Meditación del Evangelio Ciclo A.
Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.
Jesús nos muestra que el sentido de la realeza -o potestad- es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.
Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».
La palabra "talento" de esta parábola -que no es nada más que un peso que denota la cantidad de 30 Kg de plata- ha hecho tanta fortuna, que incluso ya se la emplea en el lenguaje popular para designar las cualidades de una persona. Pero la parábola no excluye que los talentos que Dios nos ha dado no sean sólo nuestras posibilidades, sino también nuestras limitaciones. Lo que somos y lo que tenemos, eso es el material con el que Dios quiere hacer de nosotros una nueva realidad.
La frase «a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,29), no es, naturalmente, una máxima para animar al consumo, sino que sólo se puede entender a nivel de amor y de generosidad. Efectivamente, si correspondemos a los dones de Dios confiando en su ayuda, entonces experimentaremos que es Él quien da el incremento: «Las historias de tantas personas sencillas, bondadosas, a las que la fe ha hecho buenas, demuestran que la fe produce efectos muy positivos (…). Y, al revés: también hemos de constatar que la sociedad, con la evaporación de la fe, se ha vuelto más dura…» (Benedicto XVI).
La parábola es una llamada de atención muy seria. «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13). No dejen que nunca se apague la lámpara de la fe, porque cualquier momento puede ser el último. El Reino está ya aquí. Enciendan las lámparas con el aceite de la fe, de la fraternidad y de la caridad mutua. Nuestros corazones, llenos de luz, nos permitirán vivir la auténtica alegría aquí y ahora. Los que viven a nuestro alrededor se verán también iluminados y conocerán el gozo de la presencia del Novio esperado. Jesús nos pide que nunca nos falte ese aceite en nuestras lámparas.
Por eso, cuando el Concilio Vaticano II, que escoge en la Biblia las imágenes de la Iglesia, se refiere a esta comparación del novio y la novia, y pronuncia estas palabras: «La Iglesia es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado, a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla, la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la alimenta y la cuida. A ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad».
Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.
Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.
Hace falta la decisión de practicar de hecho este dulce mandamiento —más que mandamiento, es elevación y capacidad— en el trato con los demás: hombres y cosas, trabajo y descanso, espíritu y materia, porque todo es criatura de Dios.
Por otro lado, al ser impregnados del Amor de Dios, que nos toca en todo nuestro ser, quedamos capacitados para responder “a lo divino” a este Amor. Dios Misericordioso no sólo quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29), sino que nos diviniza, somos “partícipes” (sólo Jesús es Hijo por Naturaleza) de la naturaleza divina; somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. A san Josemaría le gustaba hablar de “endiosamiento”, palabra que tiene raigambre en los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, escribía san Basilio: «Así como los cuerpos claros y trasparentes, cuando reciben luz, comienzan a irradiar luz por sí mismos, así relucen los que han sido iluminados por el Espíritu. Ello conlleva el don de la gracia, alegría interminable, permanencia en Dios... y la meta máxima: el Endiosamiento». ¡Deseémoslo!
Dr. Johannes VILAR
Este domingo la pieza fundamental de la palabra de Dios es la discusión sobre el tributo al César, entre Jesús y sus enemigos, los cuales le tienden una trampa para provocar que cometa un desliz y así, o bien enfrentarlo con la gente (si decía que había que pagar impuesto a Roma), o bien denunciarlo a las autoridades romanas, si lo negaba.
Recordemos que, en tiempos de Jesús, Israel es un territorio ocupado por los romanos, y el tributo que los judíos tenían que pagar a Roma en moneda romana era una forma práctica de sometimiento al César. Los judíos estaban divididos entre los colaboracionistas (los saduceos), los rebeldes (los zelotas), y los que, muy a su pesar, aceptaban la situación de hecho. Pues, al reconocer el curso legal de la moneda romana (el denario), acuñada con la efigie del César (lo cual entraba en contradicción con el férreo monoteísmo judío), y usarla en la vida diaria, es que admitían entrar en el sistema económico y debían aceptar sus consecuencias.
Los enemigos mortales de Jesús (los fariseos y los herodianos) encuentran una ocasión para ponerlo en un aprieto. Se presentan en actitud conciliadora, y, bajo palabras suaves, esconden su maldad. “El cumplido un poco torpe con que introducen la conversación, tiene el fin de ocultar lo traicionero de su pregunta, provocando a Jesús a una respuesta descuidada y sincera” (Schmid, Herder, 321). Los enemigos de Jesús intentan conducirlo al terreno peligroso de la vertiente económica de la política, donde se jugaba la lealtad y sumisión al poder imperial.
Pero Jesús los conocía y los desenmascara poniendo de manifiesto su hipocresía, pues, por un lado, pretenden enfrentar al Maestro con el poder de Roma, en el caso de que niegue la legitimidad del impuesto, mientras, por otro, dan curso legal a la moneda del impuesto, que llevaba la efigie del emperador Tiberio, señal de pertenencia al emperador, como símbolo de su poder y autoridad.
Jesús actúa con astucia pidiéndoles que le muestren la moneda del impuesto, que era la que llevaba la efigie del César. Emplea un juego de palabras por medio del cual les hace decir en público lo que en modo alguno hubieran dicho reflexivamente. A la pregunta de Jesús: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?», ellos querían responder que la figura y la inscripción eran del César; pero la pregunta y la respuesta están hechas de tal modo que lo que se entiende de la respuesta es que es la moneda lo que es del César. De donde se sigue que le sirven en bandeja a Jesús una salida airosa, que deja abochornados a sus enemigos, pues ellos mismos terminan confesando que es legítimo dar al César lo que es del César, o sea, pagar el impuesto. Jesús viene a decir a sus adversarios que “puesto que aceptan prácticamente los beneficios y la autoridad del poder romano, del que esa moneda es el símbolo, pueden e incluso deben rendirle el homenaje de su obediencia y de sus bienes, sin perjuicio de lo que, por otro lado, deben a la autoridad superior de Dios” (Biblia de Jerusalén).
Jesús, no sólo sale airoso de la contienda, sino que eleva el planteamiento de la disputa cuerpo a cuerpo, a categoría religiosa: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ya que Dios está por encima de todos los poderes de la tierra (la tierra se la ha dejado a los hombres); ahora bien, el hombre es imagen de Dios y, por tanto, ha de entregarse enteramente a Él.
Ésta es, a mi juicio, la principal enseñanza que Dios nos brinda este domingo, confirmada por el oráculo de investidura de Ciro -transmitido por el profeta Isaías- y por el salmo responsorial.
El Señor es el dueño de toda la tierra y de todos los pueblos; nadie puede discutirle su soberanía. Los cielos son obra de Dios, y manifiestan su gloria y su poder; Él les ofrece garantía de estabilidad. El Señor es también el soberano de la historia y dispone de los reinos, y, por eso, llama y unge a Ciro -un emperador extranjero que ni conoce a Dios ni lo honra- para que cumpla sus planes, liberando al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia. Así pues, el Señor es Rey y juzgará con rectitud a los pueblos.
Como dice un refrán: «Dios escribe derecho en renglones torcidos». Es decir, que, aunque no conocemos en detalle los planes de Dios, podemos tener la seguridad de que nada sucede al margen de sus designios.
Modesto García, OSA
S. Mateo sitúa la parábola de este domingo en Jerusalén, días antes de la muerte de Jesús. La gente sencilla le había proclamado Hijo de David (Mt.21,9), mientras que las autoridades religiosas confabulaban el modo de acabar con él. En esta situación, Jesús, pese a saber que llegan sus últimos momentos, nos habla de fiesta y de banquete.
Comienza el evangelio comparando el reino de los cielos con un banquete de bodas organizado por Dios. La boda es sinónimo de alegría y de felicidad. Dios nos quiere felices y nos invita a compartir su vida, su mesa y su alegría. ¿Nos habremos enterado de lo que significa ser cristiano? Seguir a Jesús es la gran oportunidad de hacer de la vida una fiesta de amor y fraternidad.
Esta parábola resume, en forma de historia, la relación de Dios con el pueblo judío y con la Iglesia. En principio, la parábola está dirigida al pueblo de Israel, el pueblo de la Promesa y de la Alianza, pero el pueblo judío rechazó la invitación asesinando a los profetas y al mismo hijo del Rey, al Mesías.
De todos modos, habrá fiesta, Dios la tiene preparada y no tira la toalla. Saldrán a buscar nuevos invitados, hasta los cruces del camino, buenos y malos. Los malos y buenos (v.10) reflejan a la Iglesia del tiempo de Mateo, formada por judeocristianos, a la que comenzaban a incorporarse muchos paganos. Esto creaba conflictos ydificultades dentro de la comunidad (Cf. Hch 10). A los nuevos invitados, los judeocristianos los suponían alejados de Dios, gente pecadora, personas de mala vida, marginada, pero sin embargo, aceptaron la invitación y acogieron el mensaje de salvación.
Hoy la invitación nos llega a nosotros, buenos y malos. Dios no permite que ni los intereses personales, ni los rechazos, ni los asesinatos se conviertan en impedimentos festivos: la boda está preparada y hay que celebrarla. Dios quiere compartir su alegría con nosotros. La misericordia de Dios la podemos experimentar si aceptamos su invitación. Participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios es lo más importante de nuestra vida, lo único esencial. De nosotros depende aceptar la invitación, Dios respetará nuestra decisión. Rehusar la invitación viene a ser lo mismo que preferir lo secundario, lo transitorio a lo único que nos es esencial. Ante la invitación, nos dice el texto evangélico que los convidados comenzaron a excusarse, unos tenían que atender a sus negocios y los otros debían ir al campo. ¿Nos suena esto? Tenemos que visitar a un amigo, necesitamos tomar un día de descanso, se nos ofrece una oportunidad de visitar una ciudad… Tenemos tantas cosas que hacer, que frecuentemente no tenemos tiempo para disfrutar con Dios, no tenemos el tiempo que Él nos reclama. A menudo ponemos el corazón en cosas que perecen desoyendo la invitación de Dios. ¿No es esta la actitud de indiferencia que albergan tantas personas obsesionadas con el dinero, con el sexo, con el poder, con las apariencias, con una religión a la carta…? Según la parábola los indiferentes al evangelio, los que se oponen y lo obstaculizan y los que desoyen la voz del Evangelio comparten el mismo destino: Ninguno disfrutará del banquete del rey.
Ser invitados a la boda del hijo de rey confiere gran honor, pero no basta con entrar en la fiesta, pertenecer a una familia cristiana o a una comunidad religiosa; se requiere llevar su traje de bodas, se requiere una actitud, una conversión y una actitud de fe coherentes con la invitación: Jesús pide a los suyos, no sólo palabras, sino obras y una justicia mayor que la de los fariseos. En las bodas se le da mucha importancia al vestido. Es necesario e indispensable entrar con el ajuar apropiado al gran banquete que Cristo nos invita, este ajuar es la vida de gracia.
Jesús en persona es quien nos invita a su mesa, incluso se sienta con pecadores y con los que el mundo considera indeseables. Dichosos los invitados al banquete del Señor, al banquete de bodas. Esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que nos alegra y empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. El signo central que Jesús pensó para la Eucaristía no fue el ayuno sino el comer y beber, lo más propio de toda fiesta. Acerquémonos a la Eucaristía como invitados que sí quieren asistir a la boda del Señor, conscientes de que la vida es una gran invitación a la fiesta de Dios. Que nuestro horizonte no sea la amargura ni la tristeza, sino la alegría y la esperanza.
La parábola de los dos hijos ejemplifica las dos actitudes del hombre con respecto a la invitación de Dios: una, que lo convierte en ciudadano del Reino de Dios, y la otra, que lo excluye del reino. En una cosa están de acuerdo con Jesús los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo: que no es con buenas palabras ni con buenas intenciones como se congracia el hombre con Dios, sino que es con buenos hechos, cumpliendo su voluntad, como el hombre conforma su vida con la mente, la voluntad y con el modo de ser del mismo Dios. Y, en esto, le va al hombre su propia salvación.
Pero al conceder a Jesús que es cumpliendo la voluntad de Dios como el hombre le agrada y practica la verdadera religión, Jesús les reprocha que ellos hacen precisamente lo contrario, rechazando al enviado de Dios, mientras que los pecadores, despreciados por ellos, creen en él y se convierten de su mala vida y son acogidos en el Reino de Dios.
Esta parábola de los dos hijos nos invita, hermanos, a examinarnos a fin de que nuestra religión, nuestro culto a Dios no sea vacío; que nuestra fe no sea una fe muerta, sin obras que brotan del amor, el cual da vida.
Pero mejor que examinarnos con relación a un código de conducta, que podría resultar un catálogo frío de normas, mirémonos en el espejo del Hijo de Dios, hecho un hombre como nosotros, para que los hombres podamos verlo y asimilarlo. San Pablo pone ante nuestra consideración el amor inaudito de Dios hacia nosotros al rebajarse a nuestra condición humana, porque éste era el único modo como podía salvarnos respetando nuestra libertad. ¿Acaso es mucho pedir, a quienes se han beneficiado de la salvación, que se revistan de los sentimientos de Cristo, que brotan de su Espíritu de amor?
Unidos en un mismo Espíritu de comunión, tengamos, pues, hermanos, entrañas compasivas; mantengámonos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir, no obrando por envidia ni por ostentación, sino dejándonos guiar por la humildad y considerando superiores a los demás; no buscando los propios intereses, sino los intereses de los demás.
Ésta es la verdadera religión, la que agrada a Dios, que sólo podemos tributarle ayudados desde dentro por el Espíritu de Cristo. Invoquémoslo con fe.
En la parábola que hemos escuchado, el dueño y personaje central de la parábola representa a Dios; los jornaleros invitados a trabajar en su viña, en distintos momentos de la historia humana y a distintas horas, somos todos los hombres. En principio, Jesús dirigió la parábola a sus oponentes, escribas y fariseos, por creer que ante Dios solo ellos tenían derechos. Cuando S. Mateo escribe su evangelio, la parábola la aplica a los nuevos cristianos convertidos del judaísmo, pues también se creían muy por encima de los que procedían del mundo pagano.Pero tenemos que entender que esta parábola es aplicable a todos los tiempos y a todas las edades. En la Iglesia hay trabajadores desde su más tierna infancia y juventud; otras personas se han convertido más tarde y otras, casi al final de su vida.
En todas las épocas y a todas las personas, Dios no paga según los méritos ni tampoco por la valía personal, sino por su generosidad.Es significativo que el dueño comience a pagar por los últimos. Los primeros y los últimos son igualados en el sueldo y esto fue lo que provocó la controversia. Jesús contó la historia en ese orden precisamente para que el corazón del hombre rezumara todo lo que lleva dentro. Los primeros trabajadores se quejan al dueño porque los ha igualado a los que apenas han trabajado. Los obreros que trabajaron sólo una hora no merecían la misma paga que los primeros, pero la gracia de Dios siempre es un favor inmerecido y no descansa sobre las obras del hombre. El dueño de la viña les explica que la retribución no está basada en su mérito personal sino en su generosidad, quien tiene la libertad de dar a cada uno lo que crea conveniente. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?(v.15). ¡Cómo se nos mete la envidia hasta donde menos pensamos! Eso de que el otro reciba más que yo, que sea más que yo… No queremos estar a la par. Queremos estar arriba. La queja no es que ellos debían recibir más dinero, sino que el dueño ha igualado con ellos a los que llegaron casi al final de la jornada laboral. ¡Qué orgullosos nos sentimos de nuestras obras! ¡Cuántos problemas de este tipo encontramos en ambientes católicos! No hay más que observar.
Jesús nos enseña que la relación de Dios con nosotros es la relación de Padre, relación de amor y gratuidad. Dios no se fija en nuestros méritos sino en nuestra necesidad. Para quién se fija en el tiempo que lleva trabajando en la viña del Señor: ¿Es que es mejor vivir la mayor parte de la vida sin Cristo –sin fe, sin oración, sin esperanza– y solamente cobrar el costo del discipulado en los últimos días de la vida? ¿Acaso aquellos que han encontrado a Cristo cuando están a punto de morir, han logrado un mejor trato? Decir que sí a estas preguntas, quiere decir que lamentablemente no valoramos nuestra relación con Cristo. Lo importante no es la cantidad de trabajo o el número de horas, sino la posibilidad misma de trabajar, de vivir totalmente entregados a Dios. La auténtica recompensa no es el denario, el jornal; el verdadero don de Dios es poder seguirlo, poder estar trabajando para él, sirviéndole al servir a los hermanos. Los primeros jornaleros han tenido la enorme ventaja de haber conocido antes a Dios, de poder dirigir su vida por un camino de plenitud, de autenticidad, de alegría. Los demás han tenido que esperar, han estado ociosos en la plaza o vagabundeando con su vida a cuestas hasta encontrarse con el Señor de la vida.
Que su palabra llegue a lo hondo de nuestra alma y que cada uno de nosotros, nos sintamos agradecidos por ser llamados a trabajar en su campo a la hora que el Señor quiera.
Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).
Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.
Jesús se muestra como el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí (Jn. 14,6). Tres palabras importantes. Sin un camino, no se anda. Sin verdad, no se acierta. Sin vida, sólo hay muerte. Jesús explica el sentido, porque nadie viene al Padre sino por mí (v.6). Jesús es la verdad, porque mirándole a él, estamos viendo la imagen del Padre, si me conocierais a mí, conocerías también a mi Padre (v. 7). Jesús es la vida, porque caminando como Jesús caminó, estaremos unidos al Padre y tendremos la vida en nosotros.
La felicidad, seguramente, es la meta principal que todos buscamos en la vida. Y si preguntásemos a la gente cómo buscan ser felices, o dónde buscan su propia felicidad, nos encontraríamos con respuestas muy distintas. Algunos nos dirían que en una vida de familia bien fundamentada; otros que en tener salud y trabajo; otros, que en gozar de la amistad y del ocio..., y los más influidos quizá por esta sociedad tan consumista, nos dirían que en tener dinero, en poder comprar el mayor número posible de cosas y, sobre todo, en lograr ascender a niveles sociales más altos.
Estas bienaventuranzas que nos propone Jesús no son, precisamente, las que nos ofrece nuestro mundo de hoy. El Señor nos dice que serán «bienaventurados» los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia... (cf. Mt 5,3-11).
Este mensaje del Señor es para los que quieren vivir unas actitudes de desprendimiento, de humildad, de deseo de justicia, de preocupación e interés por los problemas del prójimo, y todo lo demás lo dejan en un segundo término.
¡Cuánto bien podemos hacer rezando, o practicando alguna corrección fraterna, cuando nos critiquen por creer en Dios y por pertenecer a la Iglesia! Nos lo dice claramente Jesús en su última bienaventuranza: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5,11).
San Basilio nos dice que «no se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo... Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad».
Ya sabemos que Zacarías había sido castigado por Dios a causa de su incredulidad. Pero ahora, cuando la acción divina es del todo manifiesta en su propia carne —pues recupera el habla— exclama aquello que hasta entonces no podía decir si no era con el corazón; y bien cierto que lo decía: «Bendito el Señor Dios de Israel...» (Lc 1,68). ¡Cuántas veces vemos oscuras las cosas, negativas, de manera pesimista! Si tuviésemos la visión sobrenatural de los hechos que muestra Zacarías en el Canto del Benedictus, viviríamos con alegría y esperanza de una manera estable.
«El Señor ya está cerca; el Señor ya está aquí». El padre del precursor es consciente de que la venida del Mesías es, sobre todo, luz. Una luz que ilumina a los que viven en la oscuridad, bajo las sombras de la muerte, es decir, ¡a nosotros! ¡Ojalá que nos demos cuenta con plena conciencia de que el Niño Jesús viene a iluminar nuestras vidas, viene a guiarnos, a señalarnos por dónde hemos de andar...! ¡Ojalá que nos dejáramos guiar por sus ilusiones, por aquellas esperanzas que pone en nosotros!
Jesús es el “Señor” (cf. Lc 1,68.76), pero también es el “Salvador” (cf. Lc 1,69). Estas dos confesiones (atribuciones) que Zacarías hace a Dios, tan cercanas a la noche de la Navidad, siempre me han sorprendido, porque son precisamente las mismas que el Ángel del Señor asignará a Jesús en su anuncio a los pastores y que podremos escuchar con emoción esta misma noche en la Misa de Nochebuena. ¡Y es que quien nace es Dios!
Rev. D. Ignasi FABREGAT i Torrents
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IV Domingo de Adviento,Ciclo A.
La liturgia de la Palabra nos invita a considerar y admirar la figura de san José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc 1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).
Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.
No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.
Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.
Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).
Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendeme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.
+ Rev. D. Pere GRAU i Andreu
III Domingo de Adviento,Ciclo A."El domingo de la Alegría"
Como el domingo anterior, la Iglesia nos presenta la figura de Juan el Bautista. Él tenía muchos discípulos y una doctrina clara y diferenciada: para los publicanos, para los soldados, para los fariseos y saduceos... Su empeño es preparar la vida pública del Mesías. Primero envió a Juan y Andrés, hoy envía a otros a que le conozcan. Van con una pregunta: «Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Bien sabía Juan quién era Jesús. Él mismo lo testimonia: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo’» (Jn 1,33). Jesús contesta con hechos: los ciegos ven y los cojos andan...
Juan era de carácter firme en su modo de vivir y en mantenerse en la Verdad, lo cual le costó su encarcelamiento y martirio. Aún en la cárcel habla eficazmente con Herodes. Juan nos enseña a compaginar la firmeza de carácter con la humildad: «No soy digno de desatarle las sandalias» (Jn 1,27); «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30); se alegra de que Jesucristo bautice más que él, pues se considera sólo “amigo del esposo” (cf. Jn 3,26).
En una palabra: Juan nos enseña a tomar en serio nuestra misión en la tierra: ser cristianos coherentes, que se saben y actúan como hijos de Dios. Debemos preguntarnos: —¿Cómo se prepararían María y José para el nacimiento de Jesucristo? ¿Cómo preparó Juan las enseñanzas de Jesús? ¿Cómo nos preparamos nosotros para conmemorarlo y para la segunda venida del Señor al final de los tiempos? Pues, como decía san Cirilo de Jerusalén: «Nosotros anunciamos la venida de Cristo, no sólo la primera, sino también la segunda, mucho más gloriosa que aquélla. Pues aquélla estuvo impregnada por el sufrimiento, pero la segunda traerá la diadema de la divina gloria».
Dr. Johannes VILAR
II Domingo de Adviento,Ciclo A.
El Evangelio toca un acorde compuesto por tres notas. Tres notas no siempre bien afinadas en nuestra sociedad: la del hacer, la de la amistad y la de la coherencia de vida. Hoy día hacemos muchas cosas, pero, ¿tenemos un proyecto? Hoy, que navegamos en la sociedad de la comunicación, ¿tiene cabida en nuestros corazones la soledad? Hoy, en la era de la información, ¿nos permite ésta dar forma a nuestra personalidad?
Un proyecto. María, una mujer «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David» (Lc 1,28). María tiene un proyecto. Evidentemente, de proporciones humanas. Sin embargo, Dios irrumpe en su vida para presentarle otro proyecto... de proporciones divinas. También hoy, quiere entrar en nuestra vida y dar proporciones divinas a nuestro quehacer humano.
Una presencia. «No temas, María» (Lc 1,30). ¡No construyamos de cualquier manera! No fuera caso que la adicción al “hacer” escondiera un vacío. El matrimonio, la vida de servicio, la profesión no han de ser una huida hacia adelante. «Llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Presencia que acompaña y da sentido. Confianza en Dios, que —de rebote— nos lleva a la confianza con los otros. Amistad con Dios que renueva la amistad con los otros.
Formarnos. Hoy día, que recibimos tantos estímulos con frecuencia contrapuestos, es necesario dar forma y unidad a nuestra vida. María, dice san Luis María Grignion, «es el molde vivo de Dios». Hay dos maneras de hacer una escultura, expone Grignion: una, más ardua, a base de golpes de cincel. La otra, sirviéndose de un molde. Ésta segunda es más sencilla. Pero el éxito está en que la materia sea maleable y que el molde dibuje con perfección la imagen. María es el molde perfecto. ¿Acudimos a Ella siendo nosotros materia maleable?
Rev. D. David COMPTE i Verdaguer
I Domingo de Adviento,Ciclo A.
En este domingo, comenzando el tiempo de Adviento, inauguramos a la vez un nuevo año litúrgico. Esta circunstancia la podemos tomar como una invitación a renovarnos en algún aspecto de nuestra vida (espiritual, familiar, etc.).
De hecho, necesitamos vivir la vida, día a día, mes a mes, con un ritmo y una ilusión renovados. Así alejamos el peligro de la rutina y del tedio. Este sentido de renovación permanente es la mejor manera de estar alerta. Sí, ¡hay que estar alerta!: es uno de los mensajes que el Señor nos transmite a través de las palabras del Evangelio de hoy.
Hay que estar alerta, en primer lugar, porque el sentido de la vida terrenal es el de una preparación para la vida eterna. Este tiempo de preparación es un don y una gracia de Dios: Él no quiere imponernos su amor ni el cielo; nos quiere libres (que es el único modo de amar). Preparación que no sabemos cuándo acabará: «Anunciamos el advenimiento de Cristo, y no solamente uno, sino también otro, el segundo (...), porque este mundo de ahora terminará» (San Cirilo de Jerusalén). Hay que esforzarse por mantener la actitud de renovación y de ilusión.
En segundo lugar, conviene estar alerta porque la rutina y el acomodamiento son incompatibles con el amor. En el Evangelio de hoy el Señor recuerda cómo en tiempos de Noé «comían, bebían» y «no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos» (Mt 24,38-39). Estaban “entretenidos” y —ya hemos dicho— que nuestro paso por la tierra ha de ser un tiempo de “noviazgo” para la maduración de nuestra libertad: el don que nos ha sido otorgado no para librarnos de los demás, sino para darnos a los demás.
«Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,37). La venida de Dios es el gran acontecimiento. Dispongámonos a acogerlo con devoción: «¡Ven Señor Jesús».
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench