Meditación del Evangelio Ciclo A.





Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.
Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.
Jesús nos muestra que el sentido de la realeza -o potestad- es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.
Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».
P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat


Jesús nos narra otra parábola del juicio. Nos acercamos a la fiesta del Adviento y, por tanto, el final del año litúrgico está cerca.
Dios, dándonos la vida, nos ha entregado también unas posibilidades -más pequeñas o más grandes- de desarrollo personal, ético y religioso. No importa si uno tiene mucho o poco, lo importante es que se ha de hacer rendir lo que hemos recibido. El hombre de nuestra parábola, que esconde su talento por miedo al amo, no ha sabido arriesgarse: «El que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor» (Mt 25,18). Quizá el núcleo de la parábola pueda ser éste: hemos de tener la concepción de un Dios que nos empuja a salir de nosotros mismos, que nos anima a vivir la libertad por el Reino de Dios.

La palabra "talento" de esta parábola -que no es nada más que un peso que denota la cantidad de 30 Kg de plata- ha hecho tanta fortuna, que incluso ya se la emplea en el lenguaje popular para designar las cualidades de una persona. Pero la parábola no excluye que los talentos que Dios nos ha dado no sean sólo nuestras posibilidades, sino también nuestras limitaciones. Lo que somos y lo que tenemos, eso es el material con el que Dios quiere hacer de nosotros una nueva realidad.
La frase «a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,29), no es, naturalmente, una máxima para animar al consumo, sino que sólo se puede entender a nivel de amor y de generosidad. Efectivamente, si correspondemos a los dones de Dios confiando en su ayuda, entonces experimentaremos que es Él quien da el incremento: «Las historias de tantas personas sencillas, bondadosas, a las que la fe ha hecho buenas, demuestran que la fe produce efectos muy positivos (…). Y, al revés: también hemos de constatar que la sociedad, con la evaporación de la fe, se ha vuelto más dura…» (Benedicto XVI).
P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat


Este domingo, se nos invita a reflexionar sobre el fin de la existencia; se trata de una advertencia del Buen Dios acerca de nuestro fin último; no juguemos, pues, con la vida. «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio» (Mt 25,1). El final de cada persona dependerá del camino que se escoja; la muerte es consecuencia de la vida -prudente o necia- que se ha llevado en este mundo. Muchachas necias son las que han escuchado el mensaje de Jesús, pero no lo han llevado a la práctica. Muchachas prudentes son las que lo han traducido en su vida, por eso entran al banquete del Reino.

La parábola es una llamada de atención muy seria. «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13). No dejen que nunca se apague la lámpara de la fe, porque cualquier momento puede ser el último. El Reino está ya aquí. Enciendan las lámparas con el aceite de la fe, de la fraternidad y de la caridad mutua. Nuestros corazones, llenos de luz, nos permitirán vivir la auténtica alegría aquí y ahora. Los que viven a nuestro alrededor se verán también iluminados y conocerán el gozo de la presencia del Novio esperado. Jesús nos pide que nunca nos falte ese aceite en nuestras lámparas.

Por eso, cuando el Concilio Vaticano II, que escoge en la Biblia las imágenes de la Iglesia, se refiere a esta comparación del novio y la novia, y pronuncia estas palabras: «La Iglesia es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado, a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla, la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la alimenta y la cuida. A ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad».
Rev. P. Anastasio URQUIZA Fernández MCIU


Celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.
Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida


Este domingo nos recuerda la Iglesia un resumen de nuestra “actitud de vida” («De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas»: Mt 22,40). San Mateo y San Marcos lo ponen en labios de Jesucristo; San Lucas de un fariseo. Siempre en forma de diálogo. Probablemente le harían al Señor varias veces preguntas similares. Jesús responde con el comienzo del Shemá: oración compuesta por dos citas del Deuteronomio y una de Números, que los judíos fervientes recitaban al menos dos veces al día: «Oye Israel! El Señor tu Dios (...)». Recitándola se tiene conciencia de Dios en el quehacer cotidiano, a la vez que recuerda lo más importante de esta vida: Amar a Dios sobre todos los “diosecillos” y al prójimo como a sí mismo. Después, al acabar la Última Cena, y con el ejemplo del lavatorio de los pies, Jesús pronuncia un “mandamiento nuevo”: amarse como Él nos ama, con “fuerza divina” (cf. Jn 14,34-35).
Hace falta la decisión de practicar de hecho este dulce mandamiento —más que mandamiento, es elevación y capacidad— en el trato con los demás: hombres y cosas, trabajo y descanso, espíritu y materia, porque todo es criatura de Dios.

Por otro lado, al ser impregnados del Amor de Dios, que nos toca en todo nuestro ser, quedamos capacitados para responder “a lo divino” a este Amor. Dios Misericordioso no sólo quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29), sino que nos diviniza, somos “partícipes” (sólo Jesús es Hijo por Naturaleza) de la naturaleza divina; somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. A san Josemaría le gustaba hablar de “endiosamiento”, palabra que tiene raigambre en los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, escribía san Basilio: «Así como los cuerpos claros y trasparentes, cuando reciben luz, comienzan a irradiar luz por sí mismos, así relucen los que han sido iluminados por el Espíritu. Ello conlleva el don de la gracia, alegría interminable, permanencia en Dios... y la meta máxima: el Endiosamiento». ¡Deseémoslo!
Dr. Johannes VILAR

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

Este domingo la pieza fundamental de la palabra de Dios es la discusión sobre el tributo al César, entre Jesús y sus enemigos, los cuales le tienden una trampa para provocar que cometa un desliz y así, o bien enfrentarlo con la gente (si decía que había que pagar impuesto a Roma), o bien denunciarlo a las autoridades romanas, si lo negaba.

Recordemos que, en tiempos de Jesús, Israel es un territorio ocupado por los romanos, y el tributo que los judíos tenían que pagar a Roma en moneda romana era una forma práctica de sometimiento al César. Los judíos estaban divididos entre los colaboracionistas (los saduceos), los rebeldes (los zelotas), y los que, muy a su pesar, aceptaban la situación de hecho. Pues, al reconocer el curso legal de la moneda romana (el denario), acuñada con la efigie del César (lo cual entraba en contradicción con el férreo monoteísmo judío), y usarla en la vida diaria, es que admitían entrar en el sistema económico y debían aceptar sus consecuencias.

Los enemigos mortales de Jesús (los fariseos y los herodianos) encuentran una ocasión para ponerlo en un aprieto. Se presentan en actitud conciliadora, y, bajo palabras suaves, esconden su maldad. “El cumplido un poco torpe con que introducen la conversación, tiene el fin de ocultar lo traicionero de su pregunta, provocando a Jesús a una respuesta descuidada y sincera” (Schmid, Herder, 321). Los enemigos de Jesús intentan conducirlo al terreno peligroso de la vertiente económica de la política, donde se jugaba la lealtad y sumisión al poder imperial.

Pero Jesús los conocía y los desenmascara poniendo de manifiesto su hipocresía, pues, por un lado, pretenden enfrentar al Maestro con el poder de Roma, en el caso de que niegue la legitimidad del impuesto, mientras, por otro, dan curso legal a la moneda del impuesto, que llevaba la efigie del emperador Tiberio, señal de pertenencia al emperador, como símbolo de su poder y autoridad.

Jesús actúa con astucia pidiéndoles que le muestren la moneda del impuesto, que era la que llevaba la efigie del César. Emplea un juego de palabras por medio del cual les hace decir en público lo que en modo alguno hubieran dicho reflexivamente. A la pregunta de Jesús: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?», ellos querían responder que la figura y la inscripción eran del César; pero la pregunta y la respuesta están hechas de tal modo que lo que se entiende de la respuesta es que es la moneda lo que es del César. De donde se sigue que le sirven en bandeja a Jesús una salida airosa, que deja abochornados a sus enemigos, pues ellos mismos terminan confesando que es legítimo dar al César lo que es del César, o sea, pagar el impuesto. Jesús viene a decir a sus adversarios que “puesto que aceptan prácticamente los beneficios y la autoridad del poder romano, del que esa moneda es el símbolo, pueden e incluso deben rendirle el homenaje de su obediencia y de sus bienes, sin perjuicio de lo que, por otro lado, deben a la autoridad superior de Dios” (Biblia de Jerusalén).

Jesús, no sólo sale airoso de la contienda, sino que eleva el planteamiento de la disputa cuerpo a cuerpo, a categoría religiosa: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ya que Dios está por encima de todos los poderes de la tierra (la tierra se la ha dejado a los hombres); ahora bien, el hombre es imagen de Dios y, por tanto, ha de entregarse enteramente a Él.

Ésta es, a mi juicio, la principal enseñanza que Dios nos brinda este domingo, confirmada por el oráculo de investidura de Ciro -transmitido por el profeta Isaías- y por el salmo responsorial.

El Señor es el dueño de toda la tierra y de todos los pueblos; nadie puede discutirle su soberanía. Los cielos son obra de Dios, y manifiestan su gloria y su poder; Él les ofrece garantía de estabilidad. El Señor es también el soberano de la historia y dispone de los reinos, y, por eso, llama y unge a Ciro -un emperador extranjero que ni conoce a Dios ni lo honra- para que cumpla sus planes, liberando al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia. Así pues, el Señor es Rey y juzgará con rectitud a los pueblos.

Como dice un refrán: «Dios escribe derecho en renglones torcidos». Es decir, que, aunque no conocemos en detalle los planes de Dios, podemos tener la seguridad de que nada sucede al margen de sus designios.

Modesto García, OSA


DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

S. Mateo sitúa la parábola de este domingo en Jerusalén, días antes de la muerte de Jesús. La gente sencilla le había proclamado Hijo de David (Mt.21,9), mientras que las autoridades religiosas confabulaban el modo de acabar con él. En esta situación, Jesús, pese a saber que llegan sus últimos momentos, nos habla de fiesta y de banquete.

Comienza el evangelio comparando el reino de los cielos con un banquete de bodas organizado por Dios. La boda es sinónimo de alegría y de felicidad. Dios nos quiere felices y nos invita a compartir su vida, su mesa y su alegría. ¿Nos habremos enterado de lo que significa ser cristiano? Seguir a Jesús es la gran oportunidad de hacer de la vida una fiesta de amor y fraternidad.

Esta parábola resume, en forma de historia, la relación de Dios con el pueblo judío y con la Iglesia. En principio, la parábola está dirigida al pueblo de Israel, el pueblo de la Promesa y de la Alianza, pero el pueblo judío rechazó la invitación asesinando a los profetas y al mismo hijo del Rey, al Mesías. 

De todos modos, habrá fiesta, Dios la tiene preparada y no tira la toalla. Saldrán a buscar nuevos invitados, hasta los cruces del camino, buenos y malosLos malos y buenos (v.10) reflejan a la Iglesia del tiempo de Mateo, formada por judeocristianos, a la que comenzaban a incorporarse muchos paganosEsto creaba conflictos ydificultades dentro de la comunidad (Cf. Hch 10). A los nuevos invitados, los judeocristianos los suponían alejados de Dios, gente pecadora, personas de mala vida, marginada, pero sin embargo, aceptaron la invitación y acogieron el mensaje de salvación.

Hoy la invitación nos llega a nosotros, buenos y malos. Dios no permite que ni los intereses personales, ni los rechazos, ni los asesinatos se conviertan en impedimentos festivos: la boda está preparada y hay que celebrarla. Dios quiere compartir su alegría con nosotros. La misericordia de Dios la podemos experimentar si aceptamos su invitación. Participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios es lo más importante de nuestra vida, lo único esencial. De nosotros depende aceptar la invitación, Dios respetará nuestra decisión. Rehusar la invitación viene a ser lo mismo que preferir lo secundario, lo transitorio a lo único que nos es esencial. Ante la invitación, nos dice el texto evangélico que los convidados comenzaron a excusarse, unos tenían que atender a sus negocios y los otros debían ir al campo. ¿Nos suena esto? Tenemos que visitar a un amigo, necesitamos tomar un día de descanso, se nos ofrece una oportunidad de visitar una ciudad… Tenemos tantas cosas que hacer, que frecuentemente no tenemos tiempo para disfrutar con Dios, no tenemos el tiempo que Él nos reclama. A menudo ponemos  el corazón en cosas que perecen desoyendo la invitación de Dios. ¿No es esta la actitud de indiferencia que albergan tantas personas obsesionadas con el dinero, con el sexo, con el poder, con las apariencias, con una religión a la carta…? Según la parábola los indiferentes al evangelio, los que se oponen y lo obstaculizan y los que desoyen la voz del Evangelio comparten el mismo destino: Ninguno disfrutará del banquete del rey.

Ser invitados a la boda del hijo de rey confiere gran honor, pero no basta con entrar en la fiesta, pertenecer a una familia cristiana o a una comunidad religiosa; se requiere llevar su traje de bodas, se requiere una actitud, una conversión y una actitud de fe coherentes con la invitación: Jesús pide a los suyos, no sólo palabras, sino obras y una justicia mayor que la de los fariseos. En las bodas se le da mucha importancia al vestido. Es necesario e indispensable entrar con el ajuar apropiado al gran banquete que Cristo nos invita, este ajuar es la vida de gracia.

 Jesús en persona es quien nos invita a su mesa, incluso se sienta con pecadores y con los que el mundo considera indeseables. Dichosos los invitados al banquete del Señoral banquete de bodas. Esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que nos alegra y empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. El signo central que Jesús pensó para la Eucaristía no fue el ayuno sino el comer y beber, lo más propio de toda fiesta. Acerquémonos a la Eucaristía como invitados que sí quieren asistir a la boda del Señor, conscientes de que la vida es una gran invitación a la fiesta de Dios. Que nuestro horizonte no sea la amargura ni la tristeza, sino la alegría y la esperanza.

Vicente Martín, OSA



La parábola de los dos hijos ejemplifica las dos actitudes del hombre con respecto a la invitación de Dios: una, que lo convierte en ciudadano del Reino de Dios, y la otra, que lo excluye del reino. En una cosa están de acuerdo con Jesús los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo: que no es con buenas palabras ni con buenas intenciones como se congracia el hombre con Dios, sino que es con buenos hechos, cumpliendo su voluntad, como el hombre conforma su vida con la mente, la voluntad y con el modo de ser del mismo Dios. Y, en esto, le va al hombre su propia salvación.

Pero al conceder a Jesús que es cumpliendo la voluntad de Dios como el hombre le agrada y practica la verdadera religión, Jesús les reprocha que ellos hacen precisamente lo contrario, rechazando al enviado de Dios, mientras que los pecadores, despreciados por ellos, creen en él y se convierten de su mala vida y son acogidos en el Reino de Dios.

Esta parábola de los dos hijos nos invita, hermanos, a examinarnos a fin de que nuestra religión, nuestro culto a Dios no sea vacío; que nuestra fe no sea una fe muerta, sin obras que brotan del amor, el cual da vida.

Pero mejor que examinarnos con relación a un código de conducta, que podría resultar un catálogo frío de normas, mirémonos en el espejo del Hijo de Dios, hecho un hombre como nosotros, para que los hombres podamos verlo y asimilarlo. San Pablo pone ante nuestra consideración el amor inaudito de Dios hacia nosotros al rebajarse a nuestra condición humana, porque éste era el único modo como podía salvarnos respetando nuestra libertad. ¿Acaso es mucho pedir, a quienes se han beneficiado de la salvación, que se revistan de los sentimientos de Cristo, que brotan de su Espíritu de amor?

Unidos en un mismo Espíritu de comunión, tengamos, pues, hermanos, entrañas compasivas; mantengámonos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir, no obrando por envidia ni por ostentación, sino dejándonos guiar por la humildad y considerando superiores a los demás; no buscando los propios intereses, sino los intereses de los demás.

Ésta es la verdadera religión, la que agrada a Dios, que sólo podemos tributarle ayudados desde dentro por el Espíritu de Cristo. Invoquémoslo con fe.

Modesto García, OSA




En la parábola que hemos escuchado, el dueño y personaje central de la parábola representa a Dios; los jornaleros invitados a trabajar en su viña, en distintos momentos de la historia humana y a distintas horas, somos todos los hombres. En principio, Jesús dirigió la parábola a sus oponentes, escribas y fariseos, por creer que ante Dios solo ellos tenían derechos. Cuando S. Mateo escribe su evangelio, la parábola la aplica a los nuevos cristianos convertidos del judaísmo, pues también se creían muy por encima de los que procedían del mundo pagano.Pero tenemos que entender que esta parábola es aplicable a todos los tiempos y a todas las edades. En la Iglesia hay trabajadores desde su más tierna infancia y juventud; otras personas se han convertido más tarde y otras, casi al final de su vida.

En todas las épocas y a todas las personas, Dios no paga según los méritos ni tampoco por la valía personal, sino por su generosidad.Es significativo que el dueño comience a pagar por los últimos. Los primeros y los últimos son igualados en el sueldo y esto fue lo que provocó la controversia. Jesús contó la historia en ese orden precisamente para que el corazón del hombre rezumara todo lo que lleva dentro. Los primeros trabajadores se quejan al dueño porque los ha igualado a los que apenas han trabajado. Los obreros que trabajaron sólo una hora no merecían la misma paga que los primeros, pero la gracia de Dios siempre es un favor inmerecido y no descansa sobre las obras del hombre. El dueño de la viña les explica que la retribución no está basada en su mérito personal sino en su generosidad, quien tiene la libertad de dar a cada uno lo que crea conveniente. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?(v.15). ¡Cómo se nos mete la envidia hasta donde menos pensamos! Eso de que el otro reciba más que yo, que sea más que yo… No queremos estar a la par. Queremos estar arriba. La queja no es que ellos debían recibir más dinero, sino que el dueño ha igualado con ellos a los que llegaron casi al final de la jornada laboral. ¡Qué orgullosos nos sentimos de nuestras obras! ¡Cuántos problemas de este tipo encontramos en ambientes católicos! No hay más que observar.

Jesús nos enseña que la relación de Dios con nosotros es la relación de Padre, relación de amor y gratuidad. Dios no se fija en nuestros méritos sino en nuestra necesidad. Para quién se fija en el tiempo que lleva trabajando en la viña del Señor: ¿Es que es mejor vivir la mayor parte de la vida sin Cristo –sin fe, sin oración, sin esperanza– y solamente cobrar el costo del discipulado en los últimos días de la vida? ¿Acaso aquellos que han encontrado a Cristo cuando están a punto de morir, han logrado un mejor trato? Decir que sí a estas preguntas, quiere decir que lamentablemente no valoramos nuestra relación con Cristo. Lo importante no es la cantidad de trabajo o el número de horas, sino la posibilidad misma de trabajar, de vivir totalmente entregados a Dios. La auténtica recompensa no es el denario, el jornal; el verdadero don de Dios es poder seguirlo, poder estar trabajando para él, sirviéndole al servir a los hermanos. Los primeros jornaleros han tenido la enorme ventaja de haber conocido antes a Dios, de poder dirigir su vida por un camino de plenitud, de autenticidad, de alegría. Los demás han tenido que esperar, han estado ociosos en la plaza o vagabundeando con su vida a cuestas hasta encontrarse con el Señor de la vida.

Que su palabra llegue a lo hondo de nuestra alma y que cada uno de nosotros, nos sintamos agradecidos por ser llamados a trabajar en su campo a la hora que el Señor quiera.

Vicente Martín, OSA


San Mateo en el capítulo 18 de su evangelio recoge una serie de consignas prácticas, entre las que cobra protagonismo la que se refiere al perdón de las ofensas. A Pedro le parecía que había que poner un límite al perdón, porque el que ofende podía abusar y difícilmente se corregiría, por lo que le plantea la cuestión en estos términos: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Ésta es la respuesta que le dio Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-22). Es decir, siempre. Sin duda que la respuesta de Jesús debió de parecerle exagerada y también a nosotros podrá parecérnoslo. Pero ¡hay de nosotros!, si no fuese así.; pero hay también del que repite la ofensa.
Dios es un Dios que siempre nos perdona si nosotros perdonamos. Y esto quiso dejarlo bien claro en la oración que Él mismo compuso, una de cuyas peticiones dice así: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 12). Por otra parte, en la parábola que contó el propio Jesús y recogida por san Mateo en su evangelio hemos visto que hay dos protagonistas: un señor que perdona y un empleado que no quiere perdonar a su compañero. Jesús quiere acentuar el contraste: el Señor le perdona una deuda inconmensurable, mientras que el perdonado no quiere perdonar a su compañero una cantidad insignificante. Fácilmente se entiende lo que acabó haciendo el Señor.
Una cosa es cierta: Dios jamás violentará la libertad humana para que el hombre siga el camino que Él le ofrece. Dios siempre le estará ofreciendo señales y medios que podrán ayudarle a descubrir su error, que para eso lo dotó de inteligencia, voluntad y libertad. En Jesús encontramos un espejo en que mirarnos: se da cuenta que Judas tramaba traicionarlo, pero Él va a tener una serie de gestos que podrían haberlo llevado a arrepentirse de su traición: Jesús comienza por lavarle los pies, como a los demás apóstoles; en la cena le dará el trocito de pan mojado en la salsa, gesto que quien presidía la mesa regalaba a uno de los comensales por un motivo especial; el tercero fue permitir el beso, acompañándolo con una reconvención: ¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? (Lc 22, 48). Pero Judas no quiso atender al perdón que le ofrecía Jesús en aquellos tres gestos.
En la celebración de la Eucaristía vivimos varios momentos relacionados con el perdón,  el que le pedimos a Dios, reconociendo que estamos en deuda con Él y el perdón que nosotros otorgamos a quien nos ha ofendido, sabiendo que sólo perdonando podemos ser perdonados. La celebración se inicia, precisamente, reconociéndonos pecadores ante Dios y ante la comunidad y solicitando su perdón, confiados en que Él es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia (Sal 102, 8), como hemos rezado en el salmo. Y poco antes de la comunión recitamos el Padrenuestro, una cuyas cláusulas nos compromete muy seriamente al pedirle: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt  6, 12). Sólo una breve reflexión: ¿No nos damos cuenta de que pedimos a Dios que nos trate como nosotros tratamos a los demás?
Más claro: si nosotros no perdonamos tampoco Dios nos perdonará. Nos lo recordaba también el autor sagrado en la primera lectura, al decirnos que: Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? (Ecclo 28, 3). Preguntémonos, pues: ¿Cómo podemos acercarnos a la mesa del Señor si no estamos en actitud de reconciliación con quien nos ha ofendido o abrigamos en nuestro corazón sentimientos de odio o rencor contra él? Recordemos finalmente que Jesús confió a su Iglesia el poder de perdonar los pecados, reconciliando a cada uno de sus miembros con Dios a través del Sacramento de la Penitencia, un perdón que sólo recibirá -repitámoslo una vez más- si él ha perdonado al que le había ofendido. 
Teófilo Viñas, O.S.A.



 El Evangelio propone que consideremos algunas recomendaciones de Jesús a sus discípulos de entonces y de siempre. También en la comunidad de los primeros cristianos había faltas y comportamientos contrarios a la voluntad de Dios.

El versículo final nos ofrece el marco para resolver los problemas que se presenten dentro de la Iglesia durante la historia: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Jesús está presente en todos los períodos de la vida de su Iglesia, su “Cuerpo místico” animado por la acción incesante del Espíritu Santo. Somos siempre hermanos, tanto si la comunidad es grande como si es pequeña.
«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). ¡Qué bonita y leal es la relación de fraternidad que Jesús nos enseña! Ante una falta contra mí o hacia otro, he de pedir al Señor su gracia para perdonar, para comprender y, finalmente, para tratar de corregir a mi hermano.
Hoy no es tan fácil como cuando la Iglesia era menos numerosa. Pero, si pensamos las cosas en diálogo con nuestro Padre Dios, Él nos iluminará para encontrar el tiempo, el lugar y las palabras oportunas para cumplir con nuestro deber de ayudar. Es importante purificar nuestro corazón. San Pablo nos anima a corregir al prójimo con intención recta: «Cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Gal 6,1).
El afecto profundo y la humildad nos harán buscar la suavidad. «Obrad con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropiezos infantiles» (San Josemaría). Así nos corrige la Madre de Jesús y Madre nuestra, con inspiraciones para amar más a Dios y a los hermanos.


Prof. Dr. Mons. Lluís CLAVELL

(Roma, Italia)


Contemplamos a Pedro —figura emblemática y gran testimonio y maestro de la fe— también como hombre de carne y huesos, con virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros. Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado la personalidad de los primeros seguidores de Jesús con realismo. Pedro, quien hace una excelente confesión de fe —como vemos en el Evangelio del Domingo XXI— y merece un gran elogio por parte de Jesús y la promesa de la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19), recibe también del Maestro una severa amonestación, porque en el camino de la fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23).
Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).
Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.
Rev. D. Joaquim MESEGUER García



Jesús, en un momento significativo de su ministerio, al acabar su estancia en Galilea y se dispone a subir a Jerusalén, plantea una doble pregunta a sus discípulos. La primera pregunta  es sobre lo que “la gente” opina sobre él. La respuesta es diversa: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o algún otro profeta. La segunda pregunta es para ellos: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). Sin duda que por las mentes de sus discípulos debieron pasar algunos de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado; como también la imagen del Maestro que predicaba una doctrina nueva; podría ser el Mesías anunciado, con una misión político-religiosa; así lo interpretó la madre de Santiago y Juan, la cual le había solicitado los primeros puestos para sus hijos. Finalmente, será Pedro quien, sin darse cuenta del alcance de sus palabras, responderá: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16).
Jesús lo felicita por lo acertado de su respuesta y, al mismo tiempo le revela quién se la ha dictado: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Sin duda alguna que a Pedro le había bastado el amor apasionado por el Maestro para expresárselo con aquellas palabras, aunque sin comprender el hondo misterio que contenía la respuesta que había dado. Tanto él como los demás apóstoles tendrán que esperar a verlo Resucitado y reciban el Espíritu Santo en Pentecostés para darse cuenta del profundo y pleno significado de aquella confesión de Pedro.
Lo que sí podemos asegurar es que hoy, después de más de dos mil años, la pregunta de Jesús continúa sonando, y no sólo porque son muchísimos los seres humanos que lo desconocen totalmente, sino porque hay muchos cristianos que lo son sólo de nombre. Pero no está demás que cada uno de nosotros nos hagamos la pregunta: ¿quién es Jesús para mí? Como los discípulos, tenemos que definirnos y tomar partido. No se trata de responder según los libros o según los conocimientos que tenemos desde pequeños. Claro que todos sabemos muchas cosas sobre Jesús. Pero hay afirmaciones que de tanto repetirlas ya no nos dicen nada. Más allá de formular exactamente nuestras convicciones teológicas, de lo que se trata es de que de que lleguen a influir y configurar nuestra vida.
Efectivamente, Jesús, para nosotros no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que debe dar sentido a nuestra vida. Por lo mismo, aquí están otras dos preguntas: ¿Se puede decir que creemos en Él de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? O ¿venimos a creer en un Jesús a quien hemos “fabricado” a nuestra imagen y semejanza? A este propósito, decía San Agustín a sus fieles cristianos: “Una cosa es creer en la existencia de Cristo y otra bien diferente es creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los demonios, pero éstos no creyeron en Cristo. Por tanto, sólo cree en Cristo quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene una fe sin esperanza y amor cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo viene a Él y, en cierto modo se une a Él y queda hecho miembro suyo; lo cual no es posible si a la fe no se le junta la esperanza y la caridad” (Sermón 144, 2).
Por otra parte, Jesús, tras aplaudir la confesión de Pedro, le encargó una misión muy especial, que venía sugerida por el nombre que Él mismo le había dado: Cefas (en arameo) o Petros (en griego), nombres que significan piedraroca. Pedro será, pues, la roca sobre la que se asiente la comunidad eclesial; de la que es fundador el propio Jesús. Se lo dijo con estas palabras: Ahora te digo yo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Era tanto como decirle: tú serás mi Vicario en la tierra, es decir, quien hace mi vez, y así lo entendieron las primeras comunidades cristianas. Pedro inicialmente fue su Vicario en la comunidad de Jerusalén y después en la de Roma, en donde sellaría su fe en Cristo con el martirio. Y en Roma tendría continuidad el Tú eres Pedro en cada uno de sus sucesores, como Vicarios del propio Cristo.
Y como tal, desde el primer momento, así fue visto siempre el Obispo de Roma por las comunidades cristianas como. El Papa, los Papas, han recibido el encargo de asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad de todos los creyentes y de la misión evangelizadora. Por otra parte, la comunidad cristiana no es del Papa, sino que es de Cristo, como lo deja bien claro la expresión edificaré mi iglesia; y aunque los demás obispos son también sucesores de los Apóstoles, es el Papa quien más explícitamente ha recibido la misión de animar, unir, confirmar a la comunidad de Cristo que, además de una, santa y católica es también apostólica, pero todos nosotros somos su colaboradores. Vean, pues, lo lejos que están de ser cristianos quienes se expresan en estos términos: ¡Creo en Cristo, pero no en el Papa ni en la Iglesia!
En la celebración de la Eucaristía nos encontramos siempre con el nombre del Papa y del Obispo de la propia Diócesis; expresamos así nuestra unión con ellos y pedimos al Señor que los “confirme en la fe y en la caridad”. Este recuerdo debería traducirse en una actitud de comunión en la vida, en la respuesta a su magisterio y en la visión de fe de su papel en la Iglesia. No se trata de una aceptación ciega, pero sí de una postura positiva, desde la fe y el amor, desde la confianza en Cristo y en su Espíritu, que se sirven de los hombres, siempre débiles, para guiar a su Iglesia.
Teófilo Viñas, O.S.A.



En el episodio de la mujer cananea, se cumple el dicho popular de que una imagen (un ejemplo) dice más que mil palabras. Ella es la viva estampa del ser humano receptivo de la salvación que Cristo trae al mundo, es decir, de la persona que, por la fe, se abre a la gracia de Dios, que da frutos de vida eterna.
El sentido religioso de salvación equivale al rescate de la perdición eterna y al logro del máximo nivel de realización personal y de una vida colmada de felicidad, es decir, de una vida eterna inmortal, que sólo es posible alcanzar en comunión con Dios, pues es propiedad suya exclusiva, pero que desea compartir con los hombres. La salvación que la mujer solicita es un caso particular del concepto teológico de salvación: pide a Jesús que libre a su hija del espíritu inmundo que la martiriza y la priva de su verdadero ser personal, pues ofusca su mente y violenta su voluntad. Por tratarse de una liberación profundamente humana, la que pide la mujer cananea para su hija es justamente la salvación que Dios nos ofrece a los hombres.
El relato está lleno de interés y de rasgos sorprendentes. Jesús se encuentra fuera del territorio de Israel –por el norte, en la región de Tiro y Sidón–, donde había pretendido pasar desapercibido, sin conseguirlo, para instruir con tranquilidad a sus apóstoles, alejado del atosigamiento a que lo sometía la gente deseosa de alguna intervención suya de sanación. Quien le pide ayuda es una mujer pagana, y el favor que le suplica es que libere a su hija del poder del demonio.
Debió de seguirlos durante un rato, gritando: Ten compasión de mí, Señor Hijo de David, pero Jesús –extrañamente– callaba. Hasta el punto de que los discípulos, incómodos y molestos por sus gritos, le piden que la atienda. Entonces les explica que su misión se dirige sólo a las ovejas descarriadas de Israel. Ellos no replicaron nada; y a nosotros nos resulta difícil entender la actitud de Jesús, por lo que suponemos que Él preveía la forma en que iba a desenvolverse aquel episodio a favor de la mujer.
Según iban caminando, la mujer da alcance al grupo y se echa por tierra delante de Jesús como muestra de su veneración y de la confianza que tiene depositada en Él. La súplica se hace, ahora, más breve, más cercana y más cargada de emoción: Señor, ayúdame. A lo que Jesús le responde con la misma explicación que dio a los discípulos, pero en un tono que, a nosotros, nos resulta hiriente: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. Cierto que no falta un matiz entrañable en la respuesta de Jesús, pues con la palabra “perritos” excluye los perros vagabundos y alude a los perros caseros que convivían con la familia, pero, así y todo, resulta duro de oír. La explicación que da Jesús de su proceder aparentemente inhibido del drama de la mujer, que no había encontrado réplica alguna en sus discípulos, halla, sin embargo, una respuesta admirable en la mujer.
Ésta da muestras de una inteligencia fina que, sin quitar la razón a Jesús, completa con naturalidad la comparación de los “perritos” que el mismo Jesús había propuesto, convencido de que era suficientemente potente para ratificar su actitud de discriminar a los israelitas de los paganos. En cambio, la mujer encontró la manera de decantar a su favor la comparación de Jesús: También los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Jesús tiene que reconocer que la mujer tenía razón, pues era verdad lo que decía, por lo que dialécticamente resultaba vencedora en la discusión. Pero lo que suscita la admiración de Jesús es, sobre todo, la fe de la mujer: Mujer, qué grande es tu fe, a la que no le queda más remedio que rendirse, y, como era de esperar, le concede lo que le pide, saltándose el encargo que tenía de dirigirse sólo a las ovejas de Israel.
Estoy convencido de que el corazón le dio un vuelco de alegría a Jesús, que noblemente le brindaría un aplauso a su manera. De hecho, en aquel momento quedó curada su hija.
Jesús mismo nos propone a la mujer cananea como ejemplo de fe salvífica: ¡Qué grande es tu fe! Fe que brota del corazón de una madre que sangra por la herida de su hija; una madre oprimida por un rival descomunal y perverso, el demonio. Acude a Jesús, que ha venido al mundo a vencer al maligno. La mujer enfrenta a Jesús con su misión. Es como si le dijera con un grito desgarrador: «Tú eres el salvador del mundo; yo estoy siendo oprimida por el príncipe de este mundo; si Tú no me salvas, ¿a quién voy a acudir?»
Así es como debéis orar también vosotros, nos viene a decir Jesús: conscientes de la desproporción de vuestras fuerzas para luchar contra un poder maligno que os sobrepasa y que se insinúa en forma de cansancio para ser buenos, de duda acerca de si realmente el esfuerzo para alcanzar la meta merece la pena, de si habrá alguien que sepa reconocer y premiar nuestro sacrificio; sabedores de que el mundo ha sido creado sabiamente y lleno de sentido, de que el mal no tiene la última palabra, sino que lo que es eterno es el bien, la justicia, la felicidad; seguros de que –aunque, a veces, nos resulte incomprensible– Dios escucha y atiende la súplica de los pobres y abatidos.
Que así sea.
Modesto García, OSA


Una barca zarandeada por las olas y el viento es un buen símbolo de tantas situaciones personales y comunitarias que se repiten en la historia y en nuestra vida. La escena primera del evangelio (Mt 14,22-27) presenta, de manera simbólica, la situación en la que se encuentra la comunidad de Mateo después de la Ascensión. Los primeros cristianos son perseguidos y surgen lógicamente las zozobras, las dudas y los miedos entre ellos.
También hoy la Iglesia se ve reflejada en esta tormenta. La barca de la Iglesia se tambalea con fuerza por los muchos escándalos, por el carrerismo, por el individualismo, por la fe adormecida, etc. Nos da la sensación, a veces, de que la Iglesia se hunde. Y a esta larga lista de problemas que afectan a la Iglesia, podemos añadir los nuestros, más personales. Y ante tanto conflicto, de unos y de otros, todo parece hundirse. Tenemos la sensación de ahogo y de fracaso. El miedo nos hace perder la confianza hasta en nuestras propias fuerzas. Es el mismo sentimiento de los apóstoles, sentimiento que nos impide reconocer a Jesús que viene a nuestro encuentro en los momentos difíciles. El texto evangélico nos asegura que, por encima de nuestras dificultades, por encima de nuestros temores, por encima de nuestros bloqueos, Jesús está siempre con nosotros. Según el evangelista, en el momento en que se debaten con la tormenta, se les acercó Jesús andando sobre el mar (v.26). Los discípulos no son capaces de reconocerlo en medio de la tormenta y la oscuridad de la noche, se asustan. Les parece un fantasma, pero él les grita, se les da a conocer con palabras de aliento: Ánimo. Soy yo, no tengáis miedo. Pedro pide ir en su busca caminando también sobre las aguas. Y a Pedro le sale bien la jugada, se fía y camina sobre el agua, pero pronto comienza a hundirse porque, en lugar de poner los ojos en Jesús, se vuelve hacia sí mismo. Pero cuando grita ¡Señor, sálvame!, Jesús extendió la mano y lo agarró (v.31). Ya no dudaba de la identidad del fantasma, sabía que quien estaba cerca era el Señor, y que tenía todo el poder, no solo de superar las fuerzas de las aguas embravecidas, sino de salvarlo.
Pues lo mismo nos pasa a nosotros en los momentos difíciles. Jesús nos invita a seguir confiando en él, a seguir confiando en este Dios que nos manda caminar sobre las aguas, sobre las dificultades. No siempre resulta fácil reconocer a Jesús; por eso tenemos que aprender a caminar hacia Jesús en medio de las crisis como Pedro, apoyándonos no en el poder o el prestigio, sino en la Palabra y presencia de Jesús.
Cuando nosotros nos encerramos en nuestros problemas y quitamos nuestros ojos de Cristo, nuestra fe se tambalea, comenzamos a dudar, a tener miedo y comenzamos a hundirnos como Pedro. No es fácil. Pero lo mismo que él, podemos experimentar que Jesús extiende su mano y nos salva, mientras nos dice: ¡Hombre, mujer de poca fe! ¿Por qué has dudado?… ¿Por qué dudamos tanto?… ¿Por qué no aprendemos nada nuevo de las crisis?… ¿Por qué seguimos buscando falsas seguridades para sobrevivir, sin aprender a caminar con una fe renovada hacia Jesús?… Las crisis son inevitables, al tiempo que son también oportunidades para recuperar a Jesús, para una renovación profunda, no solo en la forma, sino también en el fondo. Cristo actúa en la crisis que estamos viviendo. Él nos está conduciendo hacia una Iglesia más evangélica. Necesitamos la purificación para liberarnos de intereses mundanos, de triunfalismos engañosos y de deformaciones que nos han ido alejando de Jesús a lo largo de los siglos. Cuando las cosas transcurren con normalidad en mi vida, pienso que tengo fe y que Jesús está a mi lado, acompañando mí camino, pero cuando surge algún problema, alguna tempestad en mi vida, que tambalea mi barca y me descentra, mi fe se nubla y la figura de Jesús se desdibuja. Es fácil llevar adelante la vida de fe cuando los otros aspectos de la vida están bien, pero cuando la situación personal o familiar es dolorosa o complicada, menos aún reconocemos a Jesús, o lo podemos reconocer como un fantasma, alejado de nuestra vida. Lo mismo que invita a los discípulos a no tener miedo, hoy también nos invita a nosotros a confiar en él, a tener fe. Jesús se nos acerca en medio de los estruendos y nos dice: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo(v.28). Solo tenemos que dejarlo subir a nuestra barca, dejar que entre en nuestra vida. Me pregunto cuántas veces el Señor me habrá hecho esta pregunta: ¿Por qué dudaste?… Si no hay intimidad con Jesús, si nuestra vida no está unida a Jesús, el hundimiento es inevitable. Pedimos ayuda a Jesús, pero nuestro corazón y mente no están llenos de confianza en él. Tiene más peso la tormenta que la fe. Con razón Jesús, dándonos la mano, nos dice como a Pedro: Hombres/mujeres de poca fe¿por qué dudáis? No es lo importante de este evangelio la furia de la tempestad, sino la débil confianza de los discípulos y la voz apaciguadora de Jesús.
¿Qué olas sacuden mi barca? ¿Le grito a Cristo con la fuerza de la fe que me salve? ¿Cuántas veces he escuchado de Cristo: ¿Hombre de poca fe? Con la confianza de estar protegidos por Jesús, cada domingo celebramos la eucaristía, y por muchos problemas que tenga, Cristo siempre me dice: ¡Ánimo! Soy yo. No temas.
Vicente Martín, OSA


En la primera lectura veíamos que el apóstol san Pablo en medio de los mil y un peligros en que se veía inmerso formulaba esta pregunta: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 35). En la respuesta que nos da, después de enumerar algunos de estos peligros, hay una firme decisión, apoyándose en la fuerza que le viene del propio Cristo para llevar a cabo la tarea evangelizadora: “En todo esto -dice- vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado… Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 37-39). También nosotros que creemos y confiamos en quién es el que nos defiende y ayuda, podemos superar las dificultades y el miedo que tantas veces nos atenazan en nuestra vida normal.
La fe y el amor a Cristo garantizan nuestra confianza en Él, en las dificultades y peligros, haciendo posible llevar a cabo incluso una orden como la que Él les dio a sus apóstoles y discípulos, como hemos visto en el pasaje evangélico que acabamos de leer. Claro que de esta vez fue el propio Jesús el que realizó el milagro, multiplicando los cinco panes y dos peces que tenía uno de los oyentes. Y es que Dios siempre quiere necesitar nuestra colaboración. De ahí ese mandato de Jesús: Dadles vosotros de comer (Mt 14, 16). En aquella ocasión, la orden podía sonar un poco a broma; pero es que la orden iba más allá de aquellos momentos. Nuestra imprescindible colaboración viene expresada por san Agustín así: Dios que te creó sin ti no te salvara sin ti (Sermón 169, 11,13).
Hoy el mandato del Señor continúa siendo el mismo para su comunidad eclesial. Un mandato que va más allá de dar comida al hambriento, para llegar a las numerosas necesidades con que nos encontramos. En efecto, ahí está siempre el Tercer Mundo con todas sus carencias, pero tampoco podemos olvidar que, cerca de nosotros, hay también personas que, sin culpa suya, han venido a menos y es preciso echarles una mano. Por cierto, en estos meses de pandemia nos hemos encontrado con auténticos héroes a la hora de acudir a quienes necesitaban no sólo el pan sino, sobre todo, la atención en la enfermedad, el alivio en el dolor y siempre con amor.
Todos sabemos que este amor al prójimo tendrá en el encuentro final, cuando el propio Cristo les diga: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 35-40).
Jesús no enseñó a sus discípulos a multiplicar a golpe de milagro el pan y las demás cosas buenas que necesitamos para vivir, lo que sí les enseñó fue a partir y a compartir lo que se tiene y a dar gracias por ello. Nosotros no podemos hacer milagros, pero sí podemos atender al que pasa necesidad material o espiritual, dedicarle nuestro tiempo y ofrecerle aquello que esté a nuestro alcance; y es que el pan no es sólo el elemento material que alimenta el cuerpo, sino todo aquello que alimenta el espíritu. En posesión de ello, cada uno debe sentir la urgencia de abrirse y ofrecerlo a quienes pasan necesidad. Es la respuesta al Dadles vosotros de comer.
Hay personas que, al parecer, les preocupan mucho las necesidades y sufrimientos, por los que puedan estar pasando gentes de lejanas tierras, mientras se olvidan de quienes viven  cerca de ellos, como podría ser la propia familia y otros conocidos que no se atreven a mostrar su situación. Posiblemente nadie carece de agua, de pan de ropa…, pero echa de menos un gesto de amor, de cariño,  de felicidad y de sentido de la vida…
Hablemos finalmente de ese otro Pan, el Pan Eucarístico, que Cristo nos regala cada domingo. En la celebración de la Eucaristía Cristo se nos da inicialmente como Palabra: Él es el Maestro, que continuamente nos enseña los caminos de Dios; después, en la comunión, se nos da a sí mismo como comida y alimento de vida eterna. Es la más densa expresión del partir y compartir, que tiene su culminación en la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo. “Fracción del Pan” la llamaron los primeros cristianos, porque en aquella celebración se partía y compartía no sólo el Pan Consagrado sino todo lo que cada uno traía junto con el compromiso de entregar la propia vida al servicio de la comunidad. Ese compromiso no puede faltar en quien recibe el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Teófilo Viñas, O.S.A.


La palabra de Dios nos propone, en este domingo, una reflexión sobre los valores más importantes de la vida del hombre: la primera lectura nos habla de la sabiduría práctica para la vida, que consiste en el conocimiento de la voluntad de Dios, conforme a la cual se ha de ordenar la vida humana; Jesús propone como valor supremo el Reino de los cielos, al que compara con un tesoro y una perla preciosa; san Pablo nos habla del amor de Dios.
Salomón es considerado como el rey sabio por excelencia, cuya fama se extendió hasta el punto de ser visitado por la reina de Saba, que quedó maravillada, no sólo de las palabras sabias de Salomón, sino de la organización de su reino y de las obras que había realizado, especialmente el templo dedicado al Señor en Jerusalén, de incalculable riqueza y espléndida belleza.
Sucedió en el trono a su padre, el rey David, siendo muy joven e inexperto en las artes del gobierno. Lo que le agrada especialmente al Señor es que Salomón no le pida las cosas que normalmente anhelan los seres humanos, pensando principalmente en sí mismos: riquezas, larga vida para disfrutarlas y el triunfo sobre sus enemigos, sino la inteligencia, la destreza y el juicio requeridos para gobernar al pueblo de Dios, según la voluntad de Dios, expresada en la Ley del Señor.
La enseñanza principal de este episodio no es que podemos camelar al Señor pidiéndole lo que es de su agrado para que nos conceda lo que realmente nos interesa a nosotros, sino que la oración sincera y noble siempre es escuchada por Dios, que se pondrá de nuestra parte y nos favorecerá de la forma que Él considera más beneficiosa para nosotros, aunque no siempre coincida con nuestros deseos. Pues los designios de Dios superan nuestra capacidad de entendimiento.
En el evangelio, Jesús utiliza dos comparaciones fácilmente comprensibles para encarecernos el valor del Reino de los cielos, por encima de todos los demás bienes de este mundo. Cualquiera de nosotros podría valorar el hallazgo de un tesoro precioso; tal vez la apreciación del valor de una perla fina requiera un conocimiento más experto, aunque la idea nos resulta sencilla: realmente merece la pena apostar todos nuestros haberes, incluso la propia casa, para conseguir el tesoro o la perla.
Pero ¿qué es el Reino de los cielos, que Jesús pondera tanto? El Reino de los cielos –que Jesús anunció al mundo y por el que dio su vida- es Dios mismo, que se da al hombre para hacerlo partícipe de su propia naturaleza y vida divina; es la divinización del hombre, que lo introduce en la intimidad de Dios, para que el hombre pueda disfrutar de la vida inmortal y de la felicidad inefable de Dios. Dios nos invita personalmente a formar parte de su reino, pero no aisladamente, sino solidariamente con todos los hombres. Por eso, su reino es un ámbito de gracia, para que la salvación sea completa; de verdad y libertad, como presupuestos de la realización personal plena; pero también de justicia y amor, base de la armonía perfecta entre todos los hombres.
Pero, ¡cuidado! El Reino de los cielos no se impone por la fuerza, sino que se ofrece a personas libres. Por eso, su implantación no es automática, sino responsable. Eso significa que alguien puede quedar fuera del Reino de los cielos, apartado de la dicha de Dios, si, retenido por las satisfacciones inmediatas, pierde de vista el Bien Supremo.
Finalmente, el pasaje de la Carta a los Romanos que se ha leído encaja fácilmente en esta reflexión sobre los valores que verdaderamente importan al hombre. San Pablo nos habla del amor: a los que aman a Dios todo les sirve para el bien. Los que aman a Dios lo aman con un corazón lúcido, iluminado por la fe, que es don de Dios. Los que aman a Dios es porque han acogido el amor de Dios, que nos amó primero, y nos ha dado su Espíritu, para que le amemos como Él nos ama.
A los que Él ama los ha destinado a ser conformes con la imagen de su Hijo, nos ha hecho hijos en el Hijo amado del Padre, y nos ha destinado a la gloria que el Hijo comparte con el Padre.
De nuevo, no se trata de un destino inevitable, sino de una oferta que libremente ha de ser aceptada y correspondida por el hombre en libertad. Pidamos al Señor la gracia de la perseverancia.
Modesto García, OSA


Jesús, como buen maestro, sabe llegar a sus oyentes de una manera atrayente y sencilla.
Se sirve frecuentemente de parábolas, de manera especial cuando habla del Reino de Dios –que no es la Iglesia–. Las parábolas son comparaciones, historias o imágenes vivas tomadas de la vida ordinaria, al tiempo que son fáciles de recordar.
Hoy escuchamos tres parábolas referentes al reino de los cielos. En la primera, Jesús compara el reino de los cielos con un campo sembrado de trigo. Jesús nos advierte que pese a la buena semilla, mientras dormían (v.25) el enemigo sembró la cizaña en su campo. Al darse cuenta, los jornaleros quisieron arrancar la cizaña con la idea de que el trigo se desarrollara mejor. El punto de inflexión de esta parábola se encuentra en el versículo: dejadlos crecer juntos hasta la siega (v.30). Los siervos de la parábola deseaban arrancar la cizaña antes de la siega, pero el dueño les recomienda paciencia, porque al arrancar la cizaña se podría dañar el trigo. Lo lógico de la parábola sería arrancar la cizaña bastante antes de la siega, como hacen nuestros labradores. Pero el amo actúa contra toda lógica, impide que los criados, los cristianos arranquen la cizaña y deja que crezcan juntos trigo y cizaña, el bien y el mal. El Señor tiene otra manera de ver las cosas y otra visión de la realidad. Dios opta por la paciencia y la misericordia, y espera hasta la hora de la siega para acabar con el mal.
Es interesante percatarnos de que Jesús explica la parábola a los mismos apóstoles, que le fallarían en el momento crucial de su vida. Pedro le negó; Judas le vendió por unas monedas y el resto de apóstoles huyó cobardemente cuando más les podía haber necesitado. Si Jesucristo hubiera actuado con nuestros criterios de arrancar y destruir, hoy estos hombres no serían santos ni pilares de la Iglesia. ¿Qué hubiera pasado si ante los pecados de Pablo de Tarso, de Agustín de Hipona, de Francisco de Asís, de Charles de Foucauld  y tantísimos hombres y mujeres de todos los tiempos, hubiera usado la hoz porque la cizaña, el mal prevalecía en sus vidas?…  Dejadlos crecer juntos hasta la siega (v.30). Dios espera, da tiempo al pecador para que se arrepienta y cambie hasta el último momento. Dios aguarda la salvación de todos.
Cuánto daño y sufrimiento ha proporcionado el olvido de esta parábola. Millones de asesinatos por causas bastardas y miserables en la historia de la humanidad.También en las comunidades cristianas, –que sí conocemos la parábola–, nos permitimos el lujo de excluir y clasificar a aquellos que no piensan como nosotros. Haciendo realidad la fábula de las dos alforjas, acostumbramos a fijarnos en los defectos, en el mal que hay fuera de nosotros, pero el mal, sembrado por el diablo en nuestros campos,  está en todas partes. Está en la sociedad, en las comunidades, en la vida matrimonial y familiar, en nuestra vida personal. Quien presuma de ser trigo limpio es un farsante. En todas partes  hay mal, pero en todas las personas también hay bien, todo está mezclado: cualidades buenas, incoherencias y pecados. Todos somos capaces de cosas virtuosas y de pensamientos, acciones que nos abochornan.
La parábola nos anuncia la paciencia, la espera y la confianza de Dios frente a nuestra intransigencia. Su pedagogía es muy distinta a la nuestra: dejarlos crecer juntos hasta la siega. El Señor espera para apiadarse, aguarda para compadecerse. Si no fuera por la paciencia de Dios, ¿dónde estaríamos cada uno de nosotros? ¿Y si Dios hubiera actuado conmigo como yo actúo con todo aquel que me molesta? Dios tiene paciencia, no quiere el mal, lo permite. También nosotros tenemos que respetar la libertad de todas las personas como Dios las tolera y permite. No somos nosotros los jueces de la humanidad para condenar a todo aquel que disienta de nuestras ideas o comportamientos. No podemos hacernos jueces y condenar la humanidad que nos rodea pues en el proceso hacemos daño. 
Mirándonos en el espejo de la parábola, ¿a quién me parezco más: a los siervos que quieren arrancar la cizaña antes de tiempo, o al dueño que manda esperar hasta la siega?
Vicente Martín, OSA


En la parábola que acabamos de escuchar hay tres realidades que atraen nuestra atención: el sembrador, la semilla y el terreno en que cae. El sembrador es Dios; la semilla, su Palabra; el terreno es la mente y el corazón del hombre. La explicación y aplicación la encontramos al final de la parábola. Todo es tan claro que casi podríamos acabar aquí con sólo añadir la advertencia que Jesús hace otras veces: el que tenga oídos para oír que escuche (Lc 8,8). En efecto, nada más habría que mirar cada uno hacia dentro de sí mismo, preguntarse: ¿qué clase de terreno soy? Y a continuación actuar en consecuencia.
Seguro que Jesús, a solas, con sus discípulos, les añadiría algo más, ya que se trataba de prepararlos bien para la tarea que ellos tenían que continuar. Les diría que la parábola del sembrador nos ayuda a entender, en primer lugar, que somos una tierra que necesita ser sembrada ya que sin la semilla que nos viene de arriba, seríamos incapaces de dar frutos de salvación. De esta convicción debería nacer un deseo de apertura a Dios y a los hermanos. No somos autosuficientes; el Creador nos ha diseñado como un nudo de relaciones personales: lo necesitamos a Él y nos necesitamos unos a otros. Y es que, aunque Dios es el sembrador primero y el más importante, ha querido que nosotros seamos mutuamente colaboradores en esa misma tarea.
La palabra no volverá a mí vacía… sino que cumplirá mi deseo (Is 5,11), dice el Señor por el profeta Isaías. Doble responsabilidad para nosotros, llamados a producir fruto abundante en el campo propio y en ese otro campo más allá de nosotros, que nos ha encomendado, porque nos ha hecho colaboradores suyos. Y ahí están los tres enemigos, el demonio, el mundo y la carne, con los que hemos de enfrentarnos en esa doble tarea que se nos encomienda. En la lucha contra ellos contamos con la ayuda del Señor, pero a nosotros nos corresponde vigilar para que no impidan que la Palabra produzca sus frutos. Jesús mismo apunta los obstáculos que pueden impedirlos: los espinos que la ahogan, la tierra endurecida, el sol que la agostó, los pájaros que se la comieron y el Maligno que siempre anda por medio. No, no es difícil darse cuenta de lo que denuncian estas imágenes.
Sabemos que la Palabra que hoy nos dirige Dios es, a la vez don y responsabilidad. regalo y compromiso. La Palabra de por sí es eficaz, pero necesita preparar y cuidar bien el terreno. Ella sola no actúa milagrosamente; Dios respeta la libertad de la persona y cada uno debe poner de su parte una actitud de acogida y de asimilación. “Dios que te creó sin ti (sin tu colaboración), no te salvará sin ti (sin tu esfuerzo)”, dice san Agustín (Sermón 160, 13). El Santo Obispo de Hipona añade en otro lugar que toda obra buena es una obra a medias entre Dios y nosotros. Y lo primero que hemos de hacer es poner todos los medios para que las voces y los afanes de este mundo no impidan que la semilla de la Palabra de Dios venga a producir sus mejores frutos.
Que el encuentro con el Señor en la Eucaristía de este Domingo fortalezca nuestro compromiso de emplearnos a fondo en el cultivo de nuestro campo personal y también, como colaboradores suyos, en la sembradura y en el cultivo de las pequeñas parcelas de sus inmensos campos (a comenzar por la nuestra), conscientes de que nos han sido confiadas, para que la semilla regalada germine y produzca fruto abundante.   
Teófilo Viñas, O.S.A.


¿Qué es lo que hace que Jesús se sienta tan gozoso en ese momento? A mi modo de ver, la forma en que el Reino de Dios iba calando e iba siendo acogido por el pueblo. La noticia de la instauración del reinado de Dios, en la tierra, por medio de su Mesías, era una buena y gozosa noticia, tratándose de un Dios justo y poderoso, cuyo gobierno produce, como fruto, la paz, compendio de todos los bienes (según lo presenta el profeta Zacarías).
El momento en que tiene lugar el suceso a que hace mención el evangelista Mateo debió de ocurrir pasado algún tiempo desde que Jesús había comenzado a anunciar la inminencia de la llegada del Reino de Dios, es decir, a hablar a la gente del Dios en quien creían, pero presentado de una forma nueva: como un Dios cariñoso con todas sus criaturas; un Dios que es padre de todos, que ama entrañablemente a todos los hombres, a quienes quiere atraer hacia sí para hacerlos partícipes de su vida inmortal feliz; por quienes había enviado a su Hijo al mundo para salvarlos a todos.
¡Si sabía Jesús cómo era el corazón del Padre, a quien conocía como nadie pues (si se puede hablar así) eran uña y carne, Padre e Hijo!
Él, el Hijo, si formaba parte del mundo como un hombre más, era porque, teniendo una sola voluntad con el Padre, habían considerado (ambos a una) que debía encarnarse, como única forma de cumplir su propósito salvador: al mismo tiempo de modo infalible, pero, respetando la naturaleza libre de la criatura humana.
Jesús había escogido un pequeño grupo de Doce apóstoles, a los que instruyó y envió a anunciar la llegada del reino y a los que transfirió su poder de hacer milagros. En ese preciso momento, Jesús ve con una cierta perspectiva temporal el efecto que su misión y la de sus discípulos iba produciendo en el pueblo.
La gente escuchaba a Jesús con interés, pues nadie antes había hablado de Dios como Jesús (Jn 7,46). Prendidos de sus palabras, iban descubriendo el verdadero rostro de Dios: de un Dios padre, más que un Dios leguleyo y moralista; de un Dios clemente y misericordioso, más que un Dios cúltico exigente, al que había que satisfacer y aplacar con sacrificios.
Jesús observaba que sus enseñanzas sobre Dios causaban en mucha gente un efecto liberador y sanador. La relación con Dios no tenía que ser complicada, sino que, entendido el amor de Dios por los hombres, sólo había que acogerlo, convertidos en morada del Espíritu de Cristo, cuyo Espíritu los vivifica con la vida que le es propia, que se traduce en una conducta según Dios y una esperanza cierta de la vida eterna (como explica san Pablo en la carta a los Romanos).
Jesús hablaba con el Padre de un modo íntimo, con sencillez, reconociéndolo (eso sí) como Señor del cielo y de la tierra (pues lo era), gozándose en su amor, agradeciéndole el modo como iba atrayendo a la gente sencilla hacia Él, que, a su vez, los iba llevando hacia el Padre.
Se alegra Jesús de que sea la gente sencilla la mejor dispuesta a recibir su enseñanza. Oyendo a Jesús, la gente iba intuyendo el proyecto salvador de Dios para los hombres. De momento, todo iba viento en popa; no obstante, llegarán días borrascosos de deserciones e incluso de traiciones (incluso por parte de algunos que ahora se deleitaban escuchándolo y hasta se habían beneficiado de su poder sanador).
Los sabios y entendidos en asuntos religiosos eran los que oponían una mayor resistencia a su magisterio pues se habían hecho una religión a su medida con un Dios al que podían controlar adulándolo, aplacándolo y utilizándolo como instrumento para organizar la sociedad a su conveniencia. No entendían que Dios los superaba infinitamente; que el bien que la religión aporta al hombre es un don del que los hombres no pueden disponer a su antojo (pues es, ni más ni menos, que Dios el que se ofrece como don), sino que sólo pueden acogerlo por la fe. Se servían de la religión como una forma de dominio e imposición.
En cambio, Jesús ofrece un yugo llevadero que supone una carga ligera (pues «el que ama no trabaja», como diría san Agustín). Jesús propone a la gente una religión basada en el amor: el amor gratificante de Dios y el amor filial hacia Dios. Jesús se muestra como una persona amable y humilde de corazón. Su corazón late al unísono con el del Padre, lo que significa que Dios es Amor. Por tanto la religión, tal como la presenta Jesús, no ha de agobiar a la gente, sino servirle de liberación y de descanso.
No tengamos miedo a Dios, pues nadie nos ama como Él.
Modesto García, OSA

Difícil nos resulta cambiar de opinión a todos los mortales y máxime cuando nuestros juicios los hemos ido forjando desde nuestra infancia. La vida de cada uno está llena de ejemplos que pueden confirmar esta afirmación y desde aquí tendríamos que juzgar muchas de nuestras actuaciones, poco convincentes a veces como cristianos.
Es posible que queramos pasar página del evangelio de este domingo, porque ya somos cristianos a nuestro modo, no desde la Palabra de Dios. Y si escuchamos, sabemos que la Palabra de Dios puede destartalar tanto nuestros juicios como nuestros comportamientos. El texto evangélico de hoy nos sorprende por su lenguaje duro y por sus enseñanzas: el que quiera más a su padre o a su madre más que mí, no es digno de mí… o a su hijo a su hija… (v.37) y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí (v.38). Es la firma de Jesús. Su doctrina no cabe en la lógica humana, es doctrina que afecta en cuerpo y alma al seguidor de Jesús. El verdadero discípulo de Jesús no pone condiciones.
En el primer dicho o afirmación, Jesús nos pide que el amor familiar sea relegado a segundo plano, no que renunciemos a su amor, que amemos a la manera de Jesús, porque el amor familiar mal orientado, frecuentemente esconde un acaparamiento infantil, y la familia se convierte en nido de problemas psicológicos; en ese caso, más que amor es un egoísmo camuflado que busca la seguridad material o afectiva. Cuando dos amores entran en conflicto, uno o los dos están viciados. Todo amor, si es auténtico, no puede oponerse a otro, aunque sí tendrá que tener un orden de preferencias.
En el segundo dicho, Jesús afirma: el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. Estamos muy acostumbrados a ver la cruz en nuestras iglesias, en las calles o a llevarla colgada de nuestro cuello y pocos sentimientos nos suscita, pero cuando Jesús pide a sus discípulos que carguen con su cruz, sabían muy bien lo que escuchaban y es fácil que se echaran a temblar. En aquellos tiempos, la cruz, heredada de los fenicios, era la más abyecta de las ejecuciones, suponía varios días de agudos y prolongados sufrimientos antes de morir. El propósito era amedrentar a quienes no eran romanos para que se abstuvieran de actos criminales. Y cuando S. Mateo escribe el evangelio, los cristianos conocen no solo la muerte de Jesús en la cruz, sino que también conocen la muerte de muchos hermanos crucificados como el Maestro; por tanto, sabían muy bien lo que el Maestro les estaba diciendo. Jesús pide radicalidad, es decir, que nos identifiquemos con él. Hoy son muchos los cristianos que mueren asesinados, pero la cruz tiene también otros muchos aspectos en nuestra vida diaria. El seguimiento de Cristo comporta renuncias y sacrificios. En muchas ocasiones, nos encontraremos ante una encrucijada: aceptar o no la cruz, seguir los valores del evangelio o la comodidad que nos ofrece el mundo. Y ahí está la cruz. Podemos pensar que no podemos soportar muchas de las cruces con las que han cargado los cristianos, pero tanto a ellos como a nosotros el Señor les ha dicho y nos dice: Venid a mí y yo os aliviaré (Mt 11,28), la resistencia no está en nosotros sino en el Señor.
Los dos últimos dichos de Jesús manifiestan la importancia de la acogida y de la ayuda al hermano. Cualquier cosa que le hagamos, se lo hacemos al mismo Cristo: El que os recibe a vosotros, me recibe a mí (v.40). El que dé de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños… no perderá la recompensa (v.41). Recibir a profetas, justos, y pequeños nos dice también Jesús que va acompañado de recompensa (cfr. v.42).
Ante las afirmaciones que nos presenta Jesús, podemos peguntarnos: ¿cuál es mi actitud como cristiano? Las personas más próximas ¿podrían catalogarme como verdadero seguidor de Jesús?           
Vicente Martín, OSA



Siempre fue difícil ser cristiano. Lo fue en los primeros tiempos de la Iglesia, en los que la confesión de la fe se pagaba casi siempre con el martirio y lo ha sido a lo largo de los dos mil años de cristianismo hasta nuestros mismos días. ¡Cuánto heroísmo para no dejar que el miedo se apoderase de alguien ante las amenazas! Ser sacerdote, religioso o laico; ser una familia cristiana; ser un joven creyente y comprometido…, son opciones que comportan seguramente dificultades e incluso graves amenazas en no pocos lugares o ambientes. Al siglo XX se le consideró como el Siglo de los Mártires y los comienzos del actual no lo es menos. Son frecuentes, hoy como ayer, los malos tratos y asesinatos de cristianos por causa de su fe.          
A diferencia de lo del heroísmo en la defensa de la fe que puede estar pasando en países de misión, por estas nuestras viejas tierras, cristianadas hace siglos, hay una convicción generalizada de que el miedo o la cobardía estar invadiendo y atenazando a no pocos bautizados en la praxis de la vida cristiana. Hoy, en efecto, abundan los cristianos vergonzantes y miedosos. Frente a un ambiente social poco favorable a la fe cristiana, una de las tentaciones más frecuentes del creyente actual es el miedo que se disfraza de silencio, cuando tendría que haber una palabra sobre amor y familia, matrimonio y divorcio, vida y aborto, educación y libertad, dinero y honestidad profesional y tantos otros binomios que requieren un claro discernimiento y una respuesta consecuente.
No es suficiente que el creyente cristiano no ceda en su fuero interno a las máximas y criterios incompatibles con el evangelio y con sus propias y ortodoxas creencias en lo hondo de su conciencia, sino que ha de tener además el valor y el coraje de disentir y de confesar sus principios cuando hay que hacerlo; sin agresiva exposición de sus auténticas convicciones, pero con humilde firmeza. Y esto, aunque uno pierda amistades, popularidad, poder o ingresos económicos. Avergonzarse de las propias creencias, tener miedo a mostrarse diferente, amedrentarse ante el ridículo, es ceder al viejo respeto humano. El próximo día veinticuatro celebramos la fiesta de San Juan Bautista que tuvo el coraje de repetirle a Herodes: No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano (Mc 6, 18), a sabiendas de lo que le podía pasar.
A quien da testimonio Cristo le promete su defensa ante el Padre; al cobarde no lo defenderá, no por malo, sino por cobarde. Por haberse avergonzado de Él, carecerá de la intercesión de Cristo en el día de la revisión universal en que se decide todo. Confesar a Cristo es declararse suyo con la boca, con las obras, con el vestido, con la profesión. No llamar la atención puede ser un signo de dimisión y cobardía, sentir vergüenza de Cristo. A ésos no les defenderá Él en el día del juicio.
Oremos. Señor, ante el abandono de la vida cristiana por parte de tantos que un día creyeron y ante el ambiente de indiferencia religiosa, te pedimos nos hagas fuertes para que no claudiquemos en nuestras convicciones que tienen su fundamento en tu propia revelación. Danos valor y audacia para ser tus testigos y amor generoso para acompañar a nuestros hermanos en la difícil tarea de conquistar el verdadero sentido de la vida. AMÉN.  
Teófilo Viñas O.S.A.


Fijemos nuestra mirada en la forma consagrada que el sacerdote muestra para la adoración de los fieles tras la consagración. Vemos una tortita de pan ácimo (sin levadura); eso es lo que perciben nuestros sentidos: la vista, el tacto, el olfato. Pero nuestra fe nos dice que lo que el sacerdote sostiene y nos muestra es a nuestro Señor Jesucristo. El mismo que, hace unos dos mil años vivió en Israel (pues era judío); trabajó, bendijo y acarició con sus manos; nos habló palabras de vida eterna, y recorrió los caminos polvorientos de Galilea, de Samaría y de Judea. El mismo que murió en la cruz, condenado por Poncio Pilato, bajo presión del pueblo de Jerusalén; fue sepultado en un sepulcro nuevo excavado en la roca; resucitó y se apareció a sus discípulos, y subió al cielo en su presencia, para tomar asiento a la derecha del Padre. Junto con el Padre, nos envió al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, que ilumina, auxilia y santifica a la Iglesia. Precisamente por el poder del Espíritu (que formó el cuerpo de Jesús en el seno de María Virgen) es como esa tortita de pan se ha convertido en Jesucristo.
¿Cómo es posible?, nos decimos. ¿Y cómo no? ¿Acaso el que creó el mundo de la nada, y engendró a Jesús virginalmente en el seno de María, no iba a poder hacerse presente en el pan eucarístico? Nada es imposible a la sabiduría y omnipotencia de un Dios que es amor. Sólo el absurdo y el desamor quedan fuera de su omnipotencia, que es tanto como decir fuera del mismo Dios.
Así pues, hermanos, esa forma consagrada es Jesús, el Hijo de María, que es, a la vez, el Hijo del Eterno, y es el creador y salvador del mundo. Es la misma forma consagrada que colocamos en la custodia y paseamos por las calles y plazas de los pueblos y ciudades que habitamos los hombres para rendirle el homenaje de nuestra adoración, alabanza, acción de gracias y de nuestro cariño. La misma forma que, en un tamaño menor, multiplicada hasta el infinito, se reparte en la comunión, entra en nuestro cuerpo y hacemos nuestra para dejarnos asimilar por ella, es decir, por Él.
La forma está hecha de harina de trigo amasada con agua y cocida al fuego. Junto con el vino, representan los dones que Dios nos dispensa en la creación para hacer posible nuestra vida. En el ofertorio de la Misa, se los presentamos al Creador, reconociendo su bondad y pidiéndole que los convierta en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús. Es un pan ácimo, sin levadura, en recuerdo de la primera pascua que fue la salida del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Tuvieron que salir de Egipto tan apresuradamente que no le dio tiempo a la masa a fermentar para convertirse en el pan ordinario que comemos. Cada año, el pueblo judío tenía que celebrar la pascua para recordar y agradecer la elección divina y la intervención prodigiosa de Dios en su favor.
Jesús celebró la pascua todos los años de su vida en la tierra; pero la celebró de modo especial con sus discípulos, en Jerusalén, la víspera de su pasión: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios (Lc 22,15-16). La última pascua que celebró Jesús ya no era sólo conmemoración de la salida de Egipto, sino anticipo de su propia Pascua, es decir, de su paso de este mundo al Padre por su muerte. Aquí es donde la pascua adquirió su sentido pleno. En la cena de pascua, los judíos comían el cordero pascual con cuya sangre habían rociado en Egipto las jambas y el dintel de las puertas de las casas, que fue la señal convenida para que el ángel exterminador que dio muerte a los primogénitos de Egipto pasara de largo. Fue el paso del Señor. También Jesús comió con sus discípulos el cordero pascual. Pero el verdadero cordero pascual era el mismo Cristo, que el día de Viernes Santo (al día siguiente), iba a ser sacrificado en la cruz. Con su sangre (=vida) fuimos purificados de los pecados y librados de la muerte eterna. La vida corporal que preservó la sangre del cordero pascual y la libertad que adquirieron los hebreos a su salida de Egipto no dejan de ser sino imágenes de la auténtica realidad, la de la salvación eterna de todos los hombres, a precio de la sangre del Cordero.
Por las palabras del sacerdote (que repite las palabras de Jesús en la Última Cena) y por el poder del Espíritu Santo, invocado poco antes sobre las ofrendas, el pan se transforma en la carne de Jesús. Lo recalca el Maestro en el discurso del pan de vida: Mi carne es verdadera comida (como empalmando con lo que Juan escribió en el prólogo del evangelio: Y el Verbo se hizo carne). Y mi sangre es verdadera bebida –continúa-, que es como decir: «Os doy a beber mi misma vida». ¿Para qué? «Para que viváis para siempre, pues mi carne es la vida del mundo. Del mismo modo que Yo vivo por el Padre, el que me come vivirá por mí, y Yo lo resucitaré en el último día».
Naturalmente se trata de una comida y una bebida espiritual, pero no por ello menos real. Es el cuerpo del Señor glorificado el que recibimos en la sagrada comunión. La consagración separada del cuerpo y la sangre de Señor subraya el carácter sacrificial de la Misa, que es memorial del sacrificio redentor de Cristo, que conserva un valor permanente, que perdurará incluso en el Reino de los cielos, pues, gracias a él, nos sentaremos por siempre a su mesa celestial para compartir la gloria y la compañía dichosa de Dios. Por eso decimos que la participación en la mesa del altar es prenda de la gloria futura.
Gracias, Señor, por tu amor increíble, manifestado en la Eucaristía; gracias por el don de tu vida, renovado en cada comunión; gracias, Señor por la esperanza de la vida eterna, confirmada en cada encuentro contigo. Que el Espíritu santificador nos haga uno contigo para formar un solo cuerpo con todos los hermanos.
Modesto García, OSA


El domingo siguiente a la festividad de Pentecostés, acabado el tiempo pascual y como colofón del año litúrgico, la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio central de Dios, el meollo de nuestra fe. Es un misterio poco valorado por verlo como misterio incomprensible más que como misterio experimentable. La Trinidad es un misterio no para entender sino para aceptar y vivir.
A lo largo de la historia Dios nos ha ido revelando progresivamente su rostro. Se nos muestra como Padre-Madre, Hijo y Espíritu. Así lo podemos escuchar y meditar en las lecturas de este domingo. Dios desea compartir su vida. La primera lectura resalta la familiaridad de Dios para con Moisés: se quedó junto a él allí (Ex 34,5). La iniciativa del acercamiento parte de Dios y es el fundamento de la Alianza. Vemos también cómo Dios acompaña al pueblo en el largo caminar hacia la tierra prometida y el pueblo se siente acompañado (Ex 34,5), y esto ocurre inmediatamente después del episodio de la adoración al becerro de oro. Como queriendo contrastar la infidelidad del Pueblo y la fidelidad de Dios. También el salmo nos muestra a Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia (103,8). En la segunda lectura S. Pablo nos desvela el misterio de un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, mediante el saludo trinitario a la asamblea: la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros (13,13). Y  el evangelio de hoy, es uno de los textos cumbres de la revelación bíblica: tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (3,15). Dios nos ha dado el regalo más grande que pudiéramos soñar, darse, entregarse a sí mismo en la persona de Jesucristo. Pero no fue una entrega cualquiera, incluía entregarse hasta el extremo, hasta morir en la cruz. Y no podemos dejar de lado todos los acontecimientos salvíficos que proclamamos en el credo: la encarnación, la crucifixión y resurrección, los sacramentos que ha dejado a la iglesia.
Dios es un Dios cercano, no desentendido de la historia de la humanidad y menos de la Historia de la Iglesia. Dios es un Dios en comunión entre las tres personas y en comunión  con todos los hombres. Por Jesús ya sabemos quién y cómo es Dios. ¡Con qué cariño habla Jesús de su Padre en el Evangelio! Nos revela un Padre misericordioso y cercano, un Padre bueno que hace salir el sol sobre justos e injustos, que si cuida de los pájaros del cielo, si viste de los más variados colores y formas a las flores del campo, mucho más lo hace con todos los hombres (Cfr. Mt 6,25-32). Para retratar el corazón misericordioso de Dios Padre nos deja la mal llamada parábola del Hijo pródigo, que más bien debería llamarse la Parábola del Padre bueno, que siempre perdona y diariamente sale a nuestro encuentro, nos deja también la parábola del rey que celebra la boda de su hijo (Mt 22,1-14). Y la cercanía de Dios le lleva a convertirnos en templos, sagrarios suyos: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,13), pero esta presencia de Dios en nosotros, no es la presencia que manifiesta en todas las criaturas, sino que es una presencia especial llena de amor y de gozo inefable. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos… Y no tenemos que pensar que ahí llegan sólo los grandes santos, sino que todo cristiano normal está, estamos llamados a vivir esta vocación en medio de nuestros quehaceres ordinarios: la madre de familia, el enfermo, el conductor de un autobús, etc. Decía santa Teresa de Jesús que también Dios anda entre los pucheros. Dios desea ardientemente darse a conocer de manera íntima y amorosa a quienes de verdad siguen tras las huellas de su Hijo.
Viviendo el misterio de la Trinidad, con las contrariedades e incluso a través de ellas, podemos entrar en la intimidad divina y conocer y amar la vida  divina de la que Dios nos hace partícipes.  La vida de la comunidad cristiana debiera ser un reflejo de la comunidad de vida de la Santísima Trinidad. San Pablo exhorta a los corintios: Tened un mismo sentir y vivid en paz, y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros (2Cor 3,11).
Vicente Martín, OSA


El Espíritu Santo es el Paráclito que Jesús envió desde el Padre, el auxiliador, el defensor, cuando ya Jesús no esté sensiblemente presente entre los suyos, aunque sí espiritualmente –e incluso de forma más perfecta– hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20) por medio de su Espíritu. Así como el Padre y el Hijo tienen nombres que nos resultan familiares y fácilmente homologables con la experiencia humana, el Espíritu Santo resulta más difícil de identificar, a semejanza del viento, que sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu (Jn 3,8). Intentemos, pues, formarnos una idea de Él siguiendo el rastro de su acción en el mundo.
A lo largo de la historia del mundo (que es historia sagrada por estar referida a Dios), el Espíritu Santo está presente en la obra divina de la creación cuando, antes de la aparición de la luz, se cernía sobre la faz de las aguas (Gén 1,2). En virtud del Espíritu, todos los seres comienzan a existir y cobran vida: envías tu espíritu y los creas y repueblas la faz de la tierra (Sal 103/104,30); el espíritu del Señor llena la tierra, todo lo abarca y conoce cada sonido (Sab 1,7). El mismo hombre, después de haber sido modelado del polvo del suelo, se convierte en ser viviente porque Dios le insufló en su nariz aliento de vida [espíritu de vida] (Gén 2,7).
Viniendo a los tiempos históricos, el espíritu de Dios descansa sobre Moisés, a quien Dios puso al frente de su pueblo; una parte de su espíritu lo transfirió a los setenta ancianos que Dios le concedió como colaboradores para el gobierno del pueblo (Núm 11,17-25). El mismo espíritu asiste también a Josué, sucesor de Moisés (Núm 27,18), y a los jueces, a los que puntualmente convoca para acudir en auxilio del pueblo oprimido. Así, se apodera de Sansón (Jue 13,25), al que reviste de una fuerza proverbial para librar a Israel de los filisteos. También suscitó a Gedeón, un hombre corriente sorprendido en las labores de la cosecha (Jue 6,34.15), por medio del cual dio a Israel una sonada victoria sobre los amalecitas. Al ungir Samuel a David como rey de Israel, el espíritu del Señor vino sobre él desde aquel día en adelante (1Sam 16,13), llenándolo de sabiduría, piedad y prudencia, virtudes necesarias para un buen gobierno.
El espíritu de Dios reposa sobre los profetas, como Eliseo, que lo hereda del profeta Elías (2Sam 2,9), “de suerte que todo profeta, en general, es designado como hombre de espíritu (Os 9,7)” (S. de Ausejo, Diccionario de la Biblia, 612). Por medio de los profetas, el espíritu transmite al pueblo los avisos de Yavé  (Zac 7,12).
El espíritu de Dios descansará sobre el rey mesiánico dotándolo de sabiduría, fortaleza y temor del Señor por encima de las capacidades naturales (Is 11,1-6); y constituirá a su Siervo en mediador de la nueva alianza y luz de las naciones (Is 42, 1.6).
El espíritu del Señor traerá a la tierra la justicia y el derecho de forma que la comunidad y sus miembros lleven una vida santa conforme a los mandamientos de Yavé (Is 32,15-17; Ez 36,25-27). Mientras que la palabra y los mandamientos llegan desde fuera a la inteligencia del hombre, como revelación de la verdad divina; el espíritu de Dios se infiltra insensiblemente en el espíritu del hombre y lo transforma desde dentro (León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, 299).
Por medio del profeta Joel, el Señor promete a su pueblo la efusión de su espíritu sobre todo el pueblo, e incluso sobre los siervos y siervas, que profetizarán (Jl 3,1-2). Esta profecía se cumplió en Pentecostés (Hch 2,17-21).
Ya en el Nuevo Testamento, María concibió al Hijo del Altísimo por el poder del Espíritu Santo (Lc 1,31.35); por eso, desde el primer instante de su concepción, Jesús es el Hijo de Dios. Movida por el Espíritu Santo, Isabel profetizó bendiciendo a María por haber creído, y también al fruto de su vientre (Lc 1,42).
El Espíritu de Dios desciende sobre Jesús, en su bautismo, en forma de paloma, al tiempo que la voz del Padre lo proclama Hijo suyo y lo envía formalmente a cumplir su misión redentora (Mt 3,16-17).
A lo largo de su misión, Jesús actúa movido por el Espíritu (Lc 4,14): en su diálogo fluido e íntimo con el Padre (Lc 19,21-22), y en su enfrentamiento con el diablo que, en vano, intentó apartarlo de su camino (Lc 4,1-13). Por el Espíritu de Dios, Jesús expulsa a los demonios (Mt 12,28) y cura toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo (Mt 4,12). Sus milagros, la fuerza y la verdad de su palabra, su familiaridad inmediata con Dios son prueba de que, en Él, reposa el Espíritu del Señor (Is 61,1; Lc 4,18-19).
Al contrario que los hombres poseídos por el Espíritu, que se adueña de ellos, Jesús lo tiene como propio: el Espíritu de Dios es su Espíritu. De manera que “la ausencia en Jesús de las repercusiones habituales del Espíritu es un signo de su divinidad” (VTB, 301).
Antes de salir de este mundo, Jesús promete a los suyos otro defensor que esté siempre con ellos, el Espíritu de la verdad (Jn 14,16-17), que les enseñará todo, recordándoles lo que Él les ha dicho mientras estaba con ellos (Jn 14,26), y asistiéndolos para que den testimonio de Jesús (Jn 15,26-27), incluso ante los tribunales, sin necesidad de preparar su defensa (Mc 13,11).
En su muerte, Jesús entregó su espíritu en manos del Padre, que lo resucitó por el poder del Espíritu (1Pe 3,18; Rom 8,11), exaltándolo a su diestra, desde donde Jesús envió al Espíritu Santo (Hch 2,32-33) sobre los discípulos (unas ciento veinte personas) (Hch 1,15).
El Espíritu irrumpe sobre el grupo de creyentes como sonido estruendoso, viento impetuoso y fuego abrasador, que los impulsa a salir a las plazas a proclamar que Jesús resucitado es el Mesías esperado, acreditando su mensaje con señales portentosas realizadas en nombre de Jesús, como curaciones e incluso resurrecciones (Hch 9,36-43). Los apóstoles hablan con toda libertad y valentía, hasta el punto de alegrarse de haber sido azotados por las autoridades del pueblo por predicar a Jesús (Hch 5,40-41); y exponen –con una sabiduría que los jefes religiosos no pueden contradecir– que la única esperanza de salvación para los hombres se nos ofrece en Jesús (cf. Hch 2-5).
En Pentecostés se inicia propiamente la Iglesia, que es la comunidad de los creyentes en Cristo, que viven de su misma vida, que es vida en el Espíritu (Jn 3,5-6).
La experiencia del Espíritu se hace en la Iglesia, cuerpo de Cristo, que es su cabeza: Un solo cuerpo y un solo Espíritu… Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos (Ef 4,4-6). En el Espíritu de Cristo, somos hijos de Dios (Rom 8,15-17) y miembros de pleno derecho de la familia de Dios.
La vida en el Espíritu es la experiencia de una presencia personal (Rom 8,11) –pues el Espíritu Santo es una persona divina–, que se manifiesta los carismas (dones que concede el Espíritu a las personas para el bien de la comunidad) y en las virtudes sobrenaturales de fe, esperanza y caridad, que certifican la presencia del Espíritu de Dios en nosotros, el cual testimonia que somos hijos de Dios (Rom 8,16), e intercede por nosotros (Rom 8,26).
¿Podemos saber de alguna forma que el Espíritu de Dios habita y obra en nosotros? Una señal inequívoca será si damos los frutos del Espíritu de Jesús, pues por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16). Y los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí (Gál 5,22-23). Mas, para dar los frutos del Espíritu, hemos de permanecer unidos a Cristo como el sarmiento a la vid (Jn 15,4). En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros (Jn 13,35).
Modesto García, OSA



Alegrémonos, queridos hermanos, en este día de triunfo y de gloria para Cristo Jesús. La fiesta de la Ascensión es también fiesta para nosotros que somos sus seguidores y miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. Celebrada hace años a los cuarenta días después de la resurrección, en aquel jueves de la semana pasada, uno de los jueves que “brillaba más que el sol”, se trasladó en los hace años al domingo siguiente que es hoy. Pero hoy, como ayer, la fiesta continúa brillando como una de las grandes fiestas litúrgicas.
En efecto, el triunfo de Jesús nos toca muy de cerca a todos, ya que su Ascensión es  nuestra victoria, ya que nos ofrece la garantía de que también nosotros estamos destinados a participar de los bienes del cielo. En Cristo Jesús la naturaleza humana ha sido enaltecida y participa ya de algún modo de su misma gloria. Él nos ha precedido, como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino, como rezaremos después en el Prefacio.
San Pablo en la primera lectura nos ha invitado a comprender cuál es la esperanza a la que nos llama Dios, y cuál el gozo que nos dará en herencia a los que creemos en Cristo Jesús, tras haber seguido sus huellas en nuestra vida. Pero hay más: se puede decir que la subida al Cielo del Señor es fiesta y motivo de esperanza para toda la humanidad; y es que todos estamos incluidos en la victoria de Jesús, que nos da la medida del amor de Dios y de la capacidad de respuesta del hombre. La fiesta de hoy nos señala a todos el camino y la meta final: un destino de vida, no de muerte, aunque el camino pueda ser difícil y oscuro.
En la segunda lectura encontrábamos una llamada de atención a quienes habían acompañado a Jesús y lo vieron elevarse y desaparecer entre las nubes: Galileos, ¿qué hacéis ahí, plantados mirando al cielo? (Hch 1,11). Era una apremiante llamada a no cruzarse de brazos sino a continuar las tareas que les había encomendado aquel Jesús que ahora se ausentaba visiblemente: Id, pues, -les dice- y haced discípulos  a todos los pueblos…, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (Mt 28, 19). El encargo iba tanto para los Apóstoles como para cuantos lo habían acompañado en la despedida; pero allí estamos representados nosotros y, por lo mismo, se nos encomiendan las mismas tareas.
Efectivamente, hoy más, que nunca, la Iglesia necesita la colaboración de todos, donde quiera que nos encontremos y sea cual sea nuestra profesión o nuestro trabajo. Somos enviados, como cristianos, a comunicar a nuestros prójimos, de palabra, de obra y con un estilo de vida que sea creíble y elocuente, la misión que nos encarga Jesús. Por cierto que hoy celebramos la Jornada de las Comunicaciones Sociales, que quiere ser, en primer lugar, una llamada especial a todos los responsables de los Medios de Comunicación; pero también a que nosotros, sus lectores, oyentes y videntes oremos por ellos hoy para que lo que nos ofrezcan, digan o escriban responda siempre a criterios respetuosos con la verdad.
En esta fiesta de la Ascensión se nos pide que en un mundo en que no abunda  la esperanza, seamos personas ilusionadas; que ante un mundo egoísta, mostremos un amor desinteresado; que en un mundo centrado en lo inmediato y lo material, seamos testigos de los valores que no acaban. Y esto lo deben realizar, no sólo los sacerdotes, religiosos y los misioneros, sino todos: los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos, los maestros, lo médicos y los auxiliares en su atención a los contagiados por el coronavirus. Hace más de dos mil años la primera comunidad cristiana, según el libro de Los Hechos de los Apóstoles, realizaba estas mismas tareas.
Acaso en nuestro trabajo pastoral pueda asaltarnos el desánimo, la oscuridad y con ello la tentación del abandono; y es que, además, hoy, en medio de la pandemia, es posible que oigamos el grito del no creyente “¿dónde está ese Dios a quien rezáis vosotros los cristianos?” Un enamorado de Dios, san Juan de la Cruz, que pasó por una dura experiencia de oscuridad, se acercó amorosamente a ese Dios que se le habría ocultado y le pregunta: “¿dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?” Luego nos dirá que anda muy cerca y ha dejado “sus huellas” en las criaturas. Otro enamorado de Cristo, Fray Luis de León, al contemplarlo en su Ascensión, le pregunta: “¿Y dejas Pastor Santo tu grey en este valle hondo oscuro en soledad y llanto?” Sí, pero él sabe que Jesús poco antes de subir al cielo había garantizado a los discípulos: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 21).
Entre las muchas maneras de hacerse presente, la más privilegiada es en la Eucaristía que estamos celebrando; en ella Él se nos entrega totalmente bajo las especies de pan y vino. Su Palabra no podía ser más clara: Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre
Teófilo Viñas, o.s.a. 


Cuando los Apóstoles –que se quedaron en Jerusalén– tuvieron noticia de que Samaría había creído en Jesús, les enviaron a Pedro y a Juan para que les comunicaran el Espíritu Santo por la imposición de las manos. El Espíritu Santo es el «protector» (Paráclito), que, en ausencia de Jesús, los auxiliaría. El Espíritu de Dios es incompatible con el mundo, dominado por un espíritu contrario a Dios, que no conoce ni admite a Dios en su vida, ya que es un espíritu de autosuficiencia y endiosamiento; en cambio, ellos sí que lo conocen porque está con ellos.
Como les había dicho en la Última Cena, que cuando hubiera muerto, volvería a ellos con una vida tal que ellos vivirían por Él, esto es precisamente lo que ahora tiene lugar de forma misteriosa, pero real, por los sacramentos, y singularmente por los tres de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Por medio de ellos, se transmite, se fortalece y se alimenta la vida divina que Dios regala a los hombres, haciéndolos hijos suyos.
El pasaje de los Hechos de los Apóstoles diferencia claramente el sacramento del Bautismo del de la Confirmación. Éste segundo es menos conocido y valorado pues parece que incluso se puede llevar la vida cristiana sin él. Sin embargo es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana, que requiere la administración de los tres para que la vida cristiana sea normal y plena. De hecho, los Apóstoles, cuando tienen noticia de que los samaritanos han acogido la fe cristiana y han recibido el Bautismo en el nombre de Jesús, les envían a dos de los más destacados miembros del grupo para que les infundan el Espíritu Santo orando sobre ellos e imponiéndoles las manos.
Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el sacramento de la Confirmación acrecienta y profundiza la gracia bautismal, por la que, naciendo del agua y del Espíritu, somos engendrados como hijos del Padre; la acción del Espíritu nos une más estrechamente a Cristo, modelo de hombre e Hijo de Dios; la presencia del Espíritu en nosotros aumenta la eficacia de sus dones: de sabiduría e inteligencia, de consejo y de fortaleza, de ciencia y piedad, y el don del santo temor de Dios; la influencia del Espíritu nos vincula más estrechamente a la Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios, y el vigor del Espíritu que acompañó a Jesús en su misión nos fortalece para que demos testimonio valeroso de Cristo, hasta el derramamiento de nuestra sangre. Finalmente, por la unción con el santo crisma, el confirmando es sellado con la marca del Espíritu como propiedad de Cristo, puesto a su servicio y bajo su protección (n. 1285-1303).
Por el don del Espíritu Santo que se nos comunica en la Confirmación, adquiere nuevo auge la vida divina que germina en nosotros en el Bautismo, y que es la misma vida que Jesús tiene en común con el Padre y que los discípulos recibirán a través de Jesús. Una vida que esencialmente consiste en el Amor (vida en el Espíritu), que une a los discípulos con Jesús, y a Jesús, con ellos y con el Padre. Este amor no brota de nuestro corazón para que amemos a Dios, sino que es Dios el que nos amó y nos envió a su Hijo para que todo el que cree en Él tenga la vida eterna (1Jn 4,10; Jn 3,16).
La autenticidad de su amor a Jesús reside en que cumplen sus mandamientos (Jn 14,21; 15,10), que se resumen en el amor mutuo entre ellos como Él los ha amado (Jn 15,12.17).
Modesto García, OSA



En la lectura de los Hechos nos encontramos con el primer problema surgido en la comunidad cristiana. La rápida expansión del mensaje evangélico quiebra la organización marcada en un principio por los apóstoles. Los judíos de habla griega se quejan contra los de habla hebrea, porque sus viudas no son atendidas (Cfr. v.1). Ocurre en la primitiva comunidad lo que sucede normalmente en toda sociedad, unos reciben más que otros. Ante la injusticia, los apóstoles no se asustan, sino que dan una respuesta al problema, convocan a la asamblea y la piden que elijan de entre ellos a siete hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría (v.3)para servir a las mesas, mientras que ellos se dedicarán al servicio de la palabra. La escena que nos relata S. Lucas es muy aleccionadora. Ante una nueva necesidad, los apóstoles no se empeñan en mantener la situación reinante, sino que instituyen el ministerio del diaconado, cuya finalidad será la atención a los hermanos necesitados. Desde este momento, un distintivo esencial de la Iglesia, en todos los tiempos, en todas las culturas y circunstancias, y que la distingue de cualquier otra institución, será la caridad, la atención y el cuidado de las personas más vulnerables y necesitadas en sus múltiples necesidades. Lo estamos viendo cómo en estos momentos Iglesia se multiplica para llegar a las muchísimas personas que sufren las consecuencias de la pandemia. El servicio de la Palabra y el servicio de la caridad se alimentan mutuamente. No se puede entender la vida de la Iglesia como institución, como tampoco se puede entender la vida del cristiano sin tender la mano a las personas necesitadas. Según el texto, tanto los que se dedican a la oración y al servicio de la palabra (v.4)como los que se dedican al servicio de la mesas (Cfr.v.2) son el resultado del Espíritu. Es el Espíritu el que construye la comunidad y el que suscita los distintos dones o carismas en favor de la misma. Todo trabajo es un servicio que ayuda construir la Iglesia. Cuantos problemas evitaríamos si fuéramos capaces de reconocer que en la Iglesia todos los trabajos, el del obispo y el del sacerdote, el del catequista, el administrador, la madre de familia… son ministerios necesarios y dependientes del Espíritu, y que unos y otros contribuyen a construir la comunidad. Importa que todos nos sintamos dependientes del Espíritu Santo. Y todo trabajo bien hecho tiene la capacidad de ser un medio de renovación de la Iglesia y del mundo. Asumamos nuestras responsabilidades dentro de la Iglesia y de la sociedad mediante el servicio, superando así nuestra pasividad. Esta responsabilidad surge de nuestro bautismo. A partir de esta dignidad bautismal que compartimos todos los bautizados, surgen en la Iglesia los diversos carismas o ministerios, que no son otra cosa que diferentes maneras de servir a los demás. Como bautizados, todos somos responsables de la marcha de la Iglesia, la cual no es asunto exclusivo de los Obispos y los sacerdotes. Así mismo, como ciudadanos, todos somos responsables de la buena marcha de la sociedad, y no debemos adoptar la cómoda actitud de quienes esperan que el Estado lo haga todo.
Por el bautismo, además, participamos del único sacerdocio de Cristo y nos convertimos en un linaje elegido, un sacerdocio real (1P 2,9). El sacerdocio común de los fieles es distinto del sacerdocio ministerial, que se recibe a través del sacramento del Orden, pero no se opone a él. ¿Tenemos conciencia de la riqueza que supone pertenecer al pueblo de Dios, a la Iglesia del Resucitado? Como  pueblo sacerdotal, estamos llamados, cada uno en su ambiente, a anunciar la buena noticia a todos los que podamos, a ser signos creíbles de su amor, a anunciar las proezas de Dios. En la Eucaristía, por ejemplo, ejercitamos este sacerdocio bautismal en momentos muy expresivos, como es en la oración universal que pedimos por el mundo, o cuando entonamos nuestro canto del Sanctus en unión con los ángeles y los santos, y además como portavoces del universo y de la humanidad entera: por nuestra voz las demás creaturas, aclamamos tu nombre cantando (Prefacios de la misa).
Ante la persecución que sufría la comunidad y ante las distintas maneras de entender la vida cristiana, el evangelista insiste en animar a la comunidad para que superen las dificultades. ¡No se turbe vuestro corazón! (v.1). Muchos pensaban que su manera de entender la vida cristiana era la única o la mejor. En la casa de mi Padre hay distintas moradas (v.2). No es necesario que todos piensen de la misma manera, lo importante es que todos aceptemos a Jesús y que, como él, tengamos las actitudes de comprensión, de servicio y de amor. Amor y servicio son el elemento de unión entre las diversas comunidades y de que sea una Iglesia de hermanos.

Jesús se muestra como el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí (Jn. 14,6). Tres palabras importantes. Sin un camino, no se anda. Sin verdad, no se acierta. Sin vida, sólo hay muerte. Jesús explica el sentido, porque nadie viene al Padre sino por mí (v.6). Jesús es la verdad, porque mirándole a él, estamos viendo la imagen del Padre, si me conocierais a mí, conocerías también a mi Padre (v. 7). Jesús es la vida, porque caminando como Jesús caminó, estaremos unidos al Padre y tendremos la vida en nosotros.
Vicente Martín, OSA



El protagonismo de la imagen de Cristo Buen Pastor aparece en varios otros textos de la celebración eucarística de este domingo. Ya en la oración inicial pedimos que “el rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor”; en el salmo responsorial proclamamos gozosamente: “el Señor es mi Pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar”; la carta de san Pedro acaba con estas palabras: “habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas”; la antífona de la comunión afirma que “ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey”; y en la oración final se invoca a Dios Padre como Pastor: “Pastor bueno…, haz que el rebaño adquirido por la sangre de tu hijo pueda gozar eternamente de las verdes praderas de tu reino”.       
Dios, Pastor de su Pueblo, era una imagen familiar para el pueblo judío y lo era también para Jesús, como lo hemos podido ver; una imagen que hicieron muy suya los primeros cristianos, al punto de representarlo cargando en sus hombros la oveja perdida o enferma. Una imagen que no ha perdido vigencia para los creyentes de hoy. Puede ser que a alguien no le guste el símil del pastor y las ovejas, sobre todo para quien cree que “rebaño” y  “ovejas le siguen al Pastor”, significaría una visión paternalista y gregaria de la comunidad eclesial. Rotundamente no; Jesús a sus seguidores los describe con rasgos claramente personalistas y de respeto a la libertad de cada uno. Sólo quienes malinterpreten lo que hace y dice el Buen Pastor y los que hacen sus veces, negándose a descubrir el verdadero contenido de su oficio, rechazarán su imagen.
Cuantos hoy como ayer interpretan torcidamente las bellos símiles empleados por Jesús, podrían releer la Constitución “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II. Ni el Papa, Vicario de Cristo en el pastoreo, ni la Iglesia jamás obligarán a nadie a entrar por la Puerta que es el propio Cristo. Uno y otra sencillamente invitarán y presentarán motivos suficientes para que, desde la libertad, pueda entrar quien se encuentra fuera. En el pasado, no pocos -intelectuales o no- pasaron por las mismas oscuridades y optaron finalmente por la luz. Sólo tres ejemplos: Agustín de Hipona, Ignacio de Loyola y García Morente. Ahora, desde el más allá, ellos y tantos otros miran a quienes dudan o no se atreven a acercarse a ese Cristo que es la Puerta que, aunque estrecha, Él te la podrá franquear, si quieres de veras.   
Cristo, Buen Pastor, nos conoce personalmente por nuestro nombre y nos abre la puerta de la vida en el aquí y ahora y nos garantiza que siguiéndole, la encontraremos abierta en el más allá. “Yo estoy con vosotros todos los días” -nos dijo- y en nuestro caminar alienta en nosotros una esperanza indestructible que nos impulsa a convertirnos a un amor sin límites, a un aguante alegre y a una acción siempre en marcha. De este modo, en palabras del Apóstol, “buscaremos los bienes de arriba donde Él está” y lo veremos en plenitud; pero antes de llegar allá no nos desentenderemos del mundo donde Dios nos quiere por el momento caminando como testigos de la Resurrección de Jesús y de nuestra esperanza en Él.
Teófilo Viñas O.S.A.


La mañana de aquel día primero de la semana para los judíos, domingo (o día del Señor), para los cristianos, fue una mañana desconcertante y sobrecogedora. Las mujeres que habían preparado los aromas para embalsamar a Jesús fueron muy temprano al sepulcro. Se encontraron la piedra corrida y la tumba vacía. Unos ángeles les anunciaron que Jesús había resucitado. Cuando volvían a la casa a comunicarlo a los discípulos, les salió Jesús al encuentro y les reiteró el encargo. Llenas de temor, por la cercanía de lo sobrenatural, y de alegría, les transmitieron el mensaje, pero no las creyeron. Si bien Pedro y Juan corrieron al sepulcro a cerciorarse de la verdad del anuncio de las mujeres; pero no vieron a Jesús ni vivo ni muerto, lo que los dejó en la duda. Los dos de Emaús no sabían, cuando partieron de Jerusalén, que el Señor se había aparecido a Pedro.
Desencantados por lo que consideraban el fin de su esperanza mesiánica puesta en Jesús, de la liberación del pueblo de sus dominadores, y desesperanzados de que fuera a producirse alguna sorpresa (pues ya hacía tres días que había muerto Jesús, que era el tiempo estimado en que el alma se cernía alrededor del cuerpo), se volvían a su pueblo a seguir con la rutina de cada día. Jesús había sido ciertamente un gran profeta acreditado por Dios, con obras portentosas; pero, como tantos profetas, había sido eliminado por los destinatarios de su mensaje. Les quedaba claro que no era el Mesías, cuyo destino había de ser ciertamente glorioso.
Iban conversado del tema del que hablaba toda la ciudad de Jerusalén: lo de Jesús de Nazaret, cuando se les une el mismo Jesús, que se inmiscuye en su diálogo. Viene a hacerles caer en la cuenta de lo equivocados que están al deducir que la pretensión de Jesús había terminado en un fracaso. Les argumenta con las alusiones a su misión y destino a lo largo de las Escrituras, pasando por Moisés y los profetas. La explicación de Jesús les va abriendo los ojos de la mente para comprender y va restableciendo la esperanza en sus corazones, hasta el punto de llevarlos al convencimiento de que Jesús ha completado su misión: es decir, ha alcanzado la gloria (pues el Padre no lo abandonó en los brazos de la muerte) y ha consumado la salvación de los hombres. Sólo les queda encontrarse con Él cara a cara. Y he aquí que se les presenta la ocasión cuando lo invitan a entrar en su casa y quedarse con ellos. Sentados a la mesa para cenar, lo reconocieron en la fracción del pan (no se trata de la Eucaristía).
Les faltó tiempo para desandar el camino a contar a los discípulos que habían visto vivo al Señor. También los discípulos les dijeron que se había aparecido a Pedro. Así pues, se había cumplido lo anunciado por Jesús, esperado vacilantemente por los discípulos y temido por los jefes religiosos de los judíos: Jesús había resucitado.
A la luz del Espíritu Santo enviado por Jesús desde el Padre, para que los llevara al conocimiento de la verdad plena (Jn 15,26-27; 16,13), lo vieron claro los discípulos. Impulsados por el Espíritu, Pedro y el grupo de los Once, persuaden a los judíos de que ellos habían sido los responsables del trágico final de Jesús entregándolo a la muerte en manos de los paganos, pero todo había sucedido conforme al plan de Dios (Hch 2,23). Un plan previsto por Dios desde antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos por nosotros (1Pe 1,20). Nosotros, los cristianos, creemos que Dios resucitó a Jesús y lo glorificó, y gracias a Cristo, creemos y esperamos en Dios.
Creemos que Dios nos adopta como hijos en Cristo, que nos rescató de las ataduras de la muerte a precio de su sangre preciosa. El precio que se ha debido de pagar por nuestra manumisión nos ha de hacer extremar el aprecio y la fidelidad al don de Dios. La confianza de sabernos hijos de Dios no nos ha de llevar al descuido, dejándonos llevar de la inercia de nuestras aspiraciones mundanas, sino a vivir en la obediencia filial, como santos, hijos del Santo, pues Dios es también juez justo que nos retribuirá según nuestras obras.
Modesto García, OSA


Celebramos el segundo domingo después de la Pascua. Los discípulos, al ver frustradas sus expectativas mesiánicas, tienen la mente embotada y no podían entender nada de lo que había ocurrido. La crucifixión de Jesús les había dejado paralizados y se encuentran encerrados por miedo a los judíos (20,19). Tomás no estaba con ellos. Que las puertas estén atrancadas no es óbice para que Cristo ya resucitado se les aparezca, como tampoco lo fue para que la piedra del sepulcro le impidiera salir de la tumba. En medio de sus temores, se les aparece Jesús. Las primeras palabras para ellos son: Paz a vosotros, y les mostró las manos y el costado (v. 20). Jesús resucitado ha adquirido una cualidad diferente. No necesita que las puertas estén abiertas para hacerse presente, y el mostrarles las manos y el costado confirman su resurrección, al tiempo que es reconocible por los discípulos, que se llenaron de alegría (v. 20). Jesús sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (v.22). Éste será el punto de partida para los apóstoles. A partir de ahora, con la fuerza del Espíritu Santo, estos hombres tendrán la fuerza para salir y proclamar por todo el mundo que Cristo resucitó. Los discípulos tendrán paz, a pesar de ser perseguidos por un mundo que les odiará tanto como odiaba a Jesús.
Faltaba el apóstol Tomás. Cuando sus compañeros le dijeron que habían visto a Jesús resucitado,se negó a creerles. Solo creería si podía ver en las manos la señal de los clavos y si podía meter el dedo en su costado (Cfr. 25). Tomás tiene que enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús, porque no estaba con los discípulos cuando Jesús se les aparece. Otra vez las puertas están cerradas (v. 26), pero el evangelio ya no habla de miedo. Todo lo demás, igual que en la primera parte. Jesús de nuevo les da su paz. Se dirige a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos: trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente (v.27). El discípulo que había dudado de la resurrección de Jesús, pronuncia la mayor confesión de fe en la divinidad de Jesús: Señor mío y Dios mío (v.28). Jesús no condena a Tomás por su falta de fe, sino que le ayuda a creer (v. 27). Tomás ha exigido ver y tocar al Señor resucitado, y Jesús se lo permite, pero le basta ver su cuerpo herido y resucitado. En lugar de reprimendas, Jesús da la paz cuando se aparece a los suyos, les devuelve la alegría que nunca perderán y que nada ni nadie se la podrá arrebatar.
Muy aleccionador nos resulta el evangelio de hoy para nosotros cristianos del siglo XXI, los bienaventurados por creer sin haber visto (v.29). Debe servirnos de consuelo saber que los apóstoles, antes de brindarnos su testimonio sobre el Resucitado, nos ofrecen sus miedos, sus cobardías y su incredulidad. El Resucitado, como a los apóstoles, también puede vencer nuestras resistencias, y manifestarnos que realmente está vivo, que no se quedó en el sepulcro. Y esta es la buena noticia del evangelio. Y quien se encuentra con Cristo Resucitado, siente la necesidad de comunicar, de compartir y de celebrar su fe, de convertirse en testigo. Una fe individual es signo de una religiosidad, pero no de un encuentro con el Señor ni de que Cristo sea buena noticia. Si en la vida ordinaria, el anuncio de un noviazgo, la primera noticia de un embarazo, p. e., se muestra en la cara y en el comportamiento,  ¿cómo no va serlo la experiencia de encontrarse con Cristo resucitado? Posiblemente en nuestras retinas se mantengan los testimonios y la alegría de muchos cristianos sirios de estos últimos años, que pese al peligro que corrían sus vidas en cada instante, irradiaban una paz contagiosa. La alegría del Señor ocupa nuestros miedos, nuestros temores.  La paz y la fuerza del Señor llegan a todos los que le creen vivo. Al Jesús Resucitado, tenemos que anunciarlo, salir de nuestra seguridad personal. Tomás tuvo más dificultad para creer por no encontrarse con los demás. Será difícil testimoniar a Cristo si vivimos alejados de los demás hermanos.
Jesús, como a los discípulos, nos  ofrece la fuerza del Espíritu Santo con la misión de ser portadores del perdón en nuestra vida. No podemos reducir el perdón solamente al sacramento de la penitencia. ¿Cómo es posible que muchos cristianos seamos los más intransigentes para ofrecer el perdón y los primeros para exigir justicia? ¿Podremos llevar la paz de Cristo al mundo si nosotros no tenemos paz?  Como testigos de Cristo resucitado, no estamos en este mundo para que nos perdonen, sino para perdonar.

Al anochecer de aquel día, el primero día de la semana (v.19), es decir, en domingo, cuando están reunidos para la Fracción del Pan, tiene lugar el encuentro con Jesús Resucitado. Hoy la mayoría no podéis participar presencialmente de la eucaristía, pero el Jesús Resucitado se sigue apareciendo en nuestras casas cerradas por miedo al coronavirus a través de su Palabra cuando la leemos o escuchamos. La televisión, la radio y otros muchos medios nos están haciendo descubrir miles de brazos de este cuerpo místico unido, ensamblado y vemos enfermeros, médicos, policías, camioneros, personal de limpieza, miles de familias confinadas, y cientos de personas que se juegan la vida por los demás. Ahí está Cristo resucitado: Paz a vosotros.
Vicente Martín O.S.A.



Hermanos, en esta noche santa, celebramos la resurrección de entre los muertos de nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. La liturgia de la palabra nos ofrece varias lecturas, alusivas a diversos hitos de la historia de la salvación, que abarca desde la creación del mundo hasta su transformación en el cielo nuevo y la tierra nueva.
Dios, el Ser inmortal y dichoso, creó el mundo -criatura esencialmente necesitada de su Creador- con buena intención: para su salvación, es decir, para que alcanzara una existencia consolidada y gloriosa.
Toda la creación, por la inercia del impulso divino inicial, obtuvo la cumbre de su evolución en el hombre, único ser del mundo capaz de comprender el sentido de la realidad y de obrar con un fin, y en quien recae la responsabilidad del éxito o el fracaso del universo.
El proyecto divino sobre el mundo pudo acabar en rotunda frustración por el pecado del hombre, pues, apartado de Dios, el ser humano no tiene futuro, sino que sólo puede curvarse hacia la nada. Pero el hombre no es sólo naturaleza bruta que cumple maquinalmente su destino, sino un ser espiritual indestructible (a semejanza de Dios), consciente de sí mismo. Por lo que, si Dios lo hubiera abandonado a su suerte, se habría visto abocado a su perdición eterna.
Mas Dios, que lo creó en un “arranque” de amor generoso, se comprometió amorosamente con él, poniendo en juego todo su ingenio divino, todo su poder y amor divinos para –respetando su libertad- asegurar, sin embargo, la adhesión fiel del hombre a su proyecto divino, condición indispensable para acceder a la comunión con la Trinidad: por ello, el Hijo de Dios se hizo hombre. De este modo, unido indisolublemente al hombre el Hijo de Dios aseguraba la unión inquebrantable del hombre con Dios; y, por medio del hombre, de toda la creación.
Desde el primer momento en que el hombre dio un paso en falso, éste contó con la promesa divina que empeñaba al mismo Dios en la redención del hombre miserable, si bien hubo de transcurrir un tiempo indeterminado hasta la ejecución de su propósito por la encarnación del Hijo de Dios como un verdadero hombre.
Como auténtico hombre, el Hijo de Dios fue afiliado a una rama del linaje humano y adscrito a un pueblo asentado en un territorio, dotado de una lengua y una cultura. El Hijo de Dios nació como judío, descendiente de Abrahán.
El pueblo hebreo es el paradigma de toda la humanidad: su esclavitud en Egipto, su milagrosa liberación, su prolongada travesía por el desierto, su asentamiento en Canaán la Tierra Prometida…, todo ello constituye una imagen, un anticipo de la historia sagrada de la humanidad, que se clausurará al final de los tiempos.
A fuerza de tropiezos y severos correctivos, Israel fue tomando conciencia y asimilando que era el pueblo elegido por Dios para mantener viva la esperanza de la humanidad de lograr la salvación irreversible.
El destierro de Israel en Babilonia (un hecho clave en la historia del pueblo elegido) reproduce la expulsión del hombre del paraíso por causa de su pecado; y el retorno del pueblo judío a su patria es la reedición de su entrada en la Tierra Prometida, primicia, a su vez, de la llegada de la creación al estado glorioso alcanzado ya por Cristo y su Madre la Virgen María.
En orden a la consecución de esa meta suprema, el hecho definitivo ocurrido en este mundo, pero que es ya el comienzo del mundo nuevo, es el de la resurrección de Jesucristo, en quien la creación rebasa su condición de criatura para acceder a la gloria de Dios.
Esto es lo que celebramos en esta noche santa, iluminada por la luz que irradia Cristo resucitado. En Él la oscuridad de la fe cede su puesto a la claridad de la visión; gracias a Él, nuestra vida se llena de luz y de sentido, como sucede en la nueva Jerusalén , que no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero (Ap 21,23).
Por eso, esta noche es noche de júbilo y día de esperanza y momento de entonar el aleluya.
Modesto García, OSA




Al margen de las limitaciones a las que se ven sometidos los sacerdotes este año para poder celebrar la liturgia de la Semana Santa por causa del coronavirus, toda la Liturgia del Viernes Santo se centra en la Cruz. Terminada la primera parte de la Liturgia, el sacerdote lentamente va mostrando la Cruz y entona: Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. El pueblo responde: Venid a adorarlo. Mirad. ¿Qué tenemos que mirar? ¿Dos palos cruzados? ¿Una cruz embellecida de piedras preciosas o con una decoración artística? Mirad, fijaos: En la cruz estuvo crucificada la salvación del mundo, pero no es la cruz lo importante; lo importante es el amor que llevó a Cristo hasta la cruz para entregarnos voluntariamente su vida, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Y a la cruz precedió la agonía en el Huerto de los Olivos, la flagelación, la coronación de espinas, el peso de la cruz, las mofas y burlas de la soldadesca y del pueblo, las traiciones… La muerte de Jesús no fue una muerte cualquiera, fue una muerte infame, muerte de esclavo, o peor la de un pecadorrenegado; muerte que aceptó como un deshecho de la humanidad; así cargó con nuestros pecados y todo por nuestro amor. Hasta tal punto llegó la entrega que el profeta Isaías había anunciado de él: desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano (52,14). La cruz es el trono del Amor de Dios, esla cátedra desde donde Dios más nos habla. Nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por los demás (Jn 15,13), había dicho Jesús. San Pablo resumirá toda la fuerza del Evangelio en la cruz de Jesucristo (cfr. 1Cor 1,17-18). Hoy molesta contemplar a un hombre clavado en la cruz. Esto no nos extraña, ya San Pablo hablaba de los falsos hermanos que querían abolir la cruz: Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3,18).
Por mucho que conozcamos el hecho, no nos resulta fácil comprender tanto amor, pero cuanto más nos acerquemos a él, más nos acercaremos al misterio de la mayor entrega por amor; y quienes más huyan, más absurdo les parecerá. ¿Por qué la cruz? Porque el amor se aquilata en el sufrimiento. Sólo quien ama, sufre, y solo el amor es más fuerte que la muerte. Lo vemos diariamente, sólo el verdadero amigo apura hasta la última gota el sufrimiento del amigo. Amar requiere el vaciamiento de todos nuestros egoísmos. Ante el aparente fracaso,  Jesús nos dice: ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? (Lc 24,26).
Cristo nos asocia también a su cruz y sigue sufriendo en cada uno de sus miembros. Al dolor de tantos enfermos y de tantos problemas diarios, se suma este año la pandemia que llega a todos los rincones del mundo. Especialmente el Viernes Santo de este año, no podemos verlo como espectadores: miles de fallecidos, la soledad aterradora de muchísimos enfermos, el dolor de los familiares que no pueden acompañar a sus muertos en la última despedida, el cansancio exhausto de tantas personas que se juegan la vida por salvar a los hermanos… La cruz nos aplana, pero si Cristo descendió a los infiernos, es decir bajó hasta lo más profundo a donde puede llegar un ser humano, con Jesús podemos enfrentarnos al dolor y al sufrimiento. Cuando los sufrimientos nos ahogan, cuando no podemos más, cuando creemos encontrarnos en un callejón sin salida, miremos detenidamente  a la cruz de Cristo y dejémonos mirar también por él. Jesús nos invita a tomar nuestra cruz: El que quiera venir en pos de mí, que se Y cómo cambia la actitud de quien con humildad y sinceridad se pone ante la cruz de Cristo. No tengamos miedo a la cruz en nuestra vida. Los dolores, los sufrimientos pasan, y sólo queda el fruto de la semilla plantada, que dará frutos de vida eterna, porque de la misma manera que Dios resucitó a su Hijo, también nos resucitará a nosotros. Nuestro sufrimiento unido al de  Cristo termina en resurrección. La cruz está hecha a la medida de cada persona. Podrá parecer absurda la cruz, pero Cristo está dispuesto a llevársela a quien se deje. Porque no hay cruz en la vida humana que el Señor no comparta con nosotros.
Muchas personas desfilan durante el relato de la pasión: Pilato, el Cirineo, las mujeres… ¿Con quién nos identificamos?  ¿Con la postura de todos aquellos que llevaron a Jesús hasta el madero de la cruz? ¿Queremos lavarnos las manos como Pilatos y no comprometernos a ir contracorriente? ¿Queremos ser cirineos que ayudan a llevar la cruz a Jesús? ¿Estamos dispuestos a ser como las mujeres que valientemente acompañan a Jesús?  
Vicente Martín, OSA



San Pablo , en su Carta a los corintios, nos ha recordado lo que hizo Jesús en la noche en que iba a ser entregado. A la narración del hecho histórico, el Apóstol añadió su propio comentario: cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva (1 Cor 11,26). Su mensaje es claro: la comunidad que celebra la Cena del Señor actualiza la Pascua. La Eucaristía no es la memoria de un rito pasado, sino la viva repetición del gesto supremo del Salvador. Al contemplar en la tarde de hoy el misterio de amor que nos vuelve a proponer la Última Cena, también nosotros tenemos que permanecer en amorosa y profunda adoración.
La Iglesia sigue repitiendo las palabras de Jesús y sabe que está comprometida a hacerlo hasta el fin del mundo. En virtud de las palabras pronunciadas por el sacerdote se realiza un admirable cambio: permanecen las especies eucarísticas, pero el pan y el vino se convierten, de acuerdo con la feliz expresión del Concilio de Trento, “real, verdadera y substancialmente”, en el Cuerpo y en la sangre del Señor. La mente se siente perdida ante un misterio tan sublime. Esto es mi cuerpo… Ésta es mi sangre (Mt 26,26-28). Apoyados en esta fe, y por esta luz que ilumina nuestros pasos también en la noche de la duda y de la dificultad, somos capaces de afirmar: ¡Yo creo, Señor!
En el siglo IV de nuestra Era nos encontramos a san Agustín que, ante el “Misterio de la fe“, confesaba con profunda reverencia y amor apasionado: “¡Oh!, Sacramento de piedad, ¡oh!, signo de unidad, ¡oh!, vínculo de caridad. Quien quiere vivir saber dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida; que se acerque y que crea; que se incorpore a este Cuerpo para que participe de su vida” (Coment. al Evang. de san Juan, 26,13).
Y ahora nuestra mirada se dirige a la tercera parte del tríptico que compone la liturgia hoy. Se lo debemos a la narración del evangelista Juan, en la que aparece la imagen desconcertante del lavatorio de los pies. Con este gesto, Jesús recuerda a sus discípulos de todos los tiempos que la Eucaristía exige un testimonio en el servicio de amor a los hermanos. Hemos escuchado las palabras de Maestro divino: Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros unos a otros (Jn, 13,14). Es un nuevo estado de vida que deriva del gesto de Jesús: Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis (Jn 13,15).
Efectivamente, el lavatorio de los pies se presenta como un acto paradigmático, que tiene su clave hermenéutica y su explicación plena en la muerte y en la resurrección de Cristo. En este acto de servicio humilde, la fe de la Iglesia ve el fin natural de toda celebración eucarística. Es decir, la auténtica participación en la Misa no puede dejar de generar amor fraterno en toda la comunidad eclesial. Ahí está el porqué en el día de hoy nos acordamos especialmente de CARITAS y también de quienes en los Santos Lugares cuidan de ellos con no pequeños sacrificios y carencias.
Dice san Juan: Los amó hasta el extremo (13, 1). En efecto, la Eucaristía constituye el signo perenne del amor de Dios, un amor que sostiene nuestro camino hacia la plena comunión con el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Es un amor que supera la capacidad del corazón del hombre. Al detenernos esta tarde noche a adorar el Santísimo Sacramento y al meditar en el misterio de la Última Cena, nos sentimos sumergidos en el océano de amor que mana del corazón de Dios.
Oremos con san Agustín¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad y vínculo de caridad! Quien quiere vivir sabe dónde encontrar la fuente de la vida, Aproxímese, crea, entre a formar parte del cuerpo (Tract. Evang. s. Juan, 26,13).
Teófilo Viñas, O.S.A.



A mediodía, cuando el sol alcanza su cénit, la tierra quedó en tinieblas en Jerusalén, algo más que un simple fenómeno natural: un signo del luto de la naturaleza por la agonía mortal de su Creador; pierde su luz al apagarse el que es su gloria esplendorosa, pierde su sentido al eclipsarse su origen y destino. El sol se niega a alumbrar aquella escena del Calvario, no quiere ser testigo de una atrocidad inaudita de los hombres: la de dar muerte a su Señor.
Allí, en el Calvario, fuera de las murallas de la ciudad, expulsado del recinto que cobija a sus ciudadanos, como un indeseable, como un proscrito, está clavado entre dos malhechores el Hijo del Dios eterno: ha venido de parte del Padre a restablecer la relación familiar entre los hombres y Dios, que devolviera a los primeros la esperanza de la vida eterna por su comunión en la vida del mismo Dios; pero ha obtenido el rechazo, la condena y la ejecución ignominiosa de la Cruz.
Suspendido entre el cielo y la tierra –empeñado en lograr su reconciliación–, llega a tener la sensación de que ni en uno ni en la otra encuentra sitio ni se le quiere. En la tierra, casi todos lo han abandonado: un discípulo de los más queridos, Pedro, lo ha negado; otro, Judas, lo ha traicionado; todos –menos Juan– han desaparecido. Al pie de la Cruz, tan sólo están su madre, el discípulo amado y algunas mujeres. Para colmo, la oscuridad le hace más espesa la soledad, privado de todo contacto físico o visual.
Pero lo más terrible para Él era que los representantes de la religión de su pueblo hicieran mofa de Él a costa de su piedad para con Dios, a quien siempre se había sentido íntimamente unido, con una confianza filial, desde el vientre de su madre: Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: “Soy Hijo de Dios” (Mt 27,43). Le echan en cara que Dios, en quien confiaba, no moviera un dedo para ayudarle. ¿Sería verdad que Dios lo rechazaba y se ponía de parte de sus enemigos? Éstos lo acorralan como una jauría de mastines, como una banda de malhechores para hacerse con sus despojos: le han quitado sus vestidos y echado a suerte su túnica; lo han descarnado y escarnecido, se pueden contar sus huesos; le han taladrado sus manos y sus pies. Lo miran triunfantes de haber logrado acabar con Él. ¿Acaso está Dios también entre los que lo aplastan contra el polvo de la muerte?
En esta situación agónica, Jesús exclama con gran voz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Suena como un grito de angustia y desesperación, de una tristeza mortal a la que no puede sobreponerse su espíritu, a punto de desfallecer. ¿Por qué, Padre, permaneces sordo a mi súplica? ¿Acaso no te importa la situación injusta en que me encuentro? Si Tú me dejas de tu mano, ¿quién se apiadará de mí para hacerme justicia?
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Sal 21/22,2) es también la exclamación inicial del salmo 21/22, que es una de las composiciones más impresionantes del salterio, una oración de lamentación individual, que refleja toda la tragedia del hombre que se siente injustamente tratado por los hombres, mientras Dios con su silencio parece aprobarlo. Pero, a pesar del arranque del salmo, no hay en él desesperación, sino confianza extrema de un hombre piadoso; no pide venganza, sino clemencia para sus verdugos.
Constituye este salmo una ayuda inestimable para adentrarnos un poco en el corazón de Jesús en el momento de su agonía. Sin duda, Jesús lo reza desde lo más profundo de su humanidad; con toda la sinceridad de su alma, como iniciador y consumador de la fe (Heb 12,2).
El salmista ha sido escuchado por Dios, que no lo ha defraudado: le dio satisfacción frente a sus enemigos, lo libró de las garras de la muerte y le hará vivir para Él. Por eso lo alabará mientras viva y su descendencia lo bendecirá por generaciones.
Sin embargo, la situación de Jesús es trágica en extremo, apurada e irreversible, pues su vida, no sólo está en peligro, sino que se le escapa por las heridas y está entrando en la agonía. Aunque Él se encuentra en la más desoladora soledad, en los más crueles tormentos, en el más absoluto desprecio, en la más negra oscuridad en que ni a tientas siente a Dios, sabe que Dios ha escuchado la súplica que le ha dirigido con gemidos y lágrimas, y eso le ensancha el corazón, y le da confianza en el postrer suspiro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Espera vivir tranquilo en la presencia de Dios, gozando de su amistad, junto con una descendencia incontable, la compañía de sus hermanos, nosotros, por quienes aboga ante el Padre como Sacerdote, y por quienes ofrece el sacrificio de su vida.
Modesto García, OSA



En las situaciones inesperadas y desconcertantes también Dios se hace presente. El momento que estamos viviendo, como consecuencia de la pandemia mundial, nos hace vivir la fe y la comunión de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, de una forma nueva. El no tener acceso a los sacramentos ni a la iglesia no es impedimento para que podamos escuchar la voz de Dios o para sentir a través de la televisión y de la radio la cercanía y oración de los hermanos que están al otro lado.
En este quinto y último domingo de Cuaresma, el salmo 129 con el que damos respuesta a la Palabra de Dios, nos viene como anillo al dedo. Es uno de los salmos que entonaban los israelitas en su peregrinación a Jerusalén y al Templo. El salmo es una oración transida de arrepentimiento y humildad, cargado de una esperanza ciega en la misericordia de Dios. El salmista se dirige a Dios desde lo profundo de su aflicción para que le auxilie, para que lo rehabilite en su amistad con Él. Comienza el salmo con un grito: Desde lo hondo, a ti grito, Señor (v.1), seguro de alcanzar la misericordia y la compasión de Dios. Es un grito dolorido que se inserta en la fe del pueblo, que se siente perdonado de sus pecados y rescatado de la esclavitud egipcia. Hay otro grito profético (Sal 22,1) y será Cristo quien lo cumpla clavado en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?    
También nosotros, ante la pandemia que estamos viviendo, desde lo más profundo de nuestro ser, gritamos y con atrevimiento filial, le decimos a Dios: Dios mío, ¿por qué nos has abandonado? Reconocemos nuestros pecados personales y reconocemos los pecados de la sociedad. Nos hemos olvidado de Dios como el pueblo hebreo, hemos levantado nuestros becerros con distintos nombres. Hemos llegado a creer que Dios sobra en nuestra vida, que nos estorba, pero nuestros becerros tienen los pies de barro, la realidad nos hace abrir los ojos, un simple virus ha puesto en jaque a todo el mundo. Con el salmista volvemos los ojos a Dios, confiados en su bondad y misericordia, y desde lo más profundo le pedimos a Dios que nos auxilie, que nos mantenga en la esperanza, confiando como el centinela, en que escuchará nuestra oración.
Estamos viviendo una situación que pone a prueba nuestra fe. Estamos palpando nuestra fragilidad y sentimos la necesidad de acercarnos más a Dios. Pero podemos creer que Dios no nos escucha. Leemos en el evangelio que Marta y María, también vivieron una situación algo semejante a la nuestra. Ante la gravedad de su hermano Lázaro, les quedaba la esperanza de que su amigo Jesús vendría y le curaría, y con esa esperanza le mandan un recado. Les bastarían pocas palabras para que Jesús supiera lo que tenía que hacer: Señor, el que tú amas está enfermo (v.4), pero Jesús parece que se hace el desentendido, prolonga su estancia y cuando llega, Lázaro ha muerto. Pese a la confianza que tenían las hermanas en Jesús, su fe se tambalea: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano (v.21). Pero ¿era correcto lo que ellas esperaban de Jesús?
Con frecuencia nuestra fe es débil y en estos momentos está sometida a prueba, nos cuesta ver la compasión de Dios. Necesitamos los ojos de Dios para mirar a la cruz y descubrir que quien de ella cuelga es el mismo Hijo de Dios. ¿Mayor locura o mayor absurdo a los ojos humanos? La cruz de Jesús, aparente fracaso, es el paso al mayor triunfo imaginable: su resurrección. Dios no se ha comprometido a salvarnos de todo tipo de enfermedades o a librarnos indefinidamente de la muerte, se ha comprometido a darnos su misma vida y a que la tengamos en abundancia. Hoy nos pide que pongamos nuestros ojos en Él. Jesús es capaz de hacer mucho más de lo que pedimos o creemos necesitar. Nadie más que él podía decir: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá (v.25). Esta es la mayor revelación de Jesús, tiene poder sobre la vida y sobre la muerte, y aquí radica el meollo del texto evangélico. ¿Crees esto? (v.27). Y momentos después Jesús se echa a llorar por la muerte de Lázaro. ¿Creemos, aunque no lo comprendamos, que Jesús está a nuestro lado también en estos momentos? También a ti y a mí, Jesús nos pregunta: ¿Creemos que también llora con nosotros por tantos muertos, por tantos enfermos, por tanto dolor…? ¿Creemos que Jesús en estos momentos nos visita y llora con nosotros por la catástrofe que estamos viviendo? Son días para pedirle que nos abra los ojos como se los abrió a Marta y María al misterio de la vida nueva, que nos abra los ojos para ver que el poder de Dios va más allá de nuestras expectativas, para creer que él llora con nosotros porque nos ama asumiendo nuestra condición humana en su totalidad. Cristo manifiesta que tiene poder sobre nosotros tanto en la vida como en la muerte, que nuestra muerte física es el preludio de nuestra resurrección. Cristo nos dice como a Lázaro: Sal afuera (v.43) del sepulcro de la tristeza, del miedo… Sal afuera. Yo he venido para que tengáis vida en abundancia hoy, mañana y siempre. Yo soy la resurrección y la vida.
Vicente Martín, OSA



Efectivamente, no pocos de los males de este mundo tienen una explicación racional. No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que los males que sufren muchos se deben a la propia persona o a los abusos, irresponsabilidades y egoísmos de otros. Cuando la víctima  es inocente, puede que los vicios de los padres vengan a reproducirse en los hijos; puede también que otras personas de su entorno tengan su parcela de culpa. Cuando no aparece o no existe conexión entre el mal y culpa alguna, estamos ante un misterio cuyo referente es Cristo, un Cristo paciente y crucificado. Una cosa es cierta: en el mal, físico o espiritual, contra el que luchamos, siempre encontraremos un Dios que camina con nosotros.
Vengamos ahora al caso de la curación del ciego de nacimiento. Jesús, tras untarle los ojos con lodo, lo envía a lavárselos en la piscina de Siloé. Fue, se lavó y volvió con vista (Jn 9, 7). Ante el extraordinario suceso se movilizaron todos los asistentes; nace una discusión de carácter teológico. Se cita ajuicio a los padres, que quieren desentenderse por miedo a las autoridades religiosas judías, ya que éstas habían decidido excluir de la sinagoga al que confesara que Jesús era el Mesías. El pueblo queda indeciso; tan asombroso les parece el milagro que para no admitirlo se niegan a aceptar que se trate de la misma persona que mendigaba. Y, aunque algunos creyeron en Jesús ante la evidencia del hecho, otros encontraban una grave objeción: el que viola el sábado es un pecador y si es pecador su acción no puede venir de Dios.
El ciego, por su parte, insiste en afirmar que él ha sido curado. Y con un sentido común él argumenta contra aquellos doctores de la Ley: Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios no tendría ningún poder. (A lo que ellos) Le replicaron: “has nacido completamente empecatado ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” Y lo expulsaron (Jn 9, 32-34). Se enteró Jesús de que lo habían expulsado de la sinagoga y al encontrarse con él le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. Él dijo: Creo, Señor. Y se postró ante Él (Jn 9, 35-38).
En el pasaje evangélico que acabamos de comentar brevemente podemos ver que existen dos clases de ciegos. Inicialmente parece que hay uno solo, pero luego podemos ver que hay algunos más. Al primero le faltaba la luz física de los ojos; a la mayor parte de los personajes que intervienen en la escena lo que les faltará es la vista interior de la fe; creen ver y se cierran en su postura. El ciego, desde la realidad que está viviendo, les muestra sus contradicciones. Y ante la pregunta hecha a Jesús por los fariseos sobre si ellos también estaban ciegos, Él los va a desenmascarar: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “nosotros vemos”, vuestro pecado permanece (Jn 9, 41).
Y volviendo a nosotros, nos podemos preguntar si de veras nos identificamos con el ciego que recuperó la vista y con otro pequeño grupo, en el figuraban los apóstoles y discípulos y algunas personas más, convencidos por la argumentación del propio ciego. Ciertamente que nuestra misma presencia en la iglesia constituye una elocuente respuesta, pero el Señor siempre pide algo más. Y si no, ved las exigencias que hace el apóstol san Pablo en la segunda lectura de hoy a la comunidad de Éfeso, cristianada por él: Antes sí erais tinieblas, pero ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Buscad lo que agrada al Señor (Ef 5, 7-10).
Caminar como hijos de la luz significa para san Pablo que hemos de vivir en la bondad, la justicia y la verdad. No podemos actuar como los escribas y fariseos del evangelio de hoy, que se empeñaron en  no salir de su ceguera y de su hipocresía, apoyados en instituciones y en criterios que ellos mismos había inventado. Y es que la conversión es siempre obra conjunta entre Dios y nosotros; así fue la conversión de Pablo de Tarso y así nos habla Agustín de Hipona de su propia conversión: “Porque de tal manera me convertiste a ti, Señor, que ya no abrigaba esperanza alguna de este mundo” (Confesiones, 8, 12, 30). Dejémonos, pues, convertir.
Hoy es la ocasión de pedir al Señor que cure nuestra ceguera, para que comencemos a ver todo de manera diferente. Si no caen las escamas de nuestros ojos, como cayeron de los ojos de Pablo y Agustín y de todos los convertidos de la historia, seguiremos en nuestra ceguera de falsos videntes. Pidamos que Cristo abra nuestros ojos a la luz de los valores evangélicos: la vida y el amor, la verdad y la justicia, la convivencia y la solidaridad con los más desfavorecidos, para renovarnos en nuestro compromiso cristiano.
Teófilo Viñas, O.S.A



Jesús llega con sus discípulos a las inmediaciones de la ciudad de Sicar. Mientras los discípulos entran en la ciudad para proveerse de víveres, Jesús se sienta a descansar, sediento (era mediodía), junto al brocal del pozo de Jacob.
Entretanto, llega al pozo, a sacar agua, una mujer samaritana con la que Jesús entabla un delicioso diálogo basado en el agua, elemento vital. La intención de Jesús es claramente evangelizadora, para dar a conocer a la mujer la buena noticia del Reino de Dios.
Jesús pide a la mujer que le dé un poco de agua. La mujer le objeta, extrañada, que los samaritanos no se tratan con los judíos desde antiguo. «¿Cómo, pues, me pides agua?» –viene a decirle–.
Jesús aprovecha el retraimiento de la mujer a darle agua para hablarle de un agua viva que Él tiene, que es un don de Dios que apaga la sed para siempre y que hace brotar dentro de la persona como un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.
La propuesta de Jesús provoca el asombro de la mujer, que ahora es la que pide que le dé esa agua (ella sigue pensando en una suerte de agua material, que le ahorraría muchas idas y venidas al pozo).
Jesús la lleva de un pensamiento material a otro personal, espiritual. Para ello le deja entrever su perspicacia profética para conocer los secretos del corazón. «¿Cómo es que conoce Jesús su vida personal?» -se preguntaría la mujer. Circunstancia que aprovecha la samaritana para plantear a Jesús (en su calidad de profeta) el largo desencuentro entre judíos y samaritanos acerca del lugar en que debe darse culto a Dios.
El tema del lugar en que se había de dar culto a Dios, que suscita la mujer (si en Jerusalén o en el monte Garizim), no se aparta de lo que venía siendo el hilo conductor de la conversación acerca del agua material y el agua viva, don de Dios, agua espiritual, divina, sobrenatural. En los tiempos mesiánicos, que están comenzando (de los que la mujer es testigo privilegiado: el Mesías «soy Yo, el que habla contigo»), el culto a Dios no se ceñirá a un lugar (pues Dios es espíritu, es decir, es luz, es amor, es divino, por contraposición con lo terreno), sino que ha de ser en espíritu y verdad: una adoración interior, espiritual, “que corresponde al verdadero conocimiento de Dios, y que se manifiesta en la propia entrega a la verdad” (Wikenhauser, El evangelio según san Juan, Herder, 168); es la adoración que los hijos de Dios, nacidos del Espíritu, han de tributar al Padre.
Jesús lleva a cabo con la mujer una tarea evangelizadora, anunciándole el Evangelio de la gracia de Dios que trae el Mesías y que se compendia en el don del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios. De lo que le dice Jesús, ella se quedó con que Jesús era un profeta y, tal vez, el Mesías de Dios, y así se lo transmitió a sus paisanos (en una tarea verdaderamente misionera), los cuales acudieron por curiosidad para ver quién era Jesús, al que le rogaron que les expusiera su mensaje más detenidamente.
El agua que Jesús ofrece es de naturaleza infinitamente superior al agua con que Dios sació la sed corporal de los israelitas en el desierto. En aquella ocasión, el Señor realizó un prodigio increíble al hacer brotar agua abundante de la roca; y ello, a pesar de su mala fe, que atribuía a Dios la intención de querer matar de sed al pueblo con sus ganados. En el momento presente –como dice el Apóstol-, la fe es requisito para obtener la reconciliación con Dios y la esperanza de la gloria. Fe en el amor desmesurado e incomprensible de Dios, que ha entregado a la muerte a su Hijo por nosotros, aun siendo pecadores. Fe que alimenta y sostiene el Espíritu Santo, que Dios ha derramado en nuestros corazones, que son capacitados por Él para amar al Padre como verdaderos hijos.
Al cabo de los dos días que permaneció con ellos, muchos samaritanos terminaron creyendo que Jesús era el Salvador del mundo.
Modesto García, OSA


Ante la pregunta directa de Jesús sobre su identidad, Pedro, inspirado por Dios, contesta sin rodeos: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16), pero al poco tiempo, Jesús anuncia a los discípulos, por primera vez, que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día (v. 21). Es fácil imaginar la zozobra mental de Pedro y la de los demás discípulos ante estas palabras. No se correspondía lo que ellos pensaban con lo que Jesús acababa de anunciarlos. En este contexto, seis días más tardeJesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos aparte a un monte alto (17,1).Y estando Jesús en el monte, se transfigura. Los discípulos lo pudieron ver, pudieron entrever la gloria de Jesús. Con el tiempo, llegarían a entender que para llegar a la gloria había que pasar por la cruz. La aparición de Moisés y Elías, parece reiterar la afirmación que ya hemos escuchado a Jesús de que no ha venido a abolir la ley y los profetas sino a cumplirla (Mt 5,17). Allí se oyó también una voz del cielo que  confirmaba la identidad de Jesús: Este es mi Hijo, el amado en quien me complazco. Escuchadlo (v.5).
Que los tres sinópticos nos narren la Transfiguración, con pequeñas variaciones, denota la importancia que tuvo el hecho tanto para los apóstoles como para los primeros cristianos. Era una gran ayuda para superar el rechazo y la persecución que sufrían unos y otro en propia carne. Los apóstoles, testigos de la transfiguración, lo comunicaron posteriormente después de la resurrección a los otros apóstoles  y a incontables millones a través de los siglos.
La experiencia de la transfiguración pretende robustecer la fe de los discípulos ante la muerte de Cristo que se les avecinaba. Así lo proclama el prefacio de este domingo: Después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su luz, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que, por la pasión, se llega a la gloria de la resurrección. Jesucristo, como buen pedagogo, ante su próxima muerte, fortalece la fe de los apóstoles, para que soporten el escándalo de la cruz. Dios manda a los discípulos, a la primera iglesia que escuchen a Jesús, pero cuando llega el momento de la muerte de Jesús, vemos que se olvidan de lo que acaban de contemplar.
También nosotros, frecuentemente naufragamos, como los apóstoles. ¿Cómo es posible que Cristo tuviera que pasar por la cruz? Si Dios es infinitamente bueno y poderoso, ¿cómo hay tanto dolor en el mundo, tanta injusticia, tanta violencia? ¿Por qué sufren los justos? Diariamente nos enfrentamos con muchas preguntas: ¿Qué camino tenemos que seguir en un mundo cada día más complejo y difícil? Gran problema para nosotros descubrir, como Pedro, que a la gloria se llega por la cruz, por todo tipo de sufrimientos, para entender a Dios. La Cruz de Jesús es la prueba de que la vida es más fuerte que la muerte. La comprensión total del seguimiento de Jesús no se obtiene sino caminando con él por el camino de la Cruz. Cuentan que se quejaba un día Santa Teresa de lo mal que la trataba el Señor con enfermedades, problemas, arideces… A lo que Jesús le dice: Teresa, así trato yo a mis amigos. Teresa, que no tenía pelos en la lengua y con su gracejo, le responde: Ah, Señor, por eso tienes tan pocos. En todo momento, especialmente en los momentos de cruz, Dios nos dice que escuchemos a Jesús, que no temamos. El miedo es una reacción común cuando uno se ve confrontado con Dios, cuando la voz de Dios ilumina nuestra realidad; realidad que puede transformarse en más justicia, en más solidaridad y misericordia. 
Los discípulos se atemorizaron ante el hecho de la Transfiguración, pero Jesús los animó a no tener miedo. Podemos preguntarnos ¿A qué le tengo miedo si bajo de la montaña? ¿A tener que cambiar mi vida? ¿No estaremos construyendo enramadas, al igual que Pedro?
Vicente Martín, OSA



Sabemos que, al terminar la obra de la creación, Dios vio que todo lo que había hecho era muy bueno (Gén 1, 31); y, por tanto, el mal y el desorden no son obra de Dios. Uno y otro comienzan con el hombre mismo que, siendo bueno también, un día, abusando de uno de los dones más preciosos que le había el Creador –la libertad–, optó por usarla mal; era el pecado. Quedaba, pues, dañada esta libertad por el pecado, pecado de origen que, a su vez, estará al fondo de todo pecado personal, individual o colectivo.
La verdad es que el hombre siempre quiso hacer responsable a alguien de su pecado o de sus males y desgracias; ahí está Eva, en el relato bíblico, haciendo culpable de su pecado a la serpiente; y Adán, por su parte, echando la culpa a Eva. Y de allí en adelante, a lo largo de la historia, el hombre se inventó, incluso, “dioses del mal”, que serían los responsables de mal que él mismo cometía, así como también de las desgracias que le sucedían en su vida, para así abdicar del esfuerzo personal que supone el buen uso de su propia libertad.
Adán fue el primero en pecar. Su pecado es una realidad y un símbolo del pecado del mundo. El pecado personal es una adhesión y ratificación histórica de una situación de desgracia por la que, libre y personalmente, el hombre se hace solidario con Adán en el mal. Ahora bien, si por Adán entró el pecado y, con el pecado, los muchos males, la muerte y la condena, por Cristo conseguimos la gracia, la vida, la salvación. Es lo que nos dice san Pablo en la segunda lectura: Lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos (Rom 5, 18).
En el evangelio de hoy, efectivamente, encontramos en Cristo el paradigma perfecto para salir exitosos en todos los momentos en que nos sintamos tentados, como Él, ayudándonos a no aceptar lo que nuestra conciencia ni nuestra fe cristiana rechazan como no bueno. Las tres tentaciones que Satanás presenta a Jesús simbolizan otras tantas tentaciones que ha sentido el hombre en todos los tiempos y que infelizmente se ha dejado arrastrar por ellas. Éstos podrían ser sus nombres: “piedras-pan”, “exhibicionismo”, “doblar la rodilla”.
Digamos ya que la tentación de transformar las piedras en pan equivale a un dejarse llevar por un materialismo hedonista, nota característica de nuestro tiempo, que tiene su expresión en estos binomios: dinero, sí; austeridad, no; materia, sí; espíritu, no. Esto es: dejarse llevar por el tener y gastar, con olvido de la primacía del reino de Dios y sus valores; es disociar la fe de la vida. La Cuaresma representa un momento privilegiado para quien desee dar a las cosas su verdadero valor. Se trata de un ejercicio, tanto más conveniente, cuanto el hombre se ha insensibilizado a las cosas del espíritu, víctima de un materialismo invasor. No sólo de pan vive el hombre (Mt 4, 4), dice el Señor.
En la segunda tentación –correr un riesgo imprudente– descubrimos un exhibicionismo hueco que busca, ante todo, el aplauso de los demás. El exhibicionista pretende poner a Dios al servicio de su vanidad y capricho, lo que deja de manifestar una mentalidad infantil. Es también querer manipular y domesticar a Dios, deseando asegurarse, a toda costa, su favor a base de mecanismos pseudoreligiosos. Jesús nos avisa: No tentarás al Señor, tu Dios (Mt 4, 7). Así proceden quienes se olvidan de que la fe es riesgo y respuesta sin límites al amor de Dios que en Cristo nos amó primero y sin medida.
Doblar la rodilla, adorarlo; nada menos que eso es lo que Satanás le pide a Jesús; después le dará todos los reinos del mundo y su gloria. El ateísmo y el agnosticismo son dos “profesiones” de las que hacen gala multitud de gentes en nuestro tiempo; pero lo curioso es que estas personas que han renunciado a creer y a adorar al Dios verdadero, doblan su rodilla vergonzosamente ante mil otros dioses falsos que ellos mismos han entronizado en su vida; no hace falta que lo digan, se ve por lo que hacen. Otras veces nos encontramos con apóstatas que se enorgullecen de no saber ya “hacer la señal de la cruz”, confesión esta que lleva la marca de conquistar adeptos para su causa.
Comentando el pasaje evangélico de las tentaciones que tuvo el Señor en el desierto, dice san Agustín: “¡Nada menos que Cristo tentado por el demonio! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo de ti tenía la carne, y de Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti  los honores; en definitiva, de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria” (In ps. 60, 3). Jesús no es sólo el modelo en la lucha contra las tentaciones, sino también el que siempre nos acompaña y nos ayuda con su gracia a conseguir la victoria.
Teófilo Viñas, O.S.A.




En el capítulo 5º del evangelio de san Mateo (v. 17-48), Jesús contrasta su enseñanza con la ley de Moisés valiéndose de seis antítesis, introducidas con las memorables palabras: Habéis oído que se dijo a los antiguos… pero Yo os digo. Los versículos que hoy se han leído recogen la 5ª y 6ª antítesis, cada una de las cuales ofrece una enseñanza sobre el amor cristiano: el amor excede al derecho que nos asiste para reclamar que se nos haga justicia; y el amor es universal por naturaleza.
La 5ª antítesis es una enmienda a la ley del talión, que preconizaba: “Ojo por ojo y diente por diente” (reglamentación estatal de la primitiva venganza de sangre). Frente a ella, Jesús propone: «No hagáis frente al que os agravia», pidiendo “un amor que renuncia a la exigencia de sus derechos” (Schmid, El evangelio según san Mateo, Herder, 159). Y ofrece cuatro ejemplos que chocan con la sensibilidad humana: poner la otra mejilla, ceder también el manto (prenda aún más necesaria que la túnica), caminar dos millas en vez de una, dar limosna a quien la pide. Lo que Jesús declara es que la buena voluntad del discípulo perjudicado, renunciando a reclamar sus derechos, ha de ser el verdadero espíritu del cristiano (Schmid, 162). Con ello, no está aboliendo la ley antigua, sino llevándola a su plenitud (Mt 5,17).
En la 6ª antítesis, frente al amor al prójimo, es decir, un amor restringido al compatriota –de lo que se desprende, por deducción, el odio al enemigo (pues en ningún lugar del Antiguo Testamento se encuentra la sentencia «Odiarás a tu enemigo»)–, Jesús propone a sus discípulos que han de amar a todos los hombres, tanto amigos como enemigos, o sea, que han de practicar un amor universal, con lo que eleva el amor a categoría de “precepto de carácter absoluto” (Schmid, 164). Este amor es distintivo de Dios, que es Amor.
Dios ama a todas sus criaturas, pues, si a alguna no amara, no la habría creado (Sab 11,24). A una de ellas, la criatura inteligente, la ha dotado de autonomía, por la que puede discrepar y aun oponerse a Dios. Esta criatura puede enemistarse con Dios; pero ni siquiera declarándose enemiga suya deja Dios de amarla, ya que Dios es Amor (1Jn 4,8) y no “puede” no amar. ¿Cómo ama Dios a su enemiga? Manteniéndola en el ser, solicitándola para que se convierta a Él, y finalmente, respetando su decisión.
Este amor universal lo ha de ejercitar el discípulo a imitación de Dios, bondadoso y misericordioso, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. En el Evangelio, el precepto del amor es el primero de los mandamientos (Mt 22,38) y es compendio de la ley entera: “El amor es mentalidad y actitud a lo divino” (Schmid, 166), no un sentimiento; es desinteresado y libre de egoísmo. El amor que Jesús exige es “algo extraordinario, más que humano” (Schmid, 167).
Jesús termina la exposición de sus enseñanzas reformulando la advertencia expresada en forma negativa: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20), vertiéndola en términos positivos enérgicos: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), que recoge la exhortación del Levítico (19,2): «Sed santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios soy santo», y que el evangelista Lucas expresa con otro matiz: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (6,36).
Dios nos llama a ser santos porque Él es santo. Mejor dicho, Él es el Santo. Cuando decimos que una persona es santa, reconocemos que es una persona virtuosa en grado admirable; de gran pureza de afectos y de voluntad; de generosidad heroica; muy unida y asemejada a Cristo en su entrega a los demás. Tanto más santa cuanto más identificada se encuentra con Él. Pero por muy admirable que nos parezca, no deja de ser un pálido reflejo del Dios Santo.
Decir que Dios es el Santo equivale a proclamarlo como el enteramente Otro, distinto de todo cuanto existe, a la distancia insalvable que se interpone entre el Creador y la criatura. Que Dios es Santo significa que es el Ser en su plenitud, sin ninguna deficiencia, sin ninguna vía posible de progreso (pues ya lo es todo). Es la suma simplicidad, sin partes diferenciadas, la Unidad consumada. El Santo es el infinitamente inmutable, en el que no cabe aumento o disminución; el infinitamente Verdadero, en quien todo es transparencia, armonía, afirmación; el infinitamente Bondadoso, pues sólo el Bien tiene cabida en el Ser; el infinitamente Bello; el infinitamente Justo y Compasivo, sin que, en Él, se diferencie la Justicia de la Misericordia. En definitiva, Dios es el Amor.
Y a nosotros nos pide Dios que seamos santos. Hechos a imagen y semejanza de Dios, somos capaces de amar, y, en el amor, encontramos las mayores satisfacciones de la vida: «Amar y ser amados» (San Agustín, Confesiones II 2,2). Pero nuestro amor natural no puede superar la barrera de lo particular. Ahora bien, el amor de Dios es universal; el amor verdadero es universal, un objetivo fuera del alcance del ser humano. Pero Jesús no nos lo propone para hacernos sentir nuestra incapacidad, sino para que aprendamos de dónde nos puede venir el auxilio: sólo con la ayuda del Espíritu de Dios podemos amar a lo divino, a todos, incluso a los enemigos.
Jesús llama a sus discípulos a imitar la perfección divina. “El actuar moral… se hace libre entrega del corazón, con amor y confianza, al Señor y Padre, frente a quien no hay derecho alguno a cambio de servicios prestados”. “El hombre piadoso sabe también que Dios le reclama de una manera total para sí y que sus rendimientos quedan siempre por debajo de la absoluta exigencia de Dios. Y esto le hace humilde ante Él” (Schmid, 172). Más que de una voluntad humana esforzada es cuestión de dejarse llevar por el Espíritu de Dios.
Modesto García, OSA



Seguimos leyendo el Sermón de la Montaña, centrado hoy en la Ley. Es fácil suponer que cuando S. Mateo escribe su evangelio, los primeros cristianos, procedentes en su mayoría del mundo judío aferrado a la Ley, se preguntaran si seguía vigente o si por el contrario Jesús la había abolido y cuál sería, por tanto, su comportamiento. Ante esta inquietud, S. Mateo pone en labios de Jesús: No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud (v.17). Jesús no solo no deroga la Ley antigua sino que es el único que con su autoridad divina enseña su verdadero sentido. Después de hablar de la Ley en general, aclara lo dicho mediante cinco antítesis –hoy leemos solamente tres de ellas–: Habéis oído que se dijo:… Pero yo os digo. De esta manera Jesús, centrándose en el quinto (vv.21-26),  sexto (vv.27-32) y octavo mandamiento (vv. 37-39) aclara cómo debe ser nuestro comportamiento, sin subterfugios y sin palabrerías.
Frecuentemente oímos: yo ni mato ni robo. Según el Señor no es solamente culpable quien asesina; el que se enoja con el hermano será juzgado y hallado culpable. Jesús prohíbe la ira que se cultiva, que no quiere olvidar, que busca venganza. La ira interminable es mala; el habla despectiva es peor, y el chisme descuidado y malicioso que destruye el buen nombre de una persona es aún peor. El que es esclavo de la ira, el que habla en un tono de desprecio, el que destruye el buen nombre de otro, puede que nunca haya cometido un asesinato de hecho, pero sí en el corazón. Nadie puede llamarse cristiano y mantener una actitud contraria al hermano por cualquier ofensa personal que haya sufrido.  Con ello nos enseña Jesús la importancia que tienen los pecados internos contra la caridad, que desembocan fácilmente en  la murmuración, el rencor, la calumnia, el odio, etc. y de los que frecuentemente no somos conscientes.
La misma dinámica tiene el pecado del adulterio. No es solamente culpable el hombre o mujer que comete adulterio, también peca quien permite un deseo impuro. La persona que se condena es quien usa deliberadamente sus ojos para despertar su concupiscencia, quien mira de tal manera que despierta la pasión y estimula deliberadamente el deseo. La enseñanza de Jesús está, tanto en un mandamiento como en otro, en no cometer y en no desear el asesinato y adulterio, porque antes que la acción pecaminosa externa llegue a término, el pecado ya lleva un largo recorrido, la acción ha anidado en el corazón humano comenzando por los pensamientos y siguiendo por los deseos para terminar en la acción. La enseñanza de Jesús va a la raíz del pecado. Los pensamientos son tan importantes como las obras, y no basta con no cometer pecado, sino en no querer cometerlo, en no darlos cabida en nuestro interior. Jesús por las obras y por los pensamientos voluntarios y deseos que nunca se materializaron en obras. De aquí surge que nosotros no vemos nada más que las acciones exteriores de una persona, pero Dios ve los secretos del corazón. Y puede haber personas que externamente sean modelos de rectitud, pero por sus pensamientos íntimos son igualmente reprobables delante de Dios.
No pretende Jesús que nos arranquemos un ojo o cortemos un abrazo para evitar el pecado, es un modo hiperbólico de hablar, indicándonos que si por salvar la vida, somos capaces también de que nos corten un brazo, una pierna o cualquiera otra parte le cuerpo, cuánto más debiéramos hacer por salvar nuestra alma. Debemos conservar cuidadosamente el amor y la paz cristiana con todos nuestros hermanos; y, si en algún momento, hay una pelea, debemos confesar nuestra falta, humillarnos ante nuestro hermano, haciendo u ofreciendo satisfacción por el mal hecho de palabra u obra, y debemos hacer esto rápidamente porque hasta que lo hagamos, no seremos aptos para nuestra comunión con Dios.
Vicente Martín, OSA


En el pasaje evangélico que acabamos de escuchar Jesús quiere decir a sus discípulos y, en ellos, a todos nosotros, cuál es el papel del cristiano en el mundo. Para ello, utiliza los ejemplos o comparaciones, que mejor nos puedan ayudar a entender dicho papel. Hoy nos encontramos con estas dos: Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo. Sin duda, las imágenes que Él ha escogido en el texto de hoy son altamente sugestivas: el cristiano tiene que ser sal de la tierra y luz del mundoLa sal y la luz son dos elementos que forman parte de la vida cotidiana, elementos importantes y necesarios para nuestra vida.
Vosotros sois la sal de la tierra, dice el Señor. El cristiano, en efecto, tiene que ser como la sal, que aporta a la vida el buen sabor de la fe, el sabor de los valores del evangelio; y esto lo hace de un modo humilde y discreto, sin buscar el aplauso. Pero, además, el Señor nos advierte sobre la existencia de un peligro: que la sal venga a perder el sabor, es decir, que nos podamos diluir en medio de la sociedad y perdamos nuestra identidad cristiana. Éstas son sus palabras: si la sal se vuelve sosa, no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente (Mt 5, 13). Habrá que esforzarse, pues, por mantener el sabor auténtico de la fe, no sólo por nuestro propio bien, sino para poderlo ofrecer a quienes puedan necesitarlo.
Vosotros sois la luz del mundo, añade Jesús. Si la sal es importante, la luz, sin duda, lo es tanto o más. Y es que sin luz la vida se tornaría muy difícil por no decir imposible. La luz nos permite ver las cosas en su realidad y andar por el camino correcto. Si vamos a oscuras lo normal es que tropecemos y nos caigamos o causemos destrozos. En el mundo del espíritu la luz tiene una gran fuerza simbólica: en todos los tiempos y culturas, el ser humano ha buscado la luz de la verdad, se ha afanado en poner luz a los interrogantes más profundos de la existencia. Pues bien, la fe en Jesús resucitado es la luz que puede dar respuestas a todas las inquietudes del hombre. Al creyente pueden asaltarle inquietudes y oscuridades, pero sepa que está capacitado para mantenerse firme en su fe.
Se trata, también, de tomar conciencia de que todos nosotros, como seguidores de Jesús, estamos llamados a prolongar su acción evangelizadora con nuestra palabra y sobre todo con nuestro testimonio. No podemos ocultarnos, ni debemos disimular nuestra fe. Nos lo dice el mismo Jesús en este otro pasaje del evangelio de hoy: No se enciende una lámpara para meterla debajo de celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa (Mt 5, 15). El cristiano es, debe ser, lámpara que ilumine a los demás. Sea cual sea su puesto en la Iglesia, ésta es la misión evangelizadora que todos los cristianos tenemos encomendada. Ante esta afirmación quizá alguien pregunte: pero ¿en qué consiste eso de ser luz? Las lecturas de este domingo, tomadas del profeta Isaías y del apóstol san Pablo, nos ayudan a responder.
Una de las respuestas la encontramos en la primera lectura, tomada del profeta Isaías: Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que está desnudo. Entonces surgirá tu luz como la aurora… (Is 58, 7-8). Ésa es la verdadera luz que podemos vivir y transmitir; y ahí está la Campaña del Hambre que hoy mismo estamos celebrando. En ella se nos hacen presentes tantas y tan diversas necesidades que esperan nuestra atención. Si vivimos los valores de la caridad, el amor desinteresado, la justicia, la solidaridad, si compartes ‒añade el profeta más adelante‒ tu pan con el hambriento brillará tu luz en las tinieblas (Is 58, 7. 10). Lo mismo que nos decía antes el salmo responsorial: En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo (Sal 111, 4).
San Pablo, por su parte, en la segunda lectura, al dirigirse a la comunidad de Corinto, nos dice: Mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu (1 Cor 5, 4). Es decir, la palabra portadora del mensaje que queremos hacer llegar en nuestra misión evangelizadora no necesita grandilocuentes discursos sino sólo de la palabra sencilla que brote del corazón y sea testimonio vivo de nuestra fe, una de que ha de tener más tarde su manifestación en hechos muy concretos.
En definitiva, serán nuestras obras las que muestren que somos sal de la tierra y luz del mundo. En otras palabras: nuestro ejemplar modo de vivir mostrará a los demás la luz que ilumina nuestra vida; los auténticos valores que vivamos serán los que podrán contagiar la fe. Sólo así, seremos testigos evangelizadores para las personas que nos rodean. Ésta era, precisamente, la conclusión de Jesús en el pasaje que hemos leído: Que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo (Mt 5, 16). No buscamos el aplauso de los hombres, sino la aprobación de Dios.
Teófilo Viñas, O,S.A


Leemos este Evangelio tan conocido para todos nosotros, pero siempre tan sorprendente. Con este fragmento de las bienaventuranzas, Jesús nos ofrece un modelo de vida, unos valores, que según Él son los que nos pueden hacer felices de verdad.
La felicidad, seguramente, es la meta principal que todos buscamos en la vida. Y si preguntásemos a la gente cómo buscan ser felices, o dónde buscan su propia felicidad, nos encontraríamos con respuestas muy distintas. Algunos nos dirían que en una vida de familia bien fundamentada; otros que en tener salud y trabajo; otros, que en gozar de la amistad y del ocio..., y los más influidos quizá por esta sociedad tan consumista, nos dirían que en tener dinero, en poder comprar el mayor número posible de cosas y, sobre todo, en lograr ascender a niveles sociales más altos.
Estas bienaventuranzas que nos propone Jesús no son, precisamente, las que nos ofrece nuestro mundo de hoy. El Señor nos dice que serán «bienaventurados» los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia... (cf. Mt 5,3-11).
Este mensaje del Señor es para los que quieren vivir unas actitudes de desprendimiento, de humildad, de deseo de justicia, de preocupación e interés por los problemas del prójimo, y todo lo demás lo dejan en un segundo término.
¡Cuánto bien podemos hacer rezando, o practicando alguna corrección fraterna, cuando nos critiquen por creer en Dios y por pertenecer a la Iglesia! Nos lo dice claramente Jesús en su última bienaventuranza: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5,11).
San Basilio nos dice que «no se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo... Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad».
Rev. D. Pablo CASAS Aljama



El Papa Francisco publicaba el pasado el 30 de septiembre la Carta apostólica titulada Aperuit Illis, “les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras” (Lc 24, 45). Mediante esta carta establece como Domingo de la Palabra de Dios el III Domingo del Tiempo Ordinario de cada año. Pretende el papa dedicar este domingo a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios (Aperuit Illis, 3), con el objetivo de comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo (Carta ap.). Quiere el papa que los creyentes demos gran importancia a la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal. Sería bueno leer detenidamente este documento, que se puede encontrar en internet escribiendo simplemente Aperuit Illis. Ya el Concilio Vaticano II había dado un gran impulso a la Palabra de Dios con la constitución Dei Verbum y en los años posteriores los papas S. Juan Pablo II, Benedicto XVI y el mismo Francisco han seguido la línea marcada por el Concilio y han insistido en la importancia de la Palabra de Dios tanto en la vida como en la misión de la Iglesia. En la Sagrada Escritura el Señor nos habla, se nos da a conocer y espera nuestra respuesta libre, personal y consciente. Por ello, es necesario acercarnos a la Sagrada Escritura con una escucha atenta, una lectura asidua, una actitud receptiva, un corazón orante, una recepción creyente, una asimilación continua, una vivencia intensa, una celebración gozosa y un testimonio misionero. Decía S. Jerónimo, maestro y estudioso de la Palabra de Dios, en cuyo 1600 aniversario de su muerte el papa ha publicado Aperuit Illis, que la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo. El papa Francisco, al instituir el Domingo de la Palabra de Dios, nos recuerda que el Resucitado sigue caminando en medio de su comunidad, explicando
las Escrituras con su vida y su palabra, e invitándonos a todos a implicarnos en la hermosa tarea de anunciar el Evangelio. El catecismo de la Iglesia en su número 134 citando a Hugo de San Víctor dice: Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo. Y en el número 141 afirma: La Iglesia siempre ha venerado la sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo (Dei Verbum 21): aquélla y éste alimentan y rigen toda la vida cristiana. Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero.
Hoy damos comienzo a la lectura del evangelio de S. Mateo, que nos acompañará durante todo el año litúrgico. El arresto de Juan el Bautista empuja a Jesús a tomar el relevo. A partir de ahora será él quien continúe con la predicación de la Buena Noticia del Reino y su implantación en medio de este mundo. El Bautista había irrumpido en el desierto de Judá, junto al Jordán. Su mensaje era de conversión ante la inminente llegada de Dios que trae un hacha en la mano para cortar los árboles que no dan fruto. Jesús, por su parte, cambia de escenario. Se traslada desde Nazaret, – el pueblo donde se había criado y vivido durante unos 30 años-, a Cafarnaúm, situado junto al lago de Genesaret. Una tierra que por su proximidad a otros pueblos extranjeros era llamada Galilea de los gentiles (Is 8,23). A primera vista, Jesús se limita a repetir el mismo mensaje de Juan: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos (v.17). Pero el tono y las consecuencias de su predicación serán muy distintas. Si la proclamación de Juan suscitaba cierto temor, el anuncio de Jesús genera alegría y gozo, y proporciona luz para salir de las tinieblas en las que vive Israel. De este modo se cumplen las palabras del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló (Is 9,1). Si la invitación del Bautista movió a muchos a bautizarse, la proclamación de Jesús se convierte en una invitación al seguimiento y a involucrarse en la tarea del Reino, que trae curación y salvación para todos: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (v. 19). Jesús anuncia un proyecto en el que la prioridad será curar y recuperar a quienes viven sumergidos y oprimidos por las fuerzas del mal.
Jesús no solo invitó a los primeros discípulos a implicarse en tarea del Reino. El Señor resucitado llamó también a Pablo y lo empujó a ir más allá de las fronteras del judaísmo para que todos los pueblos conocieran el Evangelio del amor de Dios revelado en la cruz: No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo (1Cor 1,17)
Si Jesús no va a Jerusalén, como pensaríamos nosotros, sino que se traslada hacia las fronteras de Galilea para convertirse en luz y alegría, si Pablo traspasa los límites del judaísmo, podemos comprender la insistencia del papa Francisco en salir hacia las periferias para llevar la alegría y el consuelo del Evangelio a todos, especialmente a toda persona marginada. Solo podremos ser servidores del Reino si colocamos el Evangelio en el centro de nuestras vidas, de nuestras comunidades y de nuestras tareas.
Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en todos nosotros la familiaridad asidua con la Sagrada Escritura para que Cristo sea siempre el centro de nuestra vida. Y que entendamos, como dice el papa Francisco, que la Palabra de Dios y los sacramentos siempre van unidos, y por tanto que no podemos prescindir de la liturgia de la Palabra en la eucaristia, como si no tuviera importancia.
Vicente Martín, OSA


En este Domingo nos encontramos con unas lecturas –sobre todo en el pasaje evangélico-, que nos describen la rica personalidad de Jesús, a quien acabamos de adorar, niño en Belén, aplicándole estos nombres: Enviado de Dios, Mesías, Siervo, Hijo de Dios, Cordero de Dios, Amado, Preferido del Padre, Señor nuestro. Entre todos ellos, hoy, al iniciarse la vida pública de Jesús, que culminará con su pasión y su muerte, en el evangelio de hoy cobra especial protagonismo el término Cordero, un nombre lleno de simbolismo y de profundas resonancias bíblicas; todo ello viene contenido en esta expresión: Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29).
En efecto, la primera comunidad cristiana vio en Jesús el cumplimiento de los recuerdos y figuras de aquel “cordero pascual”, cuya sangre, marcando las puertas de las familias de los judíos en Egipto, fue el inicio del éxodo y de la liberación de Israel. Por su parte, el profeta Isaías, en los pasajes que hemos leído hoy, nos presenta al Siervo como una oveja que es llevada al matadero y se ofrece por la salvación de todos. Estrecha e íntima es la relación entre Jesús y los sacrificios diarios de corderos que se hacían en el Templo y que ahora están sustituidos por la ofrenda que de sí mismo hizo el verdadero Cordero en la Cruz.
Pero más allá de las interpretaciones de raíz bíblica, la definición del Bautista está diciéndonos muy alto que Jesús es el Salvador, es aquel que viene a traer al mundo una palabra de esperanza. En un mundo, como el nuestro, tan lleno de pecado, es decir, de sufrimientos, de pobreza, de violencia, de injusticias, de marginación… Jesús es aquel que viene a quitar el pecado del mundo, el que trae, de parte de Dios y lleno del Espíritu Santo, un mensaje de alegría, de paz, de justicia, de solidaridad, de perdón, de amor. Como decía Isaías en la primera lectura, Él es luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra (Is 49, 6). También lo decía san Pablo en la segunda lectura: Cristo es quien nos trae la gracia y la paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo (1 Cor 1, 3).
Recordemos lo que estaba pasando a orillas del río Jordán: administraba el Precursor un bautismo de penitencia y también Jesús, antes de dar inicio a su vida pública, quiso someterse a aquel rito, como si fuese un pecador más; algún conocimiento de él debía tener el Bautista para decirle: soy yo quien tengo que ser bautizado por ti; y Jesús le dice: conviene que así cumplamos toda justicia. Acto seguido, aparece sobre Jesús el Espíritu Santo y se deja oír la voz del Padre –éste es mi Hijo amado (Mt 3, 14-17)-, lo que llevará a Juan a proclamar solemnemente: Yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios. Y al día siguiente, Juan, viéndolo pasar cerca, dijo a dos de sus discípulos: Éste es el Cordero de Dios (Jn 1, 34 y 35). Así anunciaba él la misión y el destino de Jesús.
Hoy precisamente, nos damos cuenta de que en la celebración de la Eucaristía se repite varias veces el nombre que le ha dado el Precursor: así, en el Gloria lo hemos invocado como Cordero de Dios, Hijo del Padre; momentos antes de la Comunión repetiremos tres veces: Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo; y, antes de la comunión, mostrando el Pan consagrado, proclamará el sacerdote: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es ésta, pues, una afirmación que el cristiano deberá hacer muy suya, de tal manera que le ayude a colaborar con Jesús en su obra de quitar el pecado del mundo; la recepción del Pan eucarístico fortalecerá aún más el compromiso.
Pues bien, al hilo de las afirmaciones del Bautista, preguntémonos: ¿conocemos a ese Jesús, cordero de Dios, no de boquilla sino de corazón? Efectivamente, para poder dar testimonio de alguien y podérselo explicar a los demás, es decir, ser sus apóstoles, primero tenemos que conocerlo bien. Sin duda que podremos saber muchas cosas de Jesús, pero el verdadero conocimiento de él va mucho más allá de lo que podamos saber. Ésta es, pues, la pregunta clave: ¿hemos experimentado en nosotros su amor, su presencia, su amistad? Un buen propósito que deberíamos hacernos cada día podría ser éste: conocer íntimamente a Jesúsamarlovivirlo.
Esta experiencia de encuentro con el Cordero que quita el pecado del mundo y con el Señor Resucitado, vencedor de la muerte y del pecado, deberá darnos fuerzas, para luego, en la vida, ser consecuentes con esa fe que profesamos y vivimos; y, por supuesto, esta experiencia y compromiso serán el fundamento del testimonio que ofrezcamos sobre el amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo Jesús.
Teófilo Viñas, O.S.A.






La liturgia de la Iglesia celebra hoy el bautismo del Señor como clausura del tiempo de Navidad. Parece un salto muy grande en el tiempo desde la cuna hasta el Jordán, pero, en realidad, ambos acontecimientos coinciden en ser comienzo: de la vida de Jesús en el mundo y de la misión para la que había venido al mundo, la de anunciar el año de gracia de Dios e iniciarlo por la obra de la redención, mediante su pasión, muerte y resurrección. Ambos inicios propician otro comienzo: el de nuestra vida en gracia por el Bautismo.
Juan Bautista anunciaba con palabra fogosa a Israel la inmediata llegada del Mesías largamente esperado, y administraba un bautismo de agua (en contraposición al bautismo de Espíritu que traería el Mesías); su bautismo era solamente un bautismo de penitencia (como signo de conversión), de purificación para disponerse a recibir al Mesías.
Estaba Juan en éstas cuando el propio Mesías se le presenta para recibir el bautismo que administraba, lo cual desconcierta al Bautista, sabedor de la inocencia del Mesías. Pero Jesús insiste en ser bautizado, pues es voluntad de Dios, ya que Él viene como “siervo sufriente de Dios, que tiene que tomar sobre sí los pecados de muchos” (Schmid, El evangelio según san Mateo, Herder, 92); viene como hombre solidario con sus hermanos pecadores para hacerlos justos.
Lo confirma el que, al salir Jesús del agua del Jordán, los cielos se abren sobre Él, descorriendo un poco el misterio del proyecto divino de salvación de los hombres, auspiciado por la Trinidad entera, que se manifiesta en aquel preciso tiempo y lugar: el propio Hijo de Dios identificado con el hombre que ha de ser salvado y reconocido por el Padre como su Hijo bienamado, que es asistido por el Espíritu Santo, en quien la Verdad, el Amor y el Poder eficaz se alían para hacer realidad todo el bien que Dios quiere comunicar al hombre.
Jesús es el Siervo de Dios, el hombre elegido por Dios, enteramente dócil a las mociones del Espíritu, amigo incondicional de Dios, dispuesto a manifestar a las naciones la justicia o santidad de Dios, la cual propone a sus hermanos, los hombres, como estilo de vida, que es imprescindible adoptar para beneficiarse de la salvación de Dios.
La boca de Jesús, profeta de Dios, propondrá la verdad con convicción. Con calma, sin aspavientos o gritos, sin imposiciones o coacciones, salvando (no condenando) hasta los más leves resquicios de verdad y bondad que restan en el fondo de cada hombre; simplemente declarando la justicia (o salvación) con verdad, con entereza. A favor de su obra colabora que todo el pueblo (todo hombre) espera, ansía y suplica la verdadera salvación, que no es otra que la que trae el Mesías de parte de Dios.
El Señor lo ha tomado de la mano, como un padre a su hijo, y lo ha conformado según su corazón, para constituirlo alianza del pueblo y luz de las naciones. Una alianza nueva y definitiva (que ya no será modificada porque no puede ser mejorada) de Dios con los hombres en Cristo, en quien se unen indisolublemente la divinidad y la humanidad. La tarjeta de presentación del Mesías es la curación de toda dolencia: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados (Mt 11,5), y salen de la prisión los que habitan en tinieblas (Is 42,7), acciones liberadoras que significan la salud espiritual, y apuntan a la sanación de la raíz de la humanidad oprimida por el diablo, príncipe de este mundo.
En la efusión del Espíritu Santo sobre la casa de Cornelio, referida en el relato del libro de los Hechos, se cumple el anuncio de los ángeles a los pastores: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14), al ensancharse el pueblo que se beneficiaría de la llegada del enviado de Dios del cielo a la tierra. Pedro ve claro que [Dios] acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra (Palabra) a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Con su bautismo de agua, Jesús se compromete a asumir su bautismo de sangre para así infundir el poder vivificador del Espíritu al agua del bautismo cristiano. Gracias a Él, nosotros fuimos bautizados en agua y Espíritu Santo, y fuimos convertidos en criaturas nuevas, en hijos de Dios, que llevamos en nosotros su vida divina. Por eso debemos vivir con la dignidad que requiere nuestra nueva condición, debemos de ser santos, como nuestro Padre Dios es santo. Y debemos vivir en el amor, porque Dios es amor, y, en esto nos han de reconocer como discípulos de Cristo: porque amamos a los hermanos.
Modesto García, OSA



Celebramos la solemnidad de la Epifanía; es decir, el hecho de que Dios se da a conocer a todos los hombres, sin excluir a nadie. Es la fiesta que popularmente conocemos como la fiesta de los Reyes Magos. Posiblemente el folclore montado en torno a esta fiesta nos impida escudriñar su profundo mensaje.
Mateo nos da la noticia escueta del nacimiento de Jesús: habiendo nacido Jesús en Belén de Juda en tiempos del rey Herodes (2,1), y a continuación nos relata la escena de los Magos. Este texto evangélico pertenece a los llamados Evangelios de la Infancia de Jesús. Bajo un lenguaje envuelto en leyenda, historia y reflexión, Mateo quiere mostrarnos la verdad profunda de este recién nacido, que desde el principio va a ser rechazado por unos y acogido por otros. Y quiere dejarnos también claro que el rechazo de los judíos a Jesús no va a ser cosa de los últimos momentos, sino que será una constante a lo largo de toda la historia humana, pero la última palabra no la tendrá el mal. Dios triunfará. Dios salvará al niño Jesús y por mucha oposición que encuentre en su vida, llevará a cabo su obra redentora. Este será el hilo conductor de todo el evangelio de Mateo.
Desde el principio, el nacimiento de Jesús provoca reacciones distintas. La primera reacción, positiva, la encontramos en los magos, paganos y extranjeros. Creyeron en el signo de la estrella y emprendieron un camino de búsqueda del Señor. Entre luces y sombras llegaron a Belén. Vienen de lejos, no tienen la Escritura, ni los profetas, ni la historia de tantas maravillas obradas por Dios a favor de Israel, pero tienen fe y persisten en la búsqueda del rey anunciado por la estrella. Como buscaron de verdad, Dios los encaminó y terminaron encontrando a quien buscaban y se llenaron de una inmensa alegría.
Contrasta profundamente con los magos la actitud de Herodes. Da orden de busca y captura. Intenta degollar a Jesús por miedo a que aquel recién nacido le destronara. Herodes ha pasado a la historia con el sobrenombre de el Grande, grande por la suntuosidad de sus construcciones y grande por la enormidad de sus crímenes, que ejecutó especialmente en el entorno familiar. Y por querer matar a Jesús, decreta la matanza de los inocentes (16-18). Y esta historia se viene repitiendo año tras año y siglo tras siglo. Son muchos los Herodes a quienes Dios les estorba, y la manera de defenderse es matando a todo aquel que pueda ser su testigo, porque la presencia y palabra de los testigos de Jesús, les recuerda el no te es lícito, por no querer reconocer la luz y la verdad que les trae Jesús.
Hay otra postura frente a Jesús: La de los sumos sacerdotes y escribas. Unos y otros lo conocen todo sobre el Mesías, indican a los magos dónde tiene que nacer, pero instalados en sus privilegios religiosos y sociales, no mueven un dedo para comprobar esta realidad. Se quedan con su conocimiento y en su comodidad. El mensaje de este relato nos advierte que la verdad de Dios no puede dejarnos instalados y satisfechos. No podemos conformamos con indicar a los demás el camino a seguir sin que movamos una paja para acompañarlos.
Estas actitudes nos tienen que hacer pensar. Los magos, paganos, reconocen y adoran al Niño; los judíos no lo reconocen e intentan matarlo; los maestros conocedores de la Palabra de Dios, en realidad no les interesa, viven de ella, pero sus intereses están muy por encima de querer encontrar al Mesías.
No creo que sean necesarias más reflexiones. Simplemente debiéramos tomar en nuestras manos el evangelio y preguntarnos seriamente: ¿no habremos perdido la dimensión de profundidad en nuestra vida? ¿preferimos buscar la luz o seguir caminando en tinieblas?  ¿nos reconocemos en el evangelio? ¿quién es Jesús para mí? ¿dónde lo busco? Sabiendo tantas cosas sobre Jesús, ¿mi actitud responde a la de los magos, a la de Herodes o la de sumos sacerdotes y escribas? Ante la actitud generosa de los magos, que le ofrecen dones muy valiosos, también podemos preguntarnos: ¿qué reservamos para ofrecerle al Señor? ¿Lo mejor que tenemos o lo último que nos queda?
Vicente Martín, OSA


La Iglesia contempla agradecida la maternidad de la Madre de Dios, modelo de su propia maternidad para con todos nosotros. Lucas nos presenta el “encuentro” de los pastores “con el Niño”, el cual está acompañado de María, su Madre, y de José. La discreta presencia de José sugiere la importante misión de ser custodio del gran misterio del Hijo de Dios. Todos juntos, pastores, María y José, «con el Niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16) son como una imagen preciosa de la Iglesia en adoración.

“El pesebre”: Jesús ya está ahí puesto, en una velada alusión a la Eucaristía. ¡Es María quien lo ha puesto! Lucas habla de un “encuentro”, de un encuentro de los pastores con Jesús. En efecto, sin la experiencia de un “encuentro” personal con el Señor no se da la fe. Sólo este “encuentro”, el cual ha comportado un “ver con los propios ojos”, y en cierta manera un “tocar”, hace capaces a los pastores de llegar a ser testigos de la Buena Nueva, verdaderos evangelizadores que pueden dar «a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel Niño» (Lc 2,17).

Se nos señala aquí un primer fruto del “encuentro” con Cristo: «Todos los que lo oyeron se maravillaban» (Lc 2,18). Hemos de pedir la gracia de saber suscitar este “maravillamiento”, esta admiración en aquellos a quienes anunciamos el Evangelio.

Hay todavía un segundo fruto de este encuentro: «Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20). La adoración del Niño les llena el corazón de entusiasmo por comunicar lo que han visto y oído, y la comunicación de lo que han visto y oído los conduce hasta la plegaria de alabanza y de acción de gracias, a la glorificación del Señor.

María, maestra de contemplación —«guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19)— nos da Jesús, cuyo nombre significa “Dios salva”. Su nombre es también nuestra Paz. ¡Acojamos en el corazón este sagrado y dulcísimo Nombre y tengámoslo frecuentemente en nuestros labios!


Rev. D. Manel VALLS i Serra


 Contemplamos el misterio de la Sagrada Familia. El Hijo de Dios inicia su andadura entre los hombres en el seno de una familia. Es el designio del Padre. La familia será siempre el hábitat humano insustituible. Jesús tiene un padre legal que le “lleva” y una Madre que no se separa de Él. Dios se sirvió en todo momento de san José, hombre justo, esposo fiel y padre responsable para defender a la Familia de Nazaret: «El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto’» (Mt 2,13).

Hoy, más que nunca, la Iglesia está llamada a proclamar la buena noticia del Evangelio de la Familia y la vida. Hoy más que nunca, una cultura profundamente inhumana intenta imponer un anti-evangelio de confusión y de muerte. San Juan Pablo II nos lo recordaba en su exhortación Ecclesia in Europa: «La Iglesia ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia. Es una necesidad que siente de manera apremiante, porque sabe que dicha tarea le compete por la misión evangelizadora que su Esposo y Señor le ha confiado y que hoy se plantea con especial urgencia. El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo...».

«Herodes va a buscar al niño para matarle» (Mt 2,13). Herodes ataca de nuevo, pero no temamos, porque la ayuda de Dios no nos faltará. ¡Vayamos a Nazaret! Redescubramos la verdad de la familia y de la vida. Vivámosla gozosamente y anunciémosla a nuestros hermanos sedientos de luz y esperanza. El Papa nos convoca a ello: «Es preciso reafirmar dichas instituciones [el matrimonio y la familia] como provenientes de la voluntad de Dios. Además es necesario servir al Evangelio de la vida».

De nuevo, «el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel’» (Mt 2,19-20). ¡El retorno de Egipto es inminente!

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García



El Evangelio recoge el canto de alabanza de Zacarías después del nacimiento de su hijo. En su primera parte, el padre de Juan da gracias a Dios, y en la segunda sus ojos miran hacia el futuro. Todo él rezuma alegría y esperanza al reconocer la acción salvadora de Dios con Israel, que culmina en la venida del mismo Dios encarnado, preparada por el hijo de Zacarías.
Ya sabemos que Zacarías había sido castigado por Dios a causa de su incredulidad. Pero ahora, cuando la acción divina es del todo manifiesta en su propia carne —pues recupera el habla— exclama aquello que hasta entonces no podía decir si no era con el corazón; y bien cierto que lo decía: «Bendito el Señor Dios de Israel...» (Lc 1,68). ¡Cuántas veces vemos oscuras las cosas, negativas, de manera pesimista! Si tuviésemos la visión sobrenatural de los hechos que muestra Zacarías en el Canto del Benedictus, viviríamos con alegría y esperanza de una manera estable.
«El Señor ya está cerca; el Señor ya está aquí». El padre del precursor es consciente de que la venida del Mesías es, sobre todo, luz. Una luz que ilumina a los que viven en la oscuridad, bajo las sombras de la muerte, es decir, ¡a nosotros! ¡Ojalá que nos demos cuenta con plena conciencia de que el Niño Jesús viene a iluminar nuestras vidas, viene a guiarnos, a señalarnos por dónde hemos de andar...! ¡Ojalá que nos dejáramos guiar por sus ilusiones, por aquellas esperanzas que pone en nosotros!

Jesús es el “Señor” (cf. Lc 1,68.76), pero también es el “Salvador” (cf. Lc 1,69). Estas dos confesiones (atribuciones) que Zacarías hace a Dios, tan cercanas a la noche de la Navidad, siempre me han sorprendido, porque son precisamente las mismas que el Ángel del Señor asignará a Jesús en su anuncio a los pastores y que podremos escuchar con emoción esta misma noche en la Misa de Nochebuena. ¡Y es que quien nace es Dios!

Rev. D. Ignasi FABREGAT i Torrents



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IV Domingo de Adviento,Ciclo A.

La liturgia de la Palabra nos invita a considerar y admirar la figura de san José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc 1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).
Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.
No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.
Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.
Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).
Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendeme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.

+ Rev. D. Pere GRAU i Andreu

III Domingo de Adviento,Ciclo A."El domingo de la Alegría"

Como el domingo anterior, la Iglesia nos presenta la figura de Juan el Bautista. Él tenía muchos discípulos y una doctrina clara y diferenciada: para los publicanos, para los soldados, para los fariseos y saduceos... Su empeño es preparar la vida pública del Mesías. Primero envió a Juan y Andrés, hoy envía a otros a que le conozcan. Van con una pregunta: «Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Bien sabía Juan quién era Jesús. Él mismo lo testimonia: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo’» (Jn 1,33). Jesús contesta con hechos: los ciegos ven y los cojos andan...
Juan era de carácter firme en su modo de vivir y en mantenerse en la Verdad, lo cual le costó su encarcelamiento y martirio. Aún en la cárcel habla eficazmente con Herodes. Juan nos enseña a compaginar la firmeza de carácter con la humildad: «No soy digno de desatarle las sandalias» (Jn 1,27); «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30); se alegra de que Jesucristo bautice más que él, pues se considera sólo “amigo del esposo” (cf. Jn 3,26).
En una palabra: Juan nos enseña a tomar en serio nuestra misión en la tierra: ser cristianos coherentes, que se saben y actúan como hijos de Dios. Debemos preguntarnos: —¿Cómo se prepararían María y José para el nacimiento de Jesucristo? ¿Cómo preparó Juan las enseñanzas de Jesús? ¿Cómo nos preparamos nosotros para conmemorarlo y para la segunda venida del Señor al final de los tiempos? Pues, como decía san Cirilo de Jerusalén: «Nosotros anunciamos la venida de Cristo, no sólo la primera, sino también la segunda, mucho más gloriosa que aquélla. Pues aquélla estuvo impregnada por el sufrimiento, pero la segunda traerá la diadema de la divina gloria».

Dr. Johannes VILAR

II Domingo de Adviento,Ciclo A.

El Evangelio toca un acorde compuesto por tres notas. Tres notas no siempre bien afinadas en nuestra sociedad: la del hacer, la de la amistad y la de la coherencia de vida. Hoy día hacemos muchas cosas, pero, ¿tenemos un proyecto? Hoy, que navegamos en la sociedad de la comunicación, ¿tiene cabida en nuestros corazones la soledad? Hoy, en la era de la información, ¿nos permite ésta dar forma a nuestra personalidad?
Un proyecto. María, una mujer «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David» (Lc 1,28). María tiene un proyecto. Evidentemente, de proporciones humanas. Sin embargo, Dios irrumpe en su vida para presentarle otro proyecto... de proporciones divinas. También hoy, quiere entrar en nuestra vida y dar proporciones divinas a nuestro quehacer humano.
Una presencia. «No temas, María» (Lc 1,30). ¡No construyamos de cualquier manera! No fuera caso que la adicción al “hacer” escondiera un vacío. El matrimonio, la vida de servicio, la profesión no han de ser una huida hacia adelante. «Llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Presencia que acompaña y da sentido. Confianza en Dios, que —de rebote— nos lleva a la confianza con los otros. Amistad con Dios que renueva la amistad con los otros.
Formarnos. Hoy día, que recibimos tantos estímulos con frecuencia contrapuestos, es necesario dar forma y unidad a nuestra vida. María, dice san Luis María Grignion, «es el molde vivo de Dios». Hay dos maneras de hacer una escultura, expone Grignion: una, más ardua, a base de golpes de cincel. La otra, sirviéndose de un molde. Ésta segunda es más sencilla. Pero el éxito está en que la materia sea maleable y que el molde dibuje con perfección la imagen. María es el molde perfecto. ¿Acudimos a Ella siendo nosotros materia maleable?

Rev. D. David COMPTE i Verdaguer

I Domingo de Adviento,Ciclo A.

En este domingo, comenzando el tiempo de Adviento, inauguramos a la vez un nuevo año litúrgico. Esta circunstancia la podemos tomar como una invitación a renovarnos en algún aspecto de nuestra vida (espiritual, familiar, etc.).

De hecho, necesitamos vivir la vida, día a día, mes a mes, con un ritmo y una ilusión renovados. Así alejamos el peligro de la rutina y del tedio. Este sentido de renovación permanente es la mejor manera de estar alerta. Sí, ¡hay que estar alerta!: es uno de los mensajes que el Señor nos transmite a través de las palabras del Evangelio de hoy.

Hay que estar alerta, en primer lugar, porque el sentido de la vida terrenal es el de una preparación para la vida eterna. Este tiempo de preparación es un don y una gracia de Dios: Él no quiere imponernos su amor ni el cielo; nos quiere libres (que es el único modo de amar). Preparación que no sabemos cuándo acabará: «Anunciamos el advenimiento de Cristo, y no solamente uno, sino también otro, el segundo (...), porque este mundo de ahora terminará» (San Cirilo de Jerusalén). Hay que esforzarse por mantener la actitud de renovación y de ilusión.

En segundo lugar, conviene estar alerta porque la rutina y el acomodamiento son incompatibles con el amor. En el Evangelio de hoy el Señor recuerda cómo en tiempos de Noé «comían, bebían» y «no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos» (Mt 24,38-39). Estaban “entretenidos” y —ya hemos dicho— que nuestro paso por la tierra ha de ser un tiempo de “noviazgo” para la maduración de nuestra libertad: el don que nos ha sido otorgado no para librarnos de los demás, sino para darnos a los demás.
«Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,37). La venida de Dios es el gran acontecimiento. Dispongámonos a acogerlo con devoción: «¡Ven Señor Jesús».

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench