Meditaciones Pascua.


             8º.DOMINGO DE PASCUA.

                                        Ven, Espíritu Santo
Tengo la impresión de que ustedes agradecen el esfuerzo que estoy haciendo de forma que puedan ver claro que la fe católica nos da más que meros conocimientos y deberes morales. Más allá de todo ello nos aporta riquezas reales, posibilidades nuevas reales, fuerzas y facultades reales. Nos aporta una vida real nueva, distinta y superior a la recibida de nuestros padres, con nuevas capacidades y potencialidades.
Esta realidad que celebra la fiesta de hoy. Celebra la venida del Espíritu Santo a la Iglesia para todos los que creen en Cristo. La fiesta más importante en la liturgia es la de la Resurrección de Jesucristo. En ella revivimos el gran triunfo de Jesús sobre el pecado y la muerte mediante su propia muerte y resurrección. Hoy celebramos el misterio de nuestra participación en esa muerte y resurrección mediante el bautismo y los sacramentos. Es misterio porque no se conoce por experiencia sino creyendo lo que el Señor nos ha revelado sobre ella. Ya expliqué cómo en el bautismo se nos da el Espíritu Santo, que nos une a Cristo resucitado, con lo que su vida se nos transmite como la de la vid a los sarmientos. Por eso se puede decir y dice San Pablo que en el bautismo hemos resucitado con Cristo (Col 2,12; 3,1). Continúo, pues, explicando esta maravilla.
La primera lectura de hoy ya nos dice que sobre la cabeza de los que estaban en el Cenáculo, que eran entonces todos los que formaban la comunidad cristiana, se puso aquella llama símbolo entonces de la venida del Espíritu Santo. No meramente a los apóstoles, a María, a obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, sino que todos y cada uno de los fieles, cada uno de ustedes ha recibido el Espíritu Santo. Es una verdad de fe y hay que creerla.
En la segunda lectura y en el evangelio se nos amplía el conocimiento de la riqueza que nos aporta el Espíritu.
“Nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. En el Antiguo Testamento Señor se llama a Dios y San Pablo designa a Jesús con la palabra Señor, para significar que es Dios, verdad que es la central de nuestra fe. La expresión «nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo» quiere decir que no se puede llegar a la fe si no es por la acción del Espíritu, por la gracia, como ya explicamos en otras ocasiones. Sin la gracia de Dios, que es lo mismo que acción del Espíritu, porque este don y su acción son siempre gratuitos, no se puede creer, ni avanzar en la fe, ni comprender, ni gustar de la palabra de Dios ni hacer nada que valga sobrenaturalmented.
“Hay diversidad de dones –continúa Pablo– pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Dones, ministerios y funciones son para algunos exegetas (especialistas en la Biblia) lo mismo. Para otros no. De todos modos todos incluyen en la terna a gracias como las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad y de otras virtudes como la fortaleza y la paciencia de los mártires y de las personas víctimas, la caridad extraordinaria como la de la Beata Teresa de Calcuta, la oración extraordinaria como la de Santa Teresa, el don de hacer milagros, el carisma de la profecía, de la sabiduría en leer y exponer la Palabra, en general todo aquello que sirve al bien de la persona y de los demás en la comunidad cristiana. Así para ustedes gracias, dones, ministerios, funciones y carismas son su misión de esposos, de padres, de hijos, sus responsabilidades de trabajo y de estudio, las que emanan de sus relaciones sociales, las funciones que puedan asumir en la comunidad cristiana como catequistas, cantores o miembros de grupos, y las gracias y virtudes especiales que necesitan para cumplir con esas funciones. Porque, para ser luz y sal de la tierra en esas situaciones y responsabilidades tan diversas, ustedes necesitan gracias especiales, para santificarse en ellas y para ayudar a la fe y a la santificación de sus hermanos. El evangelio de hoy habla de la gracia de la valentía y acierto para dar testimonio de Jesús y para comprender mejor la palabra de Dios hasta llegar a “la verdad plena”.
Se trata de gracias que son para bien espiritual y sobrenatural, desde luego, de la persona que los recibe y también de la Iglesia en su conjunto. “Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo”. Sería dañino que el corazón o los pies quisieran emplearse en respirar o en obrar como las manos. Así cada uno de nosotros, para servir a la Iglesia, sólo debemos tratar no de hacer lo de otros sino de hacer con perfección lo que en el cuerpo de Cristo, en la Iglesia, nos ha tocado hacer. Pues “todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”. En la medida en que vivamos esta realidad, viviremos alegres y con una correcta alta autoestima, como insisten hoy los psicólogos.
Una primera conclusión es apreciar la propia suerte en todos sus detalles. Seas fuerte o débil, sano o enfermo, trabajes en un puesto de gran responsabilidad o menos, seas mujer o varón, niño, joven o anciano, debas mandar u obedecer, en cualquier contingencia puedes crecer en santidad y ser útil a la Iglesia. Pero necesitas la gracia del Espíritu Santo. Se debe pedirla y todos los días y abundante.
Y si te das cuenta que hay cosas concretas en tu carácter, un defecto o la exigencia de una virtud o capacidad necesaria, pide al Espíritu que venga en tu ayuda. Por ejemplo, el catequista o profesor pida el Espíritu del Señor para que le ilumine en la elección de los temas, en la claridad y acierto al explicarlos, en iluminar a sus alumnos a entenderlos.
Y así en todo. Hoy en esta misa, que nuestra actitud y nuestra fe sea tal que sobre todos y cada uno de los participamos en ella venga como un diluvio la gracia del Espíritu de Jesús.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
                 7º.DOMINGO DE PASCUA.


La Ascensión del Señor.


[Ascención+Jesús.jpg]Celebramos hoy con el grado de “solemnidad”, que es el máximo en la liturgia, el misterio de la Ascensión de Jesús en cuerpo y alma al Cielo. Si sin ninguna explicación previa se nos hubiera preguntado, creo que hubiéramos opinado en general, como los apóstoles, que preferíamos a Jesús en este mundo mejor que en el Cielo. Sería y es una opinión discordante con la fe.

Jesús visiblemente desaparece de este mundo, pero esta marcha es providencial. Nos conviene, es mejor así, que se haya ido. ¿Por qué?

En primer ya les dijo Jesús a los once que era mejor, pues así les enviaría el Espíritu Santo (Jn 16,7). El relato evangélico de hoy constata una vez más que Jesús, antes de ascender, les mandó divulgar el Evangelio y, como signos para estimular la fe de los oyentes, les prometió poder contra los demonios, hablar lenguas nuevas y curar enfermos. El evangelista observa que esto se realizó de hecho.

La primera lectura es justo el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por S. Lucas como continuación de su evangelio. Comienza con la última aparición de Jesús en Jerusalén el día de la Ascensión, engarzando y repitiendo en parte datos ya reseñados al final de su evangelio. Jesús vuelve a repetir que van a recibir el Espíritu Santo y que así recibirán fuerza para cumplir con el mandato de ser sus testigos ante todos los hombres. Luego asciende al Cielo ante sus ojos.

La segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios (la comunidad cristiana de la ciudad de Éfeso), explica algo más lo que nos da el Espíritu Santo. Voy a centrarme sobre todo en ella, desarrollando así la doctrina enseñada el domingo anterior.

Vimos entonces que en el bautismo, además de perdonársenos los pecados, se nos unía como sarmientos a la vid, de modo que veníamos a participar de la vida de Cristo resucitado. Así somos hechos hijos de Dios. Esa vida divina transforma nuestras almas y nos da capacidades nuevas para actos nuevos, que son los que realizamos con las virtudes divinas de la fe, la esperanza y la caridad y también otras virtudes, llamadas infusas, además de otros posibles dones y carismas.
San Pablo en la carta a los Efesios aclara bien que esa vida de Jesús la participamos porque se nos ha dado, también en el bautismo, el don del Espíritu Santo. En realidad es el don más importante. El mismo Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, ha venido a habitar en nosotros. Por eso, recuerden, San Pablo dice que somos templo del Espíritu Santo y que Dios habita en nosotros. Igualmente San Pedro escribe que formamos como un templo habitado por Dios y que somos piedras vivas, porque cada uno está también habitado por Dios.
Hoy San Pablo argumenta, en el fragmento leído, a favor del amor mutuo porque todos los creyentes, toda la Iglesia, somos como un solo cuerpo y cada miembro del cuerpo obra a favor del conjunto. Eso lo hace el Espíritu Santo. Es como el alma, que es una y junta y da vida a todos los miembros del cuerpo. En otro sitio llama a Cristo cabeza de la Iglesia, porque de Cristo viene la vida a cada uno de los miembros. Cristo nos da su Espíritu a cada uno y entonces cada miembro tiene vida y puede obrar. Como los miembros del cuerpo, cada uno es distinto del otro y tiene funciones diversas, pero todos forman un solo cuerpo, así en la Iglesia participamos todos del mismo Espíritu, estando unidos todos a la misma cabeza, Cristo, pero somos distintos y tenemos distintas funciones en la Iglesia. “Él ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio y para la edificación del cuerpo de Cristo”, es decir para que todos seamos cada vez más santos y en la Iglesia entren todos los hombres. “Hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”, es decir que, como he recalcado otras veces, ese crecimiento hasta la plenitud se hace viviendo más y más de la fe, conociendo más y más a Cristo y asemejando cada vez mejor su vida, sentimientos y pensamientos.

Una vez más llegamos a descubrir maravillas. Somos portadores de Dios. Cristo no nos aporta meramente un código de conducta, una serie de obligaciones morales, que por lo demás todo el mundo reconoce que debe de cumplir: el menos religioso sabe muy bien que no puede matar, ni robar, ni violar. Claro que continuamos con esos deberes morales; incluso podemos aceptar que son mayores porque aumenta nuestra conciencia de su obligación. Pero más allá de la ley moral, Jesús resucitado nos da la participación de su vida, la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas, y nos ofrece los dones y virtudes necesarios para realizar muy bien nuestras misiones en la Iglesia y en el mundo. Cada uno de ustedes tiene responsabilidades especiales por ser padre, madre, hijo, por tener que trabajar y estar bajo responsabilidades especiales. Ahí pueden y deben hacerse santos y ejercitar carismas, dones y virtudes. Todos ustedes pueden orar cada vez mejor, ser mejores padres y padres, mejores hijos, mejores trabajadores, etc. ¿Cómo hacerlo? Pidan lo que necesitan de todo ello cada día y luego esfuércense en obrar según la inspiración del Espíritu. Verán que en su interior va surgiendo una fuente de agua viva (Jn 7,38). Con la ayuda de María, háganlo. Y que así sea.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

6º.DOMINGO DE PASCUA.

Como el Padre me ha amado.


Ya les dije el domingo anterior que este evangelio viene inmediatamente después del domingo anterior. Expliqué cómo el bautismo nos une a Cristo dándonos participación en su vida divina y esto no es mero modo de hablar sino realidad. Siendo nosotros ramas insertas en la vid, que es Cristo, tenemos que dar frutos. Aquí habla Jesús de los frutos.

La lectura se hace algo difícil porque cada frase avanza repitiendo algo de la anterior, pero añadiendo una idea nueva o complementaria. “Como el Padre me ha amado, así los he amado yo”. Como otras muchas del evangelio, ésta tiene un contenido inagotable; yo les recomiendo que lo consideren con frecuencia ante el Señor sacramentado. “Como el Padre me ha amado”; Jesús se ha sentido siempre amado por el Padre y amado infinitamente: ´”Éste es mi Hijo, el amado” se escuchó en el Jordán y en el Tabor. Pues bien, “de esa manera –dice Jesús– les he amado yo”. Son palabras que, si están en el evangelio, no son meramente para aquellos once, sino para todo discípulo, para nosotros también. Léanlas, reléanlas y estremézcanse de emoción agradecida. Igualito que el Padre le ama a él, así me ama a mí Jesús.

“Permanezcan en mi amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor”. Esto no quiere decir que, si no guardamos sus mandamientos, Cristo nos va a aborrecer. Cierto que el pecador se lo merece, pero sabemos que Cristo ha venido a salvar a los pecadores. Como hemos escuchado en la segunda lectura, el amor de Dios no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su Hijo para que muriera por nuestros pecados. Dios nos seguirá amando siempre; pero el que nosotros le amemos, el que quitemos de nosotros el pecado, el egoísmo y la maldad innata en nuestro corazón para reconocer su amor, es consecuencia de la ayuda previa de Dios, de que nos cure, de que Dios venga a nuestro encuentro amorosamente. “Dios nos amó primero” (Ro).

“Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor”. Los discípulos ya le aman, nosotros también; pero somos frágiles, podemos pecar, podemos olvidarnos del amor; sin la gracia, sin la ayuda de Dios ninguno puede permanecer por un largo tiempo sin pecar gravemente si carece de la ayuda gratuita de Dios. Judas le había traicionado; Pedro, generoso pero vanidoso, le iba a traicionar bien pronto.

¿Hay alguna garantía de fidelidad? Sí. Es ésta: guardar sus mandamientos. “Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor”.

Y ahora vuelve a lo que ya a dicho a todo el mundo otras veces y a ellos mismos esa noche. Son palabras claras y promesas fantásticas, que ojalá tengamos siempre presentes:

“Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado”. Es clarísimo para un hijo de Israel que hay que amar a Dios. Jesús lo había propuesto como el primer mandamiento. Pero el amor al prójimo, que es el segundo, se entiende más difícilmente. Sin embargo está unido íntimamente con el primero y es un engaño que pueda existir el amor a Dios si no se ama al prójimo. Miente el que dice que ama a Dios y no ama al prójimo (1Jn ). Y la medida es la del amor de Jesús por nosotros: todo lo que se pueda, hasta dar la vida. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos (anoten: “son mis amigos”) si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. A ustedes los llamo amigos: porque les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre”. Si amamos a los demás hasta el agotamiento, iremos entrando más y más en la amistad de Jesús; seremos más y más amigos, más confidentes, y él nos irá manifestando más y más sus secretos, el gusto por la palabra, la experiencia de su presencia, la cercanía y alegría en su servicio. Porque “no son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los he elegido y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto dure”. Y ahora no habla sólo del fruto de buenas obras, sino también de frutos apostólicos, de conversiones de otras personas por el ejemplo, la exhortación, la oración, el consejo, etc.

“De modo que lo que pidan al Padre en mi nombre, Él se lo concederá. Esto les mando: que se amen unos a otros”. Escuchen esposas, escuchen padres y madres, escuchen quienes sufren por el descarrío moral de un ser cercano y muy querido, quienes sufren por la pérdida de fe de un amigo, de una persona buena humanamente hablando pero que perdió la fe. Esto nos pide el Señor: amar a todos como él nos ha amado. Procuren hacerlo con su gracia, pidánselo todos los días, exíjanselo de veras a sí mismos. Entonces todo lo que pidan, esas gracias tan grandes, les serán concedidas. Que con la ayuda de la Virgen María así lo hagamos todos.P. José R. Martínez Galdeano S.J.


5º. DOMINGO DE PASCUA.   

Injertados en Cristo para dar fruto abundante.


La liturgia sigue presentándonos el tema de la Iglesia. Los evangelios de hoy y del próximo domingo en el texto están unidos. Estamos en la Última Cena. En ella Jesús ha instituido el sacramento de la Eucaristía, culmen –como saben– de la vida de la Iglesia; ya no le quedan más que 50 días para terminar su obra en Pentecostés; Jesús da las últimas pinceladas al edificio de la Iglesia. En ésta la asemeja a una vida; la cepa es él, Cristo, los sarmientos somos los discípulos. En San Pablo la Escritura habla de cabeza y cuerpo, y de esposo y esposa.
Cada una de estas metáforas o comparaciones expresa un matiz. La vid y los sarmientos resaltan que en el bautismo se comunica a los creyentes una nueva realidad, con la que no nacieron. Aquel sarmiento salvaje estaba destinado a dar frutos agraces, que no sirven para producir buen vino. Pero injertados en la cepa buena, que es Cristo –“yo soy la vid”– y recibiendo de ella su sabia, nosotros, los sarmientos, somos capaces de dar un fruto excelente, imposible de adquirir con ninguna técnica humana. La inserción en Cristo se ha producido en nuestro bautismo; a partir de ese momento el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, se ha derramado en nuestras almas y los sarmientos han obtenido la participación en la vida de Cristo resucitado y empiezan a producir frutos de vida eterna. Mientras esté unido a Cristo resucitado por la fe, la esperanza y la caridad, la vida del creyente tiene el valor de la de Cristo. Cristo está en él y él está en Cristo. El creyente debe hacer obras buenas, pero sólo podrá hacerlas gracias a que está unido a Cristo y participa de su vida. La unión con Cristo se asegura con la oración y los sacramentos, muy especialmente los de la penitencia y la eucaristía. Para vivir como Cristo es necesario orar mucho. Entonces damos un salto de calidad. Eso es ser hijo de Dios, porque es participar de la vida propia de Jesús, que es el Hijo de Dios. La diferencia es sólo que Jesús tiene esa vida por naturaleza y nosotros por adopción, por don gratuito, por gracia. Es la que llamamos gracia santificante porque nos hace santos e hijos de Dios.
Mientras no neguemos la obediencia a Dios no rompemos nuestra comunicación con Él. Dios activa esa vida sosteniéndola y activándola con su gracia, que llamamos gracia actual, es decir “para actuar”, de formas varias: inspirando para el bien, estimulando la oración y los actos de fe, esperanza, caridad y otras virtudes, manteniendo el sentido del pecado y sosteniendo en la lucha contra Satán; pero si no damos fruto, si el racimo se seca y no hace obras buenas, Dios lo separará de Cristo.
Es triste el poco aprecio y conocimiento de la gracia de Dios por los fieles. Buena parte de los católicos conciben su fe como mera regla de comportamiento moral. La vida y obra de Jesucristo es un ejemplo para que nuestras obras sean mejores, nada más. Reflexionen ustedes sobre sí mismos. Los que piensan así, están equivocados. Son, como decía Raimondi de los peruanos, mendigos acostados sobre un saco de oro. He tratado de decírselo otras veces, pero hoy lo quiero afirmar con más claridad. Lo que nos da Jesucristo es más que una doctrina moral, es una vida real como lo es nuestra vida humana, es algo maravilloso: es participar de la vida del mismo Dios.
El ejemplo de la vid y los sarmientos, que pone el mismo Jesús, ilustra bien el misterio. Cuando la rama de una especie frutal se injerta en un tronco de especie diferente, recibe la savia del nuevo tronco, vive ahora de ella y produce frutos que son mejores que los de su especie de origen. Cuando un ser de la especie hombre es bautizado, sucede en realidad que es injertado en la vid, que es Cristo, y viene a ser un sarmiento que recibe una nueva vida, la vida de Cristo resucitado. Ese hombre ha cambiado realmente. Como la vida de Cristo es la del Hijo de Dios, él ahora ha sido convertido en hijo de Dios. Recordemos el texto de San Juan: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos” (1Jn 3,1). Lo mismo dice San Pablo (Ro 8,16).
Esta vida no la vemos, pero existe. No todo lo que existe se ve. No vemos la vida de los animales ni la nuestra, pero con la razón deducimos si están vivos o no por sus efectos. En nuestro caso sabemos de la realidad de la vida, que nos da Dios en el bautismo, por la revelación; porque Dios nos lo ha manifestado por Jesucristo y también por San Pablo y otros apóstoles y profetas.
Los sarmientos no están en la vid para mero adorno. Dan fruto y eso se espera de ellos. En nuestro caso el fruto son las buenas obras, entre ellas las de apostolado. Es necesario dar fruto y abundante; en caso contrario irán al fuego; es claro que se trata del fuego eterno del Infierno. Dice Jesús que el Padre poda los racimos para limpiarlos y que den más fruto. La poda habla de sufrimientos, pruebas, toda clase de cruces. Si Dios las permite y aun las envía son para que nuestra vida de gracia se fortalezca y seamos más eficaces en nuestro apostolado. No nos acobardemos; oremos para llevar nuestra cruz y así creceremos en santidad. Dios apuesta no solo a que demos cualquier fruto, sino “fruto abundante”. Entonces damos gloria a Dios y somos de veras discípulos de Cristo.
Abramos nuestros corazones; el Señor quiere darnos a todos las gracias necesarias para todo esto. Pidamos a María, especialmente en este mes de mayo, para que nos ayude a ser sarmientos llenos de frutos.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

 4º. DOMINGO DE PASCUA.

Oveja en el rebaño del Pastor.


Seguimos en este tiempo pascual con perícopas (fragmentos evangélicos) que siguen proponiendo a la Iglesia como continuadora de la obra de Cristo y fundada por él, y al mismo Cristo resucitado como presente y actuante en ella.

Hoy Jesús insiste en presentarse como el Pastor, el pastor bueno, y el rebaño representa a la Iglesia. Cuando Jesús propone estas ideas, es, probablemente, unas semanas antes de su muerte; pero, cuando Juan las recuerda y escribe, es 60 años después y Jesús ya ha dado su vida por las ovejas y muchos oyeron y oyen su voz y forman parte de su rebaño, pero es necesario todavía que otras muchas se conviertan y lo hagan. Porque no debe haber más que “un solo rebaño y un solo pastor”.

Todos ustedes entienden que Jesús habla aquí de su Iglesia. “Un solo rebaño, un solo pastor”. No hay más que un pastor legítimo: el que ha dado su vida por las ovejas. Ya lo hemos visto y comentado en muchos textos de la revelación. Pertenece a la fe la verdad de que Cristo ha muerto por nuestros pecados, porque nos amó hasta el extremo. Ninguna otra fe, que no sea la fe en Cristo, nos puede librar de nuestros pecados. No hay otro salvador, no hay otra piedra angular posible que Él.

Pero tampoco hay varios rebaños. Un solo rebaño, el suyo. Es decir el que tiene su origen en él, sin que esa continuidad se haya roto. Él encomendó su rebaño a Pedro (“apacienta mis corderos y ovejas”), de Pedro pasó a su sucesor, de éste al siguiente y así hasta hoy y hasta el final: “sobre esta piedra (sobre Pedro) edificaré mi Iglesia y las puertas del Infierno no podrán contra ella” (Mt 16,18) y “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt.28,20). Toda otra iglesia, inventada después, no es la fundada por Cristo, ni es la que salva. Y como sólo hay una Iglesia de Cristo y Cristo es la verdad, y esa Verdad ha encomendado a su Iglesia predicarla a todo el mundo, y su aceptación es condición necesaria de salvación eterna, y Cristo garantiza que llevará a cabo debidamente su misión, todo ello muestra que esa Iglesia es infalible, que tiene la verdad salvadora como la tiene Cristo, que Cristo no permitirá que la Iglesia se equivoque cuando afirme como cierto que algo pertenece al mensaje de Cristo. La Iglesia, cuyo origen es Cristo, no se puede equivocar en cosas de fe. Podemos estar tranquilos los católicos cuando la Iglesia nos propone creer o hacer algo para nuestra salvación: apoyados en la infalibilidad de la Iglesia también nosotros somos infalibles.

Jesús es el buen pastor. No es el asalariado. Le importan las ovejas. Como le importan también al Padre y le ha mandado dar la vida por ellas y Él la ha dado con gusto, “porque le importan las ovejas”, le importamos cada uno, le importas tú. Por eso tenemos que tener una confianza infinita en Él. Ha muerto, estaría dispuesto a morir más veces por nosotros. “Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!”(Ro 5,10). Para no pocos es ésta una razón bien consoladora: Vivieron tiempo en el pecado. Sin embargo Dios no dejó de amarles y murió en la cruz por su salvación. Con razón deben esperar sin miedo que ahorita, cuando se esfuerzan en la oración, la penitencia, la limosna y las obras de caridad, Dios Padre y su Hijo no le van a escatimar los medios necesarios para perseverar en gracia y liberarse definitivamente del pecado, sino que, al revés, se los darán con más abundancia.

Y dice el buen Pastor que: “conozco mis ovejas y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre”. La oveja en el rebaño conoce muy bien la voz del pastor. La oveja, que escucha la voz del pastor y se alimenta de los pastos que le ofrece, por la presencia y acción del Espíritu Santo en su alma (que ya explicaremos otro día) llega casi por olfato a darse cuenta de que ciertos alimentos que los asalariados le animan a comer son veneno, porque conoce a su buen Pastor. Nuestro buen Pastor nos alimenta de humildad, fe, caridad, sinceridad, pureza y toda clase de virtudes, y de la paz que se sigue de ellas, y de llevar la cruz; mientras que todo lo que sea soberbia, prepotencia, venganza, ambición, ser el primero, no depender de nadie ni de Dios sino tener a todos por debajo, todo eso no es de Dios ni es su lenguaje. Él y el Padre se conocen muy bien.

Una vez más el hilo del discurso nos han llevado a ver la importancia de conocer a nuestro Pastor, de distinguir su voz. No se cansen, hermanos, de conocer a su Pastor, de conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu, de leer las Escrituras, la palabra de la Iglesia (que también es voz del Pastor), la enseñanza de la Iglesia. Hay que conocer bien la voz del Pastor bueno para seguirla sin desviaciones.

Porque hay peligro de equivocarse. Hay asalariados, que van a lo suyo, que persiguen intereses propios y ventajas, y que mienten, que engañan. Hoy también. Cuidado, las ovejas no deben escucharles. No hay que seguirles si suenan diferentes a la voz de Jesús: “Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”(Mt 11,25.29), y que no siguen el consejo de San Pablo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo Dios, no alardeó de ser su igual, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, y fue semejante a cualquier hombre y, humillándose a sí mismo, obedeció hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,5-11).

Por fin una palabra, que no hemos de olvidar: “Tengo, además otras ovejas que no son de este redil”. Unas las conocemos, viven con nosotros, tal vez pertenecen a nuestras amistades y familia, pero se perdieron, abandonaron el redil, renegaron del Pastor; otras están lejos; pero en conjunto todas son millones. “También a éstas las tengo que traer”. “¡Ay de nosotros si no evangelizamos!” (cfr. 1Cor 9,16). Hagamos el esfuerzo, oremos, ofrezcamos sacrificios, procuremos hablarles de la bondad del Pastor con nuestra vida y hasta con la palabra. No olvidemos que Santa Teresa de Lisieux es patrona de las misiones por la oración y sacrificios por los misioneros. Porque “también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo Pastor”. No lo duden, es palabra del Señor. Sus oraciones serán escuchadas y la voz del Pastor será escuchada por muchas de ellas. No dejen de pedir por las almas de pecadores y agonizantes. Son oraciones eficaces como lo prueban hechos de Santa Faustina Kowalska y Teresa de Jesús: “Hija mía –manifestó Jesús a Santa Faustina– con la oración y el sacrificio salvarás más almas que un misionero con sólo a través de predicación y sermones”. Hagámoslo siempre, pero especialmente nos animemos en este mes de mayo, dedicado especialmente a nuestra Madre, Madre también de esas ovejas perdidas.

P. José R. Martínez Galdeano S.J.


 3º.DOMINGO DE PASCUA.

   La Iglesia obra y cuerpo de Cristo.


Les hice notar el domingo pasado que a Cristo resucitado se le experimenta preferentemente en la Iglesia. Cuando lean personalmente el texto de las apariciones, tengan en cuenta esta idea para interpretarlo bien.

También hoy se nos habla de la Iglesia. Los dos discípulos salen tristes de Jerusalén. Jerusalén simboliza a la Iglesia, que es la nueva Jerusalén. No creen y abandonan la Iglesia, la compañía de los demás discípulos. El buen Pastor va en su busca, hace por ser reconocido y, cuando lo reconocen y creen, vuelven a Jerusalén, a la Iglesia. En Jerusalén escuchan el testimonio de los demás y dan el suyo propio. La experiencia de Cristo resucitado los ha conducido a la Iglesia. Hoy me extenderé en explicar más ampliamente la unión de Cristo con su Iglesia.

Los doce apóstoles son el embrión de la Iglesia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública, antes de comenzar a predicar y hacer milagros, es reunir discípulos. Fueron los primeros entre los primeros Juan el evangelista y Andrés el hermano de Simón Pedro. Lo cuenta el mismo Juan. Eran discípulos del Bautista. Jesús, después del bautismo y su período de oración y ayuno, regresa para volver a Galilea. Pasa necesariamente por donde Juan bautiza y Juan da testimonio, aunque oscuro, de la mesianidad de Jesús. Al día siguiente vuelve a pasar y Juan vuelve a dar testimonio. Es entonces cuando dos de sus discípulos, Juan y Andrés, se levantan y se ponen a caminar siguiendo a Jesús. Tras un rato Jesús se voltea, les habla, le responden, les invita y se quedan ya con Él. Juan no olvidará la hora exacta de aquel encuentro, que cambió su vida del todo: la hora décima en su cómputo, las cuatro de la tarde en el nuestro. Al día siguiente encuentra Andrés a Simón Pedro, su hermano, luego a Felipe, más tarde a Natanael. Después se añaden otros. Hasta que una mañana, después de haberse retirado a un monte para orar durante la noche, selecciona a doce que le acompañen continuamente, vean todo lo que hace, escuchen todo lo que dice, complete sus enseñanzas públicas con explicaciones especiales y les transmita su misión universal y sus poderes. Ellos la continuarán y completarán y para ello les dará su poder, su Espíritu y su asistencia presencial.

Hacia la mitad de su vida pública ocurre un cambio significativo. Jesús a partir de entonces tendrá menos actividad entre las masas y va a dedicar más tiempo al trato personal con aquellos doce. En el texto evangélico se aprecia el cambio a partir del suceso de Cesarea de Felipe. Al contestar a Pedro por su magnífica respuesta a la pregunta sobre quién era Él, cambia el nombre a Simón por el de Pedro, “piedra” o “roca firme”, fundamento seguro para un edificio: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Empieza a verse que Jesús quiere fundar una iglesia.

La palabra “iglesia” tiene su origen en el griego. Significa “convocatoria” o “llamada”. La traducción griega de la Biblia, hecha por sabios hebreos, llama “iglesia” al pueblo hebreo reunido en asamblea para un acto religioso, como la recepción de la Ley en el Sinaí o un acto de culto. Quiere significar que aquel pueblo ha sido convocado, reunido por Dios.

El proceso decisivo de la formación de un “pueblo de Dios” se inicia con la elección de Abraham. El Antiguo Testamento es un anuncio profético del Nuevo. Lo anunciado se realiza ahora. El nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia. Se ha formado atravesando el agua del mar Rojo, es decir con el agua del bautismo, y va caminando por el desierto de la vida alimentado con el maná de la Eucaristía y llevado por la presencia de Cristo, elevado sobre la cruz, cuya mirada nos cura de la enfermedad del pecado.

Esta Iglesia de Cristo tiene la estructura, la misión y el poder que Cristo le ha dado. Cristo ha querido que la suprema autoridad la tuviera Pedro, como está indicado en el término “fundamento” y en lo que sigue: “a ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que atares en la tierra será atado en el cielo y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19). A él mandó “confirmar a sus hermanos en la fe”, aun previendo los pecados de sus negaciones (v. Lc 22,32-34). A él otorgó su autoridad sobre su entero rebaño tras la resurrección en la aparición en la playa del mar de Galilea: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Por eso Pedro, como ahora su sucesor el Papa, tras la ascensión de Jesús al cielo, dirige la Iglesia sin discusión de nadie.

Esta Iglesia tiene la misión y el poder de Cristo, que le dijo: “Como el Padre me ha enviado, así los envío Yo. Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará” (Jn 20,21; Mc 16,15-16). Esta Iglesia es la presencia hoy de Cristo en el mundo para la salvación del pecado de todos los hombres y para que alcancen la vida eterna.

Por eso, como Cristo perdona, la Iglesia con su poder perdona. Como Cristo se dio como alimento a sus discípulos, la Iglesia alimenta con el cuerpo de Cristo a los cristianos. Como Cristo, siendo la verdad, se la dio al pueblo que la buscaba, la Iglesia con la misma seguridad de Cristo la da hoy a los humildes que la buscan. Porque, como su Maestro, puede decir: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).

A esta Iglesia la compara Jesús a una vid con sus sarmientos. Del tronco de la vid reciben vida los sarmientos y así pueden dar frutos. Jesús resucitado es el tronco de esta vid, de Él fluye la vida divina (la gracia santificante, que hace santos e hijos de Dios) a los sarmientos, que somos cada uno de nosotros desde que fuimos unidos, injertados en Él por el bautismo; en el bautismo se nos inoculó la vida sobrenatural de Jesús resucitado, por la que somos hijos de Dios.

Otra comparación, que usa San Pablo, es la de la Iglesia cuerpo de Cristo. En tiempo de Pablo se pensaba que de la cabeza fluía la vida al resto del cuerpo. Cristo es la cabeza de la Iglesia y de Él viene la vida a cada uno de nosotros, sus miembros. Esta vida es la presencia del Espíritu, que transforma nuestras almas con sus virtudes sobrenaturales y sus dones. El Espíritu, que obra de forma diferente en cada miembro según su propia función, está presente y actúa en cada uno. El miembro debe estar unido al cuerpo para vivir y obrar. Cada uno de nosotros debe esforzarse por estar muy unido con la Iglesia para participar intensamente de su vida y poder. Esta unión con la Iglesia se favorece el esfuerzo constante por alcanzar la santidad, que incluye la oración, la participación en los sacramentos, el compromiso en sus obras apostólicas, el estudio de la doctrina, el testimonio social...

De todo lo anterior fluye que en nuestra actitud respecto a la Iglesia debe estar el considerarla como algo nuestro, mío, no ajeno; me toca, me concierne. Debemos vivir intensamente nuestra pertenencia a ella. Debo estar inclinado a creerla y escucharla. Me deben alegrar sus triunfos, me deben entristecer sus fracasos, los pecados de sus miembros, sus problemas. Debemos de aprender a reconocer sus errores y también a defenderla frente a la mentira, la ignorancia y el odio de bastantes. Debemos orar por nuestros pastores; en la misa se pide en la oración universal y en la oración eucarística. Debemos pedir a Dios por su obra apostólica y misionera, ofrecer sacrificios por ella y contribuir con nuestras limosnas. Debemos informarnos de su labor (nuestros medios de comunicación nos informan en general poco y más bien de lo malo, como lo hacen también, es verdad, con otras personas e instituciones). Debemos conocer su historia y sus santos. Seamos testigos y hablemos como tales. Quien ama a Jesucristo, ama a su Iglesia.
...
P. José R. Martínez Galdeano S.J.

               

 2º.DOMINGO DE PASCUA
(La divina misericordia)

Den gracias al Señor,
porque es eterna su misericordia.

El domingo pasado hablé sobre la experiencia de Jesús resucitado. Expuse su necesidad, posibilidad y lugares u oportunidades que teníamos para ella. El evangelio de hoy nos plantea claramente el tema de la fe. San Juan es el autor del Nuevo Testamento que habla más de la fe. Está unido con el de la experiencia de Dios. Para que dos personas se comuniquen a fondo necesitan tenerse fe; nadie manifiesta su interior en quien no confía. Experiencia de Dios es entrar en el interior de Dios y dejar a Dios que entre en el mío y se apodere de él. Sin fe esto no es posible.

El evangelio nos narra dos apariciones. En la primera, noche del día mismo de resurrección, están presentes prácticamente todos los amigos de Jesús; pero hay uno que falta: Tomás. Jesús se ha aparecido a Pedro y todos creen que es verdad que ha resucitado. En la segunda, en el mismo lugar y una semana más tarde, están los mismos y además Tomás. Jesús acepta sus condiciones para creer y Tomás cree; pero Jesús cierra la aparición con un mensaje clave para nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

El hombre tiene dos modos fundamentales de conocer: uno por experiencia y otro por fe. La experiencia siempre es mía, es propia, es la de mi ojo, oído, dolor, alegría. Por fe conozco lo que otro me comunica. Hay también otra fuente de conocimiento: partiendo de lo que conozco por fe o por experiencia, razonando con lógica, puedo conocer otras muchas cosas. Lo que digo es claro, obvio y evidente. A poco que reflexionemos, nos damos cuenta de que la inmensa mayoría de nuestros conocimientos son de fe. Por sola fe creemos no sólo que nuestros padres son nuestros padres, sino a los profesores, a los medios de comunicación, prácticamente a todo el mundo. Sin fe la vida social, la vida económica y aun la misma vida humana serían imposibles. Conviene darse cuenta de esto y de la aberración intelectual que supone eso de: ver para creer.

Lo dicho se refiere a la fe humana. Creemos en el testimonio de otros hombres. Pero como Dios se ha comunicado con el hombre (digámoslo más claro: ha hablado y habla al hombre), ese creer en lo que Dios me comunica es una fe divina. Esta fe divina me hace conocer cosas para mí imposibles de saber o de saberlas con la seguridad debida o de saber que Dios las considera importantes.

Pero hay más. Los que han sido profesores saben que hay alumnos con capacidad intelectual limitada, que, por mucho que se esfuercen, no son capaces de entender ciertas verdades y menos de demostrarlas. En la fe divina esto ocurre con todos los humanos. Ninguno es capaz de ver ni de aceptar las verdades que Dios nos manifiesta sin el complemento de una ayuda especial suya, la gracia sobrenatural. A esta gracia sobrenatural, que el mismo Dios nos da para que creamos, no tenemos nombre mejor que darle que el de la fe. Esta gracia de la fe puede ser para hacer posible el acto de fe del que aún no cree y así pueda decirle a Dios desde lo más interno de su ser: sí, creo, Señor. Es la gracia que recibe Pablo a las puertas de Damasco y que le hace exclamar: “¿Qué quieres que haga?” (Hch 22,10).

Pero además está la gracia permanente de la virtud de la fe, también sobrenatural, que se recibe en el sacramento del bautismo y que facilita ulteriores actos de fe, facilita que el cristiano, aun siendo niño, crea de modo sobrenatural (por eso, entre otras razones, es tan importante el bautismo de los niños recién nacidos). Cuando ese niño escucha la catequesis del contenido de la fe, cuando nosotros venimos a misa, leemos o escuchamos la palabra de Dios, etc., la virtud de la fe está actuando para entender y aun para que nos guste lo que oímos o hacemos.

Como toda virtud o capacidad de obrar, incluso natural, esta fe crece practicándola. La misa dominical, la oración, la limosna, el ayuno, la mortificación para superar defectos o practicar la caridad, el perdón, etc. son actos que aumentan la fe y nos hacen más capaces de obrar según ella más y mejor.

Tomás no estaba el primer día con los otros, no tuvo la experiencia de ver a Jesús y no creyó. El conjunto de todo aquel grupo, que cree ya que Jesús ha resucitado porque se lo ha dicho Pedro, al que ya se apareció Jesús, representa a la Iglesia. Tomás no estaba allí. Este hecho nos dice que la Iglesia es el lugar privilegiado para tener la experiencia de Jesús resucitado. Estar con la Iglesia se hace, cierto, en la misa dominical, pero también es escuchar su explicación del Evangelio, seguir sus orientaciones teológicas y morales, orar por ella, colaborar en su obra, confiar en ella, etc. Haciendo todo esto con fe tan grande como podamos, la iremos aumentando todavía más casi sin darnos cuenta. Esta es la fe que da vida a todos nuestros actos, incluso los religiosos como la misa o la oración. De nosotros precisamente dijo Jesús en este domingo: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

Es lo que se verifica de modo maravilloso en el sacramento de la penitencia o perdón de los pecados. Hoy, domingo 2º de la Pascua de Resurrección, quiere la Iglesia que lo celebremos como el Domingo de la Misericordia Divina. “Como el Padre me ha enviado, así también les envío yo. A quien ustedes perdonen los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengan les quedan retenidos”. Lo ha dicho Dios. Ni la Iglesia ni ningún sacerdote perdona los pecados porque a él o a la gente se le haya ocurrido. Perdona porque Jesús le ha dado ese poder, que es naturalmente para que lo ejerza. Es cuestión de fe. Quien arrepentido de sus pecados, es decir con la decisión de poner los medios necesarios para no cometerlos en el futuro, los ha confesado, sabe, es decir conoce con certeza que ha sido perdonado. No se trata del alivio que se pueda tener por decirlo a otra persona, como al psicólogo, o por un mecanismo de autosugestión; se trata de la fe. Sabemos porque creemos. He confesado mis pecados sinceramente y arrepentido; la fe me dice que esos pecados para Dios han desaparecido, no existen más. Y aunque mi natural debilidad psicológica me haga temer, “Dios está por encima de nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3,20) y no nos fundamos en nuestra conciencia sino en la fe .

Qué grande es la Misericordia de Dios. Entre las verdades que Dios nos ha revelado, es la de su Misericordia infinita aquella que ocupa el primer lugar. Hoy la Iglesia concede indulgencia plenaria a quien, visitando cualquier iglesia, con espíritu lejos de todo afecto de pecado incluso venial, al menos rece en presencia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía el Padrenuestro y el Credo añadiendo una invocación a Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en Ti”).

Creamos y creamos en que el Señor es bueno y que es eterna su misericordia.
P. José R. Martínez Galdeano S.J.


  PASCUA DE RESURRECCIÓN.

La Resurrección de Jesús es el gran anuncio que tenían que hacer los apóstoles ante sus asombrados auditorios; y este anuncio tenía una fuerza tan grande que se convertían por millares, como nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Jesús mismo había dado como signo definitivo de su divinidad que El resucitaría al tercer día. Se lo había dicho a sus apóstoles para que su fe no se derrumbara cuando lo vieran morir en la cruz. San Pablo mismo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 15, 14-22) pone la Resurrección de Cristo como fundamento de nuestra fe. Todo lo que Jesús ha enseñado es verdad, porque El ha resucitado. La palabra de Dios tiene fuerza porque Jesús ha resucitado; los sacramentos son caminos de salvación, porque Cristo ha resucitado. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y el instrumento de la salvación, porque Jesús ha resucitado. Ese es el sentido de lo que San Pablo dice: si Cristo no ha resucitado nuestra fe es algo vacío y sin sentido.

Pero este hecho de la Resurrección de Cristo es algo tan sorprendente, tan luminoso, tan cargado de sentido, que resulta poco fácil hablar de él. Quizá podamos entrar algo en su significado si lo miramos desde distintos ángulos. Así propongo a la consideración cuatro aspectos de este misterio básico de nuestra fe: la resurrección de Cristo es un hecho; la resurrección de Cristo es también un misterio, es una fuerza y es una manifestación.

Es un hecho. Ocurrió en verdad que este Dios-Hombre muerto volvió gloriosamente a la vida, y dejó tirados por el suelo los lienzos que vestían su cadáver. Es verdad ¡con la Resurrección de Cristo la muerte ha sido vencida! lo que prevalece es la vida. Este es el hecho. Porque al decir que la resurrección de Cristo es un hecho, estamos afirmando que la vida es lo más real y definitivo, que la muerte es una situación simplemente transitoria. Al final todo lo que es muerte, dolor, fracaso, sufrimiento, todo eso acabará, porque la muerte, al ser vencida, arrastrará consigo a toda su comparsa. Todo lo que es frustración será sustituido por plenitud, todo lo que ahora es amenaza, será sustituido por seguridad, todo lo que ahora se manifiesta como fracaso, se mostrará como victoria. Tenemos en nuestra vida como una semilla llena de fuerza y de belleza que quiere reventar para manifestar todo el tesoro que Dios ha puesto ahí; y eso ocurrirá, no lo dudemos. Ahora nos vemos atacados, sentimos nuestra fragilidad, pero todo esto es pasajero, porque el plan de Dios es la Vida, y de esto nos deja una certeza la Resurrección de Cristo.

La Resurrección de Cristo es un misterio. Decir esto no es quitarle realidad a este acontecimiento y ocultarlo en la niebla. Lo que queremos decir es que la Resurrección de Cristo es mucho más de lo que podemos soñar, y por supuesto de lo que podemos entender. Lo que podemos intuir es simplemente el contorno de una realidad que se alarga en la profundidad y se eleva a las alturas. Es, por así decirlo, como un iceberg: lo que vemos es poquísimo en comparación de lo que se nos oculta. No tenemos ni idea de lo que es de luz, de paz, de gozo, de esperanza, de alegría este hecho con que Dios cumple todas las promesas que hizo a los hombres. El misterio no es un escape para ocultar nuestra ignorancia sobre algo. Al afirmar de algo que es misterio, estamos queriendo decir que se nos abre una ventana, para barruntar una maravilla de Dios, que nuestra mente lógica, no podría ni siquiera sospechar. El misterio de la resurrección de Cristo es una ventana para entrar en la realidad insondable de la misma personalidad de Cristo: en El todo es vida, todo tiene consistencia, en El se encierra toda la plenitud de la divinidad. Es la obra final y cumbre de todo el poder creador de Dios.

Es también una fuerza que transforma toda la realidad. Según las afirmaciones de San Pablo toda la creación ha recibido el efecto de la resurrección de Cristo. Todas las actividades humanas tienen la posibilidad de ser obras resucitadas para la vida eterna, y por tanto no caen en la muerte de lo que se va con el tiempo, como un soplo: la actividad del hombre, hecha en el tiempo, puede penetrar en la eternidad por la fuerza de la resurrección. Lo que hicimos no necesariamente se va al oscuro pasadizo del olvido. La resurrección de Cristo, así da una fuerza nueva a nuestra tarea en la tierra. Además, porque Cristo ha resucitado hay personas que empujadas por la fuerza de Dios realizan acciones que sobrepasan las posibilidades normales de un ser humano. Con la fuerza de la resurrección de Cristo han sido hechas todas las acciones verdaderamente sobrehumanas de los santos: las renuncias a lo mezquino, la entrega a los desheredados, la lucha incansable por la verdad y por el ser humano desposeído: tantas y tantas páginas heroicas han sido escritas en la Iglesia por seres (a veces anónimos) en los cuales brillaba la fuerza de la resurrección. Todo eso lleva en sí un poco del esplendor de la resurrección.



La resurrección finalmente es una manifestación de la divinidad de Jesucristo. Jesucristo no resucita porque alguien, fuera, en la puerta del sepulcro (como en el caso de la resurrección de Lázaro) lo llame de nuevo a la vida. Jesucristo resucita desde dentro del sepulcro, porque El mismo es Dios,  El es la Vida misma y ningún sepulcro le iba a servir de cárcel. Como la explosión de un volcán, así surge Cristo del sepulcro con la fuerza de su vida. Por eso El mismo aludió muchas veces a su resurrección como prueba suprema de ser igual al Padre.
P. Adolfo Franco, S.J.


                                      VIERNES SANTO.
Ponte de rodillas delante de Cristo crucificado

Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros. 






Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.

“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”.Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.
Por: P. Cipriano Sánchez LC

                                          JUEVES SANTO.

El mandamiento del Amor.






Jesús en el largo discurso que tiene con los discípulos al final de la Ultima Cena está dando las últimas recomendaciones y enseñanzas. Es la última vez que hablará tan largo con ellos. Y en este contexto se inserta el párrafo que leemos en este domingo.

El mensaje es especialmente hermoso, porque todo él se centra en el amor. Jesús nos dice que nos ama, como el Padre lo ama a El. Y nos pide permanecer en el amor. Nos llama amigos. Nos dice que el amor debe llevarnos a guardar los mandamientos y a dar la vida por los demás. Y añade que somos objeto de su elección; nos ha elegido para amarnos y para que amemos.

Esta es la esencia de nuestra relación con Dios. Si hubiera que hacer una síntesis breve de lo que es ser Cristiano, es ésta, que es la síntesis que hace Jesús.

Lo primero y esencial es la relación de amor entre Jesús y el cristiano. Y entre el cristiano y Jesús. La religión cristiana para muchos es un conjunto de reglas de conducta, o un conjunto de cumplimientos rituales, o un conjunto de verdades sobre Dios, el mundo y la vida. Religión cristiana convertida en una moral, o en prácticas rituales o en una ciencia de lo trascendente. Cristo pone el énfasis en otra cosa. No es que haya que descartar de la vida cristiana, ni los mandamientos, ni las prácticas sacramentales, ni el conocimiento que deriva de la fe. Pero la esencia es otra cosa, es la relación de amor entre Cristo y el cristiano, que además es la que da vida auténtica a la moral, a los ritos y al conocimiento de las verdades.

Si no amamos no somos nada, y nuestro cumplimiento de preceptos morales, será puna mala imitación de lo que Jesús quería. El recto cumplimiento de la moral cristiana es una consecuencia del amor: estar enamorado de Jesús nos conduce a hacer el bien: es una prolongación del amor mismo. El bien buscado siempre y en toda circunstancia, es un impulso que nace del amor que se le tiene a Jesús. Por eso El mismo dice: si me aman guardarán mis mandamientos. Y darán la vida por los demás, que es el resumen de toda la moral cristiana: vivir sin egoísmo hasta dar a cada uno de los que me rodean un poco de mi vida. Esa es la moral del mandamiento que se refiere a los padres, a la vida de los demás, a la pureza, a los bienes. Quien quebranta alguno de estos mandamientos, no da vida, sino quita vida. Y Jesús está hablando de dar la vida.

Además nos dice que no le hemos elegido nosotros, sino que El nos ha elegido. El es el que tiene la iniciativa siempre, El es el que hace la Salvación, el que nos la ofrece, el que nos llama a participar con El; El es quien nos elige para ser sus amigos, para depositar en nosotros su amor. El que ama hace una elección. Y eso hace Jesús al amarnos, nos elige. Ese Jesús que vivió, murió y resucito ¿me ama a mí? ¿está hoy presente a mi lado? A veces estas palabras nos pueden parecer palabras hermosas inventadas, pero que no corresponden a nada real. Y sin embargo aunque no se conviertan en algo corporal y material, son tan reales o más que el suelo que pisamos y el aire que respiramos. Algo parecido les pasó a los apóstoles cuando lo vieron resucitado: pensaron que era un fantasma, también nosotros pensamos que su amor es un fantasma. Y Jesús tiene que demostrarles y demostrarnos que no es un fantasma. Nosotros no tenemos normalmente la posibilidad de la constatación palpable de su presencia. Pero estamos rodeados de símbolos que nos llevan a conocer esta realidad, a veces se nos comunican experiencias íntimas, y siempre tenemos la luz de la fe (que es la forma más certera de conocer la realidad), y todo eso converge en la misma verdad: Jesús me ama. Y me ama porque ha elegido libremente amarme; y de ahí deriva que yo cumpla sus mandamientos, y que dé también la vida, como El ha dado la vida por los amigos. Y así daremos fruto, o sea nuestra vida no habrá sido estéril, sino de verdad fructuosa. Esa es la forma en que Jesús quiere que entendamos nuestra propia existencia, la existencia cristiana.
P. Adolfo Franco, S.J.


DOMINGO DE RAMOS.
[JesúsentraJerusalen.bmp]Con este domingo, llamado litúrgicamente Domingo de Ramos, comienza la Semana Santa. Y para darnos tema de reflexión para toda la semana, la Iglesia nos pone hoy, como lectura del Evangelio, la narración que hace San Marcos de la Pasión del Señor.

Son páginas que deberían estar presentes en nuestra mente y en nuestro corazón, porque narran el hecho más importante, el acto de amor más grande, la esperanza más firme, para cada uno de nosotros. Para leerlas bien, deberíamos imaginar que cada página de esta narración está cruzada con un gran letrero rojo, que dice: Te amo. Nuestra vida tiene una maravillosa perspectiva y una salida hermosa, porque Cristo murió para salvarnos. Y esto que ocurrió hace casi dos mil años, es algo que sigue presente, porque sus efectos tienen duración eterna. Y lo que en la Pasión se narra es asunto nuestro, muy nuestro. Muchas veces dejamos de lado el pensamiento de la Pasión. Pocos Cristianos tienen el valor de confrontar su vida con estos hechos de Cristo.

Habría que estar toda la vida dando gracias de que Alguien, Jesucristo, se hubiera acordado de nosotros, para sacarnos de la cárcel, para librarnos de la nada y del sin sentido, para darnos fuerza, ilusión, alegría. Y lo hizo con un desinterés total, por un amor que nos parece inaudito. Alguien que da su vida por mí, ¿cómo no voy a tenerlo presente y amarlo? ¿Cómo no intentar decirle nuestro agradecimiento y que nuestra deuda se la pagaremos procurando vivir siempre de su presencia?

Hay que salir en estos días un tanto de lo cotidiano y vulgar de cada día, para darle a nuestros pensamientos una mayor profundidad y pensar en la dimensión religiosa de nuestra vida. Nuestra vida es más que esa rutina de levantarnos, comer, trabajar, descansar... ver pasar las hojas del calendario en monótona sucesión; nuestra vida es de hecho un diálogo con Dios, cada hora debe tener un sentido, un por qué: y el sentido sólo se lo puede dar Dios: la vida debería ser un continuo diálogo con Dios.

Por otra parte, al leer la Pasión de Cristo tenemos que pensar, cómo pone al descubierto, no sólo los errores y pecados de los hombres de aquel tiempo, sino también los nuestros propios, simbolizados en los de ellos.

Resulta increíble que los hombres de aquellos tiempos consideraran en serio reo de muerte al hombre más limpio, más inocente, que jamás ha habido. Jesucristo, el Hijo de Dios, es condenado por la justicia humana. Los cargos: es un sujeto peligroso porque atenta contra la Religión y contra el Estado.

El tribunal religioso piensa que Jesús es un peligro para la Religión que Dios reveló a Moisés. ¡Hasta qué punto puede cegar la razón el orgullo y el poder! Pero no deja de ser monstruoso que a Jesús, Dios mismo, los hombres más distinguidos lo califiquen de blasfemo. Lo que Jesús dice en las bienaventuranzas, en lo de amar al enemigo, en lo de salvar a los pecadores, les parece a esos hombres sensatos un discurso subversivo. ¡Cómo les incomodaba a los jefes religiosos de Israel el que Jesús hablase de una Religión en serio!. Tomarse a Dios en serio parece peligroso.

Por otra parte el tribunal civil recibe la acusación de que Jesús promueve levantamientos populares, le acusan falsamente de negar el tributo y la obediencia al César. Y a Pilatos le ponen en la siguiente alternativa: si no condenas a Jesús, eres enemigo del César, O Jesús o el César. No sabemos lo que pensaba Pilatos en su fuero interno cuando estaba lavándose las manos; pero lo menos que podemos pensar es que Pilatos decide eliminar a un ser insignificante (Jesús) para no enemistarse con los poderosos y peligrosos sacerdotes judíos. Sacrificar a un insignificante, aunque sea inocente, a veces es un buen negocio.

Realmente es escandaloso que a Jesús se le aplique la pena de un subversivo, de un peligroso delincuente. Peor que el peor de los terroristas. Jesús considerado como jefe revolucionario; es otro absurdo de la justicia de los hombres, cuando buscan que el fin justifique los medios. Jesús ya en sus inicios fue perseguido por Herodes, porque pensaba que le iba a quitar el trono, y ahora hacen creer a Pilatos que Jesús es un peligro para el dominio romano en la provincia de Judea. ¿No se prolongan todavía hoy similares injusticias? ¡Cuántas veces todavía se prolonga la Pasión de Jesucristo en la condena de inocentes: mártires de su propia bondad!

Pero, aparte de esas consideraciones, lo importante es que esta narración nos dice que tenemos un tesoro para nuestra vida. La Pasión de Jesús es la narración del total amor de Dios hacia nosotros. Dios me quiere hasta la muerte. Y ahí hay todo un tesoro inacabable para mí, y me lo ha ganado El, con su entrega.
P. Adolfo Franco S.J.

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CUARESMA 2015.

5º.DOMINGO DE CUARESMA.



               

Jesús, acompañado por sus discípulos, camina hacia Jerusalén, donde sellará, con el sacrificio de su vida, la nueva Alianza que transformará las relaciones entre Dios y la humanidad. En este V domingo de Cuaresma, la liturgia nos invita a reflexionar sobre las particularidades de esa Alianza o pacto especialísimo que Dios ha querido establecer. En esta reflexión sobre el significado de la alianza, dejémonos llevar por las palabras del profeta Jeremías, quien hace referencia al pasado y al futuro de la Alianza. Por esos designios misteriosos que escapan a nuestra comprensión, Dios puso su mirada sobre Abrahán, a quien escogió como su amigo, y le prometió que sería padre de un pueblo muy numeroso. Esa Alianza inicial con Abrahán fue ratificada con los patriarcas. Un capítulo importantísimo en la historia de Israel es la esclavitud en Egipto. Yahvé, entonces, escoge a Moisés como libertador del pueblo oprimido. Y se inicia la gran epopeya de este pueblo, que fue la travesía del desierto hasta llegar a la tierra prometida. En el texto de Jeremías que acabamos de escuchar, el profeta recapitula esta compleja historia de amor e infidelidad, de sacrificios en honor de Yahvé y también para honrar a las divinidades de los pueblos extranjeros: “Haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será como la alianza que hice con los padres de ustedes, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto. Ellos rompieron mi alianza y yo tuve que hacer un escarmiento con ellos”. Así recapitula Jeremías la caprichosa conducta de la comunidad y las intervenciones pedagógicas de Yahvé para que el pueblo recapacitara. Sigamos adelante en la lectura de los textos de este domingo. Ellos nos ofrecen elementos que nos ayudan a comprender al significado de la alianza nueva. Sigamos leyendo a Jeremías. ¿Qué novedad descubre el profeta? La novedad de la Alianza radica en su interioridad, ya que la antigua Alianza estaba fuertemente centrada en la observancia externa de los mandatos de la Ley y en la realización de ritos y sacrificios. La nueva alianza es interior: “Esta será la Alianza nueva que voy a hacer con la casa de Israel: voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones”. En el Nuevo Testamento acabaremos de comprender toda la riqueza de las palabras de Jeremías; el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones y acompaña a la Iglesia en su peregrinar, es el gran regalo del Resucitado. Sigamos avanzando en la comprensión del significado de la nueva Alianza. Para ello volvamos a leer el texto de la Carta a los Hebreos que nos explica que la Alianza nueva se construirá, no desde el poder, sino desde la obediencia. La única agenda que tuvo el Maestro fue cumplir la voluntad del Padre, y lo hizo desde el momento de la Encarnación hasta su resurrección triunfante. Los que nos confesamos seguidores de Jesucristo debemos seguir este camino de obediencia al plan de Dios, el cual debe ser descubierto a través de una lectura atenta de los signos de los tiempos. El plan de Dios respecto a cada uno de nosotros no está escrito en un documento que nos llega por correo electrónico, sino que debe ser cuidadosamente interpretado a través del discernimiento. Vayamos ahora al texto del evangelista Juan, en el cual se nos ilumina el significado de la Alianza nueva a través de la imagen del grano de trigo. “Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero, si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna” Esta hermosa metáfora resume lo que fue el testimonio de Jesucristo, cuyo proyecto de vida fue la obediencia al Padre, y dio la mayor prueba de amor al dar la vida por sus amigos. Por eso la existencia cristiana es un llamado a salir de nosotros mismos, a superar nuestros egoísmos; en el cristiano, se da un desplazamiento del eje de sus preocupaciones del yo a los otros. Francisco de Asís expresó esta lógica diferente del grano de trigo que tiene que morir para generar vida: “Que no busque ser consolado, sino consolar; que no busque ser comprendido, sino comprender; que no busque ser amado, sino amar”. Que esta meditación sobre el significado de la nueva Alianza que el Señor sella con la humanidad nos ayude en este camino cuaresmal de preparación para celebrar los misterios de la redención.Jorge&Humberto&Peláez&S.J.&



                                    4º.DOMINGO DE CUARESMA.                        
Hemos creído en el amor.



El evangelio de hoy nos sitúa en el mismo o uno de los días subsiguientes al de la expulsión de los mercaderes, comentado el domingo pasado. Nicodemo es un fariseo, doctor de la ley; acabará haciéndose discípulo de Jesús y participando en su sepultura; éste es su primer encuentro con Jesús. Llevan hablando ya un rato. Ahora Jesús cree oportuno ilustrarle sobre su misión.

Le recuerda el hecho narrado en el libro de los Números. Aquel pueblo había sido castigado tras un pecado muy grave contra Dios. Se rebeló protestando por el maná que le parecía un alimento monótono y por la escasez de agua. Dios les envió una plaga de serpientes venenosas, que les picaban, y morían. Murió mucha gente. Moisés intercedió y Dios le mandó forjar una serpiente de bronce, colocarla sobre una pértiga y levantarla en medio del campamento. El mordido que la miraba, sanaba.

Aquello –explica Jesús– era un signo de Él y de su misión. En efecto ser “elevado” es el término, incluso empleado por los jueces en sus sentencias, para indicar la pena de la crucifixión.

Estamos al comienzo de la vida pública. Aquí tenemos un dato de que Jesús ya sabía entonces su destino, que es la voluntad de su Padre: “tiene que ser”, es necesario que “el Hijo del Hombre” sea elevado. Es claro que este “Hijo del Hombre” se refiere a Jesús mismo. En los evangelios el término sólo lo emplea Jesús (fuera de San Esteban en el momento de su martirio) y siempre se refiere a Sí mismo. Remite al libro de Daniel, que en una visión mesiánica habla de una persona que “viene del Cielo” y Dios le da “el imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su imperio no pasará y su reino no será destruido jamás” (Dan 7,13-14). “Venía del Cielo”, es un símbolo bíblico del origen divino de Jesús; no viene de la tierra; es hombre, pero viene de Dios, del Cielo. Posteriormente se irá declarando más: es el Hijo de Dios, que ha estado “junto a Dios” siempre, “desde el principio”, y se ha tomado la carne humana (se hizo hombre) en el seno de María.

Jesús se llama a continuación simplemente “su Hijo” (de Dios) e Hijo “único”, es decir que no hay otro como Él, porque es Dios por naturaleza. Y añade: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”. Iba a ser elevado, iba a ser crucificado porque Dios Padre así lo quiso. Y lo entregó por amor a los hombres, para que creyendo todos tengan vida eterna.

Jesús iba a ser crucificado y así lo quería el Padre para que en el mundo, los hombres todos, nadie se condenase, sino todos se salvasen. “Porque Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Nosotros, los que tenemos la dicha de creer, todo creyente, lo entendemos perfectamente. Se trata de la salvación del pecado, del adquirir la vida eterna y la salvación, la gracia y el perdón aquí y la felicidad eterna en el otro mundo.

Es una constante en la Escritura y es también un testimonio de la propia conciencia de cada hombre: el pecado es una realidad, el pecado está mal, del pecado como malo acusa la conciencia, el pecado va contra Dios, el pecado mancha, el pecado rompe la armonía interior, el pecado hace al hombre malo, impresentable ante Dios, le pone contra Dios. Pero el pecado está ahí y no puede suprimirse porque el pasado ya nadie lo puede cambiar.

Sin embargo Jesús, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre, puede lo que ningún otro hombre puede: pagar por la culpa, liberar de la deuda, obtenernos el perdón. Puede asumir la misión y el costo de la reparación. Lo declara más la lectura de la carta a los Efesios: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia están ustedes salvados– nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en cielo con Él”. “El mismo que sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24) y así, “hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8), “canceló la deuda que teníamos y la suprimió clavándola en la cruz” (Col 2,14), nos lavó con su sangre de nuestros pecados” (Ap 1,5) y obtuvo nuestro perdón. Un perdón fruto del amor de Dios Padre, porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” y lo mandó al mundo, “no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Y también un perdón fruto y conquista del amor del Hijo Hombre, levantado, crucificado por nuestros pecados, porque “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Ga 2,20).

Éste es el núcleo de la fe. Como reflexionamos el pasado domingo, “unos piden milagros, otros sabiduría, pero nosotros predicamos y creemos en Cristo crucificado”; éste es el poder y ésta es la sabiduría de Dios.

“Hemos creído en el amor” (1Jn 4,16). “El que cree en él, no será condenado; por el contrario, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Porque creer no es meramente admitir la existencia de Dios, que ha creado; es creer que he sido y soy amado hasta la muerte; es creer que ese Dios y es Jesús, el Hijo único, ha cambiado radicalmente mi existencia y mi futuro, de la noche al día, de las tinieblas a la luz. Que “la condenación consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron (¿prefieren?) las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. ¡Qué claro resulta este Juan tan difícil de entender cuando la fe no brilla!

La Eucaristía es un encuentro privilegiado en la fe y el amor. Con especial fe pedimos hoy al Señor, a las puertas de los misterios de su muerte y resurrección, que nos comunique algo más de su amor a Él y en ese amor también el amor a nuestros hermanos, que su amor incluye y comparte.

P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

            3º.DOMINGO DE CUARESMA.

El evangelio nos habla de purificar el templo de Dios. Y el templo de Dios somos nosotros.

Al comienzo de la predicación de Jesús, sitúa el evangelista San Juan el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo. Sorprende este hecho, violento, muy violento, en Jesús que se definía a sí mismo, como manso y humilde de corazón. Y hay que analizar con la luz del Espíritu Santo este hecho, porque no podemos reducirlo solamente a la voluntad de Jesús de poner orden en el caos comercial que rodeaba el templo de Jerusalén. Hay más que descubrir.
El Templo debía estar rodeado de una cantidad de servicios necesarios para la realización de las ceremonias y sacrificios. Debía tener una serie de puestos de venta, donde se vendía de todo lo necesario: animales para los sacrificios, puestos de monedas para el cambio por la moneda oficial del templo; y se fueron añadiendo otras muchas cosas, pues los comerciantes aprovechaban la multitud, que siempre había alrededor del templo, para ofrecerles recuerdos y toda suerte de baratijas. Estos puestos habían llegado a invadir el primero de los atrios del templo. Algo parecido a la aglomeración de ambulantes que vemos en muchas calles populares, con el agravante de que, en este caso, invadían terreno sagrado.
Cuando Jesús arrebatado por la honra de Dios, toma la iniciativa de expulsar a estos mercaderes, para preservar la pureza del templo, lo que quiere hacer entender es que todo el concepto mismo de Dios, templo y religión debían ser purificados. La religión misma que planteaban especialmente los fariseos era una religión de intercambio, una religión comercial. Algo así como: yo voy cumpliendo puntualmente todas las prescripciones de la ley, los diezmos, los ayunos, las purificaciones, y compro así un bono de reconocimiento que me da el derecho a la salvación. Por eso, cuando a Jesús le piden cuentas de lo que ha hecho, dice esa frase “destruyan este templo y yo lo reharé en tres días”. Y es que con su muerte y resurrección iba a quedar destruido el templo y todo lo que él significaba: El iba a reconstruir el culto de Dios desde la raíz.
El tema del templo y de su renovación será repetido de alguna forma, en el mismo evangelista San Juan, cuando él narre el encuentro de Jesús con la samaritana. Ella quiere comenzar una discusión sobre la legitimidad del templo de Jerusalén, en contraposición del que tenían los samaritanos; Jesús no acepta la discusión, que ahora ya es inútil, porque a Dios habrá que darle culto sobre todo en el corazón del hombre.
Así que esta purificación del templo, lo que quiere significar es la purificación de todo el culto a Dios, el nuevo culto que quería establecer Jesús. Y que supone lo siguiente: es fundamental que a Dios se entregue la persona entera; no basta con ofrecerle sacrificios rituales. El único verdadero sacrificio que es agradable a Dios es la totalidad de la entrega de una persona, que lo ama, y se decide por Dios hasta llamarlo Padre, y pedirle que en todo se haga su voluntad. Así la entrega a Dios no está reglamentada por ritos y menudencias legales, sino que es una entrega sin límites, que busca la totalidad.
Este nuevo culto supone que se mira al prójimo, a todo prójimo como a un hermano. Ya no hay límites territoriales ni étnicos, para ver quién es mi prójimo. Ni tengo que comerciar con mis dones; de modo que sea generoso con todos y no sólo con quienes me pueden retribuir. No puedo establecer entre los hombres con quienes me relacione, dos categorías: la de los amigos y la de los enemigos. No puedo tener la venganza, como justicia que me tomo por mi cuenta. El amor al prójimo, y el perdón no tienen límites: más de setenta veces siete. El que pretende ser mayor, debe ser el servidor de todos.
Todos los profetas, todos los líderes antiguos: Moisés, Elías, Abrahán, han quedado sustituidos por el Hijo del Hombre, que existía antes de Abrahán. El es el único guía de la humanidad, porque es el camino, la verdad y la vida, y nadie llega al Padre, sino por Jesús.
Estas y otras cosas son las que Jesús quiere que nos queden claras. Es lo que significa la purificación del templo. Jesús quiere purificar toda la religión que entonces practicaban en Israel y que, a veces, hoy seguimos practicando. Jesús debería entrar en el templo de nuestro propio corazón, para expulsar todos los mercaderes que llevamos dentro.
P. Adolfo Franco,fuente;http://apormalaga.blogspot.com.es/

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                          2º.DOMINGO DE CUARESMA.

La transfiguración:
Al domingo de las tentaciones, sigue el de la transfiguración. Esto nos recuerda que, si perseveramos y superamos las pruebas, podremos contemplar el rostro glorioso de Cristo.

El Mesías sufriente. La transfiguración tiene lugar después de la confesión de Pedro enCesarea («Tú eres el Mesías», Mc 8,29) y del primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía que padecer mucho», Mc 8,31), antes de iniciar el viaje que le llevará a la muerte (Mc 9,2ss). El contexto explica el mesianismo de Jesús, al que no caracteriza el poder, sino el servicio; no la gloria humana, sino la humillación. Pedro no lo entiende, porque le parece imposible que el Mesías deba sufrir. Como sus contemporáneos, esperaba un Mesías fuerte y poderoso. Esto explica muchos de los malentendidos que más tarde tendrán lugar (las discusiones sobre qué discípulo será el más importante en el reino, las preguntas sobre cuándo se establecerá, la petición de sentarse a su derecha, etc.)
La montaña y la nube. El evangelio subraya que la transfiguración tiene lugar en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1), lo que la pone en relación con otros montes bíblicos, como el Sinaí, donde Dios hizo alianza con Moisés, y el Carmelo, donde la renovó con Elías. De hecho, ambos están presentes en el Tabor, para dar testimonio de Cristo, el mediador de la definitiva Alianza, que se sellará en el Calvario.
La nube simboliza la presencia de Dios. En el desierto, Dios se señalaba por medio de una nube que «descendía» sobre la tienda del encuentro, «cubriéndola» con su sombra (Ex 24,15-18). Esa misma nube es la que «descendió» sobre María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (Lc 1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (Mc 9,7). Es significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos.
Los testigos y la conversación. Los discípulos presentes (testigos del poder de Jesús) se encontrarán también en Getsemaní (testigos de su debilidad). Así podrán dar testimonio de la gloria del Siervo. Su miedo es el temor sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, al mismo tiempo Mesías y Siervo. En la transfiguración, vieron la gloria de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación en el camino de la cruz.
De gran importancia es la presencia de Moisés y Elías. El primero se encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de los tiempos, para preparar la llegada del Mesías. Representan «la Ley y los Profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde: que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el Profeta definitivo, que anuncia la Palabra de Dios.
La conversación. San Lucas señala que «hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y los profetas, se confirma que Jesús es el siervo de YHWH, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. Una vez más, asume la misión para la que ha venido al mundo y acepta la voluntad del Padre. Así muestra que la verdadera oración consiste en unir nuestra voluntad a la de Dios.
Anticipo de la resurrección y de la gloria futura. Siguiendo a los Santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración un anticipo de la resurrección: «Cristo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección». Si la transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal, también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura glorificación de su cuerpo místico, del que formamos parte.
La Iglesia quiere subir con Cristo al monte, aunque le cueste trabajo. En el momento oportuno, también ella será transfigurada y se manifestará «resplandeciente de gloria, como una piedra preciosa deslumbrante» (Ap 21,11). Pero antes tiene que estar dispuesta a pasar por el crisol de la humillación y de la cruz, como su Esposo. Si a veces Dios nos permite contemplar la gloria de Cristo, es para fortalecer nuestra esperanza y para animarnos en el camino hacia Jerusalén.

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


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El Desierto es, ante todo, lugar de silencio y soledad, que sitúa al hombre ante las preguntas últimas, ya que le permite alejarse de las ocupaciones cotidianas para encontrarse con Dios. Por eso Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral, de la pobreza y el abandono. Jesús ha descendido a esas realidades, para rescatarnos. Él se ha dirigido al desierto para unirse a todos los que sufren, llevando a cumplimiento las promesas de Dios a Israel.
Las tentaciones. En el bautismo, la voz del Padre identifica a Cristo con el siervo de YHWH, que carga sobre sus espaldas con el pecado del mundo. El mismo Espíritu que lo consagra, lo empuja al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Esto quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación. Satanás le propuso utilizar su poder en provecho propio y seguir el camino del triunfo. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentó en otros momentos de su vida (cf. Lc 4,13), principalmente en la Cruz (cf. Mt 27,40-43). Jesús superó las tentaciones sometiéndose a los planes de Dios: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios sobre sus propias necesidades o proyectos. Él se abandonó en las manos del Padre, a pesar de que el siervo sufriente parecía condenado al fracaso. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).
Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. Por eso, la liturgia confiesa que Jesús fue tentado «por nosotros», en favor nuestro. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17). Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abre el camino del desierto al Paraíso.
En esta Cuaresma, todos estamos llamados a ir al desierto, para unirnos a Cristo y vencer, con su ayuda, todas las tentaciones y contradicciones de la vida. Con Él sí que podemos.

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

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MIÉRCOLES DE CENIZA.


Miércoles de cenizas, comienza la cuaresma, tiempo litúrgico, de conversión,  de arrepentimiento, de cambio, de ser mejores, de acercamiento a Cristo.
Nuestro amado Jesús, nos hace una invitación, cambiar de vida. Esta vida es temporal, entonces, ¿porque no ser como Dios quiere que seamos? Nuestro Padre tiene un gran ideal, que todos sus hijos sean como Jesucristo, que seamos hombres buenos, generosos, caritativos, amorosos con todos nuestros hermanos.
Todos somos pecadores, somos fáciles de tentarnos, se nos hace difícil caminar hacia la santidad, pero debemos estar atentos, porque el pecado nos aleja de Dios. Pero el Señor nos regala este tiempo, de perdón, de reconciliación, de penitencia. Por tanto, tenemos que saber aprovechar bien estos cuarenta días, limpiando nuestro corazón, expulsando de nosotros las odiosidades, los rencores, las envidias, es decir todo lo que se opone a nuestro amor al Dios Padre, nuestro amor al Dios Hijo, a nuestros propios hermanos.
Nuestra Iglesia nos invita a vivir una cuaresma en el amor de Jesús, orando, escuchando la Palabra de Dios y meditándola, participando activamente de cada una de las celebraciones de este tiempo.  La Iglesia nos guía en la finalidad de la Cuaresma y nos invita a participar en la preparación a la Pascua, en el camino hacia la Pascua.
Hoy con la imposición de las cenizas, iniciamos una etapa espiritual muy especial e importante para nosotros como cristianos,   nos preparamos de la forma más digna posible para vivir el Misterio Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús.
Polvo somos  y en polvo nos convertiremos, solo Dios sabe cuándo. La imposición de las cenizas nos lo recuerda, principio y fin, alfa y omega, de nuestra vida, estamos de paso. Entonces mientras estemos, hagamos una vida recta, sana, solidaria. Por ello, en esta cuaresma, hagamos un compromiso, ser mejores y hacer obras buenas. Mucha gente está esperanzada con sus hermanos cristianos, no los defraudemos, demos alegría a los que viven acompañado de la amargura, demos esperanza a los que parecen desfallecer, oremos por los enfermos, ayudemos al que necesita, las actitudes cristianas nos ayudarán a parecernos más a Jesús.
Nuestra conversión, nuestra penitencia, nuestras buenas obras de este tiempo litúrgico, serán una hermosa adhesión a Jesucristo.
El Señor les Bendiga
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant