Limpiar los ojos y el corazón para ver el lado bueno
Dejar un modo de vida que engendra odio y muerte y convertirse a Dios: vivir en y para el amor.
Un líder indígena le espetó a San Juan Pablo II en su visita a Brasil:
“Santidad, tenemos hambre”.
“Santidad, tenemos hambre”.
San Juan Pablo II respondió con gran sensibilidad pastoral y humana: “Tu pueblo, Señor, tiene hambre de pan y de Dios”.
No estamos a gusto con la realidad de nuestro mundo. El hambre crece alarmantemente y una mayoría de la población no se alimenta adecuadamente.
Éste es uno de tantos pecados que azotan nuestra sociedad, que sufre de injusticia, esclavitud, violencia, vacío de Dios y carece de valores humanos.
Tenemos un mundo industrializado sin alma; no tiene en cuenta a los más desposeídos. A esta gran máquina del mundo le falta el aceite de la bondad.
La enfermedad que padece el mundo, decía M. Teresa, la enfermedad principal del ser humano no es la pobreza o la guerra, es la falta de amor, la esclerosis del corazón. El corazón es la zona más deprimida de las personas.
Hemos logrado llegar a la luna, hemos explorado las profundidades del mar y las entrañas de la tierra, pero no hemos logrado resolver los problemas de primera necesidad.
No basta con quitar penas y hambre; es necesario impregnar nuestro mundo de amor. Que nadie sufra rechazos, que nadie se sienta solo, que nadie se sienta rechazado. Dice H. Boll: “En el Nuevo Testamento hay una teología de la ternura que siempre es curativa: con palabras, con manos, que también pueden llamarse caricia, con besos, con una comida en común... Este elemento del Nuevo Testamento, la ternura, no ha sido descubierto aún”.
“Convertíos porque el Reino de Dios está cerca”, anuncia Juan el Bautista. Si Dios ha venido a nosotros, tenemos que cambiar radicalmente. No es
cuestión de cambiar de fachada. Es necesario cambiar de manera de pensar y de vivir. Dejar un modo de vida que engendra odio y muerte y convertirse a Dios: vivir en y para el amor, gozar de la paz y de la libertad, encontrar la verdadera vida.
Hemos de convertirnos al testimonio cristiano y, como el Bautista, ser luz y testigos de Cristo ante nuestros hermanos. Así lograremos que reinen la paz, la justicia y la fraternidad donde imperan la violencia, la desigualdad injusta y la violación de las libertades y de los derechos humanos.
Hemos de limpiar los ojos y el corazón para ver el lado bueno de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, para ser maestros de esperanza y poner amor, alegría y paz en todas las situaciones.
Dios puede hacer el milagro de cambiarnos, claro está, con nuestro consentimiento. Dios puede “sacar hijos de Abraham de las piedras”; puede hacer que el corazón de piedra se convierta en corazón de carne; puede hacer que del tronco seco broten retoños nuevos; puede hacer que el árbol estéril se llene de frutos buenos; puede alegrar nuestra juventud de espíritu.
No estamos a gusto con la realidad de nuestro mundo. El hambre crece alarmantemente y una mayoría de la población no se alimenta adecuadamente.
Éste es uno de tantos pecados que azotan nuestra sociedad, que sufre de injusticia, esclavitud, violencia, vacío de Dios y carece de valores humanos.
Tenemos un mundo industrializado sin alma; no tiene en cuenta a los más desposeídos. A esta gran máquina del mundo le falta el aceite de la bondad.
La enfermedad que padece el mundo, decía M. Teresa, la enfermedad principal del ser humano no es la pobreza o la guerra, es la falta de amor, la esclerosis del corazón. El corazón es la zona más deprimida de las personas.
Hemos logrado llegar a la luna, hemos explorado las profundidades del mar y las entrañas de la tierra, pero no hemos logrado resolver los problemas de primera necesidad.
No basta con quitar penas y hambre; es necesario impregnar nuestro mundo de amor. Que nadie sufra rechazos, que nadie se sienta solo, que nadie se sienta rechazado. Dice H. Boll: “En el Nuevo Testamento hay una teología de la ternura que siempre es curativa: con palabras, con manos, que también pueden llamarse caricia, con besos, con una comida en común... Este elemento del Nuevo Testamento, la ternura, no ha sido descubierto aún”.
“Convertíos porque el Reino de Dios está cerca”, anuncia Juan el Bautista. Si Dios ha venido a nosotros, tenemos que cambiar radicalmente. No es
cuestión de cambiar de fachada. Es necesario cambiar de manera de pensar y de vivir. Dejar un modo de vida que engendra odio y muerte y convertirse a Dios: vivir en y para el amor, gozar de la paz y de la libertad, encontrar la verdadera vida.
Hemos de convertirnos al testimonio cristiano y, como el Bautista, ser luz y testigos de Cristo ante nuestros hermanos. Así lograremos que reinen la paz, la justicia y la fraternidad donde imperan la violencia, la desigualdad injusta y la violación de las libertades y de los derechos humanos.
Hemos de limpiar los ojos y el corazón para ver el lado bueno de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, para ser maestros de esperanza y poner amor, alegría y paz en todas las situaciones.
Dios puede hacer el milagro de cambiarnos, claro está, con nuestro consentimiento. Dios puede “sacar hijos de Abraham de las piedras”; puede hacer que el corazón de piedra se convierta en corazón de carne; puede hacer que del tronco seco broten retoños nuevos; puede hacer que el árbol estéril se llene de frutos buenos; puede alegrar nuestra juventud de espíritu.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro | Fuente: Catholic.net