pasión.
No hay momento en el que Dios no nos está cercano ni deja de ejercer su amor para con nosotros. Procuremos tenerlo presente. Procuremos con su gracia que Cristo, su ejemplo, su amor nos sea presente y activo. Los momentos de cruz son los más propicios para hacernos dignos de esa gracia. Ofrecerle de continuo nuestro obrar como sacrificio, procurar verle y servirle en los hermanos, perdonar las ofensas como Él lo hizo y hace con nosotros y con todos los hombres. Que la presencia y conversación con Cristo sean, como en San Pablo, en nuestra vida algo normal. “Cristo vive en mí”. Que la virgen María nos ayude con su intercesión.P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


        1º.DOMINGO DE CUARESMA(14-02-2016).
Lecturas: Dt 26,4-10; S 90; Ro 10,8-13; Lc 4,1-13               
               <<Llevado del Espíritu al desierto>>


La cuaresma es un tiempo de gracia. La Iglesia nos llama a abrirnos a Dios. Él quiere establecer y fortalecer una unión de amistad con nosotros. El gran obstáculo son Satán y el pecado. Pero a lo largo de la historia de los hombres Dios irá actuando incansablemente para que los hombres le descubran, descubran su grandeza, su amor y su presencia cercana y se dejen atraer por Él.
La primera lectura nos sitúa a Moisés y al pueblo de Israel a punto de entrar en la tierra que Dios les prometió. El Señor proyecta que sea una tierra de bendición, que “mane leche y miel”. A punto de iniciar la marcha, Moisés que la verá de lejos, pero no entrará, castigado por su falta de fe al temer que no saliera el agua de la roca, da al pueblo las últimas instrucciones. Les va recordando la protección y cercanía continua del Señor. De ser unos pocos hambrientos, los hizo en Egipto un pueblo grande y numeroso. Duramente oprimidos y esclavizados, los sacó de aquel país y los llevó por el desierto con grandes portentos. Les iba a dar aquella tierra, “una tierra que mana leche y miel”. Nunca debían olvidar aquello y lo recordarían cada año al presentar y entregar al sacerdote las primicias de los frutos de su cosecha: “Por eso ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo, que Tú, Señor, me has dado”.
Aquello no era sino un anticipo profético y preparatorio de la liberación del pecado por el verdadero libertador, Cristo. En la segunda lectura se recoge el testimonio de Pablo sobre el momento decisivo del encuentro con la verdad. Le inspira su propia experiencia a las puertas de Damasco.
“La palabra está cerca de ti”. En rigor es el Verbo mismo de Dios. Es algo nuevo que sacude el corazón. “Se refiere al mensaje de la fe que oísteis cuando os lo anunciamos”. Al acogerlo, al aceptar que Jesús es el Señor, comienza el proceso de salvación. “Porque si tus labios profesan que Jesús es el Señor (es decir “Dios”) y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás”. De esta forma “por la fe del corazón llegamos a la justicia (es decir a ser liberados del pecado) y por la profesión de los labios a la salvación”. Y ésta es la única norma universal de salvación para todos, sean judíos o no (recuerden que éste es un punto clave para Pablo); “porque sólo uno y el mismo (Jesucristo) es el Señor (y Dios) de todos… Pues —como ya lo expresó el profeta Joel refiriéndose al Dios del Antiguo Testamento— todo el que invoca el nombre del Señor se salvará”. Porque Dios se ha manifestado y está ahora presente y obra la salvación en y por su Hijo Jesús.  
Es ésta una idea muy repetida por Benedicto XVI: “Todo comienza con un encuentro”. Los autores espirituales lo llaman la primera conversión. Pero este encuentro personal y vivo con Jesús puede repetirse y de hecho suele repetirse. Pongo como ejemplo el caso de San Pedro: En su primer encuentro con Jesús, Jesús le clavó los ojos y le dijo que se llamaría Piedra, es decir Pedro. Luego fue en la pesca milagrosa, que sacudió a Pedro. También en la tempestad cuando sintió ahogarse y Jesús le echó la mano. Luego cuando todo su ser se sacudió ante la sola idea de dejarle y le dijo: ¿A dónde iríamos? Tu solo tienes palabras de vida eterna. Luego en Cesarea cuando le confesó que era Hijo de Dios. Luego al lavarle los pies en la última cena. Luego cuando tras la tercera negación le miró y Pedro se entregó al llanto. Luego el domingo de resurrección. Luego cuando en la aparición del lago le preguntó por tres veces si le amaba.
Es la oración a solas con el Señor la ocasión mejor para estos encuentros. Jesús iba llevado lleno del Espíritu, pese a que era tentado por el diablo. El ansia de oración suele ser señal de la presencia del Espíritu.
Esta presencia del Espíritu se concede en el bautismo. Es fundamental activarla con la catequesis, la lectura de la Biblia y otros libros espirituales, la práctica de la caridad y la penitencia. La oración de petición de la gracia de Dios es, más que importante, fundamental. La actividad del Espíritu, que el evangelio dice que llevaba a Jesús continuamente, la hace en nosotros el mismo Espíritu sin que nosotros podamos hacer nada eficaz para ello. Es un don libre de Dios, es gratuito, no se logra a cambio de nada, no se merece. No hay otra forma de conseguirlo que la oración humilde. Reconocer que es gracia, que no se merece, que sin ella no nos habría sido ni sería posible obrar según el Espíritu es la mejor manera de conservar el favor divino y de confiar que continuará.
Porque tampoco hay que pensar que el camino del seguimiento de Cristo carece de dificultades. Cristo tuvo tentaciones. El Demonio le tentó. Y nadie piense que, si Cristo fue tentado, él va a estar libre de tentaciones. Cristo fue tentado con la propuesta de realizar su misión sin sufrimiento, de atraer a los hombres por medio del poder y gloria humanos, del éxito triunfador. Pero la voluntad del Padre era muy distinta. El Hijo se había hecho hombre para borrar y pagar el pecado de los hombres cuyas raíces están en la sensualidad, el ansia insaciable de tener y de poder, la soberbia del éxito; por eso su mensaje debía proponer el sacrificio, la pobreza y la humildad y su camino sería el del servicio, la humildad y la muerte en cruz.       
 Sea cual sea nuestra historia del pasado, pidamos y obremos durante esta cuaresma de modo que nuestra vida sea una vida como la de Cristo, regida por el ejemplo y la doctrina del evangelio y de la cruz. Que Dios nos cambie el corazón. Ayudados por la fuerza de su Espíritu y el ejemplo e intercesión de María, no nos acobardemos ante los sufrimientos corporales, ni ante otras limitaciones humanas que no podamos evitar, apostemos por la pureza del cuerpo y del espíritu, miremos con ojos compasivos a quien carece bienes materiales o espirituales, no olvidemos nunca que el fruto lo obtendremos tras la resurrección.P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
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      DOMINGO 7 DE FEBRERO DE 2016
Lecturas: Is 6,1-8; S 137; 1Cor 15,1-11; Lc 5,1-11

 «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres»

La primera lectura narra la vocación de Isaías hacia mediados del siglo VII a.C. El profeta no se adelanta a ofrecerse a Dios. El profeta es elegido por Dios y es Dios quien le escoge, le da la misión y le proporciona las fuerzas para cumplirla. Dios entra en su espíritu y lo transforma. El profeta experimenta la suciedad de su purificación mientras es purificado de sus pecados por Dios. Sólo entonces estará preparado para la misión y podrá decir obediente: “Aquí estoy, mándame”.  
El texto de la segunda lectura es muy importante e interesante. Da el resumen de la predicación de Pablo: que Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día, como estaba predicho, y se apareció a diversos testigos. Es lo mismo que predican los demás apóstoles y son los elementos fundamentales de la fe. Sin creer en ellos nadie se salva.
De ese conjunto de verdades, que Pablo llama “el Evangelio”, dice que se las “transmitió, tal como lo había recibido”. Es una afirmación que declara lo que es la “Tradición” y afirma su función y valor en la Iglesia. Pablo justifica la verdad, la autoridad, necesidad y valor salvador de esa doctrina en que es la doctrina que les había transmitido “tal como la había recibido”. Pablo la había recibido de los apóstoles y primeros creyentes, no la había inventado él; y lo que había recibido se lo había transmitido a ellos sin cambiarlo. Esta transmisión del Evangelio por una generación de creyentes a la generación siguiente, que la recibe para transmitirla a su vez a la otra generación siguiente es lo que se llama en la doctrina cristiana la “Tradición”. Tiene algún parecido con lo que en las ciencias de la cultura llaman tradiciones, pero en el fondo son algo muy diferente. Las tradiciones culturales pueden perder o adquirir elementos en el proceso de transmisión. Pero Cristo no mandó escribir ni transmitir su mensaje por escrito; simplemente les mandó divulgarlo como Él lo había hecho y darlo a conocer a todos los hombres hasta el fin del mundo y de los tiempos, lo acompañó con el poder garante de los milagros y les garantizó con su asistencia el éxito: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” –como ven está invocando su poder divino–. “Vayan, pues, y enseñen a todas las gentes” –no pide que escriban libros, careciendo de medios económicos y técnicos suficientes y de capacidad intelectual para hacerlo– “bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y sepan que yo estoy todos los días con ustedes hasta el fin del mundo”. Cuando estas palabras aparecen en la Biblia en boca de Dios, se trata de la garantía total que Dios da a un enviado suyo para realizar perfectamente una misión muy difícil para un hombre (v. Ge 26,24; Ex 3,17; Is 41,10-16; Hch 18,9s). Dichas a sus discípulos poco antes de abandonarlos corporalmente de modo definitivo, les garantiza que les acompañará y lo realizarán bien. Pero no sería así si pudieran equivocarse, cuando enseñaran y obligaran a creer lo que no es verdad, por eso la Iglesia debe ser infalible, debe no poder errar, cuando transmite de una generación a otra la doctrina de Cristo. Dicho en otras palabras: la Tradición de la Iglesia es infalible cuando transmite verdades de fe.
Esta Tradición nace ya con los apóstoles. En el texto leído se ve esto en el caso de la fe en la resurrección de Jesús. Pablo lo sabe por Cefas, es decir Pedro, por los doce, por muchos de los quinientos que todavía viven en ese tiempo (hacia el año 56, cuando escribe la carta), por Santiago y por él mismo. A Pablo se aparece Jesús después de la Ascensión a las puertas de Damasco. No hay que pensar que no pueda hacerlo en otras ocasiones. Ese encuentro se produce en el corazón de cada uno. A Pablo lo transformó de perseguidor a apóstol. No fue él, sino “la gracia de Dios con él”. Esa misma gracia no es tan rara ni excepcional; podemos nosotros obtenerla con la oración y siendo fieles a la gracia.
En el evangelio vemos a Jesús proponiendo su mensaje a grandes muchedumbres. Fue sin duda en su vida la actividad a la que dedicó más tiempo. Porque todo empieza por la fe. “¿Cómo van a creer si no han oído? Y ¿cómo oirán si no se les predica?” (Ro 10,14). Predicar la palabra de Dios es la primera misión que tiene la Iglesia. Al ver aquella pesca que habían hecho obedeciendo a Jesús, cayó Pedro de rodillas; porque sentía a Dios muy cerca y la presencia de Dios abruma por nuestro pecado y por su misericordia.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
           DOMINGO 31 DE ENERO DE 2016      
Lecturas: Jer 1,4-5.17-19; S 70; 1Cor 12,31-13,13; Lc 4,21-30
           Enseñanzas de una visita.

El texto y contenido de la primera lectura sintonizan con otras llamadas del Señor. Jeremías tiene una misión muy dura. Dios lo elige para que anuncie a su pueblo el castigo del destierro, les pida su aceptación y la sumisión al invasor. No le escucharán. Lo perseguirán, morirá en sus manos. Jeremías es un símbolo profético de Jesús. Jesús mismo se lo recuerda el día de su resurrección a los dos discípulos que van a Emaús: “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso?” (Lc 24,26). El recuerdo de este principio cristiano, muy presente siempre en San Pablo, es también frecuente en Lucas, su discípulo y acompañante. Utilizar a Dios para obtener riquezas y honores y huir del sufrimiento prueba que se rechaza a Cristo como compañero de la vida. Nuestra oración debe ser para pedir gracia para llevar nuestra cruz.    
El texto de la segunda lectura continúa el tema de la presencia del Espíritu Santo y de sus distintos efectos y carismas en nosotros los fieles. Más importante que otros carismas, aun muy admirables como el de hacer milagros o hablar en lenguas, es el don de la caridad o amor a Dios y al prójimo. San Pablo lo recuerda, porque fácilmente se olvida. Santa Teresa del Niño Jesús no sabía un día en su oración qué carisma elegir para que su vida fuera un mejor servicio para la Iglesia. Le parecía que elegir uno era renunciar a otros tanto o más preciosos y útiles para la Iglesia. Hasta que, recordando este texto, se dio cuenta de que, obteniendo el don de la caridad, estaba, como el corazón, impulsando y dando vida a todos los miembros del cuerpo. Este es el gran carisma y el gran don. Es lógico que sea el más importante, teniendo en cuenta que todos los mandamientos se resumen en los de: “amarás a Dios con todo el corazón y amarás al prójimo como a ti mismo”. El amor siempre está activo, no descansa. Tiene siempre presente que Dios le ama, cae en cuenta y agradece sus favores, confía y pide ayuda en las pruebas. “Es comprensivo”, sabe de la debilidad humana, porque tiene experiencia de la propia, y excusa la de los demás. “Es servicial y no tiene envidia”, porque el bien del otro lo pone por delante del propio. “No presume ni se engríe”, porque lo que tiene lo recibió de Dios y de la ayuda de otros y ha de dar cuenta de su administración. “No presume ni se engríe, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal”, perdona 70 veces siete. “No se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad, disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites, el amor no pasa nunca”. El que más se acerca a este ideal, es el amor de la madre.
Estas exigencias del amor cristiano es bueno recordarlas cuando nos vamos a reconciliar con Dios. Así nos amó Cristo, “quien me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).
Y añade Pablo otro argumento que nos estimule aun más. “El amor no pasa nunca”, el amor queda, el amor es eterno. Porque en el cielo la misma fe y la esperanza desaparecen, porque, viendo a Dios cara a cara y poseyéndole, la fe y la esperanza no son ya necesarias; pero la caridad permanece, porque entonces nuestra vida será amar.
El texto del evangelio continúa el del domingo pasado. Sigue refiriéndose a las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret. La reacción de los oyentes es al principio muy favorable, pero después se malogra, hasta el punto de que los nazaretanos quieren arrojar a Jesús desde una peña que cuelga sobre el vacío. Los biblistas se dividen en la interpretación de los hechos. La mayoría piensa que Lucas junta en una dos visitas de Jesús a Nazaret, una más temprana que transcurre de modo positivo y otra, en cambio, posterior, cuando las opiniones habían cambiado mucho, que anduvo al borde de la tragedia. Sea de ello lo que sea, en el texto de Lucas aparecen las dos opiniones extremas la obra y la doctrina de Jesús, que me parece que hoy se repiten.
La primera reacción es la de aquellos que no acaban de encontrar una explicación humana suficiente a la doctrina, sabiduría, milagros y autoridad de Jesús. Nada humano explicaba la obra de Jesús, aceptaban la existencia de un misterio en su persona y de una relación especial con Dios; en definitiva acabarán creyendo plenamente. Pero será una actitud minoritaria.
La otra opinión es la de los que presumen de sabios y científicos. No les basta oír y aun ver hechos sorprendentes, que por lo demás admitirían y admiten en otros terrenos. Porque lo creen prácticamente todo, ya que, sin creer, en la vida moderna no puede uno moverse. No hay sabio que pueda serlo en nada sin leer continuamente libros y revistas de otros muchos dedicados a los mismos estudios. Y un enfermo no se curará si exige, para obedecer al médico, entender perfectamente las causas de su enfermedad y el modo de obrar de los remedios.
Pero este evangelio muestra otra verdad, que también recalca San Lucas en otras ocasiones, él, el gentil, compañero de San Pablo, el Apóstol de los gentiles. Jesús recuerda los milagros que Dios hizo a una mujer fenicia y a un ministro sirio, paganos ambos. Las palabras de Jesús, citadas por Lucas al comenzar su vida pública, manifiestan que no basta la raza, que Jesús no ha venido a salvar sólo a los judíos, sino a todos los hombres y que para recibir las gracias que trae es necesaria y suficiente la fe.

En este Año de la misericordia no nos creamos más que nadie. Nuestras mismas deficiencias religiosas y morales nos pueden ayudar a aumentar nuestra humildad de corazón y obtener de Dios su benevolencia y gracia abundantes. Que la Virgen María nos lo haga sentir.P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

         DOMINGO 24 DE ENERO DE 2016
             JESÚS EN LA SINAGOGA.

Lecturas: Ne 8,2-6.8-10; ICor 12,12-30; Lc 1,14;4,14-21

             El Espíritu de Dios está sobre Mí.

Esdras, un sacerdote, y Nehemías, un laico, funcionario  nombrado gobernador de Judea por el rey persa, son los elegidos por Dios para realizar su voluntad de acabar con el destierro en Babilonia, castigo de sus idolatrías. No fue fácil, pero ayudados por Dios lo consiguieron. Lograron animar a la vuelta a miles de sus hermanos y repoblaron Jerusalén, reconstruyeron la ciudad y las murallas y el templo. Los libros bíblicos de Esdras y Nehemías, que originalmente formaban un solo volumen, narran su obra.
Aquel pueblo, pese a sus gravísimos desvaríos del pasado, seguía siendo el “Pueblo elegido”. Dios es fiel y como lo prometió, no les fue mal en Babilonia. Muchos judíos tuvieron puestos importantes en  la administración del estado; la religión y la cultura judías eran apreciadas. De hecho un buen número de judíos quedó todavía en tierra de Babilonia.
Tales hechos nos muestran que Dios no está ausente, sino dirige el mundo con su providencia. Ninguno de los hombres le somos indiferentes y todo lo organiza para bien de los que quiere salvar, que son todos los hombres (c. Ro 8,28). Y como vemos en esta lectura y otras muchas que podríamos seleccionar, Dios tiene una voluntad sobre cómo ha de ser nuestra conducta en este mundo, que debe estar integrada por actos religiosos y también por actos, digamos, profanos. Entiendo por actos profanos aquellos que no se dirigen inmediatamente a Dios, sino a las cosas del mundo, a la atención de las propias necesidades y también ajenas de esta vida terrena.
El hombre es el único ser en el mundo semejante a Dios, que le puede conocer, agradecer, alabar, reconocer, amar. Es tan importante este fin del hombre, que para él ha creado todo el resto de la creación. La vida ciudadana, la familia, el necesario trabajo, toda actividad que desarrolle los dones que Dios ha puesto en nuestras manos, deben integrarse en un conjunto, inspirado por la palabra de Dios, donde se realice y brille la fe en la bondad y amor de Dios. Por eso no es buen cristiano quien vacía su vida religiosa de deberes profesionales o sociales, ni lo es el que en el otro extremo prescinde de Dios en su vida y se limita a simplemente a no hacer mal a nadie. Cristo condenará en el juicio final a los que se limiten a no hacer el mal. Al comienzo de la misa pedimos perdón también por los pecados de omisión.
La segunda lectura desarrolla la explicación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que es su cabeza y fuente de vida, siendo sus miembros todos nosotros, animados por el Espíritu, que nos da Cristo y hemos recibido en el bautismo y la confirmación. El mismo Espíritu suscita en cada uno misiones diferentes y complementarias, que sirven al conjunto de la Iglesia en el cumplimiento de su misión en el mundo. Misiones y ministerios diferentes son los propios del Papa, los de los obispos, sacerdotes, profesores de teología, padres y madres de familia, religiosos y religiosas, etc. Es imposible hacer una lista completa. Lo importante es estar activo.
Pero quisiera advertir una cosa. Un miembro del cuerpo, por ejemplo el oído, necesita que participe de la vida del conjunto para oír y distinguir los diversos sonidos. Cada uno de nosotros necesitamos de la participación del Espíritu para poder servir a la Iglesia. Por eso la unión con Cristo por los sacramentos, la oración y las virtudes sobrenaturales (fe, esperanza y caridad). Por eso es tan importante la misa dominical. Nos pone al pie de la cruz; en ella el Corazón de Jesús nos da a beber del agua y sangre que brotan de su costado y nos da una inyección de Espíritu que renueva nuestras fuerzas espirituales.
El texto del evangelio contiene primero los cuatro versículos del comienzo del libro y luego salta los misterios de la infancia de Jesús, su bautismo y tentaciones, y nos lleva directamente al comienzo de su apostolado. En rigor no parece que Jesús empezase su obra apostólica en Nazaret, pero a Lucas interesa subrayar que Jesús, lleno del Espíritu Santo en el bautismo, es llevado por su fuerza a la oración del desierto y en toda su vida apostólica, y que esto cumplía lo predicho por Isaías en las profecías del Siervo, que anuncian lo más destacado de la figura del Mesías.


“El Espíritu Santo está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos (del pecado) la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor… Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”. Lucas quiere subrayar que la humanidad de Cristo fue capaz de ser instrumento y transparentar la presencia de Dios porque el Espíritu Santo habitaba en ella. Lucas indica también, cuando recuerda las últimas recomendaciones de Jesús antes de la ascensión, que ese mismo Espíritu Santo necesitaban los apóstoles y todos los creyentes para realizar su misión. Por eso les dice: “Quédense en la ciudad hasta que sean revestidos del poder de lo alto” (Lc 26,49).
Que María Santísima, que por obra del Espíritu fue hecha Madre de Dios, como Madre también de la Iglesia, nos alcance esa gracia.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

        DOMINGO 13 DE ENERO DE 2016
                LAS BODAS DE CANÁ

Lecturas Is 62,1-5; S 95,1-3.7-10; 1Cor 12,4-11; Jn 2,1-12


        La Iglesia esposa de Cristo.
Dios se regocija en su Iglesia, es decir en todos nosotros que la formamos por el bautismo y el don del Espíritu, siendo verdad esto: «Ya no te llamarán “abandonada”…a ti te llamarán “mi favorita”, y a tu tierra “desposada”, porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá esposo. La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo». Que éste sea el talante más frecuente de nuestra relación con Dios, con esta alegría vengamos a la misa de cada domingo, abramos la Biblia para leerla, iniciemos la jornada para servirle.
También en el Nuevo Testamento la unión de Cristo con la Iglesia aparece bajo el símbolo matrimonial. Pero la lectura de hoy de la carta primera a los Corintios utiliza la comparación de la unión del cuerpo y del espíritu humano. Ambos símbolos se complementan y llaman uno a otro. Porque Dios creó a la mujer del cuerpo del hombre, infundiéndole de su espíritu y Cristo hizo la Iglesia de la sangre de su costado y continúa dándole vida con la eucaristía y el bautismo, simbolizadas en la sangre y agua que brotan del costado de Cristo tras la lanzada. De esta manera explica San Pablo la unidad de los miembros entre sí y con Cristo y la presencia del Espíritu en el todo de la Iglesia y en cada uno de nosotros, sus miembros. Como Eva es creada del cuerpo de Adán, la Iglesia, como esposa nace del cuerpo de Cristo. Forma con Cristo un solo cuerpo. Cristo es la cabeza, el miembro más importante, del que todo fiel vive por estar unido a Él. El Espíritu de Cristo, siendo uno y el mismo en cada uno de sus miembros, está en cada uno, aunque desarrolle funciones diversas. Un miembro del cuerpo oye y otro, por ejemplo ve, así en la Iglesia todos somos miembros con el mismo Espíritu, pero tenemos distintas funciones. Unos sirven a la Iglesia enseñando, otros gobernando, otros orando, otros hacen milagros, otros atienden a los enfermos…otros son unos magníficos padres y madres,… Estos son los diversos ministerios, dones y carismas. Todos son dones de Dios para el servicio de la Iglesia. El don más importante es el de la caridad. El valor de nuestro servicio es el de nuestra caridad.
El evangelio nos enseña que Jesús acepta y bendice la institución natural del amor humano y del matrimonio. Establece una continuidad entre el orden natural y el sobrenatural. No sólo con la oración y los sacramentos; también con el trabajo y la actividad en las instituciones humanas naturales, el cristiano, obrando según el Espíritu, se eleva a sí mismo en el orden divino y eleva las mismas cosas para que sirvan a Dios. María está allí, al comienzo de una nueva familia, como estará al comienzo de la vida de la Iglesia en sus dos momentos cumbres: el Calvario y Pentecostés. María, como Madre de la Iglesia, atiende a sus necesidades fundamentales, como fue entonces la del vino, y hace que sean satisfechas en abundancia. María está donde los discípulos de su Hijo están. No les falta el vino del Espíritu.
La Iglesia no olvida nunca a María como intercesora de nuestras oraciones. Ella misma representa a la totalidad de la Iglesia, nacida de la fe, nacida de haber acogido la “Palabra”, cuyo alimento fundamental es meditar la palabra en su corazón.
No quiso la Madre que en Caná faltase el vino, como no quiere que en su Iglesia falten el don de la Eucaristía y el del Espíritu. 
“Hagan lo que Él les diga”, dijo y nos dice María. El discípulo de Cristo aprecia la Eucaristía. Vive de ella. El domingo es el día más importante de la semana, porque ese día con toda la Iglesia universal se reúne con Cristo, escucha atento la Palabra como María, llena su corazón con el vino de la Eucaristía y, como la Eucaristía es “el culmen y la fuente de la vida cristiana”, participa en ella con el corazón más abierto, la felicidad más grande y un amor a Dios y a sus hermanos los hombres que carece de fronteras.
Por medio de nuestra Madre demos a Dios gracias y dejemos a la Palabra que transforme nuestro corazón.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

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                      CICLO B.

        DOMINGO 20 DE NOVIEMBRE DE 2015.
                 CRISTO REY DEL UNIVERSO.



Hoy es el último domingo del año litúrgico. El próximo la liturgia comienza otro. Cada año la Iglesia vuelve a considerar todo el misterio de la vida y persona de Jesús: su venida a este mundo, su mensaje y milagros, su muerte redentora y resurrección, y por fin el establecimiento de su Iglesia, su legado y sus garantías. Se abre el año con la fiesta de su Nacimiento, que es precedida de tres o cuatro semanas de preparación, culmina en la Pascua de su muerte redentora y resurrección, y termina con la fiesta de hoy: la de Cristo Rey.

En todo grupo o sociedad las fiestas tienen su significado social, son del grupo en cuanto tal y tienen como fin el cultivo de elementos importantes para su constitución y vida vigorosa. La misa dominical y la celebración de las fiestas ustedes saben que han tenido una misión de gran valor para la hondura del sentido religioso en los pueblos de América Latina y concretamente en el Perú. La fiesta religiosa revigoriza, despierta y como que resucita la fe, que nuestra condición pecadora tiende como por perezosa inercia a adormecer, empobrecer, difuminar, apagar.

Hoy alcanzamos la meta de este año litúrgico 2009 con esta solemnidad de Cristo Rey. La Iglesia dispone las cosas como en un proceso ascensional. La liturgia va recorriendo los misterios, invita a ir entrando en ellos con profundidad creciente y estimula a vivirlos, de modo que el creyente, transformado por la experiencia de su vivencia y la acción misteriosa de la gracia, como la masa por la levadura, se transforme con más y más en una nueva criatura, en un hijo de Dios, cuyo anhelo, cada día más natural, sea el “¡Abbá! Padre mío” (Ro 8,15).

“Cristo Rey”. Durante el año de mano de la liturgia hemos ido pasando por los acontecimientos y misterios de Cristo. Hoy nos ofrece una visión de conjunto, como una síntesis: Todo viene a concretarse en Cristo. Cristo lo es todo. Al Hijo del hombre –dice Daniel en el texto apocalíptico que se ha leído– “todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasará y su reino no tendrá fin”. “Vestido y ceñido de poder, tu trono está firme desde siempre y tú eres eterno”. “Primogénito de entre los muertos, el príncipe –el primero– de los reyes de la tierra”. Todos los bienes, todo lo que necesitamos y nos salva, nos viene de Él, de su amor: “Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos”. En la colecta o primera oración hemos recordado al Padre que ha querido “fundar todas las cosas en su Hijo muy amado, Rey del Universo”.

En definitiva todo el tesoro de la Iglesia, todo lo que tiene para obrar la salvación de los hombres, todo lo que pueden ustedes esperar de ella es Cristo. De él y de ningún otro hemos de recibir la salvación. La gracia del perdón y la verdad absolutamente necesaria solo nos llegan por Jesucristo; porque para eso ha sido enviado Jesús, para eso continúa estando en el mundo estando presente en la Iglesia, “porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no perezca sino alcance la vida eterna” (Jn 3,15).

En definitiva la Iglesia no tiene que darnos y no nos da otra cosa que a Cristo. “Unos piden ciencia, otros milagros; Nosotros predicamos a Cristo” (v. 1Cor 1,21-24). Porque tanto la ciencia, como los milagros, como cualquier cosa, si no conducen a Cristo, se han convertido en una trampa.

Esto es el ABC de nuestra fe. Esta es la razón por la que venimos cada domingo a encontrarnos con Cristo en la Eucaristía. No venimos, como Pilato, por una necesidad política o de cualquier género, a saber de cosas diversas, de su reino de este mundo, de su poder, de cómo piensa cambiar el mundo. Los que piensan así, los que carecen de tiempo o más bien de interés para la verdad, los que se inventan sus verdades, que salgan al balcón como el procurador del poder de Roma; porque: no les interesa la verdad y jamás entenderán nada sobre ella.

No, nosotros buscamos a Cristo y solo a Cristo. Y a Cristo lo tenemos cerca, como Pilato lo tuvo. Es importante saber y creer en esta presencia siempre cercana de Dios. Cristo la dio como garantía de eficacia para nuestra palabra evangelizadora: “Prediquen el Evangelio. He aquí que estoy con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20).

Cree y entenderás. Es una cuestión de fe. San Ignacio de Loyola, persona que siempre pisó bien en tierra, manifiesta que es muy raro que una persona que se esfuerza por encontrarse con Dios usando los medios de la oración y la penitencia, no lo encuentre: Te levantas en la mañana y saludas al Señor y le das las gracias y pides ayuda para hacer su voluntad. Y tienes que hacer un esfuerzo tal vez pequeño para hacer un favor a una persona, recordando que se lo haces a Jesús. Y vienes a misa y comulgas y tantas cosas más que las haces y las haces así porque a Cristo así le gusta. ¡Ah! No lo dudes. Cristo está cerca y más de una vez casi verás con tus ojos y tocarás con tus manos su presencia que ella sola explica tu paz, tu alegría y la eficacia de tu actividad.

Por eso, al concluir este año litúrgico, me permito invitarles a hacerse preguntas como éstas: ¿Qué siento en mi conciencia? ¿Conozco más a Jesucristo que hace un año? Lo siento como más amigo? ¿Me gusta más leer de Él, de sus santos? ¿Su Iglesia es más mía? ¿Pienso más en Él y en su mensaje cuando tengo que decidir sobre algo? ¿Aumenta en mi conducta el efecto de su mandato “ámense unos a otros como yo les he amado”? ¿Perdono más fácil, como Jesús me dice? ¿Me siento más comprometido con su obra evangelizadora? ¿Oro más fácil? ¿Cómo sufro y qué cosas me hacen sufrir? ¿Encuentro en mi esposo/a, hijos, padres, compañeros de trabajo, en cualquier persona, en los pobres a Jesús? ¿Pueden notar otros que yo amo a Cristo y le sigo?

El ambiente, la cultura en que hoy nos movemos, no cree en la verdad, no ama la verdad, prefiere su verdad, prefiere la mentira. Nosotros sabemos que Cristo es la verdad. No dejemos que la verdad muera. Vivamos la verdad. Vivamos a Cristo. Obremos con Cristo. Obremos la verdad.

PJosé Ramón Martínez Galdeano S.J.

         DOMINGO 15 DE NOVIEMBRE DE 2015.
            Mis palabras no pasarán.

En la Biblia este Evangelio es parte del final de un discurso de Jesús llamado “discurso escatológico”. “Éschaton” en griego significa “lo último”; designa el final de algo. Este capítulo lo dedica Marcos a lo que Jesús dijo sobre el final de Jerusalén y del mundo. La idea conclusiva es la que hemos escuchado: “Mis palabras no pasarán”, se cumplirán, pero “el día y la hora nadie lo sabe” y añade esto, que no se ha leído: "Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será ese momento" (Mc 13,33).

La forma literaria o estilo empleado es el llamado por los exegetas género apocalíptico. Surge en la cultura hebrea y cristiana entre los siglos II a.C y mediados del II d.C. Por medio de símbolos y formas literarias muy raras y difíciles de entender se expresa el sufrimiento del pueblo judío o de los seguidores de Cristo y su esperanza en una intervención mesiánica salvadora o, en el caso de la apocalíptica cristiana, en la Parusía o segunda venida de Cristo, como juez del universo.

En la Biblia cristiana el libro clásico del género apocalíptico es el Apocalipsis. Pero fragmentos de este género los encontramos en otros lugares. Como muestra están la primera lectura de hoy: “Surgirá el arcángel Miguel, el gran Príncipe protector de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no hubo otros desde que existen las naciones. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro”. El libro de Daniel tiene varios fragmentos de este género apocalíptico. Así mismo hoy el comienzo del evangelio: “El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Son signos –no cabe duda–sobrecogedores. Y luego se hace presente Jesús de forma igualmente apocalíptica: “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. El Hijo del hombre ya sabemos quién es y cómo apareció a sus contemporáneos; lo que Jesús revela aquí es que en ese día vendrá “con gran poder y gloria”. Son atributos que pertenecen a Dios. “Con gran poder y gloria” significa que vendrá en el esplendor de su divinidad.

¿Qué ocurrirá con los hombres? Jesús dice: “Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. Con autoridad absoluta irresistible los saca hasta del rincón más escondido, donde quedaron sus cuerpos, porque nada le queda oculto. Se menciona sólo la suerte de los “elegidos”: ellos serán reunidos en la gloria. El primer “Elegido” de Dios es el Hijo, tal como lo reconoció la voz que vino desde el cielo en el momento de la transfiguración de Jesús y en el bautismo: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenlo” (Lc 3,22; 9,35). Los “elegidos” (1P 1,1) son todos los que comparten con el Hijo la condición de “hijos de Dios” (Ro 8,15). Acerca de todos ellos el mismo Dios declara: “Estos son mis hijos, mis elegidos” (Ro 9,26). Y el único medio para llegar a ser hijos de Dios y compartir su naturaleza divina es el amor. Por eso se nos ha dado este precepto: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios” (1Jn 4,7). El que cumple este precepto no tendrá que temer el día de su Venida, sino que ese día se llenará de gozo eterno (v. Mt 25).

Ciertamente que este mundo acabará. La misma ciencia experimental lo afirma. La energía del universo tiene un límite de utilización y no se puede aumentar. Llegará un momento en que todo movimiento cesa, la vida lo hará mucho antes, los hombres antes aún. Científicamente esto es cierto.

Pero la ciencia no da ninguna respuesta a las muchísimas preguntas que el hombre se hace sobre el final y que necesita que se le respondan. La razón busca una respuesta. El hombre religioso la ha encontrado en la religión. El cristiano –demos gracias a Dios– la conoce por la revelación del Señor misericordioso.

Se trata de momentos o situaciones muy serias, en las que se va a decidir de nuestro destino por toda la eternidad, y esto en verdad nos pone los pelos de punta. No parece probable que nos toque a nosotros el fin del mundo; aunque yo pienso que, si ahora, por ejemplo, sucediese, sería fácil comprobar que la profecía de Jesús se ha realizado: guerras, desastres naturales frecuentes, el evangelio predicado y conocido por todas las naciones, increencia y aun agresividad antirreligiosa generalizada junto con una difusión universal del evangelio universal por los medios de difusión. ¿Estaremos no tan lejos del final? Conforta, sin embargo, aquello de Santa Teresa de Lisieux en la hora de su muerte: “¡Qué consuelo pensar en que se va ser juzgada por Aquel a quien se ha amado tanto en la vida!”. También Jesús nos tranquiliza, nos anima a perseverar y nos asegura la presencia del Espíritu Santo y promete que no se perderá ni un cabello de nuestras cabezas (Mc 13,11.13; Lc 21,18.28). Nos pone el ejemplo estimulante de la higuera en la primavera y nos da su palabra de que así sucederán las cosas y que no nos hace falta conocer la hora exacta. Ni Él la sabe, sólo el Padre. Lo que quiere decir que no quiere Dios decírnosla y que Él no tiene la misión de manifestarla, sino de alertarnos para que estemos vigilantes y así aprovechar el tiempo que nos queda, obrando la justicia y la caridad.

El “no pasará esta generación antes que todo se cumpla” se hace realidad bien porque el término “generación” significa esta raza o nación judía (lo cual es posible), o bien las personas que ahora están en vida (también posible) y entonces se referiría a la destrucción del templo y de Jerusalén en el año 70, que fue la primera pregunta de los discípulos y que es el símbolo del final del mundo.

Lejos de infundirnos miedo, esta palabra de Jesús debe estimularnos ante la primavera, cada vez más cercana. “Él está cerca”. “El cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán”. Debemos tenerlo presente siempre. Constantemente, pero especialmente en las peores tribulaciones y en los momentos más difíciles “el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán”

...PJosé Ramón Martínez Galdeano S.J.

        DOMINGO 8 DE NOVIEMBRE DE 2015.

 El Señor ama a los justos y sustenta al 

 huérfano y a la viuda.


San Pedro da la impresión de querer acabar ya su catequesis. Lo hará en seguida con el fin de Jerusalén y Juicio final, y la Pasión de Cristo y la resurrección. Pero antes no quiere omitir algo que tiene especial valor en la conducta de todo bautizado. Una vez más les recuerdo que el Evangelio de Marcos está destinado a catecúmenos y trata de lo más básico de la fe. De asuntos de conducta moral habla poco y en general brevemente. Se limita a los que considera más fundamentales. En la perícopa de hoy se habla de dos: de la soberbia y de la limosna. Los trata casi telegráficamente.

Estamos en Jerusalén unos tres días antes de la muerte de Jesús. Viene teniendo una serie de diálogos tensos con grupos de sus adversarios, escribas, fariseos, saduceos y herodianos, todos mancomunados contra él. En Jerusalén hay mucha gente, que ha venido, como es normal, a celebrar la Pascua. Jesús es muy conocido. El primer día de la semana, aquel Domingo de los Ramos, la gente había respondido y Jesús tuvo un triunfo sonoro. Tenía autoridad. El pueblo le aclamó como al Mesías, al “Hijo de David”. Ha llegado el momento de manifestar claramente quién es y de establecer la nueva Iglesia, el nuevo y eterno Pueblo de Dios, el que se reúne por la fe en Él, el de los verdaderos adoradores en espíritu y verdad (Jn 4,23), de cuyo templo Él es la piedra angular que sostiene todo el edificio y da vida a todo, pues sus fieles serán piedras (1Pe 2,4-6).

Jesús condena muy duramente la soberbia de los escribas y su avaricia. Hasta se permite criticar con acritud las oraciones de los escribas, porque lo hacen a cambio de plata. El texto es tan claro que ahorra todo comentario. Les discute la autoridad doctrinal religiosa, por muy rabinos y doctores que sean.: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza; buscan asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos». Ironía, concreción, colorido expresivo, claridad. Jesús es un gran orador.

«Éstos recibirán una sentencia más rigurosa». El mayor conocimiento religioso es una gracia y hay que hacerla fecunda, como el campo hace a la semilla, y se logra con obras de caridad y servicio.

Pedro está queriendo enseñar a aquellos recién convertidos de Roma que no se dejen atraer por teorías religiosas de corte puramente humano, que sólo satisfacen la vanidad y ambición de los “maestros” que las promueven. Una doctrina que no conduce a Jesucristo, abrazando el camino de la cruz, de la humildad y del desprecio del dinero, no salva a nadie.

Pero además Pedro está amonestando a sus oyentes para que no caigan en el pecado de los escribas. La insistencia de los evangelistas en destacar el durísimo conflicto de Jesús con los escribas y fariseos y el mundo religioso de su tiempo se explica porque así fue la realidad; pero también porque es un peligro para el creyente cristiano fuertemente comprometido con su fe caer en la soberbia de creerse mejor que los hermanos pródigos, ignorantes, poco observantes y alejados de la casa del Padre: “yo no soy como los demás hombres. Como ese publicano” (Lc 18,11). Nunca se presenten en la confesión ni en la Iglesia como “muy cristianos”. Si algo bueno hemos hecho y hacemos es por la gracia de Dios (v. Lc 17,10). Como dice San Pablo de los israelitas que pecaron en el desierto, y que podemos aplicar a aquellos escribas: “Todo esto sucedió y es un ejemplo, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos (o realización plena de la obra salvadora de Jesús). Así el que crea estar en pie, mire no caiga” (1Co 10,11).

Además de la oración, para conseguir esta humildad, procuremos refrenar todo juicio temerario sobre los demás, aceptar nuestros errores involuntarios, reconocer nuestras faltas y equivocaciones, tomar conciencia de los pecados de omisión, de las oportunidades de obrar bien desperdiciadas. La mentira, tan frecuente, tiene a veces su causa en evitar la vergüenza de reconocer algún error o defecto propio.

Es posible que Jesús se sentase luego delante del gazofilacio, el tesoro del templo, que tenía una especie de trompas o cuernos de bronce para las limosnas, esperando ver una escena como la del evangelio, que no sería nada rara: siempre hay gente rica vanidosa y gente modesta y humilde. En efecto muchos ricos hacían ostentación de generosidad, de riqueza, de poder y, cómo no, de religiosidad. Otros lo hacían normalmente. Pero sobre todo aquella pobre viuda, pobre como se veía por su vestir y su aspecto corporal, probablemente anciana, de andar torpe y vacilante, sin poder social ninguno, sola, se acerca y hecha dos “leptones”. (No me gusta la traducción litúrgica. El leptón era la moneda más pequeña de las que circulaban por Palestina; era moneda griega y en Roma no se usaba; por eso Marcos, en su original griego, pone el equivalente romano de los dos leptones: “un cuadrante”; lo que otra vez confirma el origen romano del evangelio de San Marcos).

Jesús no condenó a aquellos ricos. Aunque en la narración de Marcos sí asoma cierto acento de crítica a su vanidad (“la gente iba echando dinero, muchos ricos echaban en cantidad”). Jesús no los critica; pero sí alaba mucho a la mujer: “Les aseguro que esa pobre viuda ha puesto en el arca de las ofrendas más que nadie”. Una vez más encuentro que la versión litúrgica no expresa toda la fuerza de la afirmación de Jesús. Cierto que la traducción no es fácil. Jesús usa el término hebreo “amén”, que reafirma las verdades más indiscutibles y seguras. Aquí podría traducirse: “Con toda verdad y seguridad les digo que esa pobre viuda ha ofrecido más que nadie”. Para Él (y para Dios Padre) la limosna de aquella pobre viuda valía mucho más que las limosnas de los demás, incluidas las grandes ofrendas en oro de los ricos. Valía más no porque sirviera para adquirir más cosas, sino porque demostraba más generosidad, suponía más sacrificio y en definitiva exigía y mostraba más amor.

Cierto que los deberes de justicia son los primeros. Pero la limosna nos enseña el Evangelio que es también una de las obligaciones, y graves, del cristiano. Hablando del infierno el Catecismo nos dice que “nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños, que son sus hermanos (v. Mt 25,31)” (CIC 1033). La preocupación de si damos limosna suficiente a los pobres y a las obras de la Iglesia es muestra de que tomamos en serio la fe. Terminemos con esta consideración del Catecismo: “Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios”. Y lo confirma con la cita de San Agustín: “Cuando coloque a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18,4,4; CIC 1039). Es decir que nuestras buenas obras serán consideradas meritorias si han sido acompañadas por la limosna.

Junto con la oración y el ayuno, la limosna y las obras de misericordia son el medio para obtener el perdón de los pecados, es decir las gracias para crecer en las virtudes que nos son necesarias y corregirnos en los vicios que nos impiden más la caridad con Dios.

Que la Virgen María nos ayude a creerlo y practicarlo.

...PJosé Ramón Martínez Galdeano S.J.

       DOMINGO 1 DE NOVIEMBRE DE 2015.


¡La salvación es de nuestro Dios y del Cordero!



En la fiesta de hoy, la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia celebra a todos los Santos que a lo largo de su historia alcanzaron la santidad, practicando las virtudes en grado heroico. Superan con mucho el número de días del calendario anual y no hay posibilidad de dedicar cada año a cada uno un día. La Iglesia los reúne a todos en este día.

Durante los primeros siglos sólo se daba culto a los mártires de la fe en el aniversario de su martirio. Más tarde comenzó el culto de los confesores, llamados así porque sus actos en vida manifestaban o confesaban su fe cristiana de manera clara. Los fieles se encomendaban a ellos y Dios lo aprobaba hasta con milagros. Luego se introdujeron los procesos de canonización y beatificación, que hoy concluyen ante el Papa. Además de pruebas sobre la virtud en grado heroico, se exigen un milagro para la beatificación y otro para la canonización. Con la canonización el Papa declara de forma infalible que aquel fiel ha llegado al Cielo y por tanto su vida y su doctrina son válidos como norma y camino para el cielo y su intercesión eficaz para obtener los favores de Dios.

Es importante que todos tengamos esto claro: Los católicos no adoramos a los santos. Sólo adoramos a Dios, uno en su Trinidad, en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. La señal de adoración es la genuflexión. Nosotros no hacemos genuflexión ante las imágenes de los santos ni de la Virgen María, porque no los adoramos; hacemos genuflexión ante el Santísimo Sacramento, presente en la hostia y vino consagrados y también en las hostias consagradas guardadas en el Sagrario. Allí sí está presente Dios, es decir Cristo real y verdadero, con su cuerpo, alma y divinidad. Por eso le adoramos. Pero a las imágenes, ni siquiera las de Cristo, no hacemos genuflexión porque representan pero no hacen real ni presente a Dios.

Además de los santos canonizados, hoy también honramos a todos aquellos que por su fe y los méritos de la sangre de Cristo recibieron el perdón de los pecados y, tras purificarse, si lo necesitaron, en el Purgatorio, recibieron la recompensa de su conversión y demás obras buenas. A algunos, tal vez no pocos, los hemos conocido. Tenemos razones para confiar con más o menos seguridad que por la misericordia de Dios están en el Cielo. Hoy celebramos su salvación, junto con esa misma misericordia de Dios, y podemos invocarlos pidiendo que intercedan por nosotros. Yo les recomiendo que lo hagan con su mamá, su papá, su hijo o hija, su hermano o hermana, aquel amigo, amiga o compañero del que conservan tan buenos recuerdos. Con frecuencia notarán que su oración es eficaz.

Dios se complace que oremos así a los santos y que los pongamos como intercesores. A través de ellos está haciéndose presente en el mundo y bendice y concede favores y aun milagros, sobre todo por medio de personas santas en grado extraordinario, como Juan Pablo II y otros cuyas causas de beatificación y canonización están en curso. Dios honra a los santos; él sabe que ello nos estimula a que nosotros confiemos en Él y nos esforcemos por ser mejores.

Porque pertenecemos a una Iglesia santa, que nos quiere santos y tiene los medios que necesitamos para serlo. “Creo en la santa Iglesia católica” –decimos en el Credo–. Y el Catecismo nos enseña: “La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama el solo santo, amó a su Iglesia como a su esposa. El se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del Espíritu Santo para gloria de Dios (LG 39). La Iglesia es, pues, el Pueblo santo de Dios y sus miembros son llamados santos. La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por El; por El y con El ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. En ella donde conseguimos la santidad por la gracia de Dios. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad cuyo modelo es el mismo Padre” (CIC 823-825).

Tenemos la santidad al alcance de la mano. Dios quiere que seamos santos y está dispuesto a ayudarnos y acompañarnos en cada esfuerzo para ello. “Sean santos –nos dice – porque Yo soy santo” (Lev 11,44). “Siete veces al día cae el justo” (Prov 24,16). Las faltas cotidianas no nos deben desanimar. No nos abandonemos.

¿Cuáles son los medios? Fundamentalmente el ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad. Y para ello oramos, nos alimentamos con su palabra y los sacramentos, nos esforzamos en llevar la cruz, aunque nos pese y a veces tropecemos, y procuramos hacer el bien de palabra y obra allí donde estamos. En misa, sobre todo la del domingo, con toda la Iglesia de Dios, miramos al Padre y con el Espíritu nos ofrecemos a Él con Cristo: “Por Cristo, con Él y en Él a Ti, Dios Padre Omnipotente, todo honor y gloria por los siglos de los siglos”.

Un día, que para nadie está tan lejos y para más de uno ciertamente está cercano, “cuando se manifieste lo que somos”, seremos de los que “gritarán con voz potente: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en ello trono, y del Cordero. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén”
...PJosé Ramón Martínez Galdeano S.J.

         DOMINGO 25 OCTUBRE DE 2015.
     Señor, que yo te esté viendo siempre.


Nos encontramos a una semana o menos de la muerte de Jesús. Jericó está a un día de camino de Jerusalén. Inmediatamente entrará en la ciudad el Domingo de Ramos, posiblemente haciendo noche en Betania, que está a una hora escasa.

La viveza de la narración, la cita del nombre del ciego, Bartimeo, y la expresión también hebrea de “Rabboní”, que los oyentes no entienden y viene en el texto griego, muestran al testigo ocular, Pedro. Marcos, excepto a los apóstoles, sólo llama con su nombre propio a Jairo y a este ciego. Es probable que perteneciese a la comunidad romana que escucha; el nombre hebreo se traduce, porque los oyentes no entienden su significado. Mateo habla de dos ciegos; Marcos de uno solo, del que da el nombre y muchos detalles, lo que refuerza la sospecha de ser muy conocido en la comunidad de Roma.

También el “Hijo de David” no aparece, dirigido a Jesús, en todo San Marcos más que aquí y en la entrada de Ramos dos o tres días después. A los cristianos de Roma, en su mayoría de origen no judío, no les decía nada. El mismo Jesús nunca se llamó así dado el concepto mesiánico de los judíos de aquel tiempo esperando un mesías puramente temporalista. El milagro y su petición refleja el concepto del Mesías no políticamente poderoso sino misericordioso con los que sufren, que cura ciegos como dice Isaías (“te he destinado a ser luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos”, 42,6-7) y también Jeremías en lectura de hoy: “El Señor ha salvado a su pueblo. Los traeré, los reuniré. Entre ellos hay ciegos y cojos”.

Fue llevado a Jesús. El momento está descrito preciosamente por Pedro. Planta al lector en primera fila: “Llamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús” ¿Qué quieres de mí? “¿Qué quieres que haga por ti?”. Jesús y todos lo sabían. Pero quería que expresase su deseo y así se hiciese más consciente de su necesidad y viviese bien a fondo su confianza y fe.

“¡Maestro!”. Marcos, como dije, lo cita en hebreo, repitiendo a la letra la palabra del ciego: “Rabboni”, que no es simplemente Maestro sino “Maestro mío”. La expresión va cargada de confianza, de agradecimiento, de fe, de seguridad en que solo Él, solo Jesús y nadie más que Jesús puede devolverle la vista: “¡Maestro mío! ¡Que pueda ver!”. En el paralelo Mateo dice que, al curar, Jesús tuvo compasión y les tocó los ojos En Marcos Jesús sólo destaca la fe del ciego, ni siquiera le dice que vea, sino: “Anda, tu fe te ha curado.”

Jesús no hará ya más curaciones milagrosas. En Jerusalén culminará su predicación, el jueves celebrará la última Cena y el viernes celebrará la Pascua de verdad muriendo en la Cruz. Levantado en alto, el que le mire y crea en él se salvará y el que no crea se condenará. Eso mismo resucitado encargó a los discípulos: “Prediquen el Evangelio a todos. El que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere, se condenará” (16,15-16). La fe es el punto culminante de la catequesis de Marcos y el objetivo fundamental (v. 1,1): “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.

Fe es creer en lo que no se ve. Hay una fe humana, que es creer en lo que los hombres nos dicen. Sin esa fe no se puede vivir. Compramos diarios, vemos televisión, escuchamos radio, leemos libros, trabajamos en común, mandamos hijos a la escuela… Si no se creyera a los demás, sería perder el tiempo. Reflexionando un poco seriamente, se ve que es un gran absurdo decir que no se cree más que lo que se ve. La experiencia de mis actos internos no la tengo más que yo. Mi dolor, mi alegría, mi pensar, mis sentimientos, mi querer, mi admiración, sólo yo los experimento. Creo al médico, a mis padres, a mi esposo o esposa, a mis hijos, al que me vende algo, a quien me sirve la comida, al profesor, a las noticias de los medios, etc. ¿Quién sabe quiénes son sus padres? sino creyendo. Creyendo es como sabemos más del 90% de las cosas que conocemos. Si cada uno tuviéramos que descubrir por experiencia lo que sabe, continuaríamos todos siendo unos salvajes sin conocimientos. Todo progreso humano se ha hecho y hace usando de conocimientos que en su mayor parte no hemos descubierto nosotros. El hombre cree por naturaleza, necesita creer para vivir, hace muy bien en creer, progresa creyendo y es muy razonable creer. El hombre se puede definir como el único ser del mundo que cree. Lo dicho se refiere a la fe humana, la fe del hombre en el hombre.

La fe sobrenatural, la fe cristiana, es creer en Dios que se ha revelado a los hombres. Porque el hombre no ha visto a Dios, pero Dios se le ha revelado. Y si es razonable que creamos a los hombres, los cuales nos pueden mentir o simplemente equivocarse, creer a Dios es mucho más razonable. Porque Dios no puede equivocarse pues es infinitamente sabio, ni puede mentir pues es infinitamente bueno.

Dios nos habla, a veces directamente, otras indirectamente por medio de otros hombres, pero para que nos lo comuniquen a nosotros. Ha hablado a Abrahán, Moisés, los profetas, los apóstoles, San Pablo y otros, y sobre todo nos ha enviado a su Hijo Jesucristo, para que nos comuniquen a los demás su mensaje (Hb 1,1-2). Si esto podemos comprobarlo como razonable, no cabe duda de que debemos creer en la existencia de ese Dios creador, que se nos ha comunicado, y en su mensaje. Esto en definitiva es creer en Dios y a Dios.

En efecto son muchos los hechos que de modo aplastante nos dicen que es así. Dios nos ha hablado a lo largo de la historia. Son innumerables las pruebas que hacen razonable nuestra fe: Es toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, de la que tenemos miles de copias y traducciones a las más diversas lenguas de los siglos más antiguos; son muchos escritos explicando y discutiendo los textos; son descubrimientos arqueológicos, otros textos históricos confirmatorios; son realidades actuales como los milagros que se siguen dando (cada beatificación y canonización exigen un milagro aplastante, examinado por científicos especialistas que excluyen la explicación por causas naturales). La misma existencia hoy de la Iglesia Católica, única institución social que persiste al cabo de veinte siglos sin armas, sin riquezas, cuando no hay ninguna otra organización social humana que tenga una presencia y una autoridad moral en el mundo, incluso fuera de sus límites, comparable. Todo esto demuestra que el Todopoderoso la sostiene y que lo que ella testimonia de Dios es la Verdad.

Es pues razonable creer en nuestra fe y en nuestra Iglesia. Es razonable creer en Dios que nos ha hablado y se ha manifestado en Jesucristo. Es razonable creer en que Jesús es el Hijo unigénito del Padre que se hizo hombre en el seno de la Virgen María, que cargó con nuestros pecados y murió en la cruz y resucitó por nuestra salvación. Es razonable creer en la Iglesia Católica y en que nos transmite la Verdad que Dios nos ha manifestado por Jesús y los profetas y en que perdona los pecados y nos comunica la vida y el Espíritu de Cristo en los sacramentos.

Esta fe es además para nosotros no una obligación cargosa sino la entrada a una vida maravillosa. Es como la entrada a un estadio para escuchar esos conciertos de masas o contemplar un espectáculo deportivo entre los dos mejores equipos. No se entra para estar dos horas sentados en una dura banca. Se va para disfrutar de algo inenarrable. Así es la fe. Se entra para una experiencia inenarrable, para ver algo grande. ¿Qué? Para ver a Cristo.

De aquel antes ciego dice el texto que “recobró la vista y lo seguía por el camino”. Ustedes no están ciegos, tienen fe. Sigan a Cristo en su camino. Es el camino que están haciendo el día de hoy. ¡Cuántas veces lo había recorrido Bartimeo! Pero ahora era muy distinto. Ahora veía el sol, las casas, los árboles, las flores, los colores, los pájaros, los rostros de las personas, su sonrisa y su dolor. Todo tenía una nueva dimensión, una nueva vida.

Es lo que tiene que suceder con ustedes. Tienen fe. Deben abrir los ojos y mirar. Hablo de los ojos y del mirar de la fe. La fe es el comienzo de la justificación. Nuestras obras no valen si no se hacen con fe. Hay ya una fe, que podemos calificar de elemental. Ustedes han venido a misa porque tienen fe, la fe les ha impulsado a ello. Han entrado en la iglesia, hecho la genuflexión ante Jesús en la Eucaristía, porque tienen fe. Mientras escuchan la palabra, miran como de reojo su conducta para ver en qué fallan o pueden mejorar su actitud cristiana. Dan una limosna. Frenan una intemperancia que puede molestar, porque ese hermano representa a Jesús o simplemente porque es algo bueno que Dios quiere. Podríamos ir añadiendo un montón de cosas. Todas son un ejercicio de fe.

Pero se puede mejorar; se puede hacer más. Así como los músculos se vigorizan con el ejercicio y la alimentación apropiada, también la fe. ¿Cómo? Con la oración, con los sacramentos, con las obras de caridad, con la lectura y escucha de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, con la participación en la vida de la Iglesia, con el ejercicio de las virtudes en la vida, en la familia, el trabajo, la vida social. Hecho todo desde la fe y con la fe más vigorosa que se pueda, el cristiano va logrando cada vez mejores marcas, aumentando su fe y sus virtudes y viendo cada vez mejor a Dios cerca y en todo. Así, por ejemplo, de la eucaristía deben salir más alegres por haber podido comunicarse con Dios y haber escuchado su Palabra; al oír la Palabra, piensen en lo que les dice para su vida actual y normal; deben salir animados a ser más amables en sus familias y allí donde vayan este domingo y más adelante.

Como ustedes comprenden, podríamos seguir así toda la mañana. No es fácil vivir de la fe; pero, cuando con la gracia de Dios se logra en alguna proporción, la vida cambia, se ve lo que no se ve más que con ella.

Bartimeo seguía a Jesús y probablemente no dejó nunca de seguirle. Pidámosle su gracia para hacerlo también nosotros: “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno. Véante mis ojos, muérame yo luego” (Santa Teresa).
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
       DOMINGO 18 DE OCTUBRE DE 2015.

Tengámoslo claro: para servir, no para que nos sirvan.


Tras el pasaje del joven rico y las riquezas del domingo pasado, el texto de Marcos reproduce la tercera predicción de la pasión y muerte e inmediatamente esta perícopa de hoy. Jesús camina hacia Jerusalén. Estamos a una semana o diez días antes de su muerte. La escena siguiente en San Marcos tiene lugar en Jericó a un día de camino hacia Jerusalén. Dan la impresión, tanto Jesús de que es consciente del inmediato fin de su vida y de la necesidad de recalcar a los discípulos los puntos clave de su enseñanza, como San Pedro de hacer lo mismo en su catequesis a los catecúmenos y recién bautizados con la enseñanza de lo más importante de la vida cristiana.

Si la ambición de poseer permanecía en los discípulos –como comentamos el domingo pasado–, la ambición del poder y de ser el primero era mucho más aguda y operante. La primera parte del evangelio de hoy es una prueba clara. Recordemos a los discípulos discutiendo sobre ello cuando Jesús les dio la lección con un niño; tres veces les había hablado proféticamente de su pasión; y todavía seguían empecinados, tercos, aspirando toditos a ser el primero. Hasta en la Última Cena tendrán una conducta bajo este aspecto vergonzosa y Jesús, lavándoles los pies, insistirá en la exigencia de la humildad. Si para los hombres separar el corazón de la riqueza es imposible, no digamos nada de la ambición de ser el primero.

Los dos apóstoles Santiago y Juan son especialmente predilectos de Jesús juntamente con San Pedro. En las listas de apóstoles están siempre en primer lugar y son los que Jesús quiere que le acompañen en momentos cumbre como en la Transfiguración y en la oración de Getsemaní. Los exegetas sospechan que su madre estaba emparentada con la de Jesús. Estuvo con ella al pie de la cruz. El paralelo de Mateo dice que fue ella la que personalmente presentó a Jesús la petición de sus hijos; no es imposible que la idea hubiera nacido en ella misma y se la inculcase a sus hijos.
No pasen por alto todos estos detalles. Nos indican lo difícil que es entrar en el corazón y misterio de Jesús. Le han escuchado las bienaventuranzas (“bienaventurados cuando les injurien”); las malaventuranzas (“ay cuando todos hablen bien de ustedes”); lo de que “los primeros serán los últimos y los últimos los primeros”; lo de los niños a los que hay que asemejarse; tres veces solemnemente y otras sin ese énfasis pero con claridad había predicho su pasión y muerte; y todavía continúan con la ambición de aprovecharse de Jesús para ser los primeros, sentándose en su gloria “uno a la derecha y otro a la izquierda”.

El cáliz y el bautismo de que Jesús les habló era el de su propia sangre (v. Mt 20,22; Lc 12,50) y los Zebedeos lo entendieron. Eso sí. No se echaban atrás. Aceptaban que el precio de sus ambiciones fuera el sufrimiento. Sin embargo no habían comprendido –ni los demás tampoco– el verdadero espíritu de Jesús.

Jesús no acepta la buena disposición, el coraje (digamos) de Santiago y Juan: “Ustedes saben que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos –mejor sería traducir “las tiranizan”– y les hacen sentir su autoridad –sería mejor “las someten”–. Pero entre ustedes no debe ser así: el que quiera ser grande, que se haga servidor de todos; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y su vida en rescate por todos”. Ya dije que en los evangelios el término “Hijo del hombre” únicamente lo emplea Jesús y nombrándose a sí mismo y acentuando su conciencia de que Él es Dios. También expliqué en otra ocasión que el modo de construir las frases por contraposiciones y en paralelismo son muy hebreas. Facilitan el aprendizaje de memoria y suscitan la atención. De todo esto se deduce que –aunque sea posible que se haya introducido alguna modificación ligera– son del mismo Jesús a la letra. Son ideas que se repiten en otras partes de los evangelios. Y Jesús las expresa con lenguaje condenatorio y duro; y como son muy importantes para él, las repite.

No es fácil. No nos extrañe que no seamos mejores que los Zebedeos. Nos cuesta ser menos que los demás. Me atrevo a hacerles una afirmación. En nuestra vida la mayor proporción de las veces en que nos sentimos mal es porque nos parece que nos han humillado; que no son reconocidos ni nuestros valores, ni nuestro trabajo, ni nuestra buena intención, ni nuestros aportes, ni, menos, nuestros logros. Una gran parte de los conflictos en la familia, en el trabajo, en los grupos sociales y aun eclesiales, son por el afán de ser los primeros, de imponer las propias opiniones, de frustración por no ser valorados nuestros aportes, de heridas sicológicas que nos produce la envidia, la indiferencia, la vanidad o la soberbia de los demás para con nosotros.

No yo, es Cristo, “el Hijo del hombre”, quien les sugiere el secreto de la paz y alegría en el corazón: Hacerse el servidor de todos y el esclavo de todos. San Pablo se lo dice a sus queridos filipenses: “Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo Dios, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,3-8).

Cierto que semejante conducta es imposible sin la gracia de Dios. Por eso pídanla a Dios continuamente en su oración. Verán cómo (aunque duro) es fácil el hacerse santo. Aguanten sin quejarse esa palabra altanera, grosera o molesta; sufran con paciencia las consecuencias de aquella equivocación o, tal vez, falta; reconozcan sus limitaciones y manifiesten su necesidad de ayuda o de consejo; manifiesten de forma serena y humilde pero clara la verdad con la Iglesia en cuestiones graves (como ahora la del aborto) aun a riesgo de ser tildados de anticuados. Si procuran vivir así, tendrán la experiencia de que Dios bondadoso está muy cerca, y ustedes le pedirán ayuda, le ofrecerán sus cruces, le agradecerán que les haya ayudado y hará sentir en el fondo de sus corazones su aprobación y la presencia y fuerza de su Espíritu. Porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6). “Hagan esto y vivirán” (Lc 10,28).
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

       DOMINGO 11 DE OCTUBRE DE 2015.

Lo imposible para los hombres, posible para 

Dios.

[Jesús+y+el+joven+rico+1.jpg]La Iglesia al hilo de San Marcos sigue haciéndonos volver la mirada hacia aspectos muy importantes de la conducta humana, en los que nuestra conciencia cristiana debe sentirse continuamente interpelada; son difíciles y ofrecen por ello oportunidad de dar testimonio de la fe. En estos ámbitos quien no se preocupa de vivir su fe procede de forma muy distinta del que se esfuerza por ser coherente. Quiero decir que, si ustedes en su vida cumplen con esos valores cristianos, llamarán la atención como tales; y, si los viven con alegría, estarán diciendo claro que el Evangelio es de verdad una buena noticia.

Tras presentar la doctrina sobre el matrimonio y la alegría sana de la vida de familia, Marcos recuerda al joven rico, un joven limpio, noble, buscador del Reino de Dios. Pedro, tan intuitivo, quedo impresionado por la mirada de Jesús a la respuesta de haber cumplido siempre aquellos mandamientos que le recordara: Jesús le miró con “cariño”.

Aquel joven sentía dentro necesidad de una perfección mayor. Ya sabía que la vida eterna, que sería en el futuro, se lograba practicando los mandamientos. Pero en ese momento le tironeaba con una fuerza continua e invencible algo más perfecto, más grande. Mas no sabía qué era. Por eso viene corriendo, se arrodilla y busca en el “maestro bueno” la luz que necesita para tirar por un camino que le acerque más a Dios. El Señor le miró con cariño. Así lo hace con todos los que invita a una vida de renuncia en el sacerdocio o la vida consagrada, hombres y mujeres. En estos casos no cabe la menor duda. Pero también lo hace con otros a los que no llama a la vida consagrada, pero sí a una vida de más cercano seguimiento, que incluirá una relación de mayor intimidad y servicio. Recordemos los casos de los hermanos Marta, María y Lázaro, de las mujeres que le acompañaban y servían, de Nicodemo y José de Arimatea.

Tanto en un caso como en otro una de las dificultades más notables es el problema del uso del dinero y de las riquezas de este mundo.

“Jesús lo miró con cariño y le dijo: Una cosa te falta. Anda, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme”. Precioso. Y sin embargo ¡pobre muchacho! Viene a Jesús lleno de ilusión, corriendo, se arrodilla con veneración, “maestro bueno” le llama, busca y espera de Jesús una perfección moral y religiosa muy profunda, arrebatadora; pero cuando oye al “maestro bueno” de dejar sus riquezas, todo se le hunde; como que un rayo cae sobre él y quema todos sus anhelos; “abatido” –traduce el texto litúrgico–; el original griego alude a la oscuridad temible de la noche; no dice nada, frunce el ceño, se levanta y se va. “Tenía muchos bienes”.

A Jesús mismo le impresiona. “Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios”. También los discípulos estaban conmovidos; y ni de lejos esperaban un comentario como el del Maestro; “se extrañaron de estas palabras”. Pero Jesús no se quedó ahí. Aprovechó para dar una lección con toda crudeza: “¡qué difícil –insistió– es para los que tienen riquezas entrar en el reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios”. Expresión muy hebrea, lo que denota haber sido pronunciada por el mismo Jesús a la letra o casi a la letra. Es una fórmula exagerada, hiperbólica, como suelen usar los oradores –Jesús era un gran orador– para subrayar la importancia de una idea.

Jesús se había expresado de tal forma que los discípulos entendieron claro que también a ellos les tocaba. ¿No pensaban ellos del dinero lo mismo que aquel joven? “Ellos se espantaron y comentaban: Entonces ¿quién puede salvarse? Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Dios lo puede todo”. También a nosotros se refiere. Por eso la incluye Pedro en su catequesis fundamental.

Todos tenemos que hacer uso de bienes materiales, todos empleamos dinero. ¡Qué difícil es que no se nos pegue a las manos como al que anda con las suyas metidas en petróleo! ¿Quién puede salvarse? ¿No se les pega el dinero al corazón? ¿Qué piden, de qué hablan los esposos, los padres con los hijos y los hijos con los padres? ¿Qué piensan que les haría más felices? ¿Para qué trabajan? ¿Para qué estudian? ¿A qué tienen miedo? ¿Podrán entonces ustedes salvarse?

Lo imposible para los hombres es posible para Dios. Una petición del padrenuestro, que deben tomar muy en serio: la del pan de cada día. Basta ese pan de cada día. Den gracias al Señor por ese pan en las comidas. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”. No gasten más de lo que tienen; si se les ofrece la oportunidad de ganar más, calculen que no tengan que sacrificar algo más valioso; adapten su vida a sus ingresos; cuidado con las tarjetas de crédito y los préstamos bancarios, que engañan más que el diablo; no roben, ni banqueros ni particulares, con los préstamos; yo creo que, en general, un interés anual no debería pasar de un 2% mensual o un 25% anual; pedir dinero prestado con la esperanza de no pagarlo es una forma de robar; y den limosna a los más necesitados y para que el Evangelio llegue a más gente.

¡Cuidado los ricos! No son dueños absolutos de los bienes materiales. Son administradores. Den y se les dará en una medida colmada, rebosante, porque con la medida con que midan se les medirá a ustedes (Lc 6,38); porque “les aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en el mundo futuro la vida eterna”.
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

         DOMINGO 4 DE OCTUBRE DE 2015.
  Lo que Dios ha unido, unámoslo con Dios.



Les vuelvo a recordar que en esta parte del evangelio de San Marcos, desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo y hasta la pasión, Jesús emplea la mayor parte de su tiempo –algo menos de un año– y fuerzas en instruir a los doce sobre la Iglesia y los puntos clave de su misión. Hoy toca el matrimonio y la familia, que surge de él. Es un punto fundamental. Aparece como tal ya desde el principio en los mismos evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento. De sus alrededor de 35 años de vida mortal, Jesús vivió unos 32 en familia. Toda su vida y todos sus actos fueron para la redención y salvación de la humanidad; más del 90 % de ellos los hizo viviendo con su familia. Conclusión: la vida en la familia es en cada persona muy importante para su propia salvación y para cumplir con su misión en la Iglesia.

San Marcos, como ya saben, se basa en la catequesis de Pedro en Roma a catecúmenos y bautizados en su mayor parte de origen pagano. Eran idólatras y San Pablo en su Carta a los Romanos nos descubre cómo eran y habían sido las costumbres familiares de aquellas gentes. Dice que estaban entregados “a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos” y que estaban entregados “a pasiones infames” (v. Ro 1,27). A estas personas Pedro se atreve a proponer el ideal de Cristo sin atenuaciones, porque sabe que la gracia de la conversión lo hace posible.

“Se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba”. Sus enemigos ya están muy decididos a acabar con Él y están tratando de crearle situaciones difíciles para que pise el palito y tengan motivos claros para eliminarlo. La mala intención de los fariseos da pie a los exegetas a pensar que sabían de la opinión peculiar de Jesús frontalmente contraria al divorcio. Sobre la cuestión del divorcio no había acuerdo entre los rabinos. En la ley del Deuteronomio, cuyo origen es Moisés, se admitía que el esposo pudiera repudiar a la mujer; pero debía cumplir dos condiciones: hacerlo con un documento escrito y motivarlo por haber notado en ella “algo torpe” (Dt 24,1). En tiempo de Jesús había dos opiniones muy opuestas de dos escuelas rabínicas; la del rabino Shammai era el adulterio de la mujer y nada más; para Hillel valía cualquier cosa que le desagradase al marido: hasta que se le hubiese quemado la comida o simplemente que otra mujer le gustaba más. Ni hay que olvidar que en ese momento vivía públicamente en concubinato Herodes con Herodías, mujer de su hermanastro Filipo. Así la respuesta de Jesús, que se esperaba, arrojaría más leña al fuego del caso Herodes-Herodías, complicando la situación de Jesús.

“¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? Él les replicó: ¿Qué les mandó Moisés? Contestaron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. El giro de la discusión es típicamente rabínica: vayamos al texto de la Ley. La verdad es que en el libro del Deuteronomio, que viene a ser el desarrollo legislativo de la ley del Sinaí, se lee esto: “Cuando un hombre toma una mujer y se casa con ella, si resulta que esta mujer luego no le gusta, porque descubre en ella algo torpe, le redactará el acta de repudio, se la entrega y la echa de casa” (Dt 24,1).

¿Va a entrar Jesús en la discusión de las escuelas? En absoluto. Rechaza la misma ley de Moisés, la justifica como un mal necesario y explicable por la dureza del corazón de los israelitas y, apoyándose en la misma palabra de la escritura declara con autoridad superior a la de Moisés la institución divina del matrimonio desde el comienzo de la vida del hombre y su indisolubilidad. Porque “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

La historia de la discusión termina ahí. No se añade una palabra de la reacción de los fariseos ni de los presentes ni de los discípulos. De éstos se dice que más tarde volvieron a preguntar y la respuesta, en doble fórmula que refuerza su exigencia, fue clara y tajante: hombre y mujer, realizado el matrimonio, no pueden separarse por ninguna causa.

De aquí arranca el sumo aprecio que la Iglesia de Cristo tiene por la familia. “La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso… puede y debe decirse Iglesia doméstica. Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento” (C.I.C. 2204). Tal revelación de la comunión eclesial la encontramos en la primera comunidad de Jerusalén. Todo lo tenían en común, compartían la palabra de Dios, la oración, la alegría de la fe, sus bienes, el amor.

Hagan de su matrimonio un “sacramento”, un sacramento donde todo les lleve a Dios. Sacramento es una realidad sobrenatural, “sagrada”, que se da a conocer hacia afuera por algo visible. Si logran, hermanos, que sus familias den ejemplo de unión y de amor entre todos, de alegría, de generosidad entre sí y con los demás, de simpatía y ayuda mutua y predisposición a darla a otros, de perdón, hermanos, (que también es necesario perdonar para que el amor triunfe y la felicidad inunde el hogar) ustedes son la levadura en la masa, la luz que ilumina.

Todo el mundo sabe que, si la familia no funciona, no funcionan el sistema educativo, ni la seguridad ciudadana, ni el sistema de salud, ni los esfuerzos para sacar a un país del subdesarrollo. Todos los que se casan seriamente lo hacen deseando y esperando que su amor dure hasta la muerte, también los hijos sufren (y mucho) cuando la unión de los padres sufre. Todo el mundo acepta que el divorcio sanciona un fracaso. No es fácil. Por eso Dios ha instituido el matrimonio en la Iglesia como sacramento. Lo que es casi imposible para el hombre, es posible y aun fácil para Dios. Hagan a Dios presente en su familia y lo verán. Se hará “comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo; su actividad procreadora y educativa será reflejo de la obra creadora de Dios” ; que en ella se ore y todos unan su esfuerzo y sacrificios al de la cruz de Cristo; que la oración y la Palabra fortalezca su amor; que así sea evangelizadora y misionera (v. CIC 2205). “La familia es una ‘comunidad privilegiada’ llamada a realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la educación de los hijos” (CIC 2206; GS 52,1).

Que este Mes del Rosario y del Señor de los Milagros nos sea escuchada esta petición.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
        DOMINGO 27 DE SEPTIEMBRE DE 2015.
           Preserva a tu siervo de la arrogancia.








Desde un punto de vista literario –la forma como está escrita– la perícopa evangélica de hoy (recuerden que perícopa llaman los especialistas a un fragmento cualquiera de la Biblia) tiene dificultades. Es continuación inmediata a la del domingo pasado. Empieza con una rotura abrupta del tema de los niños, defendiendo la obra de quienes invocan a Cristo pero no son de los de Cristo; luego se pasa al premio de los que ayuden a los apóstoles de Cristo, se vuelve a los niños condenando a los que los escandalizan, es decir a los que de cualquier forma los desvían hacía el mal; y, por fin, se exhorta a todos a apartar de sí cualquier cosa u ocasión que le lleve al pecado grave. Por otro lado, fuera de la primera normativa –la referente al exorcista– las demás no ofrecen mayores dificultades de comprensión, sino que parecen obvias.

No olvidemos que el evangelio de Marcos tiene como origen la catequesis de Pedro en Roma. Este punto de vista explica mejor la lógica interna de esta perícopa o fragmento. Es normal que en una explicación catequética un tema, una palabra, un detalle suscite la pregunta por otra cosa muy diferente. De alguna manera la situación incómoda de la llamada a la humildad pudo haber provocado la búsqueda de una salida o haber suscitado el remordimiento de la prepotencia demostrada con el exorcista, que no era sino una persona de buena voluntad. Luego vienen unas sentencias concatenadas unas con otras de modo que una idea o una palabra recuerde la siguiente con un ritmo que favorece la memoria: “el que no está contra nosotros está a nuestro favor” (en griego: “a favor de nosotros”). El texto original griego lo hace más claro que la traducción castellana y, retraduciendo la perícopa al arameo este elemento memorizador es aún más claro: “El que escandalice a uno de estos pequeños … Si tú mano te hace caer (en griego “te escandaliza… más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno… Y si tu pie… Y si tu ojo…”.

De mi reflexión personal sobre los textos me parece que la perícopa del exorcista está en su momento histórico, pues San Lucas también la pone ahí. El resto está en este lugar del evangelio de Marcos por razones de pedagogía catequética, reuniendo, como he aclarado, varias normas importantes de conducta y valoración cristianas. Posiblemente refleja el modo de la catequesis de Pedro en Roma.

Pedro catequiza en Roma a catecúmenos y neófitos (recién bautizados) en general paganos (no judíos). Les está enseñando lo fundamental de las riquezas de la fe y de la conducta cristiana. No están, ni siquiera los todavía no bautizados, los catecúmenos, del todo vacíos: han creído en Jesucristo y los bautizados han recibido la gracia santificante y sólo Dios sabe de sus virtudes y aun dones y carismas del Espíritu. Aquel exorcista, que no era discípulo, pero que expulsaba demonios invocando el nombre de Jesús demuestra que la gracia de Dios, el atractivo de Cristo, actuaba y actúa fuera de los límites de los discípulos y de los bautizados. Dios claro que da su gracia y dones a los sacerdotes –estamos en el año de la santidad sacerdotal –y a los religiosos y religiosas; pero no sólo a ellos. Dios actúa en todos, en los niños, como recordé el domingo pasado, pero también en todos ustedes, los laicos, a veces aun de poca formación intelectual, que pueden llamarse por humildad neófitos, si quieren. Yo les hablo a Ustedes como les hablo, porque estoy convencido de que todos ustedes pueden y Dios quiere que sean sensiblemente más santos de lo que son, porque quiere darles gracias y dones del Espíritu muy abundantes. Lo que hace falta es que Ustedes crean y se dejen llevar por el viento del Espíritu. ¿Están ustedes contra Cristo o a favor de Cristo? Entonces ¿qué impide el que Dios haga con ustedes lo que hacía con el exorcista? Una vez más: “El justo vive de la fe”. “Si crees todo es posible al que cree”. Oren, pues, por la conversión de los pecadores, por la Iglesia, el Papa y los obispos, la santidad de los sacerdotes, por la paz, por la curación de los enfermos; pidan a Dios incluso milagros; oren, ofrezcan sacrificios y penitencias, lean la Biblia y los libros santos, instrúyanse para dar razón de su esperanza a personas de buena voluntad que se cruzan en su camino. Nadie les puede prohibir el que hagan el bien en nombre de Cristo.

Este caso tiene también otra interpretación posible. Pedro catequiza en Roma antes de que se haya producido la primera persecución de Nerón. La comunidad cristiana de Roma va creciendo entre el pueblo e incluso hay datos en las altas esferas de la administración pública; Pablo se encuentra en Roma, cuando llega preso, con una comunidad cristiana, que le acoge, le costea una casa y le visita sin mayores dificultades. En ese clima no es extraño que algunos paganos miren con simpatía a los cristianos y a su mensaje, e incluso les traten con deferencia y ayuden a sus pobres con limosnas. Tales paganos –o judíos que están en el mismo caso– estarían representados por el exorcista. No pertenecen al grupo de seguidores de Cristo, pero los admiran y se inclinan a favorecerlos. El texto añade “Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua, --sea o no de Cristo– por ser ustedes de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa”.

Tal recompensa es claro que no se refiere a riquezas o bienes de este mundo, sino sobre todo a los bienes del Reino, los que trae Jesús, al “agua que salta hasta la vida eterna” de la que habló a la pecadora samaritana que le dio precisamente un vaso de agua (Jn). El texto es así una invitación a aceptar y confiar en la misteriosa obra de la gracia de Dios. No sólo en los que estamos en la Iglesia obra el Espíritu de Dios. En la primera lectura vimos cómo el Espíritu no se limitó a Moisés y a los que entraron con él en la Tienda del Encuentro. También a los que no están en la Iglesia Dios da, cuando quiere, su gracia y su Espíritu. Gente que invoca a Dios, que procura cumplir con la ley moral, que ayuda a otros con limosnas o con obras de caridad. Es posible que no pocos de ustedes se codeen con personas de otras religiones y aun ateos. No disputen con ellos. Trátenles con bondad. Fíjense en aquello en que coinciden y denles la razón en ello. Sobre todo procuren llevar sus cruces con paciencia y aun alegría. Procuren, eso sí, dar razón de su esperanza (y para ello infórmense y pregunten). Y dejen a Dios que siga obrando.

En cuanto al escándalo de los “pequeños que creen” llama la atención la extraordinaria severidad del castigo que merecen. Habla el Dios misericordioso, que ha venido a salvar a los pecadores. El término “los pequeños que creen” se refiere a los niños, que sintonizan tan fácil con la fe, que están normalmente tan abiertos a Dios. Piensen, padres y madres, en sus hijos; los maestros y educadores en sus alumnos; piensen en ese intervalo del paso de la adolescencia. No abdiquen de su responsabilidad.

Con humildad de niños pidamos al Señor que nos ayude y a María que interceda por nosotros en nuestro diario caminar. “Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine; así quedaré libre e inocente del gran pecado” (el de la soberbia)
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P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

        DOMINGO 20 DE SEPTIEMBRE DE 2015.
               Vivir conforme a la Verdad.



El evangelio de hoy toca el mismo argumento que comentamos el domingo pasado: Jesús predice otra vez de modo expreso y claro su pasión, muerte en cruz y resurrección. Los dos textos están cercanos; el primero fue en el capítulo anterior; en el siguiente Jesús volverá a repetirlo. Además de estas profecías sobre su pasión, muerte y resurrección hay otros lugares, tanto en los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) como en el de San Juan, que evidencian que Jesús tuvo siempre muy claro, desde el principio de su vida hasta el final, su destino a la muerte en cruz y resurrección (v. Jn 2,22; 3,14; 6,64; 7,19.33-34; 8,27.40; 10,11-17; 12,7.27.32; 13,1.21.33; 14,2-3.19.30-31; 16,5-7.20; 18,11).

Esto patentiza con toda claridad el valor salvador primero y fundamental de la pasión de Cristo, su muerte en cruz y su resurrección. El texto dice que Jesús “iba instruyendo a sus discípulos”. Es decir que se trata no de meras conversaciones que se entrecruzaban, sino de ideas que los discípulos tenían que interiorizar, meter en la cabeza y no olvidarlas, para ponerlas en práctica y transmitirlas a su vez a los que creyeran, de modo que así, practicándolas, pudieran salvarse. Por eso están en los evangelios. Recogen la catequesis cristiana de los apóstoles. Ya sabemos que Marcos transcribe la catequesis de Pedro en Roma. Bien que le costó a Pedro aceptar la necesidad de la pasión. Lo veíamos el domingo pasado. Cristo insistió, los evangelios insisten. Es que se trata de algo vital. También nosotros debemos insistir. Frente a los que piden milagros y los que piden sabiduría humana, “nosotros –como Pablo –tenemos que predicar a Cristo y a Cristo crucificado” (1Cor 1,23). Él es lo único que hay que saber, el único que nos salva y nos puede salvar.

También esta segunda profecía, que hace a solos los Doce, comienza con la misma expresión enfática y solemne: “El Hijo del Hombre”. No entra, como en la primera, en detalles; tampoco los hay en los paralelos sinópticos (las narraciones de Mateo y Lucas); por lo que parece que Jesús mismo no fue más explícito. Sólo dice que “va a ser entregado (que incluye el ser cogido preso), que lo matarán (no nombra la cruz) y que a los tres días resucitará (en San Mateo la expresión es “al tercer día” como fórmula equivalente).

Dice el texto que “no entendían aquello y les daba miedo preguntarle”. Reacción psicológica normal del miedo ante el futuro. Miedo y rechazo ante un futuro contra el que no se puede hacer nada: el silencio, hablar de otra cosa. Por eso rompen su comunicación con el Maestro; él iba delante y ellos se arrastraban detrás, hablando de lo que a ellos les interesaba más. ¿De qué? Pues de “quién era el más importante”. ¡Qué distintos sus pensamientos de los de Jesús!

Cuando llegan a casa, probablemente la de Pedro, en Cafarnaúm, Jesús se acerca a un niño, quizás de la casa, que ha corrido a saludarle. ¿Hijo? –Pedro estaba casado -- ¿Sobrino? El evangelio no dice nada. Sería un detalle para nosotros entrañable, bonito. Pero fíjense en la forma de redactarse los evangelios. No se buscan curiosidades, ni son meras lecturas piadosas. A los evangelistas interesan sólo las palabras y obras de Jesús. Ahí está la vida.

Son interesantes los detalles. Jesús se sienta. Entre los judíos era la costumbre que el maestro se sentase para enseñar. Jesús se sienta. Va a enseñar, se trata de algo importante, que lo discípulos deben aprender. Llama a los doce, a todos. Pone al niño en medio y solemnemente les dice, refiriéndose a la conversación que se trajeron en el camino: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Ninguno de ellos pensaba así y por eso no habían entendido nada de su profecía ni lo entenderían. En la cena de pascua estarían peleando por los primeros puestos. Por eso eran incapaces de comprender su muerte y de esperar su resurrección. Sólo la gracia del Espíritu les abriría el corazón y los ojos de la fe. Aquel niño que pone delante de ellos resume la doble lección, que Mateo expone con más nitidez: Hay que hacerse humilde como un niño, no creerse con derecho a mandar ni ser el primero, sino feliz con el último caramelo o la última caricia. Y la otra lección es la de la predilección que Dios tiene con los humildes: Desprecia a los soberbios y a los humildes les da su gracia (St 4,6). Es una constante en la revelación.

Igual que en los pobres Jesús se identifica con los niños. Padres, educadores, catequistas, todos los que tratamos con niños, respetemos a los niños. No son para nuestra utilidad. Están llamados, como nosotros, a acercarse a Dios, a conocerle como Padre, a amarle y gozar de su amor. Planteado este tema no se puede menos de condenar el aborto voluntario, que no es sino una forma de matar. Toda conciencia recta lo tiene que reprobar. Un creyente mucho más. En un momento de fuerte corriente a favor del aborto como un derecho, los creyentes debemos tener las ideas claras y exponerlas cuando la ocasión lo amerite sin miedos ni complejos.

Los santos son los especialistas de Dios y de los medios para alcanzarlo. Ellos nos enseñan de obra y de palabra que el ejercicio de la humildad y la paciencia en la cruz, la benevolencia con los pobres, los últimos y los que sufren, son un medio maravilloso y necesario para alcanzar la perfección cristiana.

Escribe así Santa Rosa de Lima: «El divino Salvador con inmensa majestad dijo: “Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción al incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo”. Apenas escuché estas palabras experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: Escuchen, pueblos, escuchen todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu. ¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna se entregaría con suma diligencia a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, el incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos.»
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

            DOMINGO 13 DE SEPTIEMBRE DE 2015.
         Para tener los pensamientos de Cristo.

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El texto de este evangelio es inmediato al del domingo pasado. Cronológicamente tienen lugar en el viaje del que hablamos, en los días finales. Cesarea de Filipo es una de las ciudades de la Decápolis, reconstrucción de otra anterior por Herodes Filipo y llamada así en honor del emperador romano César Augusto y de sí mismo. Jesús lleva como un año y medio de predicación y está casi a un año de su muerte.

Ha hecho muchos milagros, su predicación ha causado sensación; sin embargo la gente no capta lo verdaderamente importante. Los discípulos tampoco atinan. A la pregunta de Jesús: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, solo Pedro da con la respuesta acertada: “Tú eres el Mesías”. En el paralelo de Mateo tenemos la felicitación de Jesús, que ya hemos comentado otras veces. Una vez más aparece Pedro tras el texto de Marcos, cuyo texto tiene como fuente primera la catequesis de Pedro en Roma. Humildemente Pedro silencia o baja el tono de todo lo que pueda redundar en alabanza propia, como aquí las palabras de Jesús.

Una primera conclusión: no es nada fácil conocer a Jesús y al misterio de su persona. Jesús dice a Pedro, como recuerda Mateo, que ha sido una gracia de su Padre. San Pablo dice en Efesios que hinca sus rodillas pidiendo para sus lectores el conocimiento de la anchura, largura, altura y profundidad del amor de Dios que se manifiesta en Cristo (Ef 3,14-19). De sí mismo dice que continua esforzándose, corre, para alcanzar la meta, porque todavía no llega (1Cor 9,26s). Que cada uno saque las conclusiones debidas. Conocer a Cristo es una gracia que no se logra sin oración y sin respuesta generosa.

Concluye Jesús con una frase enigmática: “Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie”. ¿Por qué? La respuesta general de los exegetas (especialistas en la Biblia) es ésta: Los judíos estaban persuadidos de que el Mesías vendría con unos poderes humanos extraordinarios; que con ellos reuniría a los judíos, los libraría de la dependencia política de otros pueblos, a los que bajo su mando dominarían, y restablecería el reino de David con una prosperidad material inigualable. Cualquier sospecha mesiánica desataba así un movimiento fanático político, independentista y belicoso. La prueba está unas semanas antes. Tras la multiplicación de panes y peces la multitud quiere elegir a Jesús como a rey; el evangelio dice que el Señor tuvo que escapar al monte y obligar a los discípulos a embarcarse (Jn 6,15). Las envidias entre los discípulos (Mc 10,37.41; Lc 22,24) tienen la misma explicación y la decepción y traición de Judas Iscariote.

Confirma la explicación anterior la frase: “Y empezó a instruirlos”. A partir de este momento Jesús predice a sus discípulos su futura pasión; también lo hace en parábolas a la gente y a sus adversarios; insiste por fin en la exigencia de la cruz, del sacrificio, de la humildad y de la renuncia para ser su discípulo.

El texto de hoy es el primero que marca el cambio. Releámoslo: “Y empezó a instruirlos. El Hijo del Hombre –término enfático que Jesús reserva para afirmaciones graves– tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Se lo explicaba con toda claridad –subraya el mismo texto–. Entonces Pedro lo llevó aparte y se puso a increparlo”.

Pedro tiene un carácter espontáneo. Es posible que el ascendiente adquirido por la bendición de Jesús poco antes lo haya envalentonado para hablar a Jesús como lo hizo; pero la rapidez, el tono y los términos indignados de la respuesta ahorran todo comentario: “Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás!”. A nadie antes se había dirigido Jesús llamándole así. El máximo había llegado al referirse veladamente a Judas en Cafarnaúm como a un diablo el día del escándalo por la promesa de la Eucaristía; pero no se había dirigido a él de forma directa y personal.

“¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Este es el punto clave. “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –dice el Señor–. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 58,8-9).

En la escena anterior no había “gente”. Sólo estaban los discípulos. Es posible que a la gente se lo dijera, pero otro momento. Sin embargo Pedro entiende que aquellas palabras tan severas no le atañían sólo a Él, sino a todos los que se habían convertido a Jesús y habían recibido el bautismo: “Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

La verdad: es lección difícil de aprender. La repetirá Jesús solemnemente otras dos veces. Los mismos doce, los predilectos, Pedro y Juan el discípulo amado, no la entenderán. Necesitaron la enorme gracia del Espíritu Santo en Pentecostés. La exigencia aparece muchas otras veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La primera lectura de hoy, la de Isaías, es otra clara predicción, y todo el famoso cuarto canto del Siervo: “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores, despreciable” (Is 53,3). San Pablo, que recibió gracias tan fantásticas, resume su predicación en “Cristo crucificado, escándalo para judíos y ridículo para gentiles; sólo para nosotros, los que tenemos fe, es sabiduría de Dios y poder de Dios” (1Cor 1,24-25).

Ahora preguntémonos nosotros cada uno con honradez: ¿Son mis pensamientos siempre los de Dios, los de Jesús, o los de los hombres? ¿Qué crees necesitar para ser mejor cristiano? ¿Para dar mejor testimonio de Jesucristo? ¿Más dinero? ¿Más prestigio social? ¿Más salud? ¿Más sabiduría humana? No eres de verdad cristiano; con ese modo de pensar no los serás nunca.

¿Qué hacer? En primer lugar el cambio es obra de la gracia. Pide esa gracia, especialmente a Cristo crucificado. Que el Señor de los Milagros te conceda ese milagro del corazón. Pide y luego esfuérzate lo primero en llevar con paciencia, con calma y aun con alegría las astillas de la cruz que aquí y allí te hacen sufrir: una enfermedad, un dolor, una palabra humillante, hasta un defecto moral que a veces muestra que no eres ningún santo… Vete aceptando estos dolores; que con ellos el Señor te va entrenado a afrontar en su momento cruces mayores. Y del dolor necesario no huyas nunca; con frecuencia el evitar el pecado y obrar la caridad no es posible sin hacer frente al rebelarse de la propia naturaleza. Entonces hay que orar como Cristo: “No se haga mi voluntad sino la tuya” y aceptar el cáliz.

Mañana celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el martes la memoria de Nuestra Señora de los Dolores; pidamos al Señor que nos conceda la gracia de “gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6,14).
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

           DOMINGO 6 DE SEPTIEMBRE DE 2015.

Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Tras un intermedio los domingos pasados dedicado al evangelio de San Juan la liturgia vuelve al de San Marcos. La multiplicación de panes y peces había acabado con una durísima discusión de Jesús incluso con algunos de sus discípulos, como ya comentamos. Luego ocurre otra con los fariseos a propósito de ciertas costumbres introducidas y observadas por ellos y no por la ley; Marcos la narra con amplitud. Tras ello Jesús se ausenta por un breve tiempo; se va hacia el norte, a tierras paganas, como las de Tiro y Sidón y la Decápolis, palabra griega, región donde se habían fundado una serie de ciudades para no judíos y donde su población era en mayoría pagana. Parece que Jesús busca una cierta tranquilidad y un tiempo de paz para el trato apacible con los doce.

El episodio y milagro de hoy tiene la particularidad de que entre los sinópticos, que suelen repetirse los temas, es Marcos el único que lo narra. Su estilo literario delata a Pedro por su concreción y detalles. También delata a Pedro la cita exacta de la palabra aramea “effetá” y el que sea traducida al griego; pues recordemos que el evangelio de Marcos es la transcripción de la catequesis de Pedro en Roma a catecúmenos y recién bautizados no judíos, desconocedores de la lengua y costumbres hebreas.

Éste es el único viaje de Jesús por tierras paganas, es decir no judías. El mismo dijo en otra ocasión que no era voluntad del Padre que personalmente evangelizara a no israelitas (Mt 15,24), si bien hubiera venido a salvar a todos los hombres (Jn 3,17) y enviaría a sus discípulos a evangelizar hasta los confines de la tierra (Mt 28.19). Pero, como expresa San Pablo, primero el Evangelio debía ser predicado a los judíos y luego a los paganos (Ro 11,11-12).
Pedro, que está catequizando a paganos, recuerda este viaje y este hecho para subrayar el destino universal de la llamada de Jesús: Todos, judíos y griegos, son llamados a entrar en la Iglesia, a formar parte del Reino de Dios.

Todo esto se confirma con la referencia a la palabra effetá, que había pasado ya a la liturgia del bautismo, que conocían y se explicaba probablemente en la catequesis prebautismal. Gracias al sacramento del bautismo, al hombre, sordo para escuchar y entender la voz de Dios y torpe para hablar con Él, al recibir el don de la fe, se le rompen los impedimentos para escuchar a Dios, como Padre misericordioso, y para hablarle con confianza y amor.

Lo hizo Jesús mirando al cielo y suspirando. La gracia del bautismo, que quita todo lo que impide el injerto en la viña, Cristo, y participar de su vida divina, nos hace sus hermanos e hijos de Dios. Es un don que viene de arriba, de Dios, y que Jesús tiene ganas de darnos. Se esfuerza, suspira, gime para que el Padre lo conceda. Aquellos gestos de Jesús con su palabra “ábrete” iban acompañados de la acción de su voluntad divina y produjeron lo que querían significar: se abrieron los oídos, se soltó la lengua. Los presentes quedaron entusiasmados, no podían silenciar su entusiasmo: “Y en el fondo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

La liturgia ve realizadas las profecías del Testamento, especialmente la de Isaías: “Digan a los cobardes de corazón. No teman. Miren a su Dios que trae la venganza y el desquite, viene en persona a salvarlos. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la llanura; el desierto se convertirá en un estanque, la tierra reseca en manantial”.

La Iglesia ve en el bautismo la realización de esta profecía. El hombre nace dotado de meros dones humanos. Estos dones lo sitúan muy por encima de los demás seres creados; pero está muy lejos de Dios. Por culpa del pecado de nuestros primeros padres, el género humano ha perdido la herencia de la gracia sobrenatural y demás prerrogativas que la acompañaban. Pero el Señor “mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y libera a los cautivos. Abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda, porque reina eternamente, año tras año”. Porque el Señor ha enviado a su Hijo, a quien por naturaleza le corresponde el Señorío y el Reino y todo lo hizo bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos, resucita a los muertos y perdona el pecado de los pecadores.

Con la gracia del bautismo y las demás gracias, que quiere darnos y acrecentarnos, el Señor nos da la capacidad y aun facilidad para creer y gustar de la grandeza y belleza de sus misterios, nos enseña a orar, nos da fuerza para amar. Nos ayuda también a progresar en las virtudes naturales, como la paciencia, la fortaleza, la humildad, la castidad. Aquel sordo parece que no lo había sido siempre, pues podía hablar apenas, es decir con gran dificultad, lo que indica al menos que hubo un tiempo en que escuchaba; posiblemente era un tartamudo. Tal vez nuestra oración sea la de un tartamudo, tal vez entendamos poco de lo que se nos dice en la Escritura y libros santos. Dejémonos presentar ante Cristo, pidamos a otros que oren por nosotros; así lo hacemos en la misa en la oración de los fieles. Pidamos también por los demás: aquel tartamudo fue llevado a Jesús, fueron amigos suyos los que le presentaron a Jesús y le pidieron con fe que le impusiera las manos. Esas oraciones por la salvación de los pecadores, de los familiares, de los amigos, aun de los enemigos de la Iglesia valen y Dios las escucha. El Viernes Santo la Iglesia ora hasta por los ateos, además de por los pecadores, herejes, judíos y paganos.

Tartamudos, torpes caminantes. Presentémonos, oremos y pidamos que se ore por nosotros. Jesús todo lo hace bien. Puedes ser mejor. Puedes orar mejor, puedes tener más fe, esperanza y caridad. 
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
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             DOMINGO 30 DE AGOSTO DE 2015.
                   Abiertos a la Misericordia.



La liturgia vuelve al texto del Evangelio según San Marcos, que corresponde a este año. Sin romper el hilo, sigue inmediato al milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
El Señor prosigue su trabajo de predicación y cura a no pocos enfermos. Recuerden que estamos poco más o menos a un año de su muerte. Se nota que a partir de ahora va a dedicar más tiempo a la formación personal de sus discípulos. Esto es interesante; pone de manifiesto que Jesús no piensa en formar propagandistas o profesores, que, dominando muy bien la oratoria y la ciencia religiosa, la difundan convenciendo las inteligencias. Jesús no es un doctor sino un maestro. Jesús enseñará algunas cosas, pero sobre todo formará, educará. Viviendo junto con los discípulos va realizando la obra de transformar sus corazones, sus criterios de vida, su modo de vivir, de sentir y de pensar, irá corrigiendo sus costumbres, sus valores, su modo de relacionarse, su modo de ver la vida y todo esto junto y dependiendo de su modo de relacionarse con Dios y entre sí mismos. Para conseguirlo es necesario trato asiduo, continuo y confiado al máximo. Ya lo venían llevando, pero a partir de ahora lo seguirán de un modo aún más estrecho.
Lo que hizo Jesús con sus discípulos, es lo que quiere hacer con todos los que han creído en Él. Cuando, tras la resurrección, les ordena la difusión de su mensaje, la palabra que emplea el evangelio es que “hagan discípulos” (Mt 28,19), como Él hizo con ellos. Ya hemos explicado en otras ocasiones que el primer efecto del bautismo es el de perdonar los pecados y unir a Cristo, como sarmientos a la vid, de modo que, unido a Él, el bautizado recibe la vida de Cristo y, a partir de entonces, vaya transformando su propia vida, sus modos de pensar, sus mismos sentimientos y modos de ver y actuar respecto de Dios, de los hermanos, de los hombres, del mundo en general. Esto es lo primero que hace el Señor con los doce: cambiar sus corazones. Esto es lo que también quiere hacer con nosotros a partir de nuestro bautismo.
Para eso es necesario el trato asiduo con el Señor y la adquisición de sus virtudes. Por eso la importancia de la oración, de la escucha de la palabra, de los sacramentos, del trabajo de corrección de los propios defectos y de la adquisición de las virtudes, empezando por la humildad, el espíritu de sacrificio y el amor a Dios y al prójimo.
Comienza así el proceso en que el Maestro va cambiando al discípulo y lo va transformando en levadura que, sin apenar notarse, va transformando la masa. Así van comunicando su fe los padres a los hijos, los hermanos a los hermanos, los amigos a los amigos, los compañeros de trabajo, los que Dios quiere que se crucen con nosotros en la vida.
Nunca fueron fáciles las relaciones de Jesús con los escribas o letrados y los fariseos. El evangelio de hoy da cuenta de una discusión con ellos. Por mera costumbre habían introducido normas, que juzgaban pecado no guardarlas, como lo hacían los discípulos y mucha gente sencilla. No estaban señaladas en la ley. Pero ellos las tenían como obligatorias y en algunos casos como más obligatorias que la misma ley. Así del deber de sustentar a los padres, si lo necesitaban, el hijo podía liberarse consagrándolo al templo; ya harían la donación de esos bienes tras la muerte y mientras tanto el hijo los disfrutaba como propios, aunque los padres sufrieran grave necesidad. Jesús critica tal conducta como inmoral (v. Mc 7,8-13).
En la discusión que de hoy Jesús declara no obligatorias tales tradiciones. Además declara puros todos los alimentos y establece un principio fundamental: No lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón sucio por el pecado es lo que mancha al hombre: “malos propósitos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”.
La lista es impresionante. No olviden que el evangelio de Marcos recoge la catequesis de Pedro en Roma. La lista de pecados recuerda el juicio de Pablo en su carta a los Romanos sobre la situación moral de los paganos. Pero, como enseña el mismo Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,20). La gracia de Cristo es lo único capaz de redimir a los hombres de la esclavitud del pecado.
El esfuerzo moral de eliminar pecados y adquirir virtudes es parte esencial de la vida cristiana. Que nadie caiga en la tentación de creerse “muy católico”. San Pablo dice de sí mismo que “el pecado habita en mí” (Ro 7,17) y David pide perdón a Dios diciendo: “pecador me concibió mi madre” (S. 51,7). Y en la oración que nos da Jesús como modelo de lo que deben ser las nuestras y que la Iglesia pone en nuestros labios en el acto de culto más grande que tiene, decimos así: “perdona nuestras ofensas” (Mt 6,12).
Debemos tener conciencia de la realidad de nuestras debilidades morales. La conciencia de que somos pecadores es cimiento seguro y necesario de que caminamos en la verdad. Recordemos a Pedro cuando en la pesca milagrosa su fe se ilumina y cae de rodillas ante Cristo confesando: “Apártate de mí porque soy un pecador”(Lc 5,8).

Que Dios nos conceda la gracia de iluminarnos sobre la realidad de las suciedades de nuestro corazón, sus pecados y debilidades. Así sobre la roca de la humildad el Señor construirá la casa donde habite. Porque, como María cantó: “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

             DOMINGO 23 DE AGOSTO DE 2015.
                    Palabras de vida eterna.


Tal vez les extrañe; pero yo encuentro aplicable este evangelio a no pocas verdades de nuestra fe. Aquellas gentes, al menos no pocos de ellos, habían escuchado al Señor el día anterior hasta el cansancio, porque nadie en Israel hablaba como aquel hombre (Jn 6,46); les había dado de comer con cinco panes y dos peces; por eso habían pretendido proclamarlo rey (Jn 6,15). Ahora, al escuchar que les va a dar el pan del cielo que será su cuerpo (Jn 6,53-58), muchos rompen la baraja. En el texto del evangelio se indica que, a consecuencia de las palabras de Jesús, “muchos discípulos” le abandonaron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”

Ciertamente no se trata de los Doce discípulos, sino de muchos considerados como tales, que seguían con interés y aun avidez sus enseñanzas. Se ve por el comentario del final del evangelio de hoy: “Desde entonces muchos discípulos suyos se retiraron y ya no andaban con él”. Esos muchos no son de los Doce, pues ellos seguirán todavía con el Maestro; incluso Judas todavía –estamos a un año de la pasión– aunque sí manifiesta el texto inmediatamente que Judas ya está gravemente herido por la decepción y Jesús lo conoce.

Aquellos “seguidores” de Jesús no pudieron creer algo tan maravilloso como la promesa de la Eucaristía. La verdad es que superaba, y con mucho, sus expectativas. Les hacía falta fe, mucha más fe. Jesús alude inmediatamente a ello remitiéndoles a su poder como Dios. Lo hace de forma no del todo clara, pero lo hace: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve... Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.

Para creer en esta gran promesa. Para creer, maravillarse y agradecer ésta y otras magníficas realidades que nos manifiesta Dios y nos ha dado y dará, necesitamos que Dios nos las manifieste y que con la fe las conozcamos. Y es necesaria la acción gratuita de Dios, la gracia. Ya hemos hablado otras veces de la necesidad de la gracia de Dios para la fe y, por tanto, para conocer el mensaje, el valor, la grandeza, la maravilla de los dones de Jesús, de todo eso que llamamos nuestra fe. Nos referimos con este lenguaje al conjunto de realidades que a la Iglesia vienen de Jesús y ella propone a los hombres, a los fieles, a nosotros en primer lugar, para que, creyendo, las disfrutemos y nos hagamos dueños –digamos– o sea que entremos en posesión de ellas. A ese conjunto llamamos “la fe de la Iglesia”. Su posesión por cada uno la hacemos por la fe, nuestra fe de cada uno, el acto de fe con que las creemos, las vivimos y hasta, a veces al menos, las sentimos.

Este acto de creer nuestro, esta fe nuestra, aceptando como verdad la palabra de la Iglesia, la palabra de Jesús, la palabra revelada, es totalmente necesario y es condición para disfrutar de esos bienes que la fe revela, captar su grandeza y su importancia, admirarlos en su belleza y subyugarnos por ser muestras del amor infinito de Dios.

Es lo que dice Jesús: “El Espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve". “El justo vive de la fe” (Ro 1,17). El que entra en esta iglesia como en un museo o un antiguo templo inca o griego, no entiende nada. Los cristianos no hemos construido iglesias para hacer arte sino para acercarnos y comunicarnos con Dios. El arte de nuestras iglesias es para que nos ayude a despertar la fe, dar a entender que este lugar es especial, que aquí está Dios presente y obra como sólo puede obrar Dios. La carne no sirve de nada. Es el Espíritu, es la fe, eso es lo que da vida.

Tener fe es reaccionar como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. El Concilio enseña que cada bautizado está consagrado a Dios. Por el bautismo, habiendo muerto y resucitado con Cristo, participamos de su vida de resucitado. Por ello nuestros actos, si obramos con esa vida, es decir motivados por la fe, son actos que Cristo obra en nosotros y desde nosotros, son actos de Cristo, actos sagrados, y, por eso, nuestra vida está consagrada con Cristo a Dios. Así toda acción humana, sazonada con la fe, adquiere el sabor, el brillo, la calidad de una obra de Dios. A esto llama el Concilio sacerdocio común, distinguiéndolo del sacerdocio llamado ministerial, de los presbíteros (v. L.G. 10 y otros). Todos somos sacerdotes, porque obrando desde la fe ofrecemos a Dios el mundo que tocamos y lo santificamos. Es el sentido que tiene la gota de agua que el sacerdote echa al vino y se convertirá en la sangre de Cristo.

Vivamos de la fe en primer lugar en la misa, la lectura de la Biblia, la oración, los diversos sacramentos, los actos de caridad y servicio; pero también en todo lo demás, en la vida entera: el trabajo, el estudio, las relaciones sociales, las actividades de descanso, en todo. Porque cualquier cosa que un cristiano toca con fe la santifica y –dice el Concilio– que la consagra.

Así por ejemplo, cuando te confiesas, toma conciencia de aquello que te está impidiendo asemejarte más a Cristo, amarle más, verle más en los demás, perdonar sus defectos y fallos, vivir tu mismo en plenitud y alegría tu fe y pídele perdón a Él porque todavía no le testimonias con fuerza suficiente y aumenta tu esperanza de que va ayudar a mejorar.

Cuando vienes a misa procura concentrarte en la presencia de Dios en cuanto entras en el templo; escucha la palabra como de Dios; únete a un pueblo consciente de sus pecados haciéndote consciente tú de los tuyos, necesitado de Dios para muchas cosas; cuando cantas, oras, te unes a la oración que todos hacen por el sacerdote que preside, te arrodillas, inclinas o paras, te sobrecoges al oír las palabras de la consagración, comulgas y haces de tu cuerpo un sagrario vivo, la fe es lo fundamental.

Y mucho ayudan para vivir la fe en la vida los esfuerzos que tenemos que hacer para aguantar las molestias normales o fuertes de la vida: una palabra desagradable, una ayuda que se me pide, una palabra molesta que me la trago, una sonrisa cálida que expresa mi afecto y buena voluntad… A veces, por enfermedad u otras contingencias, el sufrimiento se hace muy duro. Al creyente esas circunstancias le llaman a vivir más intensamente la fe.

Entonces, viviendo del Espíritu, brotan del corazón las palabras de San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”, que nos amas infinitamente y nos preparas el premio del ciento por uno.
...
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

SÁBADO 15 DE AGOSTO DE 2015.
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María.

Por una tradición de larga data la Iglesia celebra en el mes de agosto el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos. Es de las fiestas marianas más antiguas y solía celebrarse el 15 de agosto. Para evitar la rotura del ritmo de trabajo semanal en las sociedades industriales modernas, la Iglesia ha permitido el traslado de algunas fiestas importantes a los domingos. De esta forma el misterio es debidamente revivido por el pueblo cristiano.

La fiesta de la Asunción de María es muy antigua en la Iglesia. Sin embargo el dogma de fe que celebra ha sido declarado como tal muy recientemente: en 1950 por el papa Pio XII.

Declarar una verdad como dogma de fe significa anunciar con claridad a los cristianos que tal verdad, en nuestro caso que María fue llevada por Dios en alma y cuerpo al Cielo, es ciertamente una de las muchas verdades que Dios nos ha ido revelando a lo largo de los siglos. La consecuencia es que debemos estar seguros de ella; pertenece al conjunto de verdades que un católico cree y tiene que creer y vivir.

¿Qué nos dice este dogma? Que la Virgen María, cuando cumplió el tiempo de vida en este mundo, que Dios había determinado previamente, fue llevada de inmediato al Cielo, a la presencia de su Hijo y del Padre y del Espíritu Santo, para estar y gozar de ellos por toda la eternidad.

Como toda alma humana es inmortal, al concluir cualquier vida humana, el alma no desaparece. Por lo tanto es juzgada y condenada al infierno eterno si no se arrepintió de sus pecados mortales antes de morir. Pero, si se arrepintió y perseveró en la amistad de Dios hasta el final, va al Purgatorio a ser liberada, por la penitencia, de toda mancha, reato o adhesión pecaminosa, que todavía permaneciere. Cuando haya sido purificada del todo, no habiendo nada que le impida su adhesión a Dios, empezará a gozar de Dios por toda la eternidad.

En cuanto al cuerpo, normalmente desaparece de una u otra forma hasta el juicio final. Entonces volverá a recuperarse y asumirá el destino que le correspondió al alma.

María llena de gracia desde su concepción, sin pecado, reticencia ni sombra alguna en el cumplimiento de la voluntad de Dios, por dolorosa que fuera, fue al Cielo apenas hubo terminado su período de paso por la tierra. La revelación no nos manifiesta si murió o no. Algunos opinan que, sin morir previamente, fue llevada al Cielo al modo de Elías (arrebatado por un carro de fuego mientras caminaba junto a Eliseo). Creo que la mayoría de los teólogos opinan que María murió realmente y que resucitó poco después a semejanza de su Hijo siendo llevada luego al Cielo. Allí fue acogida como Reina, alabando a Dios por toda la eternidad y acogiendo las oraciones de los que a Ella recurren para interceder en su favor.

Opino como ellos. María debió morir, luego resucitó y fue llevada al Cielo. Porque María, como enseña el Concilio Vaticano II, es el modelo de la Iglesia, que reproduce en sí misma la imagen de Cristo. Pero Cristo corporalmente murió y resucitó, subiendo luego al Cielo. Resulta, pues, más conforme a su misión en la Iglesia que María haya muerto primero, como todos los hombres y su propio Hijo, y luego, habiendo resucitado, haya sido llevada a los Cielos.

A la misma conclusión se llega si se parte de que María es en el orden de la Redención de Jesús la primera redimida y la mejor prueba de su eficacia. Por ello es más coherente que haya experimentado con toda plenitud sus efectos, muriendo realmente, resucitando luego y subiendo en cuerpo y alma al Cielo.

El misterio de la Asunción de María es un privilegio en cuanto que se ha realizado ya, sin haberse cerrado la historia del hombre, es decir antes de que el género humano haya dejado de existir sobre la tierra; pero es común a todos los bienaventurados: todos moriremos, resucitaremos al final de la historia humana y recibiremos el premio del Cielo, alabando a Dios por toda la eternidad y en compañía de nuestra Madre y de todos los santos.

De esta forma la vida para nosotros viene a ser un aprendizaje, que va asimilando la de Jesús. Por eso, y como el evangelio recuerda varias veces, meditemos en profundidad, como María, las palabras y las obras de Jesús (y precisamente porque en ocasiones nos resultan difíciles de entender). Además asumamos la voluntad de Dios, aunque no la podamos entender. Nuestra Señora de la Asunción es la misma que Nuestra Señora de la Encarnación y que Nuestra Señora de la Pasión. Como todo seguidor de Jesucristo, María tuvo que ascender al Calvario. Y no se puede llegar al Cielo sin haber subido previamente a la cumbre del Calvario.

Al pie de la Cruz, en este santo sacrificio de la misa, junto a María, renovamos con su intercesión la fe en nuestro último destino. No andemos dando pasos perdidos. Sabemos a dónde vamos. Moriremos, pero resucitaremos y nuestro destino es el mismo de María. Hoy damos gracias a Dios por ello. Hoy le damos gracias porque tenemos allí más de uno, tal vez muchos conocidos. Hoy le damos gracias porque desde allí María nos atrae con sus plegarias y las gracias que nos consigue para no ceder en el esfuerzo de la ascensión. Pidamos a María con frecuencia su intercesión para que su Hijo nos conceda la gracia de obrar en el amor, de perdonar, de buscar su voluntad, de resistir a la tentación. Y démosle gracias cuando la experiencia nos hace ver que nos ha ayudado; no hablo meramente de favores que acaban aquí, sino de gracias para obrar bien en cosas que se nos hacen demasiado cuesta arriba. No dejemos de orar y de orar cada día pidiendo a María su intercesión y a Jesús la gracia de la perseverancia final. Que también el morir en la amistad de Dios es una gracia de Dios. Que estamos destinados a que un día recorramos el mismo camino de María, que nos espera con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo y todos los ángeles y santos en la Gloria.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 9 DE AGOSTO DE 2015
Pan bajado del cielo...






Sigue este evangelio con la promesa de la Eucaristía en Cafarnaúm al día siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces. Jesús ha pedido fe y les ha dicho que el Padre les quiere dar otro pan, que viene del cielo, que da vida y es Él mismo. Así nadie tendría ya hambre ni sed.

El texto da ahora un pequeño salto que contiene una reafirmación de esta necesidad de fe. Fe que es una gracia del Padre, que envió a su Hijo para que quien crea en Él obtenga la vida eterna.

Prosigue ahora el evangelio con el texto que ustedes han escuchado. A los “judíos” –nota Juan– les ha sonado mal eso de que “Yo soy el pan vivo, que he bajado del cielo” y lo condenan por lo bajo. Hago notar que Juan llama “judíos” a los fariseos, saduceos, escribas y doctores de la ley, que aparecen en los sinópticos como adversarios y críticos sistemáticos de todo lo que hace y dice Jesús. Tal vez sea porque Juan escribe hacia final de siglo, cuando Jerusalén y el templo han sido destruidos en el año 70 por los romanos, ha desaparecido el estado judío y muchos de sus habitantes han dejado Palestina. Los que quedan se unen muy estrechamente para conservar y defender su fe y costumbres con mucha intransigencia. Son los herederos ideológicos de los antiguos enemigos de Jesús, los más judíos entre los judíos. No admiten opiniones ni costumbres distintas, y menos contactos con los judíos convertidos a la fe cristiana. Estos son como renegados y no connacionales. El rechazo de los judíos “de verdad” al mensaje de Cristo es cerrado. De aquí que Juan llame “judíos” a los adversarios de Jesús durante su vida pública. Usa el término con este sentido hasta 60 veces.

“Criticaban los judíos a Jesús porque había dicho «yo soy el pan bajado del cielo» y decían: ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”. Este verso indica cómo Jesús, hasta su bautismo por Juan Bautista, había vivido en su familia como una persona más sin nada que lo señalase como extraordinario. La mención de los padres tiene un sentido de desprecio; no destacaban por nada. Pero lo que más les indignaba de las palabras de Jesús, es la afirmación de que había “bajado del cielo”. ¿Entendían que se llamaba a sí mismo Hijo de Dios? Desde luego en el Antiguo Testamento de nadie, ni siquiera de Abrahán o Moisés se decía que “hubiera bajado del cielo”.

La respuesta de Jesús explica que para poder creer lo que ha dicho, a lo que llama “ir a Él” –“nadie puede venir a mí”–, es necesario que “lo traiga el Padre –es decir Dios Padre– que me ha enviado”. Necesario que lo traiga el Padre. La fe no es el resultado del esfuerzo intelectual del hombre. Previa al acto del hombre es la llamada de Dios al hombre. En el acto de fe, con el que el hombre “va a Dios”, se necesita que Dios venga antes al encuentro del hombre y llame a su corazón; por eso la fe es una gracia; Dios viene al encuentro, encuentro al que nada ni nadie le puede obligar –por eso es gracia–, y el que será creyente lo acoge.

Jesús señala expresamente que esa gracia viene del “Padre, que me ha enviado”. Es muy claro que Jesús habla aquí de Dios y que manifiesta que Él es su Hijo. Y prosigue afirmando que al que acepte esa invitación del Padre, Jesús “le resucitará en el último día”, que para un creyente judío es claro que es el día del juicio final.

Vuelve a repetir la idea de la fe y su gratuidad, añadiendo otra idea que enriquece y completa lo dicho de una forma muy propia de Juan: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a Mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: Ése ha visto al Padre”. Repite la idea de que Él es el Hijo de Dios, que tanto rechazan ellos, y añade otra cosa: “En verdad, en verdad les digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida”. Jesús habla dando a sus palabras el mayor acento de verdad que puede: “Los padres de ustedes comieron en el desierto el maná y murieron: éste es –es decir Yo soy– el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre”. Repite lo dicho y añade todavía: “Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

Resumiendo: Con una fuerza inusitada, que no ha puesto hasta ahora Jesús a ninguna de sus palabras, Jesús, después de haber preparado a sus oyentes con el milagro de la multiplicación de panes y peces, ha afirmado la realidad de que Él es el pan que viene del cielo, que Él es el Hijo de Dios, que ha visto al Padre, que el Padre lo ha enviado para que dé la vida eterna a quien lo coma, que quien coma de ese pan vivirá siempre y que ese pan es su carne, es decir toda su persona con toda su riqueza de hombre verdadero y de Dios, el Hijo, engendrado y nacido de una mujer, María.

Todo esto se va a realizar un día. Nadie sabe entonces cómo. El cómo se desvelará un año más tarde en la Última cena. El misterio se desvela ahora en nuestra Eucaristía. La Eucaristía provoca nuestra fe: éste es el misterio de nuestra fe. Con el don de la fe que nos atrae, los creyentes tenemos la alegría de tener a Jesús a nuestro alcance, de meterlo en nuestro interior más hondo, para que con nuestro amor y nuestra fe entremos en lo más profundo de su Corazón y nos transformemos más y más radicalmente en hijos de Dios a imagen de Jesús. ¿Nos va a extrañar que en nosotros se repitan sus milagros?: ¿Que sus manos, que sanaban, nos sanen a nosotros? ¿Que su voz, que resucitaba muertos y expulsaba demonios, nos dé vida y fuerza? ¿Que en nuestra intimidad con Él, cuando nos explique las Escrituras, conmovidos tengamos que reconocer que “nadie habla como Él”?

“Cuando Jesús está presente, todo es bueno y no parece cosa difícil… Si Jesús habla una sola palabra, gran consolación se siente… Estar sin Jesús es grave infierno; estar con Jesús es dulce paraíso… El que halla a Jesús, halla un buen tesoro. Y el que pierde a Jesús, pierde muy mucho y más que todo el mundo” (Kempis, Imit. de Cristo, l. 2, c. 8).


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 2 DE AGOSTO DE 2015
Yo soy el Pan de Vida...


Tras el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que eran signo y anticipo de la Eucaristía, el Señor se esfuerza todo lo que puede explicando el significado del milagro. San Juan lo recoge en el capítulo más largo de todo su evangelio. El capítulo, precioso, lleva los rasgos personales de Juan como narrador y como teólogo. Vive lo que escribe y procura con mucho cuidado introducir al lector en el misterio, en el contenido hondo, profundo, intelectual, afectivo y teológico que contiene. También la Iglesia dedica cuatro domingos seguidos a exponer a los fieles su doctrina, como iremos viendo.
Cuando el Papa Juan Pablo II tuvo el gesto de visitarnos asistiendo al Congreso Eucarístico-Mariano, en sus discursos se centró en los dos panes de la Palabra y de la Eucaristía. Los dos son esenciales en la Iglesia de Jesucristo. Cuando se despide de modo definitivo, manda que “vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio” (Mc 16,15; Lc 24,47); y cuando instituye la Eucaristía en la última cena con sus discípulos, concluye la consagración del pan y del vino con este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,23.25). Era una orden y así lo entendieron. A partir de Pentecostés los creyentes se reúnen orando, escuchando la Palabra, y celebrando la Eucaristía, además de aportar de sus bienes para ayuda de los necesitados (v. Hch 2,42). Iglesia muda o sin Eucaristía no sería la Iglesia de Jesucristo.
El simbolismo del milagro de la multiplicación de los panes y peces del día anterior es para nosotros claro; para aquella gente Jesús se va a esforzar en explicarlo. El texto de Juan no es tan fácil. Ocurre que los oyentes tienen actitudes diversas. Los hay desde personas que encuentran dificultad en entender el sentido obvio de las palabras hasta otros con gran agresividad contra Él; unos estuvieron el día anterior escuchándole, comieron de los panes y peces multiplicados y lo aclamaron como el Mesías, cuya esperanza se había multiplicado; otros, tal vez del círculo más estrecho y asiduo de la Sinagoga, muy seguros en sus convicciones religiosas, que no esperaban otra cosa del Mesías, sino la imposición a todos de las suyas y de su poder. En las intervenciones de unos se ve una actitud positiva, parece que quieren entender mejor para actuar bien; en las de otros hay una fuerte agresividad y rechazo tajante.
Con la obvia pregunta de la gente “¿cuándo has venido aquí?”, Jesús no se entretiene, sino que inicia de inmediato el tema del que quiere hablar: “Les aseguro, no  me buscan por los signos que vieron, sino porque comieron pan hasta saciarse”. “Les aseguro” es la actual traducción litúrgica, pero no expresa la fuerza del reproche de Jesús. El texto griego (el primitivo de Juan) lo pone en hebreo, sin duda por no encontrar traducción apropiada. Tampoco la traducen las versiones al latín. La palabra hebrea es “amen” y en el Nuevo Testamento sólo aparece empleada por Jesús y en el evangelio de Juan siempre repetida: “Amen, amen dico vobis”. Las versiones españolas la traducían: “En verdad en verdad les digo”.
En hebreo es una expresión muy fuerte, que enfatiza la importancia superlativa y la total certeza de lo que se dice a continuación. En este discurso Jesús la usa cuatro veces, dos en la perícopa de hoy. Así la expresión de Jesús viene a expresar un reproche duro: «no lo disimulen ni se hagan ilusiones, ustedes solo ven que les di de comer, no han entendido nada. El pan importante es el que da la vida eterna, que yo, por ser el Hijo del hombre, voy a dar a los que Dios ha elegido».
Fíjense en que Jesús habla en cuanto “Hijo del hombre”, es decir con la autoridad del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por voluntad del Padre para realizar la misión de salvador y redentor de todos los hombres. Juan redacta su evangelio para los cristianos de finales del siglo I; están algo confundidos por ciertos herejes siembran dudas sobre la naturaleza y misión de Jesús. Juan escribe (así lo afirma) para que esos cristianos crean con toda firmeza que “Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que con su fe logren tener la vida en su nombre”, como lo dirá al acabar el libro (Jn 20,31).
Aquella buena gente no entendió. Jesús quiere darles otro pan. El pan, que les multiplicó, es como el de todos los días, “se acaba”. En cambio el pan que les dará Él, “el Hijo del hombre”, “al cual Dios ha marcado con su sello” es “el alimento que permanece para la vida eterna”. Es un pan cuyo efecto de mantener la vida supera las horas y los días y hace que esa vida sea eterna.
Los judíos en general creen en la inmortalidad del alma y en una vida después de la vida. Las buenas obras son el medio para alcanzarla. Ahora oyen de un alimento para ello. Les interesa: “¿Y qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?”. La pregunta indica una actitud positiva.
“Respondió Jesús: La obra de Dios es ésta: que crean en quien él ha enviado”. Una vez más aparece la fe como la puerta de toda gracia. Jesús va e entrar más a fondo en el misterio. Pero la reacción de los oyentes es varia.
Hay quienes reaccionan en contra. Piden más y más milagros. “¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”. La respuesta es agresiva, de sabios conscientes de su ciencia, que no necesitan aprender de nadie; pasan por alto todos los testimonios de quienes vieron lo del día anterior; lo que hizo Jesús nadie sabe lo que fue,  el testimonio de incultos nada vale.     
“Jesús les replicó: Les aseguro –otra vez la enérgica expresión antes comentada–, con toda claridad y fuerza se lo digo que no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. Jesús simplemente reafirma su promesa y pide fe. No se trata de repetir lo de Moisés. El pan de Jesús viene del cielo y además da la vida no sólo a algunos sino al mundo entero.
Pero no todos piensan así. Hubo quienes dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.
Estas palabras están dichas para nosotros. Jesús es nuestro pan de vida. Tenemos la vida de Dios, que se nos dio en el bautismo, porque fuimos injertados en Cristo como sarmiento en la vid. Para que crezca es necesaria la Eucaristía y la Eucaristía ha de recibirse con fe. Desde el momento en que entramos en un templo donde está la Eucaristía, la fe debe sacudirnos: Dios está aquí. Hagamos la señal de la cruz con fe. Dirijamos de inmediato la mirada al Sagrario con fe. Hagamos ante El la genuflexión con fe. Saludémosle. Abrámosle el corazón con fe. Todo lo que hagamos, hagámoslo con fe. El que viene así, no pasará hambre; el que cree así nunca pasará sed.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 26 DE JULIO DE 2015
Multiplicación de los panes...


San Marcos precisa con exactitud que este milagro de multiplicación de los panes tiene lugar al regreso de la prueba de entrenamiento apostólico. El domingo pasado vimos las instrucciones dadas por Jesús. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces lo narran los cuatro evangelistas; incluso Juan, que tiene como norma no tocar lo que ya está consignado por alguno de los sinópticos. Sin embargo esta vez lo narra amplia y detalladamente, como hemos podido apreciar en el texto leído. Juan lo hace porque inmediatamente narrará la promesa de la Eucaristía al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm con una discusión fuertísima, en la que gran parte de los oyentes se niegan a creer, dudan algunos de los mismos discípulos y San Pedro interviene de forma decisiva. Para Juan éste es un momento clave de Pedro, como para los sinópticos lo es el de la promesa del primado.
Todo esto, así como la narración de la institución de la Eucaristía por los tres sinópticos y por San Pablo (1Cor 11), la dimensión eucarística de las apariciones de Cristo resucitado, como ya comentamos, la conducta de la Iglesia desde Pentecostés que crece con la lectura e instrucción de la palabra, la oración, la eucaristía o fracción del pan y la comunicación de bienes, es, entre otras, señal del valor esencial que tiene la Eucaristía en la Iglesia de Jesucristo. Donde no hay Eucaristía, no hay Iglesia de Jesús. Cuando Jesucristo instituye la Eucaristía en la última cena con sus discípulos, concluye la consagración del pan y del vino con este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,23.25).
También en el Antiguo Testamento hay símbolos de la Eucaristía. La primera lectura de hoy da cuenta de uno. Pero el más grabado en las mentes de aquel Pueblo Elegido es el maná diario. Y con razón; 40 años haciendo llover diariamente el alimento para toda una enorme multitud, es algo que solo Dios puede hacer. Gracias al maná aquel pueblo pudo caminar y atravesar el desierto durante cuarenta años.
A nosotros nos da en lugar del maná la Eucaristía: su cuerpo y su sangre.  Lo dirá Cristo al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm, explicando el milagro del día anterior: “Éste es el pan que baja del cielo para que lo coman y no mueran. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,50-51).La vida de que habla es la de la gracia. La recibimos en el bautismo. Ya hablamos mucho de ella. Su mantenimiento y fortalecimiento se realizan, pues, en la Eucaristía.
Enseña el Concilio Vaticano II que la Eucaristía es el punto culminante del culto que la Iglesia da a Dios y es el origen de toda gracia que la misma Iglesia pueda comunicar. ¿Cómo es esto así?
Cristo mismo instituyó la Eucaristía en la Última Cena. “Habiendo amado a los suyos –dice Juan– los amó hasta el fin” (Jn 13,1); con el mismo amor con que se entregaba por nosotros, entregaba su vida por todos los hombres para el perdón de los pecados. Tomad y comed; tomad y bebed. No me olviden. Sigan haciendo esto, para que mi  recuerdo y mi presencia no desaparezcan de ustedes.
El punto culminante de la obra de Cristo es su muerte para el perdón de los pecados de la humanidad. La muerte de Cristo digamos que, como la ola, va bañando toda la playa hasta el último grano de arena. Así la eficacia perdonadora de esa gracia va alcanzando, a medida que avanza la historia, hasta el último hombre que exista. Esa obra de misericordia, que solo puede ser obra de Dios y que alcanza a todo hombre, es simbolizada y realizada en el sacrificio de la Eucaristía, en la Misa. Es simbolizada por la entrega representada en los alimentos del pan y el vino que se entregan a quien los recibe para que su desaparición se transforme en la vida del viviente y la haga crecer; es simbolizada también en la doble transformación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre, lo que nos recuerda la muerte en la cruz por nuestros pecados.
Pero, como todo sacramento, la Eucaristía no se limita a ser un símbolo recordatorio, pero sin vida y cuya acción no es sino la que ponga la persona viva que lo experimenta. Los sacramentos (y la Eucaristía) obran y actúan ellos en la persona a quien alcanzan. Porque el sacramento hace lo que simboliza. Por eso la Eucaristía, símbolo de la muerte de Cristo, culmen, resumen de toda su obra redentora, su punto culminante y fuente de toda gracia, tiene su efecto, que es lógicamente el punto culminante y el origen de toda gracia. No hay cosa más grande que pueda ofrecerse a Dios y de ella viene a la Iglesia toda gracia.
Pero además toda la existencia y obra de Cristo desde su Encarnación, pasando por su predicación y sus milagros, su pasión y muerte, resurrección y ascensión, constitución y obra de la Iglesia, cobran sentido, vida y eficacia del misterio de Cristo, cuyo punto culminante es su muerte y resurrección.
Tras la consagración el sacerdote nos recordará: “Éste es el Sacramento de nuestra fe”. Ustedes responderán: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Nos referimos al último día de la historia, que no debemos temer los que hemos creído en Él; pero no excluimos el hoy de nuestra historia diaria. Ya explicamos cómo Jesús resucitado sigue acompañando nuestros pasos. Ese “¡ven, Señor Jesús!” que nos sea cada domingo una inyección de entusiasmo cristiano, también de alegría por la fe y de coraje olímpico para llevarla a todos los rincones de nuestro propio yo, de nuestra familia, de nuestro querido Perú, del mundo que no tiene otro sentido que Cristo. Porque: “Señor, ¿a quién íbamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 17 DE JULIO DE 2015
El Señor es mi pastor...



Es claro que para este domingo la Iglesia nos ofrece como reflexión el tema de los pastores en la Iglesia, es decir de los obispos, sacerdotes y diáconos.

En el Antiguo Testamento los pastores son fundamentalmente los reyes y sacerdotes; alguna vez lo dice el Señor de sí mismo; pero sobre todo promete al Mesías, a Jesús, como su pastor que cumplirá perfectamente su misión. Ya en el Nuevo Testamento Jesús se presenta como el Pastor de su rebaño, incluso como el único pastor; pero lo hace en contraposición a los sacerdotes de su tiempo y a los rabís y los fariseos.

Ya desde el comienzo de su ministerio Jesús, el enviado del Padre, eligió a los doce apóstoles: “Como el Padre me envió, también yo les envío”. Por eso la misión de los apóstoles es la continuación de la misión de Cristo: “Quien a ustedes recibe, a mí me recibe” –les dice a los doce–. Entre ellos da a Pedro su autoridad suprema con la fórmula de que pastoree su rebaño (Jn 21), lo mismo que a todos los discípulos les dice: “Quien les recibe a ustedes, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (su Padre) y les dice también, como ya había dicho a Pedro: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18,18). Y ya resucitado, antes de irse corporalmente al Cielo, les afirmó: “A mí se me dio todo poder en el cielo y en la tierra. Como me envió a mí el Padre, así les envío Yo a ustedes (Mt 28,18; Jn 20,23).

En su Iglesia, pues, de la que él habla como de su rebaño, son los doce discípulos los pastores. Ellos así lo interpretaron; y no se equivocaron, pues Cristo garantizaba su infalibilidad, como ya explicamos a propósito de las promesas anteriores y de aquella “yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Como el Evangelio debía predicarse hasta el final de los tiempos, los apóstoles comprendieron que, como Cristo había hecho con ellos, ellos debían hacerlo con otros. Así eligieron sucesores, a los que encomendaron su misión. Esta misión la entiende Pedro como la de Cristo pastor: “A los obispos y presbíteros yo les exhorto: apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzando sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que les ha tocado cuidar, sino siendo modelos de su grey. Y, cuando aparezca el supremo pastor, recibirán la corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,1-4). El Nuevo Testamento habla de los obispos, presbíteros y diáconos como de los rectores y responsables de las comunidades cristianas (v. Hch 20,28). Son los sucesores de los apóstoles, instituidos mediante la imposición de las manos, un rito sacramental (v. 1Tim 4,14) .

Así hizo Cristo a su Iglesia. Y consecuencia clara es que una iglesia no es la Iglesia fundada por Cristo si le falta el sacramento del orden y los obispos y sacerdotes consagrados por un sacramento. Es el caso de todos los grupos evangélicos y protestantes. Sólo los pastores de la Iglesia Católica y los de las Iglesias Cristianas Ortodoxas tienen sacerdotes que verdaderamente lo sean, con poder para perdonar pecados, consagrar la Eucaristía y ordenar sacerdotes y obispos (si ellos lo son).

Cristo, lo sabemos, es pastor, el Buen Pastor, el que había prometido Dios en la profecía que hoy hemos escuchado y en otras. El evangelio dice que al ver aquella multitud, que tenía hambre de su palabra, Jesús sintió lastima, se le conmovieron las entrañas. Porque “estaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles con calma”. Es lo primero que las ovejas necesitan, que necesitan ustedes: el pan de la palabra, que se les explique la palabra de Dios. Una vez más constatamos la importancia que para Cristo tiene la palabra. La palabra suscita la fe, “la fe viene del oído”, y la fe mueve a la conversión y la conversión abre las puertas del corazón de Dios y la misericordia de Dios otorga el perdón.

Los pastos que necesitan las ovejas para tener vida y vida abundante son el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. Es éste el maná que el pueblo de Dios necesita para atravesar el desierto de esta vida sin caer muertos en el camino.

Los pastores, los sacerdotes son los ministros que deben cuidar a sus ovejas, que no son suyas, sino de Jesús. Ya les expliqué cómo en la Iglesia Cristo es como la cabeza y el cuerpo lo formamos todos los demás. Nuestra vida sobrenatural, cristiana, nos viene de la unión con Cristo. Somos todos miembros de Cristo, pero no somos todos iguales, como los pies y las manos o los oídos son diferentes; porque cada uno tenemos nuestra misión, unos una y otros otra. Pero todos recibimos la misión y la vida de Cristo. Unidos todos a Cristo todos hemos sido consagrados para Dios. Por el bautismo todos estamos llamados a la santidad, es decir a acrecentar esa vida que recibimos en el bautismo y a ofrecer a Dios el sacrificio de nuestro servicio, de la aceptación de su voluntad y de los sacrificios que conlleva. Pero por voluntad de Cristo, los obispos, presbíteros y diáconos tienen la misión especial de servir a sus hermanos de modo especial con la palabra y los sacramentos. Por eso dice el Catecismo: “En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, ministro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa “in persona Christi Capitis” –en la persona de Cristo cabeza–(C.I.C. 1548).

Estamos en este Año invitados a orar por la gracia de que los sacerdotes sean santos. Saben ustedes que es lo más fundamental. Oren (y oremos todos) para alcanzar la gracia de tener unos sacerdotes que sean santos de verdad, hombres de Dios, de oración, sacrificados, humildes, pobres, castos, llenos de fe, esperanza y caridad. Oren, hermanos, para que la palabra del profeta se haga realidad: “Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas y las volveré a traer a sus dehesas, para que crezcan y se multipliquen. Les pondré pastores que las pastoreen: ya no temerán ni se espantarán y ninguna se espantará –oráculo del Señor–“.
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 12 DE JULIO DE 2015
 Podemos hacer grandes cosas...


Amós es enviado por Dios a profetizar y lo hará guste o no al rey ni al sacerdote del templo idolátrico. Jesús envía a sus discípulos a predicar. Es una orden. La repetirá antes de la Ascensión: “Vayan por todo el mundo. Prediquen el Evangelio a toda criatura” (Mt 28,18).
Los apóstoles y luego la Iglesia han considerado siempre esta orden como una obligación inexcusable. La Iglesia la considera como una razón de ser: Está al servicio del Evangelio. San Pablo dirá: “Ay de mi si no evangelizo” (1Cor 9,16). También el Santo Padre Benedicto XVI, en la Introducción a la encíclicaCaritas in Veritate La Caridad en la Verdad– se expresa así: “Defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad” (1).. Y citaré por fin al Papa Pablo VI, quien en su visita a los cristianos de Filipinas, recuerda el texto paulino y se lo aplica a sí mismo, como es bueno que también nosotros lo hagamos:
“Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de vuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad. Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros, y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos. Éste es Jesucristo, de quien ya han oído hablar, al cual muchos de ustedes ya pertenecen por su condición de cristianos. A ustedes, pues, cristianos, les repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro martirio; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne, nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico. ¡Jesucristo! Recuérdenlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos”.
Como el Papa Pablo VI se aplica a sí mismo, tengamos también nosotros ese sentido de responsabilidad y el valor de aplicarlo a nosotros mismos: “¡Ay de mí si no evangelizo!”.
El Catecismo, citando al Concilio Vaticano II, lo hace así: “Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que sin ella el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia. Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados ypreparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu”. No se trata meramente de algunos pequeños frutos de poca importancia sino de “los más abundantes”; el evangelio, que se escribe para todos los que venimos después, dice que echaban demonios y que curaban enfermos.
Sobre el cómo hacerlo el Catecismo continúa: “En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. (Recuerden que éste es significado del rito de las gotas de agua que se mezclan con el vino de la consagración). De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios” (CIC 900s).
Jesús dice a los doce que no les hacen falta muchas cosas, “ni pan, ni alforja, ni dinero”. En rigor lo fundamental, recuerden, es ser testigos. Para esto es menester vivir la propia fe y saber manifestarla porque se conoce la verdad del por qué se cree y obra así. El apostolado esta unido con el conocimiento del contenido de la fe.
Por lo demás el fruto apostólico queda muchas veces oculto. “Uno es el que siembra y otro es el que siega” (Jn 4,37). Cuántas veces el ejemplo o la palabra de un padre o de una madre, de un profesor, de un amigo, de un libro, ha cambiado una vida y el padre, la madre, el profesor o el amigo no han podido saberlo nunca. Es la levadura que cambia en silencio la masa. Dejemos el fruto a Dios; pero sepamos que Él mismo dice: “Mi palabra no volverá a mí de vacío, sin haber cumplido lo que yo le mandé” (Is 55,11). A veces lo sabremos y nos dará gran alegría. Y no olviden que “un acto de amor puro vale más que todas las obras exteriores” (San Juan de la Cruz). Provocar un acto de amor de Dios es colaborar en una obra más grande que crear un mundo.
...P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 3 DE JULIO DE 2015
Desde el principio la Palabra existe,
todo se hace por ella...
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Los textos de hoy insisten en que no escuchar la palabra de Dios es un pecado muy grave. Dios habla de que los israelitas no han escuchado a los profetas, son rebeldes, le han ofendido continuamente, son testarudos y obstinados. Tampoco escucharon a Jesús sus vecinos de Nazaret. Lo conocían muy bien. Menospreciaron su enseñanza porque no había estudiado nada y era de familia pobre, como la mayor parte de ellos mismos. Con esa actitud quedó bloqueado todo el poder de Jesús, que es para bien de los que le acogen, es decir creen en él.

Ya en el Antiguo Testamento y más todavía en el Nuevo la palabra de Dios ocupa un papel central. Es poder que obra (Jn 1,3) y es luz que revela (1,4-5). Dios actúa (Ge 1) y se comunica con la palabra. La palabra de Dios obra lo que dice y revela el pensamiento, el sentimiento y el deseo de Dios (Is 55,11).

Pero en el Nuevo Testamento la palabra es Jesús. “El Verbo, la Palabra, se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Esta Palabra obra milagros (Mt 8,8ss; Jn 4,50ss), perdona los pecados (Mt 9, 1ss), transmite a los Doce sus poderes (Mt 18,18), instituye la Iglesia (Mt 16,18; Lc 22,32; Jn 21,15ss) y los sacramentos portadores de gracia (Lc 22,19; Jn 20,23). En Jesús y por Jesús la Palabra creadora de Dios actúa y salva. Pero en Jesús, además de obrar, la Palabra revela los misterios del Reino de Dios (Mt 13), anuncia (Mt 4,33), enseña con autoridad (Mc 1,22), con certeza absoluta; porque sus palabras no pasarán (Mt 24,35), porque “sus palabras son palabras de Dios” (Jn 3,34), son espíritu y vida (Jn 6,63), porque Jesús no habla de sí mismo, sino que primero le habló el Padre (Jn 12,49).

En la palabra, pues, está la salvación. La palabra viene a identificarse con Dios. Aceptarla es aceptar a Dios; rechazarla es rechazar a Dios (Mc 8,38). Sin embargo no todos la aceptan (Mt 13). Siempre, hasta el fin de los tiempos, habrá quienes la acepten y habrá quienes la rechacen. Los hay que la rechazan de plano como camino asfaltado; los que la aceptan superficialmente; los que pretenden lo imposible, que dé fruto en un corazón vicioso; los que la acogen y practican con más o menos generosidad. Rechazarla es condenarse. Buscarla y acogerla con afán, renunciar a todo por encontrarla y obrarla es la salvación (Mt 13,49). El que es de Dios la escucha y no verá la muerte; pero quien la rechaza, queda condenado porque es hijo del Diablo (Jn 8, 43s. 47. 51).

Difundir la palabra es función esencial y principalísima de la Iglesia. El crecer de la palabra es lo mismo que el crecer de la Iglesia (Hch 6,7). Es palabra de vida (Flp 2,16, es viva y eficaz (Hb 4,12), a ella deben los fieles su salvación (Hch 13,26), es la palabra de Jesús (Mc 16,20).

De aquí derivan cosas muy importantes para el vigor de nuestra vida cristiana. La siembra de la palabra en el propio corazón es una necesidad y una obligación de todo creyente consciente. No bastan oraciones, ni frecuencia de sacramentos. Es necesario leer y aun meditar la palabra de Dios: Escuchar bien la homilía en la misa, leer la Biblia y libros santos, no deben ser en nosotros algo extraordinario sino normal, como vemos, leemos y escuchamos programas de TV, radio, periódicos o revistas. Un católico responsable debe estar bien informado de la postura de la Iglesia ante situaciones actuales, también debe conocer suficientemente ciertas cosas incluso para clarificarlas a los demás; debe sobre todo conocer bien lo concerniente a los deberes de su propia vida familiar, profesional y social. El mismo crecer en la fe va exigiendo al cristiano una mejor formación. De aquí la importancia de los retiros, los fines de semana dedicados a la escucha o lectura de la palabra o de la enseñanza de la Iglesia, la homilía de la misa, la lectura y reflexión de la palabra de Dios en familia.

De todo lo dicho (y más que se podría añadir) pueden deducir, hermanos, la importancia de lo que se llama la formación permanente. La catequesis no es una actividad de la Iglesia limitada a niños y jóvenes y. menos, a momentos puntuales de recepción de sacramentos. El niño y el adulto, el joven y el anciano, han de seguir conservando lo aprendido y aprendiendo lo que exigen las nuevas necesidades personales y de la Iglesia, han de seguir profundizando y gustando más y más del tesoro de la fe, que en definitiva es tan profundo, tan alto, tan ancho como el amor de Dios que se revela en Cristo (v. Ef 3,14-29).

De aquí se deduce la enorme importancia que tienen los grupos y asociaciones eclesiales y los cursos de religión en los colegios. Hay mucho que hacer en su mejora. Yo invoco a los profesores a que los preparen bien, que toquen los puntos que verdaderamente son problemas prácticos para sus alumnos, que impartan las lecciones como verdaderos profetas, que pidan a Dios ese espíritu que necesitan para su misión, que lo hagan con entusiasmo. El curso de religión puede y debe ser una hora muy interesante para niños y jóvenes. Y también invoco a los padres a que le den importancia, a que conozcan lo que allí se enseña, a que pidan corregir las lagunas que pueda haber y, a veces, a que recuerden o aprendan lo olvidado o nunca se les enseñó.

Recuerden, hermanos, Jesús es la verdad y todo el que es de la verdad, escucha su voz (Jn 19,37)


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

DOMINGO 28 DE JUNIO DE 2015
Ante el Señor de la vida y
de la muerte.


En las lecturas del tiempo ordinario el tema elegido por la Iglesia se indica en la 1ª lectura, del Antiguo Testamento, y el evangelio. La segunda es una lectura continuada de alguna carta del Nuevo Testamento y el asunto no coincide normalmente con el de las otras lecturas.

Hoy se nos plantea el problema de la muerte. La muerte en la escritura es el ejemplo de un misterio que Dios va revelando poco a poco. ¡Qué frágil es la vida! Porque la muerte es un destino universal. Y todo parece acabar con la muerte. Es un viaje sin retorno (cfr. Jb 10,21-22), Dios mismo olvida a los muertos (cfr. S.88,6). Sin embargo como sucede en otros pueblos, hay algo que sugiere que algo queda y se da culto a los muertos. La piedad hacia los difuntos se va arraigando fuerte en el pueblo de Israel.

Poco a poco el sentido religioso intuye que la muerte es un castigo por el pecado (cfr. Jb 18,5-21; Gen 2,17; 3,19), como aparece en la primera lectura de hoy: “Dios no hizo la muerte (…) Dios creó al hombre incorruptible. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”. Porque sólo Dios puede salvar de la muerte.

Es en época tardía, ya cerca de la llegada de Jesús, cuando la revelación clarifica el misterio de la muerte a los fieles de Dios. Isaías anuncia que con la llegada del Mesías Dios “consumirá a la muerte definitivamente” (25,8) y Daniel dice: “Los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno” (Dan 12,2). Los siete hermanos Macabeos tienen muy clara la futura resurrección y también Judas Macabeo (cfr. 2Mc 7,9.14.23.33; 12,43-45).

Este proceso culmina con la muerte de Cristo. En la providencia del Padre está que ha de anular los efectos del pecado. El pecado comenzó con la desobediencia de Adán, y aumentó con todas las demás transgresiones de los mandatos de Dios, que el Señor puso claros en la conciencia de cada persona. Muchos fueron los pecados de la humanidad entera; pero la obediencia de Cristo fue total, hasta la muerte y a su dignidad y pureza no se le puede poner tacha alguna. Las expresiones reveladas, expresando que Cristo pagó por nuestros pecados, son constantes en la Escritura y se manifiestan con expresividad y búsqueda tenaz de plasticidad de modo que impresionen y hagan caer en la cuenta que lo afirmado es real, no mero modo de hablar más o menos literario. Así Rm 5,19 y 2Cor 5,21: “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos”; “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”.

Pero, habiendo muerto Jesús, ha resucitado con una nueva vida, que ya no muere más y se sienta a la derecha del Padre. Cuando hablamos de Jesús estamos indicando a la segunda persona de la Trinidad, al Hijo, que tiene la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu Santo y, además, la naturaleza propia del hombre, con cuerpo y alma humanos, que asumió en el seno de María, murió en la cruz y resucitó. Con Él un hombre, el hombre, ha subido al cielo y está dotado de un poder superior al de los ángeles, por encima de toda criatura en el cielo y en la tierra.

Es claro, pues, que, habiendo muerto Cristo por nuestros pecados, éstos nos los perdona el Padre gracias a sus méritos. Porque Cristo, hecho cabeza de la humanidad, tiene la misión de transmitirnos el fruto de su obra. Pero, siendo nosotros personas libres y, debiendo como tales obtener el fin supremo de nuestra existencia de un modo conforme a nuestra naturaleza libre, nuestra salvación debe hacerse con un acto libre. Sólo así, creyendo libremente y arrepintiéndose de sus pecados (que también es un acto libre), el hombre se incorpora la obra de Cristo.

De esta forma se ve que todo lo de Cristo, nuestra cabeza es para que nos lo incorporemos y de esa forma realicemos nuestro destino, que es estar con Cristo por toda la eternidad. Hemos de morir, pero, como para Cristo, nuestro destino final no es la desaparición, sino la resurrección y la gloria con Cristo por toda la eternidad.

Esto es parte integrante de nuestra fe. Esto ya ha comenzado. Ya lo expliqué en otras ocasiones. Por el bautismo se incorpora la muerte de Cristo, se muere con Cristo, y se resucita con Cristo, es decir se incorpora la vida de Cristo resucitado, eso que la teología llama “gracia santificante”. Y se dice de otra forma con la afirmación de que se nos perdonan los pecados y se recibe el Espíritu Santo, que nos hace santos. Por eso la Escritura no afirma meramente que el cristiano se salvará, sino que “están ustedes salvados” (cfr. Ef 2,8; Col 3,1.)
En este evangelio quiere, sí, San Marcos (es decir Pedro, como ya explicamos) mostrar a Jesús Dios y Señor de la enfermedad y la salud, la vida y la muerte. Dios y Señor de la vida y de la muerte ha venido y está entre nosotros.

Ahora comprendemos lo de Pablo, refiriéndose a la resurrección de Cristo: “Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre ustedes que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe (…) Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana; están todavía con sus pecados. Y entonces también los que ya durmieron en Cristo, perecieron. Y, si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,12-21).

Por la fe Jesús curó a la hemorroísa, la fe es lo que pidió Jesús a aquellos padres para resucitar a su hija; la fe, cada domingo la misa es ante todo un ejercicio de la fe: Creo, Señor. Ayúdame. Que mi vida tiene un sentido. Que no lo pierda nunca. Que en el momento de la muerte, no me arrepienta de haber vivido ni de cómo he vivido, que muera contigo para resucitar contigo.
...P. José Ramón Martínez Galdeano S.J..
DOMINGO 21 DE JUNIO DE 2015
Increpó al viento
y el viento cesó.

Terminó con la fiesta del Corpus Christi el periodo que cada año dedica la Iglesia al misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, la fundación de la Iglesia en Pentecostés y los dos grandes misterios de la Trinidad y la Eucaristía, fuentes de vida de la fe y peregrinar cristianos. Domingo a domingo volvemos la mirada a Jesús en su vida pública. El día de resurrección recordó el ángel a los discípulos el mandato de Jesús de volver a Galilea. “Allí me verán” – les dijo–. En Galilea siguió apareciéndoseles hasta la Ascensión. En contacto con Jesús resucitado pudieron comprender el significado profundo de aquellas palabras y hechos. Es lo que hacemos en la Iglesia a lo largo del año litúrgico. Habiendo creído en Cristo resucitado, en conversación oracional con Él, a sus pies vamos a ir recordando con fe y amor sus palabras y hechos, y sacaremos lecciones y fuerzas para nuestra vida.
Pero además todo el Antiguo Testamento es la constatación escrita del empeño salvador de Dios desde que Adán, nuestro primer padre, cometió el primer pecado. Esa historia culmina en Cristo. Todos los acontecimientos y figuras del Antiguo Testamento, por eso, tienen referencia a Cristo y su obra y así hay que leerlos. Leerlos sin esa referencia es condenarse a no entenderlos y a que no sirvan sino, a lo sumo, para satisfacer la curiosidad. También esta referencia procuraremos tenerla en cuenta.
El hecho del evangelio de hoy ocurre probablemente ya muy avanzado el segundo año del ministerio apostólico de Jesús. Es una catequesis sobre la confianza que debemos tener en Jesús. Jesús está presente en cualquier circunstancia de nuestra vida. Desde luego que a veces nos vamos a encontrar con los discípulos en la barca – no olvidemos que es la barca de Pedro, símbolo de la Iglesia – sacudidos por tempestades, promovidas por condiciones normales de la vida humana y por la falta de comprensión y persecuciones del prójimo. Jesús predijo que nos enviaba como ovejas entre lobos y nos advirtió que fuésemos prudentes como serpientes. Debemos aceptar en nuestra vida la existencia de dificultades, de tempestades, de cruces, enfermedades, falta de plata, disgustos, incomprensiones, maledicencias, fracasos, etc. Son cosas que a veces nos alteran mucho.
En el Antiguo Testamento Job es el prototipo del justo que sufre sin culpa personal. La lectura de hoy es la respuesta definitiva que da Job a Dios aceptando su sufrimiento: humilde confiesa su ignorancia y, aunque no ve en sí un pecado como causa de un castigo de Dios, se somete con fe al designio misterioso de Dios. Dios acepta esta respuesta como buena. En cambio condena a los cuatro amigos, que, aparentemente más piadosos, le decían que Dios le castigaba por sus pecados. Job es símbolo de la pasión de Cristo. Dios, en el Antiguo Testamento, no responde sino de modo incompleto a la pregunta del por qué el sufrimiento. La respuesta plena está en Cristo con otro misterio: el misterio de la pasión de Cristo.
Encontramos esta respuesta en el pequeño fragmento de la segunda lectura de hoy: Cristo, que representaba a todos los hombres, sufrió y murió por todos los hombres, pagando con su obediencia hasta la muerte los pecados de todos sus hermanos. Por eso todos murieron en Él. Éste es el criterio para juzgar la muerte de Cristo y no otro.
La tempestad representa todo lo que nos molesta y da dolor en la vida. Para algunos el que Dios permita el hambre y la crueldad de los inocentes ha sido y es un motivo de escándalo y de ateísmo: ¿Dónde está Dios? Si Dios existiese no permitiría ni hubiera permitido la trata de blancas, de niños inocentes, las cámaras de gas, el hambre de los pobres, etc. Jesús va con ellos en la barca; pero no hace nada para sacarlos del apuro; ni da órdenes ni agarra un remo; y encima duerme tranquilo. “¡Maestro! ¿No ves, no te importa que nos hundamos?”. Tú has curado enfermos, has resucitado muertos, has convertido pecadores, has hecho grandes maravillas. ¿No te importa lo que me pasa, lo que sufro, mi desesperación, mi impotencia?
Saber sufrir cristianamente no es fácil. Es cierto que a veces nos castigamos con nuestros propios pecados y defectos. El estudiante perezoso que es reprobado; el violento que levanta el rechazo en su contra. El que ha prescindido de Dios en su vida, el que deja a Cristo que duerma a su lado para que no le moleste, no tiene mucho derecho a quejarse de nada cuando tiene que tragar su propia medicina.
Pero otras veces no es así. Se escarba en los propios pecados y no se encuentran o no se les ve suficientemente graves para aceptar lo que pasa como un castigo justo y se revuelve uno contra Dios. Dios no es bueno, no es misericordioso, no me ama. Y viene la tentación de rechazar a Dios.
Recuerden que Jesús sufrió no por sus pecados sino por los nuestros, recordemos que su camino es el nuestro: cargar con la cruz. Esta cruz tiene el peso de nuestros propios pecados, nuestros defectos nos hacen sufrir y tenemos que aguantar algún sufrimiento para corregirlos. También tiene el peso de los ajenos, pues los defectos ajenos nos hacen también sufrir. Pero además no olvidemos que hemos de completar lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24), es decir que debemos ofrecer nuestros sacrificios a Dios para que, compensando de alguna manera los pecados del prójimo, Dios se sienta movido a dar mayores gracias de conversión a los pecadores.
Cristo no va dormido. Con más frecuencia nos dormimos nosotros en nuestra relación con Él. Con frecuencia las tempestades, que sufrimos, tienen la ventaja de despertarnos para darnos cuenta de que Jesús navega a nuestro lado. Espantados o confiados, no dejemos nunca de pedirle que nos ayude en todo. No basta nuestra habilidad y nuestro empeño. Es necesario que Él esté junto a nosotros. Su presencia y sus órdenes sostienen nuestro remar y, cuando sea necesario, también calmará los vientos, pues “¡hasta el viento y las aguas le obedecen!”.P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

DOMINGO 7 DE JUNIO DE 2015.
FESTIVIDAD DEL CORPUS CHRISTI.



Haced esto en conmemoración mía.

Han pasado muchos años y en la historia de la Eucaristía se han ido motivando y descuidando aspectos, por eso los cristianos necesitamos recordarnos los rasgos esenciales como la primera comunidad cristianas vivía esta última cena de Jesús. Se ha destacado demasiado el aspecto sacrificial de la Eucaristía y debiéramos destacar también el aspecto de comunión fraterna, para que no sea una burla cuando participamos todos, satisfechos y necesitados, aprovechados y marginados, sin que la celebración parezca que cuestione a nadie. Si falta fraternidad sobra la Eucaristía. Para que la celebración no nos alimente el egoísmo se debe tender antes a la fraternidad vivida, a resolver injusticias, a perdonar.

La comunidad primera tenían muy claro que la celebración de la cena del Señor era un encuentro con Jesús vivo que les daba fuerza para conocerle mejor, seguirle, vivirle en la comunidad y en el mundo. Ellos no se sentían solos, ni nadie les podía quitar su comunión con Jesús, ni siquiera su muerte; no sentían el vacío de Jesús, sino que le tenían presente de otra manera: la celebración alimentaba su fe, gustando el pan de la Palabra y comiéndole, porque les ayudaba a seguir identificados con él y a vivir como él vivía.

Para ellos era una pascua preparada, pero no de sus elementos externos, ritos y sus componentes, sino de las implicaciones que iba a acarrearles. Se trataba y trata de la celebración de la vida de Jesús entregada libremente, regalada por amor, sin limitaciones desde su encarnación hasta su muerte. Una vida entregada que implica sangre derramada que no se recupera, pero que lo hace Jesús por amor total y asimétrico por nosotros (que no está en proporción con lo que nosotros le amemos a él), que el Padre resucita.
Esta vida entregada, tan propia de la espiritualidad de la pascua se nos entrega como pan del cielo, para que comiéndolo, asimilemos la vida de Jesús, si queremos vivir de verdad. Como el pan que comemos nos viene de fuera y dependemos de él, así hay que introducir la vida de Jesús dentro de nosotros y si no la comemos, venida del cielo, no podemos vivir. Cuando estamos sentados a la mesa, comiendo juntos varias veces al día, debiéramos pensar que todos necesitamos alimentarnos de algo que nos viene regalado, si no morimos y, también, caer en la cuenta que no somos más que nadie, ni superiores a los demás, pues dependemos todos de lo que se nos regala desde fuera.
Vida entregada que es expresión de la vida de Jesús, solidario con todos los hombres, que nos debe hacer solidarios a nosotros. Nos habla a los que solo sabemos comprar, de compartir lo que tenemos. Nos habla de humanidad, de abrirnos a los que tienen hambre solidariamente y a no tener más que lo justo y no acaparar más.
Era impensable no llevar nada a la Eucaristía para compartir, teniendo de sobra, suprimir la parte de la ofrenda era olvidar al pobre. Jesús no puede bendecir nuestra mesa si guardamos nuestros panes y peces para nosotros o es que ¿acaso basta hacer una oración general por todas las necesidades del mundo sin más o echar la calderilla al cestillo de la colecta?
Les empujaba a una vida solidaria y compasiva, vida de pasión por vivir lo humano, por ayudar a los más desfavorecidos y vulnerables. No valía con que les diera lástima o pena, sino que tenían actuar la compasión y mojarse con los sufren. Solidaridad con los males e injusticias que causa nuestro mundo. No basta que nos conmuevan las catástrofes, las desgracias naturales, sino que también lo hagan: el paro, la violencia de cualquier tipo, las injusticias, …. Solidaridad como verdadera caridad, que implica más que dar limosna, dar la cara, aunque te la partan como a Jesús.
Les quitaba, no solo el afán de posesión, sino también todo rastro de exclusión. Entendían que lo que hizo Jesús fue trabajar por la unidad, por la comunión y llamar y sentarse con los más excluidos por cualquier motivo: desde su pecado hasta su condición social fuera la que fuera. La cena del Señor, les recordaba la causa de Jesús.
La cena del Señor les ponía ante la realidad de nuestro Dios. Es encarnado, tiene un cuerpo, es visible se le puede tocar y comer, se relaciona, entra en nosotros por los sentidos y por eso si quiero ser mejor, debo comer y beber del cáliz, no basta hacer más sacrificios, ni ascesis; si comulgo con Jesús, tengo que compartir mi pan, ni vida, mis posesiones, …. con los demás.
Resaltaban también el sentido evangelizador de la Eucaristía. Nosotros que compartimos la persona de Jesús y la celebramos escuchando su Palabra, somos invitados a generar una conciencia viva misionera. No celebramos como meros espectadores para alimentarnos solo nosotros, sino para compartir el alimento que recibimos con los demás, los alejados, los cercanos, quien sean.

Fr. Pedro Juan Alonso O.P.

DOMINGO 30 DE MAYO DE 2015.
LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
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“En el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”
Resulta siempre difícil hablar de la Santísima Trinidad. Es el misterio más hondo de nuestra fe y tener sobre él un poco de claridad costó a la Iglesia varios siglos de discusiones y de esfuerzo teológico.

Comienzo, por eso, recordando las palabras de San Columbano – del siglo VI – que ya les cité en otra ocasión: “Nadie tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios. Limítate a creer con sencillez, pero con firmeza. ¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y por esto insisto: si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquél que pretenda conseguirlo. Busca, pues, el conocimiento supremo no con disquisiciones verbales sino con la perfección de una buena conducta, no con palabras sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos”.

Lo que dice San Columbano es verdad y su consejo lo vamos a seguir. Pero, para evitar el estorbo que levanta nuestra inquietud racional, es bueno constatar que misterios los hay en la misma naturaleza. Porque hay verdades que la inteligencia demuestra, pero que ofrecen obstáculos que impiden una total claridad.

Por ejemplo el hecho de que cada uno de nosotros es una sola naturaleza humana individual con conciencia clara de ser uno: yo soy un solo hombre. Ese hombre es el mismo que actúa con la mano, quiere con la voluntad, piensa con la inteligencia. La inteligencia, al razonar, tiene conciencia de ello y de que es un hombre el que razona y que razonar es distinto de querer y de hacer. La inteligencia razona y ve la conveniencia de hacer algo, la voluntad decide hacerlo, el cuerpo lo hace. La acción es fruto de los tres. En cada facultad el hombre es consciente de sí mismo y de que actúa, pero ni hay tres acciones ni tres hombres obrando, sino uno solo y el mismo testimoniado por cada facultad. Tres facultades distintas, cada una con la conciencia de su acto y del todo. Y no hay tres naturalezas humanas sino un solo hombre.

Otro misterio es cómo está el alma en el cuerpo. Tiene que estar en todo el cuerpo y en cada parte de él, pues una parte del cuerpo sin el alma estaría muerta. Pero el alma es simple, sin partes, y donde está, está entera. Está, pues, entera en la cabeza, entera en el corazón, entera en cada miembro. Pero no hay muchas almas, sino una. La misma es la que ve, oye, anda, piensa. Luego el alma está entera en cada parte y entera también en todo el cuerpo. Los filósofos la llaman presencia definitiva; pero no es posible imaginarla.

Hay, pues, misterios en la naturaleza; no nos extrañe que los haya en Dios.

Dios nos ha revelado el misterio de la Trinidad por Jesucristo. En el Antiguo Testamento Dios se esfuerza por inculcar a Israel que no hay otro Dios que Él, que se manifestó a Abrahán, Moisés y los profetas, que creó todo y que es el único salvador. Los demás dioses ni ven, ni oyen, ni pueden salvar (Jer 5,21).

Pero Jesucristo nos manifestó que aquel Dios creador de todo y salvador era su Padre (Jn 5,17), que le había enviado precisamente para salvar del pecado a todos los hombres (Jn 3,16). También les dijo que él y su Padre eran una misma cosa, es decir que poseía la misma naturaleza divina que el Padre (Jn 10,30). Por fin también les dijo que él y el Padre les enviarían el Espíritu Santo (Jn 15,46). Ese Espíritu es del Padre y del Hijo y, como tal, también tiene la misma naturaleza divina y recordaría y manifestaría a todos y cada uno todos sus secretos (Jn 14,26).
Hemos sido bautizados y debemos bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; no en los nombres, porque no son tres, sino un solo y el mismo Dios. Un Dios que existe desde siempre, que ha creado todo y a todos, que ama a todos y, siendo todos pecadores, de tal forma nos ama que ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que, avalando la deuda cuasi infinita de nuestros pecados, la satisficiese con su obediencia hasta la muerte en la cruz, alcanzase la salvación todo aquél que creyese en su amor y se arrepintiese, recibiendo su Espíritu Santo, que le convertiría en Santo y ciudadano del Cielo (Hch 2,38).

Buen medio para ir creciendo en esta espiritualidad trinitaria es entrar y hacer conscientemente la oración oficial de la Iglesia. La oración oficial de la Iglesia es trinitaria, fundamentalmente trinitaria. El primer saludo de la misa y la primera invocación son: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo”. A la Trinidad se llama expresamente en la triple invocación del “Señor, ten piedad”, del canto del Gloria, de la confesión de fe del Credo, de la plegaria eucarística en varias expresiones, de la bendición final de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que despide, acompaña y fortalece a los fieles para ser sus testigos. Procuren participar así siempre en la misa de cada domingo, viviéndose como hijos de Dios, en su casa y bajo su protección, alegres de la grandeza de la fe que nos alegra comunicar a nuestros hermanos.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.