Terapia ante la falta de tiempo.


Con una mirada atenta seremos capaces de establecer prioridades y de lanzarnos a conquistas concretas. 


La sensación de que falta tiempo nos agobia en muchas ocasiones, a veces durante semanas, meses o incluso años.

Durante el día vemos y sentimos cientos de reclamos. Pensamos hacer esto y lo otro. Deseamos estirar al máximo el tiempo para que quepan deseos y proyectos, unos buenos, otros indiferentes, otros tal vez malos y dañinos para uno mismo y para otros.

Es importante detenernos para ver si existen “grietas” por las que se nos va el tiempo. Esas grietas surgen cuando curiosidades o placeres inmediatos nos apartan de lo importante, de lo urgente, de lo necesario, para atarnos a caprichos que dan pequeños placeres que, a la larga, pueden llevar a grandes desengaños.

Otras veces el problema radica en que hemos acogido una serie de proyectos y compromisos que nos encadenan a asuntos de importancia menor. Si me ato a un blog o a una larga (y hueca) serie televisiva; si siento una extraña “obligación” de leer noticias en la prensa o en Internet; si el correo electrónico se convierte en un instrumento que absorbe horas y horas de la semana...

Es entonces cuando podemos pensar que llega la hora de podar todo aquello que no es necesario y de centrarse en lo que realmente sirve para uno mismo, para los propios familiares y amigos, para los compañeros de trabajo, para la sociedad.

Con una mirada atenta seremos capaces de establecer prioridades y de lanzarnos a conquistas concretas. Entonces veremos cómo disminuye la sensación de que nos falta tiempo, y cómo el pasar de las horas dejará de ser una angustia que nos desespera. Podremos ir a lo esencial y abrirnos a lo importante, a lo que me pide Dios y lo que necesitan los demás seres humanos, a lo que vale para el presente y para el horizonte de lo eterno.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

¿Son mejores los que van a Misa?


La participación en la Misa nos obtiene las gracias espirituales y temporales que nos son necesarias... 


¿Qué testimonio damos los católicos en Misa? Basta ver a las personas que asisten a ella: para muchos es el acontecimiento social del domingo y los días festivos. Para otros, una obligación, un aburrimiento. Para muchos no es más que una gran desconocida...

Está claro que el hecho de que una persona vaya a Misa no es un seguro a todo riesgo para su honestidad. Siempre será una ayuda para lograrlo, pero no una garantía. Y el hecho de que unas personas poco ejemplares vayan a Misa no resta valor a la Misa ni a la fe católica.

A veces se piensa que sería mejor para la fe católica que esas personas poco ejemplares no hicieran manifestaciones de religiosidad. Quizá fuera un buen marketing para la Iglesia –aunque lo dudo–, pero Jesucristo dijo que no necesitan de médico los sanos sino los enfermos. La Iglesia debe acoger maternalmente a sus hijos, tanto si son grandes santos como si son grandes pecadores.

Los católicos no presumen –al menos, no deberían hacerlo, y creo que pocos lo hacen– de ser una élite de la santidad o un modelo de virtud. Simplemente, se esfuerzan por mejorar.

Y ya que hemos mencionado lo de la asistencia a Misa, recuerdo que un viejo amigo me decía que siempre le había llamado la atención encontrar tanta gente necesitada pidiendo limosna a la puerta de las iglesias, y que, en cambio, se vieran tan pocos mendigos o personas en paro a la puerta de los casinos, los bingos, las salas de fiestas o los bancos, cuando probablemente por esos sitios pase mucha más gente y de más dinero. Y tampoco se ven apenas pobres a las puertas de los sindicatos o de los organismos políticos, pese a que en esos lugares debieran esperarse en principio más fáciles muestras de solidaridad. Y como es de suponer que esos hombres son quizá pobres pero no idiotas, cabe pensar que actúan así porque ellos sí que creen que la gente que va a Misa es, en general, más generosa que la media.

En cualquier caso, sabemos bien que para salvarse no basta con pertenecer a la religión verdadera, ni con ir a Misa cada domingo. Y también está claro que de religiones muy diversas puede recibirse aliento y enseñanza para ser mejores y alcanzar la salvación, con la ayuda de Dios.

Podemos concluir que no van a Misa los que son mejores que los demás, pero sí que los efectos de la misma nos ayudan a alcanzar la santidad por ser la Misa el más perfecto acto de reparación de todos los pecados, la más perfecta expiación de las ofensas hechas a Dios, expiando la culpa y satisfaciendo por la pena, pero no absolutamente, sino en la medida de la disposición que tenga el fiel.

La participación en la Misa nos obtiene las gracias espirituales y temporales que nos son necesarias, o simplemente convenientes, para nuestra salvación. Todas las obras buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios y nos consigue de Él tales gracias que sólo el desconocimiento de lo que se puede alcanzar con la Misa explica el poco empeño que tantos católicos ponemos en aprovecharnos de ellas.
Fuente: interrogantes.net 

Juan Bautista un gran hombre



Juan bautiza a quienes le hacen caso y quieren cambiar. Hoy te invita a que cambies tú.


La madre, Isabel, había escuchado no hace mucho la encantadora oración que salió espontáneamente de la boca de su prima María y que traía resonancias, como un eco lejano, del antiguo Israel. Zacarías, el padre de la criatura, permanece mudo, aunque por señas quiere hacerse entender.

Las concisas palabras del Evangelio, porque es así de escueta la narración del nacimiento después del milagroso hecho de su concepción en la mayor de las desesperanzas de sus padres, encubren la realidad que está más llena de colorido en la pequeña aldea de Zacarías e Isabel; con lógica humana y social comunes se tienen los acontecimientos de una familia como propios de todas; en la pequeña población las penas y las alegrías son de todos, los miedos y los triunfos se comparten por igual, tanto como los temores. Este nacimiento era esperado con angustiosa curiosidad. ¡Tantos años de espera! Y ahora en la ancianidad... El acontecimiento inusitado cambia la rutina gris de la gente. Por eso aquel día la noticia voló de boca en boca entre los paisanos, pasa de los corros a los tajos y hasta al campo se atrevieron a mandar recados ¡Ya ha nacido el niño y nació bien! ¡Madre e hijo se encuentran estupendamente, el acontecimiento ha sido todo un éxito!

Y a la casa llegan las felicitaciones y los parabienes. Primero, los vecinos que no se apartaron ni un minuto del portal; luego llegan otros y otros más. Por un rato, el tin-tin del herrero ha dejado de sonar. En la fuente, Betsabé rompió un cántaro, cuando resbaló emocionada por lo que contaban las comadres. Parece que hasta los perros ladran con más fuerza y los asnos rebuznan con más gracia. Todo es alegría en la pequeña aldea.

Llegó el día octavo para la circuncisión y se le debe poner el nombre por el que se le nombrará para toda la vida. Un imparcial observador descubre desde fuera que ha habido discusiones entre los parientes que han llegado desde otros pueblos para la ceremonia; tuvieron un forcejeo por la cuestión del nombre -el clan manda mucho- y parece que prevalece la elección del nombre de Zacarías que es el que lleva el padre. Pero el anciano Zacarías está inquieto y se diría que parece protestar. Cuando llega el momento decisivo, lo escribe con el punzón en una tablilla y decide que se llame Juan. No se sabe muy bien lo que ha pasado, pero lo cierto es que todo cambió. Ahora Zacarías habla, ha recuperado la facultad de expresarse del modo más natural y anda por ahí bendiciendo al Dios de Israel, a boca llena, porque se ha dignado visitar y redimir a su pueblo.

Ya no se habla más del niño hasta que llega la próxima manifestación del Reino en la que interviene. Unos dicen que tuvo que ser escondido en el desierto para librarlo de una matanza que Herodes provocó entre los bebés para salvar su reino; otros dijeron que en Qunram se hizo asceta con los esenios. El oscuro espacio intermedio no dice nada seguro hasta que «en el desierto vino la palabra de Dios sobre Juan». Se sabe que, a partir de ahora, comienza a predicar en el Jordán, ejemplarizando y gritando: ¡conversión! Bautiza a quienes le hacen caso y quieren cambiar. Todos dicen que su energía y fuerza es más que la de un profeta; hasta el mismísimo Herodes a quien no le importa demasiado Dios se ha dejado impresionar.

Y eso que él no es la Luz, sino sólo su testigo.

"Quien me reconocerá delante a los hombres, también yo lo reconoceré delante a mi Padre que está en los cielos".

La obra de la redención, el triunfo del Reino Amor sobre el de las tinieblas se realiza en medio de la pobreza y de la persecución. Así llevó a cabo su misión el mismo Cristo, así cumplió su misión también Juan el Bautista. A los ojos del mundo parece un derrotado: prisionero, aborrecido por los poderosos según el mundo, decapitado, sepultado.

Y sin embargo, es precisamente ahora, cuando la semilla que cae en tierra y muere, comienza a dar sus frutos. Esta derrota aparente es tan solo la antesala, el preludio de una victoria definitiva: la de la Resurrección. Entonces le veremos y ésa será nuestra gloria y nuestra corona.

Nuestra vida de cristianos, si es una auténtico seguimiento de Cristo, es una peregrinación "en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios". Sí, llegan los ataques, las calumnias, las persecuciones... pero ellos son sólo una señal de que vivimos el amor, animados por el Espíritu Santo.

Pero, si somos de Dios, si Dios nos ama y somos su pueblo... ¿Qué otra cosa importa? Él nos ama y nos quiere ver semejantes a su Hijo, como una hostia blanca dorándose bajo el sol. Sólo nos toca abandonarnos confiadamente entre sus manos, para que así pueda transformarnos en Cristo.
Por: Archidiócesis de Madrid 

Dignidad, ¿de la mujer o de la persona?


El pluralismo de las situaciones no es un obstáculo a la común dignidad de ser mujer y de ser hombre.





¿En qué radica la dignidad de la mujer? ¿En su ser mujer o en algo anterior? Quizá habría que preguntarnos antes: ¿qué es “dignidad”?
Dignidad es una palabra que indica una apreciación, una valoración de algo o de alguien. La dignidad depende de “algo” intrínseco, profundo, propio de uno, independientemente de si los otros ven o no ven ese “algo”. La dignidad radica en el poseer (mejor, en el ser) algo que merece, por sí mismo, amor, respeto, justicia. Algo que radica en el sujeto digno, y que no puede ser despreciado sin faltar a la verdad (cuando no descubrimos o incluso negamos el valor de la persona digna) y a la justicia (cuando no la tratamos del modo que merece ser tratada).
La fuente misma
Cuando se habla de “dignidad”, por lo tanto, no se habla de funcionalidad, o de la contribución que alguien ofrece en un sector de la vida social. La dignidad no radica en la productividad, ni en la riqueza, ni en las cualidades físicas que otros puedan individuar en la persona digna. Ser digno no depende, por lo tanto, de motivos externos. De lo contrario, serían otros los que atribuyen dignidad a la mujer (o al hombre, o al niño, o al anciano).
Formulemos nuevamente la pregunta: ¿en qué radica la dignidad de la mujer? Una posible respuesta nos dirá que en su condición femenina, en su identidad sexual, en su apertura a la maternidad, en las posibilidades laborales que el mundo moderno ofrece a su libre opción. Esto, sin embargo, no es propio o exclusivo de la mujer, pues también se dan estas características en otros seres vivientes, sin que por ello sean dignos.
Entonces, ¿cuál es la respuesta? Quizá tendríamos que reconocer que la dignidad de la mujer radica en su ser persona humana. Es decir, su dignidad no viene por su femineidad, sino que precede su misma femineidad, y funda y explica su valor en cuanto mujer.
Anterior y permanente
Antes que mujer, antes que hombre, cada uno de nosotros es miembro de la especie humana. Desde esa condición básica, común, podemos caminar, durante los pocos o muchos años de vida, con la certeza de valer mucho. Aunque a veces otros no lo reconozcan o no quieran aceptarlo. Aunque a veces nosotros mismos olvidemos la propia dignidad. Aunque se nos excluya de un trabajo, de un cine, o de la libertad de decir nuestras ideas en una asamblea pública.
Por lo mismo, la dignidad humana está a la base de cualquier ley o forma social, de cualquier costumbre o modo de vivir y de actuar en la sociedad. Siempre hay que respetar y defender la vida, la integridad física y psicológica, y los demás derechos, de todos los hombres y mujeres del planeta, precisamente porque son dignos, porque lo merecen.
Desde esa común dignidad humana es claro que el respeto se extiende a todas las posibles formas de vivir como hombres o como mujeres.
Fundamento de todo respeto
El pluralismo de las situaciones no es, por lo tanto, un obstáculo a la común dignidad. Existen, es cierto, muchos modos de ser mujer (y de ser hombre). La mujer puede ser soltera, casada, con hijos, embarazada, con trabajo, en paro; puede ser policía, presidente, tener estudios sólo de primaria o enseñar en una universidad; puede encontrarse en la cárcel o dictar sentencias en un tribunal; puede ser aún no nacida o pasar los días de su vejez en una casa de ancianos. En cada situación, la dignidad es la misma.
Modos diversos de ser que no ocultan ni eliminan la dignidad y el valor común a todas esas mujeres y lo mismo podemos decir de los hombres. Modos que muestran que la dignidad no es una propiedad del ser mujer en cuanto mujer (o en cuanto ejecutiva, o en cuanto trabajadora, o en cuanto ama de casa). La dignidad pertenece a cada mujer simplemente por ser miembro de la especie humana, se encuentre donde se encuentre, haga lo que haga, viva de una manera o de otra.
Tener presentes estas verdades ayudará mucho para que nunca una mujer pueda despreciar o dañar la dignidad de otras mujeres o de otros hombres, para que nunca un hombre pueda discriminar o usar violencia sobre hombres o sobre mujeres. A la vez, permitirá el desarrollo de una cultura del respeto y de la solidaridad, en la que cada mujer y cada hombre sean valorados por lo que son, simplemente, sin adjetivos discriminatorios.Por: Bosco Aguirre | Fuente: www.fluvium.org

¿De qué nos habla el Papa en su nueva encíclica?


Una sencilla síntesis para conocer y comprender la «Laudato si'», una encíclica de carácter social.


La segunda encíclica del Papa Francisco tiene como título “Laudato si'“, en recuerdo del Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís. Trata sobre el cuidado de nuestra “casa común”, en medio de los graves problemas ambientales del tiempo presente. Está dirigida a todos los hombres, no sólo a los creyentes (n. 3).
En la introducción el Papa Francisco indica el tema y expone cómo los últimos papas han hablado sobre temas ambientales, especialmente ante la degradación de la naturaleza que muchos no alcanzar de comprender en toda su gravedad y urgencia (nn. 3-6).
¿Y qué pretende el Papa con este texto? Ante el “desafío urgente de proteger nuestra casa común” muestra “la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar”. Todo ello se enmarca en una confianza sincera en Dios y en el esfuerzo del hombre: “El Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común” (n. 13).
El documento papal está dividido en 6 capítulos, que son presentados de modo sintético en el número 15. De ese número entresaco varios textos que aparecen entre comillas como resumen para cada capítulo:
El capítulo primero se titula “Lo que le está pasando a nuestra casa”, y ofrece “un breve recorrido por distintos aspectos de la actual crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a continuación”.
El capítulo segundo, “El Evangelio de la creación”, tiene en cuenta lo dicho en el capítulo anterior y presenta “algunas razones que se desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente”.
El capítulo tercero, titulado “Raíz humana de la crisis ecológica”, tiene como fin “llegar a las raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino también las causas más profundas”.
El capítulo cuarto, con el sugestivo título “Una ecología integral”, elabora una propuesta ecológica “que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea”.
En el capítulo quinto, “Algunas líneas de orientación y acción”, el Papa expresa su deseo de “avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional”.
El capítulo sexto y último, “Educación y espiritualidad ecológica”, propone “algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana”.
La encíclica “sobre el cuidado de la casa común” termina con dos oraciones, una que pueda servir a quienes creen en Dios, y otra para los que compartimos la misma fe cristiana.
Tenemos ante nosotros un documento amplio, que es parte del magisterio social de la Iglesia (n. 15). Es, de un modo particular, una invitación a pensar en temas importantes no sólo para quienes caminamos sobre un mismo suelo y bajo un mismo cielo, sino también para quienes nacerán en el futuro que Dios ofrezca a la humanidad, en la espera de la llegada del cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21,1) que el Padre ha preparado para los redimidos por la Sangre del Cordero.Por: P. Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Catholic.net

La oración más difícil, la que más nos cuesta...


Dejar nuestras cosas a un lado, dejarlas por un momento y ponernos solo ante tu presencia, Señor.




A veces, Señor, cuando estoy ante ti, recorro mi alma en examen sincero preguntándome si solo vengo a ti buscando consuelo para mis penas y problemas...

¿Qué le falta a mi oración?

Señor, dame luz para comprender que la que tengo olvidada o que no me conviene es la "Oración de intercesión". Esa, que es el olvido de uno mismo, esa, que es "una petición en favor de otros". Es la que no tiene límites ni fronteras, ya que es la que puede alcanzar gracias hasta para los enemigos y es también la expresión de la Comunión de los Santos. Es la oración en que nos olvidamos de nosotros para pensar en los demás.

Es generosa, de una caridad sin límites cuando pedimos por alguien que no nos ama, por alguien que no nos hace caso o que tal vez nos hizo o hace mucho daño. Es acercarnos realmente a la forma de orar que tu oraste por nosotros a tu Padre, Señor.

Tu, Señor, siempre estuviste y estás presto a interceder por nosotros ante el Padre, en favor de todos los hombres, especialmente por los pecadores. En favor... de mi.
Y te quedaste con nosotros en este Sacramento, estás con nosotros cada momento del día en la Eucaristía para seguir intercediendo por nosotros, nos escuchas y te llevas nuestras peticiones al Padre.

Vale la pena hacer la prueba. Olvidarse de uno por un momento, desasirse de todos los problemas que nos agobian, de esa pena.... que llevamos colgada del corazón, de esa enfermedad, de ese malestar, de esa inquietud, temor o disgusto que no nos deja dormir...

Dejar "nuestras cosas" a un lado, dejarlas por un momento y poniéndonos ante tu presencia, Señor, pensar en los demás...y así, como una letanía de incienso, perfumada por el más grande amor, ese que nos cuesta tanto porque no es para nuestro beneficio personal, pedir, por todos los seres del mundo, por las autoridades que manejan el destino de los países, por los que sufren, enfermos o desamparados, por los que en este día morirán e irán a la presencia del Padre, por los sacerdotes, por los misioneros por los no nacidos y por los jóvenes, pero sobretodo por tal o cual persona, esa que nos hace sufrir, esa que no nos "cae bien", esa que no nos quiere...que siempre sabe cómo mortificarnos.... ¡esa es la oración que tu está esperando, Jesús mío, esa es la que más me cuesta pero... esa es la que tu quieres!.

Y cuando logramos hacerla, el alma y el pensamiento se van aligerando y un rocío de paz moja nuestro corazón, antes reseco por el rencor, tal vez por el egoísmo de vivir absortos en "nuestro pequeño mundo" tan solo con nuestras preocupaciones.

Si, Jesús Sacramentado, yo necesito que me escuches porque me agobian muchas cosas y tengo el alma triste pero con esta oración, he sentido el dulce consuelo de tu abrazo lleno de misericordia para mi y para todos aquellos por lo que te he pedido. ¡Gracias, Señor!.
Por: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net

El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimiento.



Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia.


Contemplamos a Cristo siempre en acción, haciendo el bien, de ciudad en ciudad. Un día se dirige a una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. De repente en la puerta de la ciudad se cruza con un cortejo fúnebre. Se llevaba a enterrar a un muerto, hijo único de una madre viuda, tal vez muy conocida en la ciudad, porque la acompañaba mucha gente. Jesús, al ver aquella escena, se conmueve y dijo a la madre: "No llores". Luego se dirigió al féretro, lo tocó, y dijo: "Joven, a ti te digo: Levántate". El milagro fue espectacular: el joven se incorporó y se puso a hablar. Y Jesús, dice curiosamente el Evangelio, "Se lo dio a su madre". Aquel milagro provocó un gran temor y admiración y frases como "Dios ha visitado a su pueblo" empezaron a ir de boca en boca. Aquel hecho traspasó los límites del pueblo y se extendió por toda la comarca.

En la vida de la mujer, madre, esposa, soltera, viuda, joven o mayor siempre se termina dando una realidad estremecedora que es la aparición del dolor y del sufrimiento. Es una forma de participación en la cruz de Cristo. El dolor por los hijos en sus múltiples formas, el abandono de un marido, la ansiedad por un futuro no resuelto, el rechazo a la propia realidad, en anhelo de tantas cosas bellas no conseguidas, las expectativas no realizadas, la soledad que machaca a corazones generosos en afectos, la impotencia ante el mal constituyen formas innumerables de sufrimiento. Y ante el sufrimiento y el dolor siempre se experimenta la impotencia y la incapacidad. Nunca se está tan solo como ante el dolor.

El mal, el sufrimiento, el dolor han entrado al mundo por el pecado. Dios no ha querido el mal ni quiere el mal para nadie. Es una triste consecuencia, entre otras muchas, de ese pecado que desbarató el plan original de Dios sobre el hombre y la humanidad. Por ello, no echemos la culpa a Dios del sufrimiento, sino combatamos el mal que hay en el ser humano y que es la raíz de tanto dolor en el mundo. Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia. Saquemos del dolor y del sufrimiento la lección que Cristo nos ha dado en la cruz: el dolor es fuente de salvación y de mérito.

No tratemos de racionalizar el sufrimiento y el dolor. Es ya parte de una realidad que es nuestra condición humana. La razón se estrella contra el dolor. Por ello, hay que buscar otros caminos. En lugar de tratar de explicarlo, démosle sentido; en lugar de querer comprenderlo, hágamoslo meritorio; en lugar de exigirle a Dios respuestas, aceptémoslo con humildad. No llena el corazón el conocer por qué una madre ha perdido un hijo o una esposa ha sido abandonada por su marido o una mujer no encuentra quien la quiera. El dolor no se soluciona conociendo las respuestas. El dolor se asume dándole sentido. Eso es lo que el Señor nos enseña desde la Cruz.

Abramos también el corazón a la pedagogía del dolor y del sufrimiento. El dolor es liberador: enseña el desprendimiento de las cosas, educa en el deseo del cielo, proclama la cercanía de Dios, demuestra el sentido de la vida humana, proclama la caducidad de nuestras ilusiones. Además el dolor es universal: sea el físico o el moral, se hace presente en la vida de todos los seres humanos: niños y jóvenes, adultos o ancianos. Nadie se libra de su presencia. No nos engañemos ante las apariencias, si bien hay sufrimientos más desgarradores y visibles que otros. Y el dolor es salvador: el sufrimiento vivido con amor salva, acerca a Dios, hace comprender que sólo en Dios se pude encontrar consuelo.

Jesús es Perfecto Dios y Hombre Perfecto. Por eso, ante aquella visión de una mujer viuda que acompaña al cementerio a su joven hijo muerto, "tuvo compasión de ella ", como dice el Evangelio. Dios sabe en la Humanidad de Cristo lo que es sufrir. Y, por ello, cualquier sufrimiento, el sufrimiento más grande y pequeño de uno de sus hijos, le duele a Él. Dios no es insensible ante el sufrimiento humano. No es aquél que se carcajea desde las alturas cuando ve a sus hijos retorcerse de dolor y de angustia.

"Sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda". En pocas frases no se puede concentrar tanto dolor y sufrimiento: -muerto, hijo único-, -madre viuda-. Parece que el mal se ha cebado en aquella familia. Una mujer que fue esposa y ahora es viuda, y una mujer que fue madre y ahora se encuentra sola. ¿Qué más podría haber pasado en aquella mujer? ¿Iba a llenar aquel vacío la presencia de aquella multitud que la acompañaba al cementerio? Después, al volver a casa, se encontraría la soledad y esa soledad la carcomería día tras día. No hay consuelo para tanto dolor.

"Al verla, el Señor tuvo compasión de ella"El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimientoese sufrimiento que él no ha querido y que ha tenido que terminar aceptando, fruto del pecado querido por el hombre. Y esta historia se repite: en cualquier lugar en donde alguien sufre, allí está Dios doliéndose, consolando, animando. No podemos menos que sentirnos vistos por Dios y amados tiernamente cuando nuestro corazón rezuma cualquier tipo de dolor. Por medio de la humanidad de Cristo, el Corazón de Dios se ha metido en el corazón humano. Nada nuestro le es ajeno. Enseguida por el Corazón de Cristo pasó todo el dolor de aquella madre, lo hizo suyo e hizo lo que pudo para evitarlo.

"Joven, a ti te digo: Levántate". Dios siempre consuela y llena el corazón de paz a pesar del sufrimiento y del dolor. No siempre hace este tipo de milagros que es erradicar el hecho que lo produce. ¿Dónde están, sin embargo, los verdaderos milagros? ¿En quién se cura de una enfermedad o en quien la vive con alegría y paciencia? ¿En quien sale de un problema económico o en quien a través de dicho problema entiende mejor el sentido de la vida? ¿En quien nunca es calumniado o en quien sale robustecido en su humildad? ¿En quien nunca llora o en quien ha convertido sus lágrimas en fuente de fecundidad? Es difícil entender a Dios, ya lo hemos dicho muchas veces. Si recibimos los bienes de las manos de Dios, ¿por qué no recibimos también los males?

Tarde o temprano el sufrimiento llamará a nuestra puerta. Para algunos el dolor y el sufrimiento serán acogidos como algo irremediable, ante lo cual sólo quedará la resignación, y ni siquiera cristiana. Para nosotros, el sufrimiento y el dolor tienen que ser presencia de Cristo Crucificado. Si en mi cruz no está Cristo, todo será inútil y tal vez termine en la desesperación. El sufrimiento para el cristiano tiene que ser escuela, fuente de méritos y camino de salvación.

El sufrimiento en nuestra vida se tiene que convertir en una escuela de vida. Si me asomo al sufrimiento con ojos de fe y humildad empezaré a entender que el sufrimiento me enseña muchas cosas: me enseña a vivir desapegado de las cosas materiales, me enseña a valorar más la otra vida, me enseña a cogerme de Dios que es lo único que no falla, me enseña a aceptar una realidad normal y natural de mi existencia terrestre, me enseña a pensar más en el cielo, me enseña lo caduco de todas las cosas. El sufrimiento es una escuela de vida verdadera. Y va en contra de todas esas propuestas de una vida fácil, cómoda, placentera que la sociedad hoy nos propone.

El sufrimiento se convierte para el cristiano en fuente de méritos. Cada sufrimiento vivido con paciencia, con fe, con amor se transforma en un caudal de bienes espirituales para el alma. El ser humano se acerca a Dios y a las promesas divinas a través de los méritos por sus obras. El sufrimiento y el dolor, vividos con Cristo y por Cristo, adquieren casi un valor infinito. Si Dios llama a tu puerta con el dolor, ve en él una oportunidad de grandes méritos, permitida por un Padre que te ama y que te quiere.

El sufrimiento es camino de salvación. La cruz de Cristo es el árbol de nuestra salvación. El dolor con Cristo tiene ante el Padre un valor casi infinito que nos sirve para purificar nuestra vida en esa gran deuda que tenemos con Dios como consecuencia de las penas debidas por nuestros pecados. Pero además desde el dolor podemos cooperar con Cristo a salvar al mundo, ofreciendo siempre nuestros sufrimientos, nuestras penas, nuestras angustias, nuestras tristezas por la salvación de este mundo o por la salvación de alguna persona en particular. Cuando sufrimos con fe y humildad estamos colaborando a mejorar este mundo y esta sociedad.

Ante la Cruz de Cristo, en la que sufre y se entrega el Hijo de Dios, no hay mejor actitud que la contemplación y el silencio. Ante esa realidad se intuyen muchas cosas que uno tal vez no sepa explicar. Para nosotros la Cruz de Cristo es el lenguaje más fuerte del amor de Dios a cada uno de nosotros.

Para Dios nuestro sufrimiento, sobre todo la muerte, debería ser el gesto más hermoso de nuestra entrega a él, a su Voluntad. Dios quiera que nunca el sufrimiento y el dolor nos descorazonen, nos aparten de él, susciten en nosotros rebeldía, nos hundan en la tristeza, nos hagan odiar la vida. Al revés, que el sufrimiento y el dolor sirvan para hacer más luminoso nuestro corazón y para ayudarnos a comprender más a todos aquellos que sufren.
Por: P Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net

Si no amas a Cristo es que no lo conoces.



El amor a Dios es una gracia y esta gracia me interesa para hoy y para mañana, y para todos los días de mi vida. 

Cristo es siempre fiel a Dios y al hombre. ¡Qué fácil hubiera sido para Él suavizar su mensaje! En vez de decir “Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,54), pudo haber dicho: “Cada vez que veáis pan y vino, recordaréis que yo deseo que vayáis al Cielo”. Pudo haber rebajado su mensaje, al estilo protestante, y lo hubieran aceptado y no lo hubieran abandonado. Pero Cristo tenía la conciencia de que tenía que ser el tipo de Mesías que le pedía ser su Padre. El Catecismo da testimonio de esto en el n.540:

La tentación de Jesús (en el desierto) manifiesta la manera en que tiene que ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y la que los hombres le quieren atribuir.

Cristo es un verdadero profeta, fiel a la Palabra de Dios y fiel al hombre. ¡Hay tantos falsos profetas en el mundo! Traicionan la Palabra de Dios y también al hombre pues el hombre tiene el derecho de conocer la verdad y especialmente la verdad religiosa.

Podemos decir, sin querer exagerar, que el evangelio que no duele no es evangelio. Un evangelio que permite al hombre deshacerse de su mujer cuando encuentra a una más bonita y más joven, un evangelio que deja a la pareja regular los nacimientos usando los métodos que quieren, un evangelio que deja a los novios tener relaciones prematrimoniales “porque lo hacen con amor”, un evangelio que dice que se puede ser buen católico sin ir a la Iglesia... no es el verdadero evangelio.

Cristo predicó la verdad porque era una consecuencia de su amor a Dios y al hombre.

Yo quisiera que meditaran con el Evangelio en la mano la fidelidad de Jesucristo a la misión que el Padre le encomendara y que la tomaran como punto de referencia de la suya e intentaran calcarla. Él, Jesucristo, es fiel porque en su corazón lleva y le consume un grande amor a su Padre, al Reino, a las almas. Su fidelidad es así un resultado que tiene su causa en este amor. Imposible ser fieles si no se ama.

Jesucristo respeta la libertad de cada hombre
Cuando Cristo predicó sobre la Eucaristía muchos discípulos le abandonaron: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él”.

Dirigiéndose a sus Apóstoles dijo: “Uno de vosotros me entregará" (Jn 6,70). A continuación dice el Evangelista: “Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a entregar, uno de los Doce” (Jn 6,71).

Si bien es un gran misterio la traición de Judas, también lo es el hecho de que Cristo le dejó seguir adelante, respetando su libertad. Dios es sumamente respetuoso con el hombre. No quiere forzarnos a amarle: no quiere la sumisión de un esclavo sino la entrega amorosa de un hijo. Nuestra opción por Cristo es definitiva, pero siempre existe la posibilidad, mientras vivimos en este “valle de lágrimas”, de traicionarlo. Por eso, debemos pedir todos los días la gracia de la perseverancia final en nuestro amor por Dios.

El amor a Dios es una gracia y esta gracia me interesa, me interesa hoy y para mañana, y me interesa para todos los días de mi vida. Nada quiero ni nada me consuela, nada tengo y nada apetezco, la única ilusión clavada inalterable es mi Cristo y mi Señor, y si yo pierdo esto, lo único que tengo...

 La fe es una opción por Cristo
Dijo San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Aquí la fe aparece en toda su austeridad, en toda su desnudez. Significa optar por Cristo con todos sus consecuencias. En Él hemos visto brillar todas las virtudes: la obediencia, la caridad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia...

Quisiera contagiarles de esta misma pasión (de amor a Cristo), quisiera que la fuerza de su amor a Cristo fuera mucho más fuerte, más arrolladora, más impetuosa que su egoísmo y sensualidad. El amor es una fuerza unitiva; es el poder que abre nuestro corazón para que Dios penetre y se posesione de él.

 Debemos fortalecer nuestra opción por Cristo
La fuerza que más divide a los hombres es el odio y la que más los une es el amor. De allí una conclusión lógica: si queremos reforzar nuestra opción por Cristo, debemos amarlo más.

En una reunión de chicos y chicas, preguntaron a un chico: “¿Tú amas a esta chica?” Él respondió:

“¿A cuál?” Es evidente que no podemos amar lo que no conocemos. Es lo que pasa también en nuestra religión católica: titubeamos en nuestra opción por Cristo porque no lo amamos suficientemente, y no lo amamos porque no lo conocemos todo lo que podríamos.

Cada vez me convenzo más de que si no se le ama (a Cristo), es porque no se le conoce. A cada paso mi corazón se desgarra de dolor y el alma se queda fría al ver la iniquidad y el pecado en que están metidos todos los mortales. También los cristianos, o por lo menos, muchos de ellos. ¡Jesucristo no es conocido! Su doctrina en muchos casos es letra muerta.
Por: Catholic.net | Fuente: Catholic.net

La libertad.


Nadie, absolutamente nadie, puede limitar nuestra libertad, con ella escogemos en cada momento. 

Hay quienes piensan que las normas, las leyes, los mandamientos, son un obstáculo para la libertad.

En realidad, el hombre tiene una libertad interna, profunda, ineliminable, que está por encima de todas las órdenes, las presiones y las amenazas que pueda recibir desde fuera.

Es cierto que una orden, una ley, disuade a muchos hacer determinados actos (malos y buenos). Es también verdad que las amenazas y los castigos tienen una evidente eficacia: muchas personas no roban por miedo a la policía y a la cárcel.

Pero lo “externo” queda siempre fuera. Dentro, en lo más profundo de todo ser humano, hay una libertad insuprimible. Desde ella cada uno opta por el amor o por el egoísmo, por la generosidad o por la avaricia, por la fidelidad o por la traición, por la limpieza de corazón o por el desenfreno en las pasiones.

Muchas opciones internas, libres, no llegarán a la práctica, no se verán en la vida pública: quedarán ocultas ante los demás, aunque nunca ante mi conciencia ni ante Dios.

Pero no por ello ha sido suprimida la libertad. Es tan libre el ladrón que roba cuando nadie lo ve como el ladrón que se porta bien porque encuentra en el banco a dos policías bien armados. El primer ladrón refleja hacia afuera lo que ha escogido libremente en su interior. El segundo prefiere (libremente, aunque de mala gana) esconder sus intenciones para esperar un momento “mejor” en el que llevar a la práctica sus planes.

El ser humano, hemos de recordarlo, es siempre libre, incluso delante de una ametralladora. La ametralladora, ciertamente, asusta y detiene a muchos, “hiere” el “uso” de la libertad. Pero nunca la suprime.

Ante las amenazas, muchos optan por salvar su pellejo, aunque para ello tengan que cometer un acto injusto; otros, en cambio, son capaces incluso de decir “no” a los tiranos de turno aunque ese gesto les lleve a la cárcel o a la muerte más despiadada.

Por eso resultan extrañas las críticas de quienes piden a la Iglesia una moral más “abierta”, una ética más “adaptada” a los tiempos modernos, un “mayor respeto” a la libertad de las conciencias. Parece que suponen que recordar los mandamientos y explicar las normas éticas elimina lo ineliminable: la libertad interna.

La moral católica, además, no es impuesta con el miedo ni bajo la presión de policías bien armados. Si la Iglesia recuerda (porque lo enseñó Cristo) que hay un infierno, no es para “aterrorizar”: para el que no cree y prefiere vivir según lo que se le antoje, el infierno le parecerá algo ridículo, no le impedirá cometer los crímenes que quiera escoger libremente.

Nadie, absolutamente nadie, puede limitar nuestra libertad. Con ella escogemos en cada momento lo que queremos ser y lo que deseamos ofrecer a quienes viven junto a nosotros.

Las normas no son, por lo tanto, ningún límite a la libertad. Si son normas buenas, justas, verdaderas, valen como guía, como ayuda, como luz, porque nos orientan hacia el bien supremo: el amor a Dios y el amor al prójimo. No valen nada si nos apartan de esa meta profunda que desea cada corazón humano.

Sólo a esta luz comprendemos el valor de las “normas” del Evangelio y de la enseñanza moral de la Iglesia: como señales que indican el camino hacia el amor y hacia la verdad, que es en definitiva lo mejor que podemos escoger con la libertad que Dios nos ha dado para vivir en el tiempo y en lo eterno.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

¿Cuándo desvirtuamos la cruz de Cristo?


Cuando vivimos, pensamos, sentimos como si las enseñanzas del Maestro no fuesen importantes.


San Pablo advirtió fuertemente sobre el peligro de desvirtuar la cruz de Cristo, de vivir como enemigos de la Redención que se hizo concreta en el Calvario (cf. 1Cor1,17; Flp 3,18-19). ¿Cuándo desvirtuamos la cruz de Cristo?
La cruz de Cristo se desvirtúa si olvidamos el centro del mensaje cristiano, el amor misericordioso y salvador de Dios, y buscamos sucedáneos en la sabiduría del mundo, en la técnica, en los estudios científicos, en los medios materiales.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si no pensamos ni hablamos del pecado, ni de la conversión, ni de la gracia, ni de las bienaventuranzas, ni de los sacramentos, ni de la Iglesia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si, por miedo al mundo, nos acomodamos a su mentalidad y usamos un vocabulario tibio, vacío de contenidos, que oscurece las maravillas de la acción de Dios en la historia humana.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si denunciamos sólo aquello que ya denuncian los dueños de la cultura moderna, mientras guardamos un silencio cómplice ante pecados e injusticias sumamente graves, como las que se cometen con la trivialización de la sexualidad, con el aborto, con el desprecio al matrimonio.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si promovemos un falso ecumenismo, que deja de lado la verdad revelada, que no se alimenta de la fe, tal y como está expresada en la Palabra de Dios a través de la Escritura y de la Tradición, y como es tutelada por el Magisterio de la Iglesia católica.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si tenemos vergüenza de rezar en público para no “incomodar” a los demás, si ocultamos nuestra condición de católicos para camuflarnos entre familiares, amigos, compañeros de trabajo.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si aceptamos entre los católicos el espíritu maligno de las murmuraciones, las envidias, los golpes bajos, el desprecio a otros porque pertenecen o no pertenecen a tal o cual grupo eclesial.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si vivimos apegados al dinero, si damos el primado a los bienes materiales, si nos interesa más el progreso tecnológico que el estudio de la Biblia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si olvidamos la invitación a rezar continuamente, a vigilar para no caer en la tentación, a invocar y acoger el perdón a través del sacramento de la Penitencia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si no confiamos en la Providencia del Padre, si acudimos a horóscopos, a la magia o a otros métodos que buscan “controlar” un futuro que no nos pertenece.
Desvirtuamos la cruz de Cristo, en definitiva, cuando vivimos, pensamos, sentimos como si las enseñanzas del Maestro no fuesen importantes, mientras recurrimos a lecturas y a técnicas de autoestima, autorrealización, autosatisfacción, autocontrol, y otras parecidas en la galaxia New Age, para lograr la “salvación” por nosotros mismos.
El verdadero creyente no vacía de su fuerza esa cruz que salva, que lava, que abre el cielo. Desde la asistencia del Espíritu Santo, tiene certezas inamovibles: sólo hay un Salvador: Jesucristo. Sólo hay una Iglesia verdadera: la católica. Sólo hay un medio para seguir al Maestro: negarnos y tomar la propia cruz cada día... (cf. Mc 8,34).Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net

¡Gracias, Señor, por este maravilloso regalo de tu amor hacia mí!


La Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia, porque brotó del amor redentor de Jesucristo. 





Hay, en Tierra Santa, un pueblecito llamado Tabga. Está situado junto a la ribera del lago Tiberíades, en el corazón de la Galilea. Y se halla a los pies del monte de las Bienaventuranzas. La Galilea es una región de una gran belleza natural, con sus verdes colinas, el lago de azul intenso y una fértil vegetación. Este rincón, que es como la puerta de entrada a Cafarnaúm, goza todo el año de un entorno exuberante. Es, precisamente en esta aldea, donde la tradición ubica el hecho histórico de la multiplicación de los panes realizada por Jesús.

Ya desde el siglo IV los cristianos construyeron aquí una iglesia y un santuario, y aun hoy en día se pueden contemplar diversos elementos de esa primera basílica y varios mosaicos que representan la multiplicación de los panes y de los peces.

Pero hay en la Escritura un dato interesante. Además de los relatos de la Pasión, éste es el único milagro que nos refieren unánimemente los cuatro evangelistas, y esto nos habla de la gran importancia que atribuyeron desde el inicio a este hecho. Más aún, Mateo y Marcos nos hablan incluso de dos multiplicaciones de los panes. Y los cuatro se esmeran en relatarnos los gestos empleados por Jesús en aquella ocasión: “Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos –dio gracias, nos dice san Juan—, los partió y se los dio a los discípulos para que se los repartieran a la gente”.

Seguramente, los apóstoles descubrieron en estos gestos un acto simbólico y litúrgico de profunda significación teológica. Esto no lo adviertieron, por supuesto, en esos momentos, sino a la luz de la Última Cena y de la experiencia post-pascual, cuando el Señor resucitado, apareciéndose a sus discípulos, vuelve a repetir esos gestos como memorial de su Pasión, de su muerte y resurrección. Y, por tanto, también como el sacramento supremo de nuestra redención y de la vida de la Iglesia.

Año tras año, el Papa san Juan Pablo II escribió una carta pastoral dirigida a todos los sacerdotes del mundo con ocasión del Jueves Santo, día del sacerdocio y de la Eucaristía por antonomasia.

En la Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice que "La Iglesia vive de la Eucaristía”. Así iniciaba el Papa su meditación. “Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”. Y a continuación tratará de hacernos comprender, valorar y vivir esta afirmación inicial.

En efecto, la Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia –y, por tanto, de cada uno de los bautizados— porque brotó del amor redentor de Jesucristo, la instituyó como sacramento y memorial de su Alianza con los hombres; alianza que es una auténtica redención, liberación de los pecados de cada uno de nosotros para darnos vida eterna, y que llevó a cabo con su santa Pasión y muerte en el Calvario. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Cristo sobre la cruz nos hablan de este mismo misterio.

El Sacrificio eucarístico es –recuerda el Papa, tomando las palabras del Vaticano II— “fuente y culmen de toda la vida cristiana”. Cristo en persona es nuestra Pascua, convertido en Pan de Vida, que da la vida eterna a los hombres por medio del Espíritu Santo.

San Juan Pablo II nos confiesó que, durante el Gran Jubileo del año 2000, tuvo la grandísima dicha de poder celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, en el mismísimo lugar donde la tradición nos dice que fue realizada por Jesucristo mismo la primera vez en la historia. Y varias veces trajó el Papa a la memoria este momento de gracia tan singular. El Papa sí valoró profundamente lo que es la Eucaristía. En el Cenáculo –nos recuerda el Santo Padre— “Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros” (Eccl. de Euch., nn. 1-2).

Estos gestos y palabras consacratorias son las mismas que empleó Jesús durante su vida pública, en el milagro de la multiplicación de los panes. Si Cristo tiene un poder absoluto sobre el pan y su naturaleza, entonces también podía convertir el pan en su propio Cuerpo, y el vino en su Sangre.

Y decimos que la Eucaristía es el “memorial” de nuestra redención porque –con palabras del mismo Santo Padre— “en ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca, sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos”. Esto, precisamente, significa la palabra “memorial”. No es un simple recuerdo histórico, sino un recuerdo que se actualiza, se repite y se hace realmente presente en el momento mismo de su celebración.

Por eso –continuó el Papa— la Eucaristía es “el don por excelencia, porque es el don de sí mismo (de Jesucristo), de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación.

Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Eccl. de Euch., n. 11).

Ojalá, pues, que en esta fiesta del Corpus Christi, que estamos celebrando hoy, todos valoremos un poco más la grandeza y sublimidad de este augusto sacramento que nos ha dejado nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el maravilloso don de su Cuerpo y de su Sangre preciosa para nuestra redención: “Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía”.

Que a partir de hoy vivamos con una fe mucho más profunda e intensa, y con mayor conciencia, amor y veneración cada Eucaristía, cada Santa Misa: ¡Gracias mil, Señor, por este maravilloso regalo de tu amor hacia mí!

Por: P . Sergio A. Córdova | Fuente: Catholic.net